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Charleston, miércoles 17 de diciembre de 1980

Al principio, el sheriff Bobby Joe Gentry se sintió encantado cuando descubrió que le seguían. Que él supiera, nunca le habían seguido antes. Había tenido su propia experiencia de seguir gente; precisamente en la víspera había seguido al psiquiatra, Laski; lo vio entrar en la casa Fuller, esperó paciente en el Dodge de Linda Mae mientras Laski y la chica cenaban, y después pasó una buena parte de la noche en St. Andrews tomando café y vigilando la casa de Natalie Preston. Había sido una noche particularmente fría e inútil. Esta mañana a primera hora había pasado por allí en su propio coche y el Toyota alquilado del psiquiatra aún seguía aparcado delante de la casa. ¿Qué relación podía haber entre ellos? Gentry tenía un claro presentimiento con respecto a Laski —había sentido sus punzadas la primera vez que había hablado con el psiquiatra por teléfono— y el presentimiento se estaba transformando en una de aquellas picazones de intuición imposibles de rascar, entre los omóplatos, que Gentry reconocía por experiencia como una de las armas necesarias en un buen policía. Por eso ayer había seguido a Laski. Y ahora, a él —el sheriff Bobby Joe Gentry de Charleston— le seguían.

Al principio le pareció difícil de creer. Ese miércoles por la mañana se había levantando a las seis, como de costumbre, cansado de dormir poco y de la excesiva cafeína de la noche anterior, había pasado por la casa de los Preston en St. Andrews para verificar que Laski había pasado allí el resto de la noche, había parado para tomar un donut en la cafetería de Sarah Dixon en la avenida Rivers y después había ido hasta el parque Hampten para entrevistar a una tal señora Lewellyn. El marido de esta mujer había salido de la ciudad la misma noche de los asesinatos de Mansard House, cuatro días antes, y había muerto en un accidente de coche en Atlanta la madrugada del domingo. Cuando la policía de Georgia la llamó para informarle de que su marido había chocado contra el pilar de un puente a una velocidad superior a ciento treinta kilómetros por hora en la carretera de circunvalación I-285 cerca de Atlanta, la señora Lewellyn tenía una pregunta que hacer a la policía: «¿Qué diablos hacia Arthur en Atlanta, si había salido la noche pasada para comprar un puro y el periódico?»

Gentry pensó que era una pregunta pertinente. No conocía aún la respuesta cuando salió de la casa de ladrillos de los Lewellyn a las nueve, después de hablar durante media hora con la viuda. Entonces se percató de la presencia del Plymouth verde aparcado a mitad del bloque, a la sombra de los árboles altos que adornaban la calle.

Se había fijado antes en el Plymouth, cuando salía del aparcamiento de la cafetería esa mañana muy temprano. Le había llamado la atención sólo porque tenía matrícula de Maryland. Gentry sabía que un poli puede volverse medio loco por fijarse en detalles como ése, que la mayoría de las veces son totalmente inútiles. Mientras se sentaba al volante de su coche aparcado delante de la casa de los Lewellyn, ajustó el espejo para poder ver bien el Plymouth aparcado al final de la calle. Era el mismo coche. No podía ver si había alguien dentro a causa de los reflejos del parabrisas. Se encogió de hombros, se alejó de la curva, y torció a la izquierda a la primera señal de stop. El Plymouth empezó a moverse antes de que el coche de Gentry se perdiera de vista. Giró otra vez a la izquierda y se dirigió hacia el sur, intentó decidir si debía volver al edificio del Ayuntamiento para terminar con el papeleo o volver a St. Andrews. Atrás, podía ver el sedán verde separado por dos coches.

Gentry condujo lentamente, dando golpecitos en el volante con sus grandes manos enrojecidas y silbando una canción country entre dientes. Escuchaba distraídamente el chirrido de su radio de la policía y pensó en todas las razones que se le ocurrieron para que alguien le estuviese siguiendo. No había muchas. Excepto unos pocos malhechores que había enviado a la cárcel durante los dos últimos años, nadie tenía motivo para ajustarle las cuentas a Bobby Joe Gentry, mucho menos para perder el tiempo siguiéndole en sus meandros diarios. Se preguntó si estaría preocupándose por fantasmas. Había más de un Plymouth verde en Charleston. «¿Con matrícula de Maryland?», se burló el policía que había en él. Decidió volver al despacho por el camino más largo.

Giró a la izquierda hacia el tráfico de la calle Cannon. El Plymouth le acompañó, manteniéndose a tres coches de distancia. Si Gentry no hubiera sabido que estaba allí, ahora no lo vería. Sólo el vacío del pequeño callejón cerca del parque Hampten, donde vivía la señora Lewellyn, le había denunciado. Gentry viró en una rampa de la carretera 26, condujo hacia el norte un poco más de un kilómetro y después salió, tomando calles traseras hacia el este, hacia la calle Meeting. El Plymouth continuaba visible en el espejo, escondiéndose detrás de otros vehículos siempre que podía, retrasándose cuando no había tráfico.

—Bien, bien, bien —dijo el sheriff Gentry.

Continuó hacia Charleston Heights, pasando junto a la base naval. Podían verse enormes buques grises a través de una maraña de grúas. Giró a la izquierda, hacia la avenida Dorchester y después entró de nuevo en la I-26, esta vez en dirección al sur. El Plymouth ya no estaba a la vista. Estaba casi a punto de salir cerca del centro y atribuir la cosa al hecho de ver demasiadas películas en la televisión por cable cuando un semirremolque cambió de carril ochocientos metros más atrás y Gentry avistó al sedán verde.

Gentry tomó la salida 221 y volvió a las calles estrechas cerca del edificio del Ayuntamiento. Había empezado a lloviznar. El conductor del Plymouth había puesto en marcha el limpiaparabrisas al mismo tiempo que Gentry. El sheriff intentó pensar en cualquier ley que pudiera estar siendo violada. No se le ocurrió ninguna. «Muy bien —pensó Gentry—, ¿cómo se despista a alguien que te sigue?» Pensó en todas las persecuciones a gran velocidad que había visto en el cine. No, gracias. Intentó recordar detalles de las muchas novelas de espionaje que había leído, pero todo lo que le venía a la mente eran imágenes de cambios de vagones en el metro de Moscú. Muchas gracias. No era de gran ayuda el hecho de que Gentry condujera su coche castaño con la inscripción «SHERIFF DE CHARLESTON» en ambos costados.

Gentry sabía que podía hablar por la radio de la policía, dar un par de vueltas al bloque y ocho coches de la policía y la mitad de las patrullas de carretera estarían esperando en el cruce siguiente. ¿Y después qué? Gentry se vio ante el juez Trantor respondiendo a la acusación de acosar a un visitante de otro estado que intentaba encontrar el transbordador para Fuerte Sumter y que había decidido seguir al policía local.

La cosa más inteligente que podía hacer, Gentry lo sabía, era no hacer nada. Dejar que le siguiera tanto como quisiera —días, semanas, años— hasta que pudiese descubrir de qué juego se trataba. El hombre del Plymouth —si era un hombre— podía ser un funcionario de los tribunales o un reportero o un testigo de Jehová persistente o un miembro del nuevo comité del gobernador contra la corrupción policial. La cosa más inteligente, Gentry estaba seguro de eso, era volver al trabajo, al despacho, no preocuparse y dejar que las cosas se arreglasen por sí mismas.

—Oh, ¡qué demonios! —dijo Gentry.

Nunca había sido conocido por su paciencia. Giró el coche en un patinazo de ciento ochenta grados sobre el pavimento húmedo, encendió las luces y la sirena y aceleró por la estrecha calle de dirección única directamente hacia el Plymouth que se aproximaba. Con su mano derecha sacó de su funda la pistola no reglamentaria. Echó un vistazo para asegurarse de que la porra estaba en el asiento donde la dejaba normalmente. Conducía muy deprisa y tocaba el claxon para aumentar la confusión.

El motor del Plymouth tenía aire de sorprendido. Gentry podía ver que sólo había un ocupante en el coche. El vehículo se desvió hacia la derecha. Gentry cortó a la izquierda para cerrarle el paso. El Plymouth hizo una finta más hacia la izquierda de la calle y después aceleró hacia la acera derecha para intentar pasar al lado del coche del sheriff. Gentry giró el volante hacia la izquierda, hizo saltar al coche cuando iba hacia la curva y se preparó para una colisión frontal.

El Plymouth patinó de lado, se llevó una hilera de cubos de basura con el parachoques posterior y chocó de lado con un poste telefónico. Gentry detuvo su coche delante del radiador humeante del otro, asegurándose de que estaba correctamente situado para impedirle la huida. Después salió, con la pesada porra en la mano izquierda.

—¿Puedo ver su carné de conducir y los papeles del coche, señor? —preguntó Gentry.

Una cara pálida, fina, le miró desde el interior del coche. El Plymouth había chocado con el poste telefónico de manera que la puerta había quedado bloqueada y el conductor conmocionado. El hombre tenía una frente alta y el pelo muy negro. Gentry le situó en los cuarenta y tantos años. Llevaba un traje oscuro, camisa blanca y una corbata fina, oscura, que parecía de la era Kennedy.

Gentry miraba con cierta atención mientras el hombre buscaba la cartera.

—¿Puede hacer el favor de sacar el carné de la cartera, señor?

El hombre hizo una pausa, parpadeó y se volvió para obedecer.

Gentry avanzó rápidamente y abrió la puerta con la mano izquierda, dejando que la porra colgara de su muñeca. Su mano derecha tocaba la culata de su Ruger Blackhawk.

—Por favor, salga del… ¡Mierda!

El conductor dio la vuelta con la pistola automática apuntando ya hacia la cara del sheriff. Los ciento veinte kilos de Gentry pasaron por la puerta abierta del coche cuando se lanzó para agarrar la muñeca del hombre. La pistola disparó dos veces. Una de las balas pasó junto a la oreja del sheriff y atravesó el techo. La otra convirtió el parabrisas del Plymouth en una telaraña quebradiza. En ese momento, Gentry ya había agarrado al hombre por las muñecas y ambos estaban tumbados sobre el asiento delantero como una pareja de adolescentes en un aparcamiento. Ambos jadeaban. La porra de Gentry se había trabado en el volante, presionando el claxon, y el Plymouth bramaba como una bestia herida. El conductor levantó la mano izquierda para arañar la cara del sheriff. Gentry bajó su maciza cabeza y le dio un cabezazo; una, dos veces, hasta oír su quejido al tercer golpe. El conductor soltó la automática, que rebotó en el volante y en la pierna de Gentry y cayó en el pavimento, afuera. Con el pavor innato del deportista a las armas caídas, Gentry temía que se disparara, vaciando media recámara en sus espaldas. No lo hizo.

—Joder —dijo Gentry, y se echó hacia atrás arrastrando al conductor afuera del coche con él.

Agarraba el cuello del hombre con su mano derecha y después de comprobar que la automática estaba cerca, casi bajo el coche, tiró el conductor al suelo a unos dos metros. En el momento en que el otro consiguió ponerse de pie, Gentry lo encañonaba con la pesada Ruger Blackhawk que su tío le había regalado al jubilarse. El arma daba una sensación de solidez en su mano.

—Quieto ahí. No se mueva —ordenó Gentry.

Una docena de personas habían salido de las tiendas para ver qué pasaba. Gentry se aseguró de que estaban fuera de tiro y de que sólo había una pared de ladrillos detrás del conductor del Plymouth. Comprendió, al notar cierta sensación de náusea, que se estaba preparando para matar al pobre hijo de puta. Nunca antes había disparado un arma contra un ser humano. En vez de sostener el revólver con ambas manos y manteniendo las piernas separadas, como le habían enseñado, permaneció derecho, con el codo levantado y el arma apuntando hacia el cielo. La lluvia era una niebla suave en la cara colorada del sheriff.

—La pelea ha terminado —jadeó—. Relájate, hombre. Vamos a conversar un poco sobre el asunto.

El conductor sacó la mano del bolsillo con una navaja. La hoja apareció con un chasquido perfectamente audible. El hombre se puso casi en cuclillas, balanceándose ligeramente, con los dedos de la otra mano extendidos. Al sheriff no le gustó nada comprobar que el hombre empuñaba la navaja de la manera correcta, amenazadoramente, con el pulgar sobre la hoja de quince centímetros que ya se balanceaba en arcos cortos y flexibles. Gentry dio un puntapié a la pistola automática enviándola debajo del Plymouth y retrocedió tres pasos.

—Vamos, hombre —dijo Gentry—. No haga una estupidez. Suelte la navaja.

No subestimó la velocidad con la que el hombre podía cubrir los cinco metros que los separaban. Ni le cupo duda de que, a esa distancia, un cuchillo lanzado podría ser tan mortífero como una bala. Pero recordó también los agujeros de un palmo que el Blackhawk dejaba en el blanco de papel a cuarenta pasos. No quería pensar en cómo actuarían las balas del 357 en tejido humano a cinco metros.

—Suelte la navaja —repitió Gentry. Su voz sonaba monótona y suave, en absoluto amenazante, carente de cualquier argumento—. Vamos a tranquilizarnos y a discutir el caso.

El otro no había hablado ni una sola vez, únicamente emitía gruñidos desde que Gentry se había acercado al Plymouth. Ahora un silbido, como vapor de una olla que se enfría, venía de entre sus dientes apretados. Empezó a levantar la navaja verticalmente.

«¡Para!» Gentry le apuntó con una mano, dirigiendo el arma al centro de la fina corbata del hombre. Si la hoja llegaba hasta la altura de lanzamiento, Gentry dispararía. La tensión de su dedo en el gatillo era ya lo bastante fuerte para levantar el percutor.

Entonces Gentry vio algo que hizo que su corazón se detuviera en una parálisis dolorosa. La cara del hombre parecía temblar, no agitándose, sino fluyendo como una máscara de goma mal colocada que se deslizara sobre los rasgos más sólidos. Sus ojos se habían abierto mucho, como sorprendidos o aterrados, y ahora se movían hacia delante y hacia atrás como pequeños animales llenos de pánico. Durante un instante, Gentry vio cómo una personalidad diferente emergía en esa cara magra, apareció una mirada de terror total y visible confusión en esos ojos cautivos, y después los músculos de la cara y del cuello se pusieron rígidos, como si la máscara hubiese sido finalmente ajustada. La hoja continuó levantándose hasta llegar a la altura de la barbilla del hombre, lo bastante como para ser lanzada con precisión.

—¡Eh! —gritó Gentry. Relajó la tensión de su dedo sobre el gatillo.

El conductor había clavado la hoja en su propia garganta. No la apuñaló ni acuchilló, sino que introdujo los quince centímetros de acero como habría hecho un cirujano para realizar la incisión inicial o como alguien habría perforado cuidadosamente una sandía para abrirla. Después, con una fuerza deliberada, lentamente, empujó la hoja de izquierda a derecha a todo lo largo de la mandíbula.

—Oh, Jesús —murmuró Gentry. Se oyó gritar a alguien entre la multitud de espectadores.

La sangre corría por la blancura de la camisa del hombre como si un globo lleno de tinta roja hubiera reventado. El hombre se arranco la navaja y se quedó de pie durante unos increíbles diez o doce segundos, con las piernas separadas y el cuello rígido, sin expresión, mientras una cascada de sangre empapaba su torso y empezaba a gotear audiblemente en la acera húmeda. Entonces cayó de espaldas, crispando las piernas.

—¡Atrás! —gritó Gentry a los mirones, y corrió hacia el hombre. Con su pesada bota sujetó la muñeca derecha y le quitó el cuchillo con la porra. La cabeza del conductor se había arqueado hacia atrás y el corte rojo en su garganta estaba abierto como una obscena boca de tiburón. Gentry podía ver cartílagos rasgados y las puntas desiguales de fibras grises y la sangre que burbujeaba de nuevo. El pecho del hombre empezó a subir y bajar mientras sus pulmones se llenaban de sangre.

Gentry corrió hasta el coche y pidió una ambulancia. Después gritó de nuevo a la multitud que se apartara y metió su bastón bajo el Plymouth para recuperar la automática. Era una Browning de nueve milímetros con una especie de cargador doble que la hacía pesada como el infierno. Encontró el seguro, lo cerró, se metió el arma en el cinturón y fue a arrodillarse junto al moribundo.

El conductor estaba echado sobre su lado derecho, acurrucado, con los brazos levantados con fuerza y los puños cerrados. La sangre formaba ahora un charco de un metro de ancho y seguía fluyendo a cada lenta pulsación del corazón. Gentry se arrodilló en el charco de sangre e intentó cerrar la herida con las manos, pero el corte era demasiado ancho. En cinco segundos su camisa quedó empapada. Los ojos del hombre habían adquirido una mirada fija, vidriosa, que Gentry había visto en la cara de demasiados cadáveres.

La respiración rota y burbujeante cesó en el momento en que la sirena de la ambulancia empezó a oírse a lo lejos.

Gentry se apartó, cayó de rodillas y se limpió las manos en los muslos. La cartera del conductor había caído sobre el pavimento durante la lucha y Gentry la recogió, salvándola del arroyo de sangre que avanzaba hacia ella. Ignorando el procedimiento correcto, la abrió y echó una rápida ojeada a su interior. La cartera contenía más de novecientos dólares en metálico, una pequeña foto en blanco y negro del sheriff Bobby Joe Gentry y nada más. Nada. Ningún carné de conducir, tarjetas de crédito, fotos de familia, carné de la Seguridad Social, tarjetas profesionales, recibos viejos, absolutamente nada.

—¿Alguien me puede decir qué está pasando aquí? —dijo Gentry en voz baja. Había parado de llover. El cuerpo del conductor yacía inmóvil sobre la calzada. Su fina cara era tan blanca que parecía de cera. Gentry meneó la cabeza y miró sin ver a la multitud nerviosa y a la policía que se acercaba y a los camilleros—. ¿Alguien puede decirme qué está pasando aquí? —gritó.

No hubo respuesta.