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Washington, D. C., jueves 18 de diciembre de 1980

C. Arnold Barent dejó el hotel Mayflower y al presidente electo y se dirigió al aeropuerto pasando por el edificio del FBI. Su limusina iba precedida por un Mercedes gris y seguida por un Mercedes azul; ambos vehículos los había alquilado una de sus compañías y los hombres que iban en ellos estaban tan bien entrenados como los hombres de los servicios secretos que habían sido tan visibles en el Mayflower.

—Creo que la discusión ha sido muy interesante —dijo Charles Colben, el otro pasajero de la limusina.

Barent asintió con la cabeza.

—El presidente estaba muy abierto a tus sugestiones —dijo Colben—. Parece que hasta podrá volver al retiro del Island Club este junio. Eso sería interesante. Nunca hemos tenido allí a un presidente en ejercicio.

—Un presidente electo —dijo Barent.

—¿Qué?

—Has dicho que el presidente estaba muy abierto —dijo Barent—. Querías decir el presidente electo. El señor Carter es nuestro presidente hasta enero.

Colben emitió un sonido de mofa.

—¿Qué dice tu grupo de información sobre los rehenes? —preguntó Barent en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

—¿Serán liberados durante las últimas horas del mandato de Carter o se esperará al próximo gobierno?

Colben se encogió de hombros.

—Somos el FBI, no la CIA. Nuestro trabajo tiene que ser interno, no operamos en el extranjero.

Barent meneó la cabeza, aún sonriendo ligeramente.

—Y parte de nuestro esfuerzo interno —dijo— es espiar la CIA. Por eso pregunto de nuevo: ¿cuándo volverán a casa los rehenes?

Colben frunció el ceño y miró los árboles desnudos de la avenida.

—Lo mejor que podemos conseguir son veinticuatro horas de ambos lados para la inauguración —dijo—. Pero de la manera que el ayatollah ha estado confundiendo a Carter el último año y medio, no me parece que le vaya a dar ahora su hueso.

—Estuve con él una vez —explicó Barent—. Una persona interesante.

—¿Qué? ¿Con quién? —preguntó Colben, desconcertado.

Los Carter habían estado en la finca de Barent en Palm Springs, y en el castillo de Thousand Islands varias veces durante los últimos cuatro años.

—Con el ayatollah Jomeini —dijo Barent pacientemente—. Fui desde París para verle poco después que empezara su exilio. Un amigo sugirió que yo podría encontrar al imán divertido.

—¿Divertido? —preguntó Colben—. ¿Ese cabrón fanático?

Barent frunció ligeramente el ceño, sorprendido por el lenguaje de Colben. No le gustaban las palabrotas. Se había acostumbrado a la palabra «puta» al principio de la semana que pasó con Tony Harod, porque había comprendido que era necesaria una frase vulgar para hacer entender las cosas a un hombre vulgar. Charles Colben también era un hombre vulgar.

—Me divertí —contestó Barent, arrepentido de haber hablado del caso—. Dispuse de quince minutos de conversación con el dirigente religioso…, con ayuda de un intérprete, aunque me habían asegurado que el ayatollah entendía el francés. Y no te puedes imaginar qué hizo ese hombrecillo exactamente antes de dar por concluida nuestra audiencia.

—¿Pedirte que dieras dinero para su revolución? —preguntó Colben, su tono de voz revelaba su falta de interés—. Me doy por vencido.

—Intentó «usarme» —dijo Barent, sonriendo de nuevo, realmente divertido al recordarlo—. Podía sentirlo buscando a tientas en mi cerebro, a ciegas, instintivamente. Tuve la impresión de que creía ser el único en el mundo que poseía la «aptitud». También tuve la impresión de que pensaba que era Dios.

Colben se encogió de hombros otra vez.

—Se habría sentido un poco menos divino si Carter hubiese tenido cojones para enviar algunos B-52 la primera semana de la crisis de los rehenes.

Barent cambió de tema.

—¿Y dónde está hoy nuestro amigo, el señor Harod?

Colben sacó un inhalador de un bolsillo, lo aplicó en ambas ventanillas de la nariz e hizo una mueca.

—Él y su secretaria…, o lo que sea ella, se marcharon anoche a Alemania occidental.

—Para averiguar si su amigo Willi está vivo y coleando en der Vaterland, supongo —dijo Barent.

—En efecto.

—¿Y has enviado a alguien con él?

Colben meneó la cabeza.

—No hacía falta. Trask utiliza a algunos de sus contactos de Francfort y Munich, de los tiempos en la Compañía, para vigilar el castillo. Harod se dirige allí, de eso no hay duda. Controlaremos el tráfico de la CIA.

—¿Y él encontrará alguna cosa?

Charles Colben se encogió de hombros.

—No creerás que nuestro amigo Borden está aún vivo, ¿verdad?

—No. No veo cómo podría ser tan listo —dijo Colben—. Quiero decir, nuestra idea era conseguir que la Drayton lo eliminara. La votación fue unánime, ya que sus acciones se estaban haciendo demasiado públicas, ¿verdad?

—Y entonces descubrimos las pequeñas indiscreciones de Nina Drayton —añadió C. Arnold Barent—. Bueno, es una pena.

—¿Qué es una pena?

Barent miró al burócrata calvo.

—Es una pena que ninguno de ellos fuera miembro del Island Club —dijo—. Eran personas interesantes.

—Tonterías —le cortó Colben—. Eran unos lunáticos.

La limusina se detuvo. El cerrojo sonó en la puerta del lado de Colben. Barent miró a través de la ventanilla la entrada fea, lateral, del nuevo edificio del FBI.

—Tu parada —dijo, y después, cuando Colben estaba ya de pie en la curva y el motorista estaba a punto de cerrar la puerta, añadió—: Charles, tenemos que hacer algo con tu lenguaje.

Dejó al hombre calvo en la acera mirando la limusina que se alejaba. El viaje al aeropuerto nacional duró sólo unos minutos. El DC-9 convertido de Barent esperaba junto a un hangar privado; los motores del avión estaban en marcha, el aire acondicionado, funcionando, y un vaso de agua mineral helada esperaba junto a la silla favorita de Barent. Don Mitchell, el piloto, fue hasta el compartimiento de cola y saludó militarmente:

—Todo en orden, señor Barent —dijo—. Tengo que comunicar a la torre de control nuestro plan de vuelo. ¿Cuál es nuestro destino, señor?

—Me gustaría ir a mi isla —respondió Barent, después de beber varios tragos de su agua mineral.

Mitchell sonrió ligeramente. Era una vieja broma. C. Arnold Barent era propietario de más de cuatrocientas islas en todo el mundo y tenía residencias en más de una veintena.

—Sí, señor —dijo el piloto, y esperó.

—Informe a la torre de que el Plan de Vuelo E es el pertinente —le indicó Barent. Se levantó con el vaso en la mano y fue a la puerta del dormitorio—. Le avisaré cuando esté preparado.

—Sí, señor —dijo Mitchell—. Tenemos espacio libre en cualquier momento dentro de los próximos quince minutos.

Barent asintió con la cabeza y esperó a que el piloto saliera.

Cuando entró en el dormitorio, el agente especial Haines estaba sentado en la cama. Se levantó, pero Barent le indicó con un gesto que volviera a sentarse. Barent terminó su bebida y se quitó la americana, la corbata y la camisa. Echó la camisa arrugada en un cesto y sacó una nueva de un cajón del armarito de cola.

—Dime, Richard —dijo Barent mientras se abotonaba la camisa ¿qué novedades hay?

Haines parpadeó y empezó a hablar:

—El supervisor Colben y el señor Trask se han encontrado esta mañana antes de su entrevista con el presidente electo. Trask está en el equipo de transición…

—Sí, sí —murmuró Barent, todavía de pie—. ¿Y la situación en Charleston?

—La oficina aún vigila —explicó Haines—. El equipo del accidente tiene la certeza de que el avión fue destruido por una bomba. Uno de los pasajeros, registrado con el nombre de George Hummel, usó una tarjeta de crédito que les llevó hasta un robo en Bar Harbor, Maine.

—Maine —repitió Barent. Nieman Trask era «ayudante» del senador decano de Maine—. Muy chapucero.

—Sí, señor —dijo Haines—. De cualquier manera, el señor Colben estaba muy preocupado con su orden de no interferirse en la investigación del sheriff Gentry. Estuvo ayer con el señor Trask y el señor Kepler en el Mayflower y estoy seguro de que enviaron su propio grupo o grupos a Charleston anoche.

—¿Uno de los fontaneros de Trask?

—Sí, señor.

—Muy bien. Continúa, Richard.

—Aproximadamente a las 9.20 de hoy, el sheriff Gentry interceptó a un hombre que le estaba siguiendo en un Plymouth Volaré 1976. Gentry intentó detenerlo. El hombre al principio se resistió y después se cortó la garganta con una navaja de muelle. Ingresó cadáver en el Hospital General de Charleston. Ni la identificación de huellas ni el registro del coche han dado pistas. Los registros dentales se están comprobando, pero tardarán varios días.

—No encontrarán nada si es uno de los fontaneros de Trask —reflexionó Barent—. ¿El sheriff está herido?

—No, señor. No, según nuestro equipo de vigilancia.

Barent meneó la cabeza. Cogió una corbata de seda de un perchero y empezó a hacer el nudo. Dejó que su mente se extendiera y se introdujera en la mente del agente especial Richard Haines. Pudo sentir el «escudo» que hacia de Haines un «neutral», una concha sólida que rodeaba la ola de pensamientos, ambiciones e impulsos oscuros que era Richard Haines. Como tantos otros con la «aptitud», como el mismo Barent, Colben había elegido a un «neutral» como su ayudante más directo. Aunque no pudiese ser condicionado, Haines también era inmune a la amenaza de ser dominado por alguien con una «aptitud» más fuerte. O así lo creía Colben.

Barent se deslizó sobre la superficie del escudo mental hasta que encontró la inevitable grieta, se deslizó más profundamente a través del laberinto de las pobres defensas de Haines, pasó su propia voluntad por la deformación y el tejido del pensamiento del hombre del FBI. Tocó el centro de placer de Haines y el agente cerró los ojos como si estuviera siendo atravesado por una corriente.

—¿Dónde está la Fuller? —preguntó Barent.

Haines abrió los ojos.

—Aún no se sabe nada después del problema en el aeropuerto de Atlanta el lunes por la noche.

—¿Hubo suerte con la localización de la llamada?

—No. La telefonista del aeropuerto cree que era una llamada local.

—¿Crees que Colben, Kepler o Trask tienen acceso a otras informaciones sobre dónde se encuentra ella…, o Willi?

Haines vaciló un segundo.

—No, señor —respondió finalmente—. Cuando se encuentre a uno de los dos, creo que nos llegará de la manera habitual, a través de la oficina. Lo sabré al mismo tiempo que el señor Colben.

—Antes, si es posible —dijo Barent con una sonrisa—. Gracias, Richard. Como siempre, tu compañía es muy estimulante. Encontrarás a Foster en el lugar habitual si necesitas contactar conmigo. En cuanto tengas cualquier información sobre el paradero tanto de la Fuller como del amigo de Alemania, quiero saberlo.

—Sí, señor.

—Oh, Richard. —Barent se estaba poniendo una chaqueta deportiva de cachemira azul—. Continúas pensando que el sheriff Gentry y ese psiquiatra…

—Laski —aclaró Haines.

—Sí —sonrió Barent—. ¿Aún piensas que los contratos de estas personas deberían ser formalmente cancelados?

—Sí. —Haines frunció el ceño y formuló su respuesta cuidadosamente—: Gentry es demasiado listo —dijo—. Al principio pensé que estaba irritado con los asesinatos de Mansard House porque le desprestigiaban en su propia ciudad, pero cuando me marché tuve la impresión de que se los tomaba como algo personal. Un poli estúpido, gordo y tozudo.

—Pero listo —dijo Barent.

—Sí. —Haines frunció de nuevo el ceño—. No conozco a Laski, pero está demasiado… complicado, de alguna manera. Conocía a la señora Drayton y…

—Sí, sí —interrumpió Barent—. Bien, tal vez tengamos otros planes para el doctor Laski. —Miró al hombre del FBI durante un rato largo—. ¿Richard?

—¿Sí?

Barent unió los dedos en pirámide.

—Hay una cosa que quiero preguntarte, Richard. Tú trabajaste para el señor Colben durante varios años antes de entrar en el club. ¿Es cierto?

—Sí, señor.

Barent tocó su labio inferior con la punta de sus dedos en pirámide.

—Mi pregunta, Richard, es… ¿por qué?

Haines se admiró de que el agente no comprendiera.

—Quiero decir —continuó Barent—, ¿por qué haces todas las cosas que Charles te pide…, aún te pide que hagas…, si puedes elegir?

Haines se iluminó. Su sonrisa mostró unos dientes perfectos.

—Bueno —dijo—, creo que me gusta mi trabajo. ¿Es todo por hoy, señor Barent?

Barent lo miró durante un segundo y después contesto:

—Sí.

Cinco minutos después de la salida de Haines, Barent usó el interfono para llamar al piloto:

—Donald —dijo—, por favor, despega ahora. Me gustaría ir a mi isla.