8

Bayerisch-Eisenstein, jueves 18 de diciembre de 1980

Tony Harod y María Chen se dirigieron en coche hacia el nordeste desde Munich, más allá de Deggendorf y Regen, internándose en los bosques y montañas de Alemania occidental cerca de la frontera checa. Harod conducía el BMW alquilado a gran velocidad, cambiando de marcha para coger las curvas, resbaladizas a causa de la lluvia, con patinazos controlados, y acelerando hasta llegar a los ciento veinte kilómetros por hora en las rectas. Esta concentración y actividad no bastaba para sacarle de encima la tensión del largo vuelo. Había intentado dormir durante la interminable travesía, pero ni un solo segundo había podido dejar de ser consciente de que estaba encerrado dentro de un tubo frágil y presurizado a miles de metros por encima del frío Atlántico. Harod temblaba, aumentó la calefacción del BMW y adelantó a otros dos coches. Había nieve alfombrando los campos y amontonada en los márgenes de la carretera mientras subían por una zona más accidentada.

Dos horas antes, cuando habían salido de Munich por la concurrida autopista, María había estudiado su mapa de carreteras Shell y había dicho:

—Oh, Dachau está a pocos kilómetros de aquí.

—¿Y qué? —preguntó Harod.

—Allí había uno de esos campos —dijo ella—. Donde enviaban a los judíos durante la guerra.

—¿Y qué? —preguntó Harod—. Eso es historia antigua.

—No tan antigua —matizó María Chen.

Harod tomó la salida número noventa y dos y cambió una autopista concurrida por otra. Maniobró el BMW hacia el carril izquierdo y mantuvo el velocímetro en cien kilómetros por hora.

—¿En qué año naciste? —preguntó.

—En el cuarenta y nueve —dijo María Chen.

—Nada de lo que pasó antes de tu nacimiento es digno de un pensamiento —dijo Harod—. Es pura historia antigua.

María Chen guardó silencio y miró el curso del río Isan. La última luz del atardecer se arrastraba en un cielo grisáceo.

Harod miró a su secretaria y recordó cómo la había conocido. Había sido cuatro años atrás, durante el verano de 1976. Él había viajado a Hong Kong para hablar con los hermanos Foy sobre un negocio de Willi para la financiación de una de sus estúpidas películas de kung-fu. Harod estaba contento de salir de Estados Unidos durante el furor de la histeria del Bicentenario. El joven Foy le había llevado a pasar una noche en Kowloon.

Harod no tardó en comprender que el bar y club nocturno al que lo llevaron, en la octava planta de un rascacielos de Kowloon, era en realidad un prostíbulo, y que las bellas y sofisticadas mujeres de cuya compañía habían estado disfrutando eran putas.

Harod había perdido el interés, y se habría marchado inmediatamente si no hubiese reparado en la bella mujer eurasiática sentada sola en el bar, en cuyos ojos descubrió una profunda indiferencia que no podía ser simulada. Cuando interrogó a Dos-Mordidas Foy sobre ella, el enorme asiático sonrió y le dijo:

—Ah, muy interesante. Una historia muy triste. La madre era una misionera americana; el padre, profesor en el continente. La madre murió poco después de llegar a Hong Kong. El padre también ha muerto. María Chen se quedó y es una modelo muy famosa, muy cara.

—¿Modelo? —preguntó Harod—. ¿Y qué hace aquí?

Foy se encogió de hombros y sonrió, mostrando sus dientes de oro.

—Gana mucho dinero, pero le hace falta mucho más. Gustos muy caros. Quiere irse a América…, es ciudadana americana, pero no puede volver a causa de sus gustos caros.

Harod meneó la cabeza.

—¿Cocaína?

—Heroína —aclaró Foy, y sonrió—. ¿Quiere conocerla?

Harod quería conocerla. Después de las presentaciones, cuando estaban solos en el bar, María Chen dijo:

—Le conozco. Usted hace carrera con malas películas y peores maneras.

Harod asintió con la cabeza.

—Y yo la conozco —dijo—. Es una adicta a la heroína y una puta de Hong Kong.

Vio llegar la botella y quiso detenerla con el cerebro. Pero falló. El ruido del golpe hizo que la gente dejase de hablar y volviese la cabeza. Cuando el murmullo de las conversaciones volvió a elevarse, Harod sacó un pañuelo y se lo pasó por la boca. El anillo de la eurasiática le había cortado el labio.

Harod había conocido antes «neutrales», personas sobre las cuales la «aptitud» no tenía ningún poder. Pero eran raras. Y nunca le había sucedido intentando esquivar un golpe.

—Muy bien —dijo—, las presentaciones ya están hechas. Ahora tengo que hacerle una propuesta de negocios.

—No me interesa nada de lo que pueda ofrecerme —dijo María Chen. No había duda sobre la sinceridad de su declaración. Pero continuó sentada en el bar.

Harod meneó la cabeza. Estaba pensando rápidamente, recordando la preocupación que sentía desde hacía meses. Trabajar con Willi le aterraba. El viejo usaba raramente su «aptitud», pero cuando lo hacía no había duda de que sus poderes eran mucho mayores que los de Harod. Aunque Harod pasara meses o años condicionando cuidadosamente a un ayudante, no había duda de que Willi podría hacer de él un instrumento suyo en un segundo. Harod había sentido una creciente ansiedad desde que el maldito Island Club le había convencido que se acercara al viejo asesino. Si Will lo descubría, usaría cualquier instrumento a su alcance para…

—Le doy un empleo en Estados Unidos —dijo—. Como mi secretaria personal y secretaria ejecutiva en la compañía de cine que represento.

María Chen le miró con frialdad. No había interés en sus bellos ojos castaños.

—Cincuenta mil dólares americanos al año —le propuso él—, más beneficios.

Ella ni parpadeó.

—Gano más que eso aquí en Hong Kong —dijo ella—. ¿Por qué iba a cambiar mi carrera de modelo por un trabajo de secretaria mal pagado?

El énfasis que puso en la palabra «secretaria» no dejó dudas sobre el desprecio que sentía por la oferta.

—Los beneficios —le recordó Harod. Como María Chen no dijo nada, continuó—: El suministro constante de…, el que usted necesita —dijo dulcemente—. Y no necesitará preocuparse más con el proceso de compra.

Entonces María Chen parpadeó. La confianza en sí misma la abandonó como un velo arrancado. Miró sus manos.

—Piénselo —dijo Harod—. Estaré en el hotel Victoria and Albert hasta el jueves por la mañana.

Ella no miró cuando Harod dejó el club nocturno. El jueves por la mañana, estaba preparándose para irse, de regreso a casa, el botones ya había bajado el equipaje, se daba un último vistazo al espejo abotonando la parte delantera de su americana safari de viaje, cuando María Chen apareció en la puerta.

—¿Cuáles son mis deberes además de los de secretaria personal? —preguntó.

Harod se volvió lentamente, se resistió al impulso de sonreír y se encogió de hombros.

—Todo lo que yo determine —dijo, y sonrió—. Pero no lo que está pensando. Las putas no me interesan.

—Habrá una condición —dijo María Chen.

Harod miró y escuchó.

—El próximo año quiero… parar —dijo ella, y apareció sudor en la piel suave de su frente—. Quiero dejar la heroína por las buenas. Y cuando yo decida el momento, usted… lo arreglará.

Harod pensó durante un minuto. No estaba seguro de si, curada de su dependencia, María Chen serviría a sus objetivos, pero dudaba que alguna vez llegase a pedir desintoxicarse. Si lo hiciera, trataría del caso entones. Entretanto, contaría con los servicios de una ayudante bella e inteligente a la que Willi no podría tocar.

—De acuerdo —dijo—. Vamos a arreglar su visado.

—No hace falta —dijo María Chen, y se hizo a un lado para dejarlo pasar adelante hacia el ascensor—. Todo está en orden.

Treinta kilómetros después de Deggendorf se acercaron a Regen, una ciudad medieval a la sombra de despeñaderos rocosos. Mientras bajaban por una carretera de montaña hasta las afueras, María Chen señaló hacia donde los faros habían iluminado un tablero oval plantado bajo los árboles cerca del borde de la carretera.

—¿Te has fijado en eso durante todo el camino? —preguntó ella.

—Sí —dijo Harod, y cambió de marcha ante una curva muy cerrada.

—La guía dice que se usaban para llevar a los aldeanos locales a sus funerales —dijo ella—. Cada tablero lleva escrito el nombre del muerto y unas oraciones.

—Hermoso —concedió Harod.

La carretera atravesó una pequeña ciudad. Harod avistó las luces de las calles que brillaban en la penumbra invernal, adoquines húmedos en los callejones y una estructura oscura, grande y pesada, sobre la ciudad, en una loma boscosa.

—Ese castillo pertenecía al conde Hund —leyó María Chen—. Hizo enterrar viva a su mujer después que ella ahogó a su bebé en el río Regen.

Harod no dijo nada.

—¿No es un elemento curioso de la historia local? —dijo María Chen.

Harod torció a la izquierda para seguir la autopista 11 hacia la zona de montaña boscosa. Se veía nieve en el haz de luz de los faros. Extendió la mano para quitarle la guía de las manos a María Chen y apagar su pequeña linterna.

—Haz un favor —dijo—. Cierra esa mierda.

Llegaron a su pequeño hotel en Bayerisch-Eisenstein después de las nueve, pero las habitaciones estaban preparadas y la cena se servía aún en un comedor que apenas daba para cinco mesas. Una enorme chimenea calentaba la sala y suministraba la mayor parte de la luz. Comieron en silencio.

Por lo poco que vio antes de encontrar el hotel, Bayerisch-Eisenstein le pareció a Harod pequeña y vacía. Una única calle, unos pocos viejos edificios bávaros en un estrecho valle entre colinas oscuras; el lugar le recordaba alguna colonia perdida en los Catskills. Un letrero en las afueras de la ciudad les había informado de que estaban a sólo algunos kilómetros de la frontera checa.

Cuando subieron a sus habitaciones contiguas en el tercer piso, Harod dijo:

—Bajaré a la sauna. Tú prepara las cosas para mañana.

El hotel tenía veinte habitaciones, casi todas ocupadas por esquiadores que habían venido a explorar las pistas del Grossen Alter, la montaña de mil cuatrocientos metros, situada algunos kilómetros más al norte.

Varias parejas estaban en la pequeña sala común del primer piso, bebiendo cerveza o chocolate caliente y riendo con aquel tono alemán enérgico que siempre sonaba cansado a los oídos de Harod.

La sauna estaba en el sótano y era poco más que una caja blanca de cedro con bancos. Harod hizo subir la temperatura, se quitó la ropa en el pequeño vestuario, y entró en la sauna ya aclimatada, con sólo una toalla. Sonrió al pequeño aviso en inglés y alemán de la puerta: «AVISO A LOS HUÉSPEDES: EN LA SAUNA EL VESTUARIO ES FACULTATIVO.» Era evidente que habían pasado por allí turistas norteamericanos que se habían sorprendido por la indiferencia alemana a la desnudez en esas situaciones.

Estaba casi dormido cuando entraron dos chicas. Eran jóvenes —no tenían más de dieciséis años— y alemanas, y se reían al entrar. No se detuvieron cuando vieron a Harod.

—Guten Abend —dijo la más alta de las dos rubias. Llevaban toallas enrolladas. Harod también llevaba una toalla; no habló mientras espiaba a las chicas por debajo de sus ojos de párpados pesados.

Recordó el día, casi tres años antes, en que María Chen le anunció que era el momento de ayudarla a dejar la heroína.

—¿Por qué debería hacerlo? —había preguntado.

—Porque me lo prometiste —había respondido ella.

Harod la había mirado fijamente, recordando los meses de tensión sexual, su frío rechazo a sus mínimas insinuaciones y la noche que él había ido silenciosamente hasta su habitación y había abierto la puerta. Aunque eran más de las dos de la madrugada, ella estaba despierta, leyendo en la cama. Cuando él asomó la cabeza por la puerta, ella había dejado el libro, cogido un revólver del calibre 38 del cajón de la mesilla de noche, lo había depositado sobre sus rodillas, y había preguntado:

—Sí, ¿qué pasa, Tony?

Él había meneado la cabeza y se había marchado.

—Muy bien, lo prometí —dijo Harod—, ¿qué quieres que haga?

María Chen se lo explicó.

Durante tres semanas no abandonó el cuarto cerrado del sótano. Al principio arañaba con sus largas uñas el acolchado que él había ayudado a colocar y que recubría paredes y puerta. Gritaba y daba golpes, rasgaba el colchón y las almohadas, que eran los únicos muebles en la pequeña habitación, y después gritaba de nuevo. Sólo Harod, sentado en el estudio de sonido junto a la celda, podía oír sus gritos.

No se comía lo que él le pasaba por la abertura baja de la puerta. A los dos días no se levantó del colchón y se quedó acurrucada, sudando y temblando alternativamente, gimiendo débilmente en un momento dado y gritando con una voz inhumana después. Al final, Harod se quedó en la habitación con ella durante tres días y tres noches, ayudándole a ir al cuarto de baño de al lado cuando ella ya podía sentarse, aseándola y cuidando de ella. Finalmente, después de quince días, durmió veinticuatro horas seguidas, y Harod la bañó y vendó los arañazos que se había infligido a sí misma. Mientras pasaba la toallita por sus mejillas pálidas, por sus pechos perfectos y por sus muslos cubiertos de sudor, pensó en todas las veces que había contemplado su cuerpo vestido de seda en el despacho y deseó que no fuera una «neutral».

Después de bañarla y secarla, la había vestido con un pijama suave, cambiado las sábanas y mantas sucias y dejado sola para dormir.

María Chen había salido de aquella habitación después de la tercera semana con su actitud y sus maneras ligeramente distantes tan intactas y perfectas como su pelo, vestido y maquillaje. No hablaron nunca de aquellas tres semanas.

La chica más joven se rió tontamente y levantó los brazos por encima de la cabeza, al mismo tiempo que le decía alguna cosa a la amiga. Harod las miró a través del vapor. Sus ojos negros eran agujeros bajo los pesados párpados.

La chica de más edad parpadeó varias veces y dejó la toalla. Sus pechos eran firmes y pesados. La más joven pareció sorprenderse, con los brazos aún por encima de la cabeza. Harod vio el vello suave bajo sus brazos y se preguntó por qué las chicas alemanas no se depilaban. La más joven comenzó a decir algo y empezó a desanudar su toalla. Sus dedos hurgaban como si estuvieran dormidos o no estuvieran acostumbrados a hacerlo. La toalla cayó en el momento en que la chica mayor levantaba las manos hacia los pechos de su hermana.

«Hermanas», pensó Harod mientras entrecerraba los ojos para saborear las sensaciones físicas. «Kirsten y Gabi.» Con dos no era fácil. Tenía que cambiar de una a otra constantemente, sin permitir nunca que una se escabullese mientras se ocupaba de la otra. Era como jugar al tenis contra sí mismo, un juego que no desearías prolongar durante mucho tiempo. Pero no era necesario que fuera un juego largo. Harod cerró los ojos y sonrió.

Cuando Harod volvió, María Chen estaba de pie ante la ventana, mirando a un pequeño grupo de cantores de villancicos situados alrededor del trineo de caballos. Se volvió en el momento en que una carcajada y un fragmento de Oh, Tannenbaum llenaban el aire frío.

—¿Dónde está? —preguntó Harod. Llevaba un pijama de seda y una bata dorada. Tenía el pelo húmedo.

María Chen abrió la maleta y sacó la automática del calibre 45. La puso sobre la mesilla de café.

Harod levantó el arma, la disparó una vez y asintió.

—Ya suponía que no te molestarían en la aduana. ¿Dónde está el cargador?

María cogió tres cargadores de metal de la maleta y los puso sobre la mesa. Harod empujó el arma sin carga sobre la superficie de vidrio hasta que quedó cerca de su mano.

—¡Oh! —dijo él—, echemos una ojeada a este jodido lugar. —Extendió el mapa topográfico verde y blanco sobre la mesa, usando la automática para aguantar una punta y los cargadores para las otras esquinas. Su corto índice señaló una serie de puntos a ambos lados de una línea roja—. Bayerisch-Eisenstein —dijo—. Nosotros. —El dedo se trasladó dos centímetros al noroeste—. La casa de Willi está aquí, detrás de esta colina.

—El Grössen-Arber —indicó María Chen.

—Lo que sea. Aquí mismo en medio del bosque.

—El Bayerischer Wald —dijo María Chen.

Harod la miró un minuto y después volvió a fijar su atención en el mapa.

—Forma parte de una especie de parque nacional…, pero aún es propiedad privada. Totalmente absurdo.

—En los parques nacionales americanos hay propiedades privadas —dijo María Chen—. Por otro lado, se supone que la finca no está ocupada.

—Sí —admitió Harod. Enrolló el mapa y se fue a su habitación a través de la puerta que les comunicaba directamente. Un minuto después volvió con un vaso de whisky de una botella que había comprado en Heathrow en la free duty shop—. Entonces —dijo—, ¿comprendes qué haremos mañana?

—Sí —respondió María Chen.

—Si no está allí, no hay problema —dijo Harod—. Si está y está solo y quiere hablar, no hay problema.

—¿Y si hay problema?

Harod se sentó, dejó el whisky sobre la mesa y colocó el cargador en la pistola. Se la acercó a María Chen y esperó a que ella la cogiera.

—En ese caso, le matas —dijo Harod—. Le matas a él y a quien esté con él. Le disparas en la cabeza. Dos veces, si tienes tiempo. —Fue hasta la puerta y vaciló—. ¿Otras preguntas?

—No —dijo María Chen.

Harod volvió a su habitación y cerró la puerta. María Chen oyó el ruido del cerrojo. Permaneció sentada durante un rato, con la automática en la mano, escuchando los sonidos ocasionales del Gemütlichkeit de fiesta que venía de la calle, y contemplando la pequeña faja de luz amarilla bajo la puerta de Tony Harod.