Charleston, martes 16 de diciembre de 1980
La joven permaneció inmóvil, con los brazos extendidos, ambas manos alrededor de la pistola que apuntaba al pecho de Saul Laski. Saul sabía que si salía del armario ella dispararía, pero ningún poder de la Tierra podría haberlo mantenido en aquel espacio oscuro con el olor del pozo en las narices. Se tambaleó hacia la luz gris del dormitorio.
La mujer retrocedió y levantó más la pistola. No disparó. Saul respiró profundamente y se dio cuenta de que la mujer era joven y negra, y tenía gotas de humedad en el impermeable blanco y en su corto peinado afro. Tal vez era atractiva, pero Saul no podía concentrarse en otra cosa que en la pistola con la que ella continuaba apuntándole. Era una pequeña pistola automática —Saul pensó que era de calibre 32—, pero su pequeñez no impedía que el círculo oscuro del cañón atrajera toda su atención.
—Manos arriba —dijo ella.
Su voz era suave, sensual, con un acento educado del Sur. Saul levantó las manos y entrelazó los dedos detrás del cuello.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer. Seguía con la automática entre las manos, pero no parecía muy segura de cómo usar el arma. Se situó demasiado cerca de él, a poco más de un metro. Saul sabía que tenía alguna posibilidad de desviar el cañón antes de que ella pudiera apretar el gatillo. Pero no lo intentó—. ¿Quién es usted? —repitió ella.
—Me llamo Saul Laski.
—¿Qué hace aquí?
—Yo podría preguntarle lo mismo.
—Responda a mi pregunta.
Ella levantó la pistola como si eso pudiera forzarle a hablar. Saul sabía ahora que no estaba delante de una profesional, sino ante alguien que se había dejado seducir por la televisión y creía que las armas eran varitas mágicas que podían hacer que las personas cumplieran sus órdenes. La miró. Era más joven de lo que al principio había pensado, debía de tener poco más de veinte años. Su voz era atractiva, su cara ovalada, de facciones delicadas, boca gruesa, y grandes ojos que parecían muy negros a la escasa luz. Su piel era color de café con leche.
—Estoy echando una ojeada —dijo Saul. Su voz sonaba firme, pero podía comprobar que su cuerpo reaccionaba como siempre al hecho de tener un arma apuntada: sus testículos intentaban volverse hacia dentro y tenía un deseo irresistible de esconderse detrás de alguien, incluso de sí mismo.
—Esta casa ha sido sellada por la policía —dijo ella. Saul se dio cuenta de que había dicho «policía» y no «pulicía», como pronunciaban los negros de Nueva York.
—Sí —respondió—. Lo sé.
—¿Qué hace aquí?
Saul vaciló. La miró a los ojos. Vio ansiedad, tensión y una gran intensidad. Esas emociones humanas le tranquilizaron y le convencieron de decirle la verdad.
—Soy médico —explicó—. Psiquiatra. Estoy interesado en los asesinatos que hubo aquí la semana pasada.
—¿Un psiquiatra? —La joven parecía dudar. La pistola no vaciló. La casa estaba ahora muy oscura y la única luz procedía de una lámpara de gas en el patio—. ¿Por qué ha entrado aquí?
Saul se encogió de hombros. Le dolían los brazos.
—¿Puedo bajar las manos?
—No.
Saul asintió con la cabeza.
—Temía que las autoridades no me dejaran ver la casa. Tenía la esperanza de encontrar algo que ayudara a explicar los sucesos. No creo que lo haya.
—Debería llamar a la policía —dijo la mujer.
—¡Por supuesto! —convino Saul—. No he visto ningún teléfono abajo, pero debe de haber uno en algún lugar. Llamemos a la policía. Llame al sheriff Gentry. Yo seré acusado de violación de domicilio. Me parece que usted será acusada de violación de domicilio, amenazas de muerte y tenencia ilícita de armas. No está registrada, ¿verdad?
La cabeza de la mujer se había levantado tras la mención del nombre de Gentry. Ignoró la pregunta.
—¿Qué sabe de los asesinatos del pasado sábado? —Su voz casi se quebró en las últimas palabras.
Saul arqueó la espalda para aliviar el dolor de cuello y brazos.
—Sólo sé lo que leí —contestó—. Aunque conocía a una de las mujeres, Nina Drayton. Creo que aquí hay mucho más de lo que la policía, el sheriff Gentry y el hombre del FBI, Haines, se imaginan.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que nueve personas murieron en esta ciudad el pasado sábado y nadie puede dar una explicación convincente —dijo Saul—. Pero hay un hilo común que las autoridades no han sabido ver. Me duelen los brazos, señorita. Voy a bajarlos, pero no se asuste, no haré ningún otro movimiento.
Bajó las manos antes de que ella pudiera responder. Ella retrocedió un poco. El ambiente de la vieja casa los envolvió. En la calle, la radio de un coche sonó un momento y después cesó.
—Creo que miente —dijo la joven—. Usted puede ser un vulgar ladrón. O una especie de profanador de recuerdos. O puede haber tenido algo que ver con los asesinatos.
Saul no dijo nada. Miró a la muchacha en la oscuridad. La pequeña automática apenas era visible en sus manos. Él podía sentir su indecisión.
Un momento después, habló:
—Preston —dijo—. Joseph Preston, el fotógrafo. ¿Es usted su mujer? No, su mujer no. El sheriff Gentry me ha dicho que el señor Preston vivía en el barrio desde hace… veintiséis años, me parece. Su hija, quizá. Sí, su hija.
La mujer retrocedió un poco más.
—Su padre fue asesinado en la calle —continuó Saul—. Brutalmente. Absurdamente. Las autoridades no le pueden decir nada definitivo y lo que le dicen es poco satisfactorio. Y usted decide esperar. Observa. Posiblemente ha vigilado esta casa durante días. Entonces llega un judío de Nueva York con un sombrero de tenis y salta la cerca. Usted piensa: «Ajá, éste me contará algo.» ¿Estoy en lo cierto?
La chica continuó callada, pero bajó la pistola. Saul pudo ver sus hombros moviéndose ligeramente y se preguntó si lloraba.
—Bien —dijo él, y le tocó levemente el brazo—, quizá yo la pueda ayudar. Quizá juntos podamos comprender esta locura. Venga, salgamos de esta casa. Apesta a muerte.
La lluvia había cesado. El jardín olía a hojas húmedas y tierra. La chica condujo a Saul al otro lado de la cochera, donde había una brecha entre el viejo hierro y el alambre nuevo. Él la siguió a través del boquete. Saul se dio cuenta de que se había guardado la pistola en el bolsillo del impermeable blanco. Caminaron hasta el fondo del callejón, sus pies hacían crujir suavemente la carbonilla esparcida por el suelo. La noche era fría.
—¿Cómo lo sabía? —preguntó ella.
—No lo sabía. Lo supuse.
Llegaron a la calle y se quedaron un minuto en silencio.
—Mi coche está aparcado en la esquina —dijo finalmente la joven.
—¿Sí? ¿Entonces cómo ha podido verme?
—Le he visto al pasar en su coche. Miraba los números y ha parado casi delante de la casa. Cuando ha dado la vuelta, he entrado para comprobar qué sucedía.
—Hmmm —murmuró Saul—. Yo sería un pésimo espía.
—¿Es usted realmente psiquiatra?
—Sí.
—Pero no de aquí.
—No. De Nueva York. A veces trabajo en la clínica de la Universidad de Columbia.
—¿Es ciudadano americano?
—Sí.
—Su acento es… ¿Alemán?
—No, no es alemán —respondió Saul—. Nací en Polonia. ¿Cómo se llama usted?
—Natalie —respondió ella—. Natalie Preston, mi padre era…, ya lo sabe todo.
—No —dijo Saul—. Sé muy poco. En este preciso momento sólo sé una cosa con seguridad.
—¿Qué?
Los ojos de la joven miraban con intensidad.
—Que tengo hambre —respondió Saul—. No he tomado nada desde el desayuno, excepto ese horrible café en el despacho del sheriff. Si quiere acompañarme a cenar, podríamos continuar nuestra charla.
—Sí, con dos condiciones —dijo Natalie Preston.
—¿Cuáles?
—Primero, que me cuente todo lo que sabe del asesinato de mi padre.
—De acuerdo.
—Y segundo, que se quite ese sombrero de tenis empapado mientras cenamos.
—De acuerdo —aceptó Saul Laski.
El restaurante se llamaba Henry’s y estaba pocas manzanas más adelante, cerca del viejo mercado. Desde fuera no parecía prometedor. La fachada blanqueada no tenía ventanas ni adornos, excepto un único letrero iluminado sobre la estrecha puerta. Por dentro era vetusto y oscuro y le recordó a Saul un mesón cerca de Lodz donde su familia comía a veces cuando él era un chaval. Algunos negros altos con impecables chaquetas blancas se movían discretamente entre las mesas. El aire era espeso y con agradable olor a vino, cerveza y pescado.
—Excelente —dijo Saul—. Si la comida sabe tan bien como huele, será una experiencia maravillosa.
Lo fue. Natalie pidió una ensalada de camarones. Saul comió pez espada, shish kebab con vegetales a la brasa y patatitas hervidas. Ambos bebieron un vino blanco frío y hablaron de todo excepto de lo que habían venido a hablar. Natalie se enteró de que Saul vivía solo, aunque lo atormentaba una ama de llaves que era en parte yenta y en parte psiquiatra. Le garantizó a Natalie que no tendría necesidad de servirse de la cortesía profesional de sus colegas mientras Tema continuara explicándole sus neurosis y buscándoles curas.
—¿Entonces, usted no tiene familia? —preguntó Natalie.
—En Estados Unidos no —dijo Saul, y asintió con la cabeza al camarero mientras el hombre retiraba los platos—. Tengo una prima en Israel y muchos parientes lejanos.
Saul se enteró de que la madre de Natalie había muerto algunos años antes y que la chica frecuentaba una escuela para graduados.
—¿Dice que irá a una universidad en el Norte? —preguntó.
—Pues, no es exactamente el Norte. St. Louis, Universidad de Washington.
—¿Por qué ha elegido una facultad tan distante? Existe la Facultad de Charleston. Tengo un amigo que enseñó algún tiempo en la Universidad de Carolina del Sur en…, ¿es Columbia?
—Sí.
—Y el Wofford College. Eso está en Carolina del Sur, ¿verdad?
—Claro —dijo Natalie—. Y la Universidad Bob Jones está en Greenville, pero mi padre quería que yo fuera lo más lejos posible de lo que él llamaba «el cinturón negro». La Universidad de Washington, en St. Louis, tiene una excelente facultad de pedagogía, una de las mejores adonde puede ir una persona con un título de Bellas Artes. O por lo menos, conseguir una beca.
—¿Usted es artista?
—Fotógrafa —dijo Natalie—. Un poco de cine. Un poco de dibujo y pintura al óleo. También hice un curso de inglés. He estudiado en Oberlin, Ohio. ¿Lo conoce?
—Sí.
—De todos modos, una amiga mía, una buena acuarelista llamada Diana Gold, me convenció el año pasado de que enseñar sería divertido. Pero ¿por qué le estoy contando todo esto?
Saul sonrió. El camarero vino con la cuenta y Saul insistió en pagar. Dejó una propina generosa.
—No me contará nada, ¿verdad? —preguntó Natalie. Había un tono de dolor en su voz.
—Por el contrario —aseguró Saul—. Probablemente le contaré más de lo que jamás le he contado a nadie. El problema es… ¿por qué?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir… ¿por qué estamos confiando el uno en el otro? Usted ve a un desconocido entrando en una casa y dos horas más tarde está conversando con él después de una magnífica cena. Yo encuentro a una joven que enseguida me apunta con una pistola y al cabo de pocas horas estoy dispuesto a compartir con ella cosas que no he contado a nadie desde hace muchos años. ¿Por qué, señora Preston?
—Señorita Preston. Natalie. Y sólo puedo hablar por mí.
—Hágalo, por favor.
—Usted tiene una cara honesta, doctor Laski. Quizás «honesta» no sea la palabra justa. Una cara de persona que se preocupa por los otros. Usted ha conocido la tristeza…
Natalie se calló.
—Todos conocemos la tristeza —dijo Saul en voz baja.
La chica asintió con la cabeza.
—Pero algunas personas no aprenden de la experiencia. Yo creo que usted ha aprendido. Lo veo en sus ojos. No sé qué más decir.
—¿Es en eso pues en lo que basamos nuestra apreciación y nuestro futuro? —preguntó Saul—. ¿En los ojos de una persona?
Natalie le miró.
—¿Por qué no? ¿Tiene algún método mejor?
No era un desafío, sino una pregunta.
Saul sacudió la cabeza.
—No. Puede que no haya ningún método mejor. Al menos para empezar.
Dejaron el Charleston histórico en dirección al sudoeste, Saul seguía en su Toyota alquilado al Nova verde de la chica. Atravesaron el río Ashley por la autopista 17 y pararon algunos minutos después en una zona llamada St. Andrews. Las casas allí eran blancas, un barrio limpio pero de clase trabajadora. Saul aparcó en el caminito, detrás del coche de Natalie.
La casa de la chica era limpia y confortable, un hogar. Un sillón de orejas y un pesado sofá ocupaban casi toda la pequeña sala de estar. La chimenea estaba preparada; el paramento blanco estaba cubierto por una maceta de hiedra sueca y numerosas fotografías de familia en marcos metálicos. Había más fotografías enmarcadas en la pared, pero eran artísticas, no vulgares instantáneas. Saul miró las fotos una por una cuando Natalie encendió las luces y colgó el abrigo.
—Ansel Adams —dijo Saul mirando una notable fotografía en blanco y negro de un pequeño pueblo del desierto con un cementerio a la luz del crepúsculo bajo la pálida luna—. He oído hablar de él.
En otra foto, una niebla espesa se movía sobre una ciudad en una colina.
—Mi padre lo conoció en los años cincuenta —explicó Natalie.
Había fotos de Imogen Cunningham, Sebastian Milito, George Tice, André Kertész y Robert Frank. Saul contempló largo rato la foto de Frank: un hombre con un traje oscuro y un bastón ante el porche de una casa antigua u hotel. Un tramo de escalera hasta el segundo piso ocultaba la cara del hombre. Eso hizo que Saul deseara dar dos pasos a la izquierda para identificarlo. Algo en la foto le causaba una profunda tristeza.
—Siento no conocer esas firmas —dijo Saul—. ¿Son fotógrafos muy conocidos?
—Algunos sí —dijo Natalie—. Las fotos valen ahora cien veces más de lo que mi padre pagó por ellas, pero nunca las venderé.
La chica hizo una pausa.
Saul cogió una foto de una familia negra en una merienda en el campo. La mujer tenía una sonrisa afectuosa y franca, y el pelo rizado al estilo de los años sesenta.
—¿Su madre?
—Sí —dijo Natalie—. Murió en un inesperado accidente en junio de 1968. Dos días después del asesinato de Robert Kennedy. Yo tenía nueve años.
La chiquilla de la foto estaba de pie en la mesa de picnic, y sonreía y miraba de reojo al padre. Había otro retrato del padre de Natalie, un retrato de él más viejo, serio y bastante guapo. El bigote fino y los ojos luminosos hicieron que Saul pensara en Martin Luther King sin papada.
—Un hermoso retrato —dijo.
—Gracias. Lo hice el verano pasado.
Saul miró alrededor.
—¿No hay fotos de su padre enmarcadas?
—Aquí —dijo Natalie, y lo condujo hacia el comedor—. Mi padre no quería ponerlas en la misma sala que las otras.
Sobre la espineta, en la larga pared que había delante de la mesa del comedor, vio cuatro fotografías en blanco y negro. Dos eran estudios de luz y sombra en los muros de viejas casas de ladrillos. Una foto de una playa y el mar en un ángulo abierto increíblemente iluminado que se prolongaba hasta el infinito. La última era un camino en el bosque y un estudio de planos, sombras, y composición.
—Son maravillosas —dijo Saul—, pero no hay personas.
Natalie rió bajo.
—Es cierto. Mi padre se ganaba la vida haciendo fotos y decía que no estaba dispuesto a hacer lo mismo como afición. Y por otro lado, era una persona tímida. Nunca le gustó hacer fotos indiscretas, y siempre insistió en que yo consiguiera un permiso por escrito si tenía que hacerlo. Detestaba la idea de invadir la intimidad de alguien. Y además, mi padre era realmente… tímido. Si había que llamar para encargar una pizza, siempre me pedía a mí que telefoneara. —La voz de Natalie se hizo poco clara y la chica se volvió durante un segundo—. ¿Le apetece un café?
—Sí —dijo Saul—. Sería agradable. —Había una habitación de revelado junto a la cocina. Originariamente debía de haber sido una despensa o un segundo lavabo—. ¿Usted y su padre revelaban las fotos aquí? —preguntó Saul.
Natalie asintió con la cabeza y giró una bombilla roja. El pequeño cuarto estaba perfectamente ordenado: ampliadora, bandejas, botellas de productos químicos, todo en estantes y con sus respectivas etiquetas. Sobre la pila había ocho o diez fotos colgadas de un hilo de nailon. Saul las estudió. Eran todas de la casa Fuller, hechas con luces diferentes y en distintas momentos del día, desde diversos encuadres.
—¿Suyas?
—Sí —dijo Natalie—. Sé que es estúpido, pero es mejor que quedarse sentado en el coche todo el día esperando que pase algo. —Se encogió de hombros—. He ido cada día a la policía o al despacho del sheriff y no ha servido de nada. ¿Quiere leche, o azúcar?
Saul meneó la cabeza. Fueron a la sala de estar y se sentaron cerca de la chimenea, Natalie en el sillón de orejas, Saul en el sofá. Natalie sirvió el café en tazas de porcelana tan finas que eran casi transparentes. Hurgó los troncos y las astillas y encendió una vela. El fuego prendió rápidamente y ardió bien. Se quedaron sentados un rato mirando las llamas.
—El sábado pasado yo había ido de compras de Navidad con unos amigos a Clayton —dijo finalmente Natalie—. Es un suburbio de St. Louis. Fuimos al cine… Popeye, con Robin Williams. Esa noche volví a mi apartamento en la ciudad universitaria hacia las once y media. En cuanto sonó el teléfono supe que había pasado algo. No sé por qué. Recibo muchas llamadas de amigos. De Frederick, un buen amigo, que normalmente no deja el centro de ordenadores antes de las once y a veces quiere ir a comer una pizza o cualquier otra cosa. Pero esa vez yo sabía que era conferencia y malas noticias. Era la señora Culver, nuestra vecina de al lado. Ella y mi madre eran buenas amigas. De todos modos, sólo conseguía decir que hubo un accidente, era la palabra que ella usaba, «accidente». Tardé un minuto o dos en comprender que mi padre había muerto, que había sido asesinado.
»Cogí el primer vuelo del domingo. Aquí todo estaba cerrado. Había llamado al depósito de cadáveres desde St. Louis, pero cuando llegué estaba cerrado y tuve que recorrer todo el edificio para encontrar a alguien que me dejara entrar, y además no me esperaban. La señora Culver fue a recibirme al aeropuerto, pero no paraba de llorar y se quedó en el coche.
»No parecía mi padre. Y mucho menos el martes, en el entierro, con todos esos cosméticos. Yo estaba muy desconcertada. El domingo, en la policía, nadie sabía qué pasaba. Prometieron que un tal detective Holmann me visitaría esa tarde, pero no lo hizo hasta el lunes a primera hora de la tarde. En vez de eso, el sheriff…, usted me ha dicho que le conoció, el señor Gentry, vino al depósito de cadáveres el domingo. Me trajo a casa más tarde e intentó responder a mis preguntas. Todos los demás sólo las hacían.
»De todos modos, el lunes llegaron mi tía Leah y todos mis primos y estuve demasiado ocupada para pensar hasta el miércoles. Vino mucha gente al entierro. Yo había olvidado lo apreciado que había sido mi padre. Muchos comerciantes y gente del casco antiguo estaban allí. El sheriff Gentry también.
»Leah quería quedarse una semana o dos, pero su hijo, Floyd, tenía que volver a Montgomery. Le dije que no se preocupara y que quizá los iría a ver por Navidad. —Natalie hizo una pausa. Saul estaba inclinado hacia delante, con las manos juntas. Ella respiró hondo e hizo un gesto vago hacia la ventana que daba a la calle—. Éste es el fin de semana en que mi padre y yo acostumbrábamos poner el árbol. Es muy tarde, pero él decía siempre que era más divertido si el árbol no estaba en casa muchas semanas. Casi siempre lo comprábamos en el solar de Dairy Queen, en Savannah. ¿Sabe?, el sábado le había comprado una camisa escocesa en Pendleton. No sé por qué la traje conmigo. No sé por qué lo hice. Ahora tendré que llevármela. —Paró y bajó la cara—. Perdóneme un momento.
Entró rápidamente en la cocina.
Saul estuvo algunos minutos sentado, mirando el fuego, con los dedos apretados con fuerza. Después fue también a la cocina. La encontró apoyada en un rincón, con los brazos rígidos y un kleenex en la mano izquierda. Saul se mantuvo a cierta distancia.
—Me siento tan furiosa —exclamó ella, apartando todavía los ojos de Saul.
—Lo comprendo.
—Quiero decir, es como si él ni siquiera contara. Mi padre no era importante. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí.
—Cuando yo era pequeña, solía ver películas de cowboys por televisión —dijo ella—. Mataban a alguien, no al héroe o al malo, sino a un cualquiera, y era como si nunca hubiese existido, ¿sabe? Y eso me preocupaba. Yo tenía sólo seis o siete años, pero eso me preocupaba. Al salir del cine pensaba en esa persona y en que debía de tener padres y en todos los años que le había llevado crecer y en cómo se habría vestido esa mañana, y después, bang, ya no existe, porque el guionista quería mostrar cómo era de rápido el héroe con el revólver o algo por el estilo. Oh, mierda, no digo más que tonterías.
Natalie pegó en el mostrador con la mano derecha, la palma vuelta hacia abajo.
Saul dio un paso adelante y le tocó el brazo izquierdo.
—No —dijo él—, no es así.
—Me pone tan furiosa —dijo ella—. Mi padre era real. Nunca perjudicó a nadie. Jamás. Era el hombre más amable que he conocido, y alguien le mató y nadie tiene ninguna idea de por qué. Simplemente no lo saben. Oh, ¡joder!, lo siento…
Saul la abrazó y la sostuvo mientras ella lloraba.
Natalie había calentado el café. Estaba sentada en el sillón de orejas. Saul se quedó junto a la chimenea, tocando distraídamente las hojas de la hiedra sueca.
—Eran tres —empezó a explicar—. Melanie Fuller, Nina Drayton, y un hombre llamado Borden, de California. Eran asesinos, los tres.
—¿Asesinos? Pero la policía dijo que la señorita Fuller era una señora mayor…, bastante vieja, y que la señora Drayton era la víctima.
—Sí —dijo Saul—, y los tres eran asesinos.
—Nadie ha mencionado el nombre de Borden —dijo Natalie.
—Borden estaba allí —aseguró Saul—. Y estaba a bordo del avión que estalló el viernes por la noche…, el sábado de madrugada, de hecho. O mejor, se suponía que estaba a bordo.
—No comprendo. Eso fue horas antes de que mi padre fuera asesinado. ¿Cómo podía ese Borden, o cualquiera de esas otras personas, estar implicado en el asesinato de mi padre?
—Usaron gente —explicó Saul—. Controlaron a otras personas. Todos ellos tenían empleados y los usaban. Es difícil de explicar.
—¿Quiere decir que estaban asociados con la Mafia o algo así?
Saul sonrió.
—Ojalá fuera tan simple.
Natalie meneó la cabeza.
—No comprendo.
—Es una historia muy larga —dijo Saul—. Y a veces fantástica, realmente increíble. Sería mejor si no la escuchara. Pensará que estoy loco o usted misma se verá envuelta en algo de terribles implicaciones.
—Ya estoy implicada —dijo Natalie.
—Sí. —Saul vaciló—. Pero no hay necesidad de más complicaciones.
—Yo continuaré implicada, por lo menos hasta que encuentren al asesino de mi padre. Lo haré con usted y su información o lo haré sin usted, doctor Laski. Lo juro.
Saul miró a la joven durante un momento muy largo.
—Sí, creo que lo hará. Aunque quizá cambiará de idea cuando escuche mi historia. Me temo que para poder explicarle cómo eran esos tres viejos, los tres asesinos responsables de la muerte de su padre, tendré que contar también mi historia personal. Nunca se la había contado a nadie antes.
—Adelante —dijo Natalie—. Tengo todo el tiempo del mundo.
—Nací en 1925, en Polonia —dijo Saul—, en la ciudad de Lodz. Mi familia era relativamente acomodada. Mi padre era médico. Éramos judíos, aunque no ortodoxos. Mi madre había pensado convertirse al catolicismo cuando era más joven. Mi padre se consideraba primero médico, después polaco, ciudadano de Europa en tercer lugar y judío en cuarto. Y tal vez ni siquiera pusiera su condición de judío tan alto.
»Cuando yo era un chaval, Lodz era un lugar tan agradable como cualquier otro para un judío. Una tercera parte de los seiscientos mil habitantes eran judíos. Muchos ciudadanos importantes, comerciantes y artistas, eran judíos. Algunos de los amigos de mi padre pertenecían al mundo de las artes. Su tío tocó en la orquesta sinfónica municipal durante años. Cuando yo cumplí diez años, las cosas habían cambiado bastante. Los partidos políticos locales habían sido elegidos después de prometer la eliminación de los judíos de la ciudad. Como si estuviera poseído por la epidemia antisemítica que hacía estragos en la vecina Alemania, el país se volvía contra nosotros. Mi padre echaba la culpa a los tiempos duros que acabábamos de pasar. No se cansaba de resaltar que los judíos europeos estaban acostumbrados a olas de pogromos seguidas por generaciones de progreso. “Todos somos seres humanos —decía—, a pesar de nuestras diferencias.” Estoy seguro de que mi padre murió creyendo en esto.
Saul calló. Midió la habitación con sus pasos y después apoyó las manos en el respaldo del sofá.
—Mire, Natalie, no estoy acostumbrado a contar estas cosas. No se qué es necesario y qué no. Quizá sea mejor esperar a otra ocasión.
—No —dijo Natalie—, ahora. Tómese el tiempo necesario. Me dijo que ayudará a explicar por qué murió mi padre.
—Sí.
—Adelante. Cuéntemelo todo.
Saul asintió con la cabeza y dio la vuelta para sentarse en el sofá. Apoyó los codos en las rodillas. Sus manos eran largas y hacían gestos en el aire cuando hablaba.
—Yo tenía catorce años cuando los alemanes entraron en la ciudad. Era septiembre de 1939. Al principio no fue especialmente terrible. Organizaron la formación de un Consejo Judío para asesorar al gobierno sobre esa nueva zona conquistada por el Reich. Mi padre me explicaba que eso demostraba que todos los hombres podían entenderse a través de negociaciones civilizadas. Mi padre no creía en demonios. A pesar de las protestas de mi madre, mi padre se ofreció para participar en el consejo. Pero no participó. Treinta y un judíos preeminentes ya habían sido nombrados. Un mes después, a principios de noviembre, los alemanes deportaban a los miembros del consejo a un campo y quemaban la sinagoga.
»En nuestra familia se habló entonces de marcharse a la granja de nuestro tío Moshe, cerca de Cracovia. En Lodz ya había escasez de alimentos. Solíamos pasar el verano en la granja, y la idea de estar allí con el resto de la familia era muy atractiva. Por el tío Moshe teníamos noticias de su hija Rebecca, que se había casado con un judío americano y pensaba ir a Palestina, a una granja. Durante años había incitado a los jóvenes de la familia a reunirse con ella. A mí, la verdad es que me hubiera gustado irme a una granja. Ya me habían expulsado, como a los otros judíos, de mi escuela en Lodz. El tío Moshe había sido profesor en la Universidad de Varsovia y yo sabía que le habría gustado darme clases particulares. Las nuevas leyes restringieron el ejercicio profesional de mi padre sólo a judíos, y casi todos vivían en barrios lejanos, más pobres. Había pocas razones para quedarnos, muchas para marcharnos.
»Pero nos quedamos. Decidimos visitar al tío Moshe en junio, como hacíamos siempre, y entonces decidiríamos si íbamos a volver a la ciudad. ¡Qué ingenuos éramos!
»En marzo de 1940, la Gestapo nos echó de nuestras casas y creó un gueto judío en la ciudad. El día de mi cumpleaños, 5 de abril, el gueto fue completamente acordonado. Los judíos tenían totalmente prohibido viajar.
»De nuevo, los alemanes formaron un consejo, el Judenrat, y esta vez mi padre fue elegido para formar parte de él. Uno de los ancianos, Chaim Rumkowski, venía a menudo a casa —una habitación en la que dormíamos ocho personas— de visita, y se pasaba la noche hablando con mi padre de la administración del gueto. Aunque parecía increíble, a pesar del hacinamiento y el hambre, el orden se mantenía. Yo volví a la escuela. Cuando mi padre no estaba reunido con el consejo, trabajaba dieciséis horas al día en uno de los hospitales que él y Rumkowski habían creado a partir de nada.
»Durante un año sobrevivimos así. Yo era menudo para mi edad, pero no tardé en aprender a sobrevivir en el gueto, aunque eso significase robar, acaparar o hacer trueques con los soldados alemanes para conseguir comida y cigarrillos. En el otoño de 1941, los alemanes empezaron a traer a muchos miles de judíos occidentales a nuestro gueto. Algunos llegaban desde muy lejos, de Luxemburgo, por ejemplo. Muchos eran judíos alemanes, que nos despreciaban. Recuerdo una pelea que tuve con un muchacho, un judío de Francfort. Era mucho más alto que yo. Entonces yo tenía dieciséis años, pero no aparentaba más de trece. Pero lo derribé. Cuando intentó levantarse, le pegué con un madero y le hice una gran herida en la frente. Él había venido la semana anterior en uno de los trenes precintados y estaba todavía muy débil. No recuerdo por qué nos peleamos.
»Mi hermana Stefa murió ese invierno de tifus, como otros miles. Todos estábamos agradecidos de ver llegar la primavera, a pesar de los nuevos avances alemanes en el frente oriental. Mi padre consideraba la caída inminente de Rusia una buena señal. Estaba convencido de que la guerra terminaría en agosto. Esperaba que muchos de los judíos fuesen enviados a nuevas ciudades en el Este. “Quizá tengamos que ser agricultores para alimentar al nuevo Reich —decía—. Pero la agricultura no es una mala forma de vida.”.
»En mayo, la mayor parte de los judíos alemanes y extranjeros fueron enviados hacia el sur, a Oswiecim, Auschwitz. Pocos de nosotros habíamos oído hablar de Oswiecim hasta que los transportes empezaron a salir de nuestro gueto.
»Hasta esa primavera, nuestro gueto había sido usado como un depósito. Ahora los trenes salían cuatro veces al día. Como miembro del Judenrat, mi padre era obligado a ayudar, a supervisar la redada y expulsión de miles de moradores del gueto. Era muy disciplinado, y aunque odiaba ese trabajo, lo hacía. Y después trabajaba el día entero en el hospital, como para hacer penitencia.
»Nuestro turno llegó en junio, en la época en que normalmente solíamos ir a la granja del tío Moshe. Los siete recibimos orden de presentarnos en la estación de ferrocarril. Mi madre y mi hermano menor Josef lloraban. Pero fuimos. Creo que mi padre estaba contento.
»No fuimos enviados a Auschwitz, sino al norte, a Chelmno, un pueblo que estaba a menos de setenta kilómetros de Lodz. Yo había tenido un amigo, un chico provinciano llamado Mordechai, cuya familia era de Chelmno. Supe más tarde que fue en Chelmno donde los alemanes realizaron sus primeros experimentos de asfixia por gas, precisamente durante el invierno anterior, cuando la pobre Stefa murió de tifus.
»Aunque habíamos oído terribles historias sobre los transportes precintados, nuestro viaje no resultó desagradable. Fueron sólo unas horas. Íbamos muy apretados en vagones, pero eran vagones normales de pasajeros. El día era muy bonito; 24 de junio. Cuando llegamos, era como si hubiéramos ido a casa del tío Moshe. La estación de Chelmno era minúscula, poco más que una estación de provincias rodeada por un espeso bosque. Los soldados alemanes nos llevaron hasta los camiones que nos esperaban, pero parecían relajados, casi joviales. Ni rastro de los empujones y gritos a que estábamos acostumbrados en Lodz. Recorrimos varios kilómetros en los camiones hasta una gran finca donde se había instalado un campo. Una vez allí, fuimos registrados —recuerdo perfectamente las hileras de mesas de los funcionarios fuera, en la grava, y el piar de los pájaros— y después fuimos separados por sexos para las duchas y la desinfección. Yo estaba impaciente por reunirme con los otros hombres y no vi a mi madre y a mis cuatro hermanas que desaparecían detrás de la valla de la zona de mujeres.
»Nos ordenaron que nos desnudáramos y formáramos en fila. Yo estaba muy avergonzado, porque apenas si había empezado a madurar ese invierno. No recuerdo que tuviese miedo. El día era cálido, nos habían prometido una comida después de la limpieza y el bosque cercano y los ruidos del campo creaban una atmósfera festiva, casi de carnaval. Más adelante, en un claro, pude ver una gran furgoneta con dibujos alegres de animales y árboles pintados a los costados. Nuestra fila había empezado a dirigirse hacia ese claro cuando un hombre de la SS, un joven teniente con gafas gruesas y apariencia tímida, se acercó a la fila para separar a los enfermos, los niños y los ancianos de los hombres sanos y fuertes. El teniente vaciló cuando me vio. Yo era aún pequeño para mi edad, pero había comido relativamente bien ese invierno y había empezado a crecer con fuerza durante la primavera. Sonrió y agitó un pequeño bastón de mando para enviarme a la fila de los hombres. Mi padre fue también enviado a esa fila. Josef, que sólo tenía ocho años, tuvo que quedarse con los niños y viejos. Josef empezó a llorar y mi padre se negó a dejarle. Yo volví a la fila para quedarme con mi padre y con Josef. El oficial de la SS hizo señas a un guardia. Mi padre me dijo que volviera con los otros. Me negué.
»Ésa fue la única vez que mi padre me pegó. Me empujó y dijo: “¡Ve!” Yo negué con la cabeza y seguí en mi lugar en la fila. El guardia, un sargento gordinflón, corría hacia nosotros. Mi padre me abofeteó otra vez, con mucha fuerza, y repitió: “¡Ve!” Sorprendido, dolido, me tambaleé y caminé hasta la otra fila antes de que el guardia llegara. El oficial de la SS siguió con su trabajo. Yo estaba furioso contra mi padre. No comprendía por qué no podíamos ducharnos juntos. Me había humillado delante de los demás. Miré, entre lágrimas de enojo, cómo se iba y me fijé en su espalda desnuda, pálida a la luz de la mañana, y en Josef que, junto a él, ya no lloraba y miraba alrededor. Mi padre se volvió para mirarme una última vez antes de desaparecer con el resto de la fila de niños y viejos.
»Nosotros, casi la quinta parte de los hombres que habían llegado ese día, no fuimos desinfectados. Nos condujeron directamente a los barracones y nos dieron uniformes de tela basta de prisioneros.
»Mi padre no apareció esa tarde ni esa noche, y cuando me fui a dormir en los inmundos barracones, recuerdo que lloraba de soledad. Estaba convencido de que al separarnos en la fila, mi padre me había condenado a estar apartado de la zona del campo donde estarían las familias.
»Por la mañana nos dieron sopa fría de patatas y nos agruparon en destacamentos de trabajo. Mi grupo fue conducido al bosque. Habían hecho allí un pozo. Tenía más de sesenta metros de largo, doce de ancho y por lo menos cuatro metros y medio de profundidad. Se podía ver, por la tierra removida, que otros pozos habían sido llenados recientemente en las proximidades. El olor debería haberme abierto los ojos, pero seguí negándome a aceptar la idea, hasta que llegó la primera de las furgonetas del día. Eran las mismas furgonetas que había visto el día anterior.
»Mire, Chelmno había sido una prueba. Por lo que habían aprendido, Himmler había hecho instalar allí cámaras de gas prúsico, pero ese verano aún usaban monóxido de carbono en cámaras precintadas y las furgonetas de colores alegres.
»Nuestro trabajo era separar los cuerpos, realmente separarlos, lanzarlos al pozo y cubrirlos con tierra y cal antes de que llegaran las cargas siguientes. Las furgonetas de gas no eran eficaces. Muchas veces la mitad de las víctimas sobrevivían al gas del tubo de escape y tenían que ser abatidas a tiros al borde del pozo por los totenkopfverbände —la Brigada de la Muerte— que esperaban allá, fumando y bromeando entre tanda y tanda. Aun así, algunos sobrevivían al gas y a los tiros y eran enterrados cuando todavía se movían.
»Ese día volví a los barracones cubierto de excrementos y sangre. Esa noche pensé que sería mejor morir, pero después decidí que viviría. Viviría a pesar de todo. Viviría a pesar de todo, viviría sin otra razón que no fuera vivir.
»Me aproximé y dije que era hijo de un dentista y que yo mismo era dentista. Los kapos se rieron ante la idea de un dentista tan joven, pero una semana después me pusieron en la brigada de los dientes. Yo y otros tres judíos registrábamos los cadáveres desnudos en busca de anillos, oro o cualquier cosa de valor. Explorábamos anos y vaginas con ganchos de acero. Después yo usaba un par de alicates para arrancar los dientes de oro y los empastes. A menudo me mandaban abajo, al pozo, a trabajar. Un sargento de la SS que se llamaba Bauer a veces me lanzaba paladas de tierra a la cabeza y se reía. Él mismo tenía dos dientes de oro.
»Después de una semana o dos, los judíos de los destacamentos de entierro eran inevitablemente asesinados y se enviaba a los recién llegados para sustituirlos. Quizá porque yo era rápido y eficiente en mi trabajo, me quedé nueve semanas en el pozo. Cada mañana estaba seguro de que sería mi turno. Cada noche en los barracones, mientras los más viejos decían el Kaddish, podía escuchar gritos de “Eli, Eli” que salían de las literas en penumbra. Hice desesperados contratos con un Dios en el que ya no creía. “Sólo un día más —decía yo—, sólo un día más.” Pero yo creía sobre todo en mi propio deseo de sobrevivir. Quizá sufría del solipsismo de la adolescencia, pero estaba convencido de que si creía con bastante fuerza que continuaría existiendo, eso acabaría por ser cierto.
»En agosto el campo fue ampliado y por un motivo cualquiera fui transferido al waldokommando, la brigada del bosque. Talábamos árboles, despedazábamos troncos y extraíamos piedras para construir carreteras. De vez en cuando, al regresar, toda una fila de trabajadores podía ser conducida a las furgonetas o directamente al pozo. De esa manera se cambiaba la brigada. Con las primeras nieves de noviembre yo había sido waldokommando más tiempo que cualquier otro excepto el viejo kapo, Karski.
—¿Qué es un kapo? —preguntó Natalie.
—Un kapo es un judío con un látigo.
—¿Y ayudaban a los alemanes?
—Se han escrito tratados sobre los kapos y su identificación con sus amos nazis —explicó Saul—. Stanley Elkins y otros han estudiado este tipo de sumisión en los campos de concentración y cómo se puede comparar con la docilidad e identificación con sus amos de los esclavos negros en Estados Unidos. Precisamente este septiembre he formado parte de un grupo que ha discutido el llamado Síndrome de Estocolmo, a consecuencia del cual los rehenes no sólo se identifican con sus secuestradores, sino que les prestan apoyo.
—Ah, como ésa, ¿cómo se llama…?, Patty Hearst —dijo Natalie.
—Sí. Y este…, este predominio por la fuerza de voluntad me obsesiona desde hace muchos años. Pero hablaremos de esto más tarde. Ahora, déjeme añadir sólo que si tengo que alegar algo en mi favor durante el tiempo que estuve en los campos, es que no me convertí en kapo.
»En noviembre de 1942, las mejoras en el campo estaban terminadas y fui transferido a los barracones provisionales en el recinto principal. Me pusieron en el destacamento del pozo. Entonces los hornos ya estaban terminados, pero ellos habían subestimado el número de judíos que llegaban y por eso las furgonetas y el pozo aún estaban en funcionamiento. Ya no requerían mis servicios como dentista de los muertos. Yo echaba barro, temblaba con el frío del invierno, y esperaba. Sabía que era sólo cuestión de días que me reuniera con los que diariamente enterraba.
»Entonces, un jueves por la noche, el 19 de noviembre de 1942, sucedió algo. —Saul guardó silencio. Unos segundos después se levantó y caminó hasta la chimenea. El fuego estaba casi apagado—. Natalie, ¿tiene alguna bebida o alguna cosa más fuerte que café? Jerez, por ejemplo.
—Claro —dijo Natalie—. ¿Un coñac le parece bien?
—Maravilloso.
Cuando ella volvió con una gran copa casi llena de coñac, Saul había removido las brasas, añadido más madera y reavivado el fuego.
—Muchas gracias. —Agitó el líquido ambarino e inhaló profundamente su aroma antes de beber el primer trago. El fuego crepitaba y chisporroteaba de nuevo. Saul continuó su historia—: El jueves, estoy casi seguro de que era el 19 de noviembre de 1942, cinco alemanes entraron en plena noche en nuestro barracón. Era algo habitual y siempre se llevaban a cuatro hombres, que ya no regresaban. Los prisioneros de los otros siete barracones de nuestro recinto nos habían dicho que allí pasaba lo mismo. No teníamos idea de por qué los nazis escogían esta manera de liquidar a unos cuantos, cuando miles iban abiertamente al pozo diariamente, pero la verdad es que había muchas cosas que no entendíamos. Se hablaba de experimentos médicos.
»Esa noche vino un joven oberst, un coronel, con los guardias. Y esa noche me eligieron.
»Yo había decidido luchar si me sacaban del barracón en plena noche. Comprendo que esto parece ir en contra de mi decisión de vivir a pesar de todo, pero había algo en la idea de ser conducido hacia la oscuridad que me producía pánico, que me quitaba todas las esperanzas. Estaba preparado para luchar. Cuando los guardias me dieron la orden de salir de mi litera, sabía que sólo me quedaban unos segundos de vida. Estaba dispuesto a intentar matar por lo menos a uno de esos puercos antes de que me asesinaran.
»Pero no fue así. El oberst me ordenó que saliera y yo obedecí. O mejor, mi cuerpo me desobedeció. No era simplemente cobardía o sumisión: el oberst entró en mi mente. No conozco ninguna otra manera de decirlo. Lo sentí, tan cierto como que estaba preparado para sentir las balas que no me dispararon. Le sentí en mis músculos, moviendo mis pies, sacando mi cuerpo del barracón. Y los guardias de la SS no paraban de reírse.
»Es imposible describir lo que sentí en aquel momento. Sólo podía ser considerado como una violencia mental, pero eso no sugiere el sentido de violación. Entonces no…, ni ahora…, creía en la posesión diabólica o en sucesos sobrenaturales. Lo que pasó entonces fue el resultado de alguna aptitud psíquica o psicológica monstruosa pero muy real para controlar directamente los cerebros de otros seres humanos.
»Nos metieron en un camión. Esto de por sí ya era increíble. Excepto para el breve y terrible viaje, desde la estación de Chelmno, los judíos no podían ir nunca en vehículos. En Polonia, ese invierno, los esclavos eran mucho más baratos que la gasolina.
»Nos llevaron al bosque. Éramos dieciséis en el camión, incluyendo a una chica de los barracones de mujeres. La violación mental había terminado, pero había dejado en mi mente un residuo más fétido y vergonzoso que los excrementos que yo había lanzado diariamente en el destacamento del pozo. Por la actitud y los cuchicheos de los otros judíos, sabía que no lo habían sentido. Para ser honesto, en ese momento dudaba de mi salud mental.
»El viaje duró menos de una hora. Había un guardia en el camión con nosotros. Llevaba una pistola-ametralladora. Los guardias del campo casi nunca llevaban armas automáticas en el recinto por el peligro de que fueran robadas. Si no me hubiera estado recuperando de la terrible experiencia del barracón, habría hecho un intento de dominar al alemán, o por lo menos de saltar del camión. Pero la mera presencia del oberst en la cabina del camión me llenaba de un terror más profundo que el que había conocido durante meses.
»Pasaba de la medianoche cuando llegamos a una finca aún más grande que el palacete en torno al cual Chelmno había sido construido. Estaba muy adentrada en el bosque. Los americanos la considerarían un castillo, pero era más y menos que eso. Era el tipo de antigua casa solariega que a veces se encuentra en los bosques más oscuros de mi país: un gran montón de piedras viejas, más allá de nuestra historia, cuidadas y añadidas durante incontables generaciones por familias reclusas cuyo linaje se remonta a los tiempos antes de Cristo. Los dos camiones se detuvieron y fuimos conducidos a un sótano no muy alejado del salón principal. A la vista de los vehículos militares aparcados en lo que quedaba de los jardines y por el ruido ronco que venía del salón, pensé que los alemanes habían convertido la casa en centro de descanso y entretenimiento para unidades privilegiadas. De hecho, una vez dentro y encerrados en un sótano sin luz, oí a un judío lituano del otro camión murmurar que conocía las marcas del regimiento de los vehículos. Pertenecían al Einsatzgruppe 3 —un Grupo de Acción Especial—, que había liquidado pueblos enteros de judíos cerca de su aldea, en Dvensk. Los einsatzgruppen eran tratados con recelo y temor hasta por las totenkopfverbände que realizaban los exterminios del campo.
»Al cabo de un rato, los guardias volvieron con antorchas. Éramos treinta y dos en el sótano. Fuimos divididos en dos grupos iguales y conducidos a cuartos separados. Allí nuestro grupo fue vestido con túnicas bastas, rojas, con símbolos blancos delante. Los guardias nos obligaron a ponernos uniformes específicos. Mi símbolo —una torre o poste de alumbrado barroco— no significaba nada para mí. El hombre que estaba a mi lado llevaba la silueta de un elefante levantando su pata delantera derecha.
»Fuimos conducidos al gran salón. Allí nos recibió una escena medieval de Hieronimus Bosco; centenares de SS y asesinos de los einsatzgruppen descansaban y comían y jugaban y fornicaban con prostitutas en cualquier lugar. Chicas campesinas polacas, algunas casi niñas, eran las siervas y esclavas de los hombres de gris. Habían puesto antorchas en soportes en las paredes y el cuadro estaba iluminado como en una visión estremecedora del infierno. Había restos de comida escampados por toda la habitación. Los tapices, muy antiguos, estaban manchados de hollín de las chimeneas abiertas. Una mesa de banquetes, antes magnificente, había sido destrozada por los alemanes que habían grabado sus nombres con bayonetas. Había hombres yaciendo, durmiendo y roncando en el suelo. Vi a dos soldados orinando sobre un tapiz que debía de haber sido traído de la Tierra Prometida en una de las cruzadas.
»El salón era enorme, pero su centro, un área de unos once metros de largo por once de ancho, estaba ostensiblemente vacío. El suelo estaba embaldosado en blanco y negro, con baldosas de sesenta centímetros cuadrados. A ambos lados de este cuadrado, precisamente donde empezaban los balcones, habían sido colocadas dos pesadas sillas elevadas. En uno de esos tronos estaba sentado el joven oberst. Era pálido, rubio y ario. Sus manos eran blancas y finas. En la otra silla había un viejo, con un aire tan antiguo como el montón de piedras que nos rodeaba. Llevaba también un uniforme de la SS, de general, pero el efecto era más el de un muñeco de cera marchito vestido por niños malévolos con un uniforme holgado.
»El otro grupo de judíos había entrado por una puerta lateral. Llevaban túnicas azul claro con símbolos negros semejantes a los nuestros. Pude ver que la mujer de ese grupo usaba una túnica azul claro con el símbolo de una corona o diadema en la frente. Entonces comprendí lo que pasaba. En el estado de agotamiento y miedo constante al que había llegado, no había locura, por estrafalaria que fuese, que no pudiera creer.
»Nos mandaron a nuestras casillas. Yo era un peón, un peón de un alfil del rey blanco. Me quedé tres metros delante y a la derecha del trono del oberst, enfrentándome al judío lituano que tenía un aire terriblemente asustado y que era peón del alfil negro.
»Los gritos y cantos cesaron. Los soldados alemanes se reunieron alrededor del tablero, empujándose para conseguir un lugar cerca del límite del cuadrado. Algunos subieron la escalera o se agruparon en los balcones para tener una vista mejor. Durante medio minuto hubo un silencio absoluto, sólo roto por el chisporrotear de las antorchas y la respiración pesada de la multitud. Nosotros estábamos en las casillas que nos habían asignado, treinta y dos judíos hambrientos, pálidos y asustados, observando expectantes, respirando profundamente, esperando cualquier cosa que pudiera suceder.
—El viejo se inclinó ligeramente hacia delante en su silla alta e hizo un gesto al oberst con la palma abierta. El otro sonrió y asintió con la cabeza. El juego empezó.
—El oberst hizo otra vez una señal con la cabeza y el peón situado a mi izquierda, un hombre mayor, delgado, con una barba corta, y gris en las mejillas, avanzó dos casillas. El viejo respondió avanzando su peón de rey. Por la manera como los confusos prisioneros se movían supe que no controlaban sus actos.
»Yo había jugado un poco al ajedrez con mi padre y mi tío. Conocía las aperturas clásicas, así que no me sorprendieron los movimientos. El oberst miró a su derecha y un polaco rechoncho con la túnica correspondiente al caballo, avanzó y fue a colocarse delante de mí. El viejo envió su caballo al lado de la dama. El oberst movió nuestro alfil, un hombre pequeño con el brazo izquierdo vendado, desde detrás de mí hasta la quinta casilla de la fila del caballo. El viejo hizo avanzar una casilla el peón de dama.
»Deseé entonces que me hubiera correspondido cualquier otro símbolo en lugar del de peón. La figura achaparrada del campesino situado delante de mí, el caballo, ofrecía una sensación de escasa seguridad. A mi derecha, otro peón se volvió hacia atrás e hizo una mueca de dolor cuando el oberst le obligó a mirar adelante. Yo no me volví. Mis piernas empezaban a temblar.
»El oberst avanzó el peón de dama dos casillas, de manera que quedó al lado del viejo peón en la fila del rey. Nuestro peón de dama era un chaval, apenas un adolescente, y miró furtivamente a izquierda y derecha sin mover la cabeza. El caballo campesino colocado delante de mí era la única protección que el chaval tenía frente al peón del viejo.
»El viejo hizo un gesto leve y su alfil saltó delante de la holandesa que era su dama. La cara del alfil estaba muy pálida. El quinto movimiento del oberst hizo salir a nuestro otro caballo. Desde mi posición, yo no podía ver la cara del hombre. Los SS reunidos alrededor empezaron a gritar y a aplaudir después de cada movimiento como si fueran espectadores en un partido de fútbol. Yo oía fragmentos de conversación en la cual se referían al oponente del oberst como Der Alter, “el viejo”. El oberst era aplaudido como Der Meister.
»El viejo se inclinó hacia delante como una araña pálida y el caballo de su rey saltó delante del peón de alfil. El caballo era joven y fuerte, demasiado fuerte para poder estar en el campo más de unos pocos días. Tenía una sonrisa idiota en la cara, como si estuviera disfrutando de ese juego de pesadilla. Como en respuesta a la sonrisa del chaval, el oberst movió a nuestro frágil alfil a la misma casilla. Entonces reconocí al alfil. Era un carpintero de nuestro barracón que se había herido dos días antes serrando tablas para la sauna de los guardias. El hombrecillo levantó su brazo sano y tocó al caballo negro en el hombro, como un amigo que le da un golpecillo a otro cuando lo sustituye en el trabajo.
»No vi brillar el cañón del arma. El fusil disparó desde algún sitio en el balcón que había detrás de mí, pero el ruido fue tan fuerte que di un salto y empecé a volverme antes de que el tornillo del control del oberst cayera sobre mi cuello. La sonrisa del joven caballo desapareció en una niebla roja y gris y su cráneo explotó como consecuencia del impacto de la bala. Los peones situados detrás de él se agacharon aterrorizados antes de que los obligaran por la fuerza a ponerse de pie. El cuerpo del caballo se deslizó hacia atrás, casi hasta la casilla en la que había empezado. Entretanto, ya se había formado un charco de sangre en la casilla del peón blanco. Dos hombres de la SS avanzaron y retiraron el cuerpo, arrastrándolo. Esquirlas de cráneo y masa encefálica se habían esparcido sobre diversas piezas negras próximas, pero nadie más había sido herido. El salón aplaudió mucho.
»El viejo se inclinó de nuevo hacia delante y su alfil dio un paso en diagonal hasta donde esperaba el nuestro. El alfil negro tocó levemente el brazo vendado del carpintero. Esta vez hubo una pausa antes de que el fusil hablara. La bala hirió a nuestro alfil debajo del omóplato izquierdo y el hombrecillo se tambaleó dos pasos hacia adelante y después se quedó de pie un segundo, con su brazo derecho hacia atrás, como para rascarse, antes de que sus rodillas se doblasen y cayera sobre las baldosas. Un sargento entró en el tablero, colocó una Luger contra el cráneo del carpintero, disparó y retiró al alfil, que aún se movía. El juego continuó.
»El oberst avanzó dos casillas nuestra dama. Sólo una casilla vacía me separaba de la dama y pude ver cómo se había mordido las uñas hasta sangrar. Eso me recordó a mi hermana, Stefa, y me sorprendí, al notar que las lágrimas me empañaban la visión. Era la primera vez que lloraba por Stefa.
»El viejo hizo su movimiento acompañado del rugido de la multitud ebria. El peón de su rey se movió rápidamente para comer el peón de nuestra dama. Nuestro peón era un polaco con barba, evidentemente un judío ortodoxo. El fusil disparó dos veces en sucesión rápida. El peón del rey negro estaba cubierto de sangre cuando tomó el lugar del peón de nuestra dama en la casilla.
»Ahora no tenía a nadie delante. Miré, a sólo tres casillas, la cara del caballo negro. La antorcha lanzaba largas sombras. Los hombres de la SS animaban a gritos a los jugadores desde el borde de las baldosas. Yo no me atrevía a volverme para mirar al oberst, pero observé cómo el viejo se movía en su trono. Debía de haber comprendido que estaba perdiendo el dominio del centro del tablero. Volvió la cabeza y el peón del alfil de su rey avanzó una casilla. El oberst movió nuestro alfil superviviente a la casilla siguiente, bloqueando el peón enemigo y amenazando el alfil del viejo. La multitud ovacionó.
»Una vez completadas las aperturas, los dos contrincantes empezaron a desarrollar su juego. Ambos enrocaron. Ambos pusieron en juego sus torres. El oberst colocó su dama delante de mí. Miré sus omoplatos puntiagudos contra la tela de su túnica y los rizos de su pelo crespo que le caían sobre su espalda. Apreté y aflojé las manos. Un terrible dolor de cabeza formaba manchas móviles ante mis ojos y temí perder el conocimiento. ¿Qué pasaría entonces? ¿El oberst me permitiría que me desmayara, o mi cuerpo inconsciente sería mantenido derecho en su lugar? Respiré hondo y me concentré en observar el resplandor de la antorcha en un tapiz en la pared más lejana.
»En el movimiento catorce de las negras, el viejo mandó el alfil a donde estaba nuestro caballo campesino, en el centro del tablero. Esta vez no hubo disparo. El gordinflón sargento de la SS entró en el tablero y entregó su puñal de gala al alfil negro. El salón quedó en completo silencio. La luz de la antorcha danzó sobre el acero afilado. El campesino se retorció. Pude ver cómo los músculos de sus brazos se crispaban en un esfuerzo vano por liberarse del control del oberst. No lo logró. El alfil cortó su garganta con un rápido movimiento de la hoja. El sargento de la SS recuperó su puñal e indicó con un gesto a dos hombres que retiraran el cadáver. El juego se reanudó.
»Una de nuestras torres comió el alfil adversario. De nuevo fue usado el cuchillo. Yo continuaba detrás de la joven dama y apretaba mucho los ojos. Los abrí unos movimientos más tarde cuando el oberst hizo avanzar nuestra dama una casilla. Yo quería sollozar, llorar, cuando ella se alejó de mí. El viejo llevó inmediatamente su propia dama, una chica holandesa, por la diagonal hasta la quinta casilla de la fila de torre. La dama enemiga estaba a sólo una casilla de mi posición, en diagonal. No había nada entre nosotros. Sentí mis tripas descargarse de miedo.
»El oberst empezó entonces su ataque. Primero avanzó su peón de caballo por el flanco izquierdo. El viejo apartó su peón de torre, un hombre sonrosado al que reconocí como perteneciente a la brigada del bosque, para contestar a nuestro peón. El oberst se enfrentó al movimiento con nuestro peón de torre. Era difícil para mí verlo. La mayor parte de los prisioneros eran más altos que yo, así que sólo podía ver espaldas y hombros y cabezas rapadas y sudadas, hombres aterrados y no piezas de ajedrez. Intenté reproducir el tablero en mi mente. Sabía que sólo quedaban nuestro rey y una sola torre en la fila detrás de mí. La otra pieza, situada en la misma fila que yo, era el peón de rey. Enfrente y a mi izquierda había un grupo de dama, peón, torre y alfil. Más a la izquierda, nuestro caballo superviviente estaba solo. A su izquierda, los dos peones de torre habían llegado a un punto muerto. La dama negra continuaba amenazándome desde la derecha.
»Nuestro rey, un judío delgado de unos sesenta años, dio un paso en diagonal a su derecha. El viejo afianzó sus torres en la fila de su rey. De repente, nuestra dama retrocedió hasta la segunda casilla de la fila de nuestra torre. Ahora yo estaba solo. Podía ver cuatro casillas vacías enfrente, donde el judío lituano miraba hacia atrás. Había un pánico animal en sus ojos.
»De súbito me adelanté, mis pies se arrastraron sobre el suelo de mármol. La terrible, irrefutable presencia estaba dentro de mi cráneo, empujándome, frenándome, cerrando mis mandíbulas con fuerza contra el grito que me subía desde la base de la columna. Paré donde nuestra dama había estado antes, con un peón blanco a cada lado. El viejo movió su caballo negro frente a mí, saltando una casilla blanca vacía. La multitud gritaba ahora más alto. Oí gritos de “Meister! Meister!” transformándose progresivamente en un canto.
»Me adelanté de nuevo, esta vez sólo una casilla. Yo era ahora la única pieza blanca más allá de la línea media del tablero. Detrás de mí, a mi derecha, estaba la dama negra. Sentía su presencia con tanta fuerza como sentía la presencia del tirador en el balcón. Medio metro delante de mí estaban la cara sudada y los ojos demacrados del caballo negro. Detrás de él se encogía el judío lituano.
»La torre negra pasó a mi izquierda. Cuando entró en la casilla del peón blanco, los dos hombres lucharon cuerpo a cuerpo. Al principio pensé que eso significaba una pérdida del control del oberst o del viejo, pero después comprendí que era parte del juego. Los soldados alemanes gritaban, ávidos de sangre. La torre negra era más fuerte o no la restringían, y el peón blanco se inclinaba bajo sus manos. La torre tenía las dos manos en la garganta del peón y apretó con más fuerza. Se escuchó un sonido largo, seco, y el peón cayó al suelo.
»En cuanto hubieron retirado el cuerpo de nuestro peón, el oberst movió nuestro caballo superviviente hacia esa casilla y la lucha empezó de nuevo. Esta vez fue la torre negra la que fue arrastrada afuera, sus pies descalzos rozando las baldosas, los ojos dilatados y desorbitados.
»El caballo negro pasó junto a mí y de nuevo hubo lucha. Los dos hombres chocaron, clavándose los dedos en los ojos mutuamente, agitando las rodillas, hasta que el caballo blanco fue obligado a salir de su casilla hacia la casilla blanca de atrás. El fusil debía de haber sido disparado desde el balcón situado frente a mí. Sentí la ráfaga de aire cuando la bala pasó cerca de mi oreja y oí el impacto. El caballo moribundo tropezó contra mí al caer. Durante un segundo, su mano agarró débilmente mi tobillo como si buscara ayuda. No me moví.
»Nuestra dama estaba de nuevo detrás de mí. El peón negro a mi derecha avanzó para amenazarla. Lo habría eliminado si me lo hubieran ordenado, pero no fue así. La dama retrocedió tres casillas. El viejo hizo avanzar una casilla al peón de su dama. El oberst hizo intervenir a nuestro otro peón de alfil.
»“Meister! Meister!”, cantó la multitud. El viejo hizo retroceder dos casillas a su dama negra.
»Entonces me movieron de nuevo. Quedé cara a cara con el judío lituano, que estaba rígido, paralizado por el miedo. ¿Sabría que yo no le podía hacer nada estando en la misma fila? Quizá no, pero yo era muy consciente de que la dama negra podría aniquilarme en cualquier momento. Sólo la presencia presentida de mi propia dama cinco casillas más atrás me ofrecía alguna seguridad. ¿Pero qué pasaría si Der Alter desease cambiar damas? Lo que hizo fue mover su torre de nuevo hacia la casilla original del rey.
»A mi izquierda hubo un alboroto mientras el otro peón de alfil comía un peón negro y era comido a su vez por el alfil negro que sobrevivía. Durante un momento quedé solo en territorio enemigo. Entonces el oberst situó la dama blanca en la casilla que había detrás de mí. Pasara lo que pasase ahora, no estaría solo. Contuve la respiración y esperé.
»No pasó nada. O mejor, el viejo bajó de su alta silla, hizo un gesto y se marchó. Había abandonado. La multitud embriagada de soldados de los einsatzgruppen berreaba su aprobación. Un contingente de soldados con la insignia de la calavera corrió hacia el oberst y lo paseó en hombros por el salón. Yo me quedé allí de pie, delante del lituano, ambos parpadeando estúpidamente. El juego había acabado y yo sabía que de alguna manera había ayudado al oberst a ganarlo, pero estaba demasiado torpe para comprender cómo. Todo lo que podía ver eran judíos cansados que permanecían de pie en un alivio confuso mientras en el salón retumbaban gritos y cantos. Seis de nuestros hombres de blanco habían muerto. Faltaban seis de las piezas negras. Los que quedábamos podíamos movernos, vivir. Me volví para abrazar a la mujer que estaba detrás de mí. Lloraba. “Shalom”, le dije, y le besé las manos. “Shalom”. El judío lituano había caído de rodillas en su casilla blanca. Le ayudé a levantarse.
»Una brigada de soldados con pistolas-ametralladoras nos hizo atravesar la multitud hasta un vestíbulo vacío. Allí nos obligaran a desnudarnos y a dejar nuestras túnicas apiladas. Después nos llevaron hacia la noche, para matarnos.
—Nos dieron la orden de cavar nuestras propias tumbas. Había media docena de palas en un claro situado a unos cuarenta metros, detrás de la casa, y las usamos para cavar una zanja ancha, poco profunda, mientras los soldados aguantaban las antorchas o conversaban y fumaban cigarrillos en la oscuridad. Había nieve. La tierra estaba helada y dura como piedra. No pudimos cavar más de medio metro. Entre los golpes sordos de las palas, podía oír las risas que continuaban en el pabellón. De los ventanales salían haces de luz que lanzaban rectángulos amarillos en los gabletes cubiertos de pizarra. Sólo el ejercicio y nuestro miedo impedían que nos heláramos. Mis pies desnudos se habían vuelto azulados y no sentía los dedos. Casi habíamos terminado de cavar y yo sentía que debía decidir qué hacer. Estaba muy oscuro y pensé que la tentativa con más posibilidades de éxito sería intentar escaparme por el bosque. Habría sido mejor intentarlo todos al mismo tiempo, pero varios de los judíos más viejos estaban demasiado helados y cansados para correr, y además, no podíamos hablar entre nosotros. Las dos mujeres estaban de pie a varios metros de la zanja, intentando en vano cubrir su desnudez mientras los guardias hacían bromas groseras y les acercaban las antorchas.
»Yo no podía decidir si debía simplemente correr o usar la pala de mango largo en un intento de aporrear a uno de los soldados y coger una pistola-ametralladora. Eran einsatzgruppen totenkopfverbände, pero estaban también borrachos y relajados. Tenía que decidirme.
»La pala. Elegí al guardia, un joven bajo, que parecía dormitar a pocos pasos de mí. Cogí el mango con fuerza.
»—Halt! Wo ist denn mein Bauer?
»Era el oberst rubio que venía hacia nosotros. Llevaba un pesado abrigo y su gorro de oficial. Cuando entró en el círculo de antorchas miró alrededor. Preguntaba por su peón. ¿Qué peón?
»—Sie! Kommen sie her!
»Me hizo un gesto. Yo me encogí, esperando de nuevo la violación mental, pero no llegó. Salté de la zanja, le entregué mi pala a un guardia y quedé desnudo y trémulo ante el oberst, delante del que llamaban “Der Meister”.
»—Acabad —le dijo en alemán al sargento—. Schnell!
»El sargento asintió con la cabeza y agrupó a los judíos en el borde de la zanja. Las dos mujeres se apiñaron en la punta, abrazadas con sus delgados brazos. El sargento les ordenó que se echasen en el fondo de la zanja. Tres hombres se negaron y fueron asesinados donde se encontraban. Uno de ellos, el hombre que había sido el rey negro, cayó, crispándose, a sólo dos metros de mí. Miré mis congelados pies e intenté no moverme, pero mis temblores iban en aumento. Los otros judíos recibieron orden de empujar los cuerpos hacia el agujero. Después se hizo el silencio. Las espaldas y nalgas pálidas de mis compañeros brillaban a la luz de las antorchas. El sargento dio una orden y los soldados dispararon. Pasó menos de un minuto. El sonido de las pistolas-ametralladoras y carabinas ligeras parecía sordo, inconsecuente; un ruido leve, como de descorchar una botella, y otra forma blanca, desnuda, se crispaba y sufría un espasmo durante un segundo en el agujero y después se quedaba inmóvil. Las mujeres murieron abrazadas. El judío lituano gritó en hebreo y se puso de rodillas, con los brazos tendidos hacia los guardias o el cielo —aún no sé a qué— y después fue casi cortado por la mitad por los tiros del fusil automático.
»Durante todo el rato que duró la matanza, yo permanecí de pie, temblando, mirando mis pies, rezando para volverme invisible. Pero antes de que hubieran acabado, el sargento se acercó a mí y dijo:
»—¿Éste, mein oberst?
»—Mein zuverlässiger Bauer? —dijo el oberst—. ¿Mi peón de confianza? Tenemos que hacer una partida de caza.
»—Eine Jagd? —preguntó el sargento—. Heute nacht?
»—Wenn es dämmert.
»—Auch Der Alter?
»—Ja.
»—Jawohl, mein oberst.
»Yo notaba que el sargento estaba contrariado. Esa noche no tendría tiempo para dormir.
»Cuando los guardias empezaron a echar una fina capa de tierra sobre los cadáveres, yo fui conducido de nuevo al pabellón y encadenado en el mismo sótano donde habíamos estado antes. Empecé a sentir un hormigueo en los pies, que después me noté muy calientes. Fue muy doloroso. A pesar de eso, dormitaba cuando el sargento volvió, me quitó las cadenas y me dijo que me vistiera: ropa interior, pantalones de lana azules, una camisa y un jersey, calcetines gruesos y botas fuertes que me estaban sólo ligeramente pequeñas. Aquellas ropas decentes me proporcionaban una sensación maravillosa después de meses con andrajos.
»El sargento me llevó afuera, hasta donde esperaban en la nieve cuatro hombres de la SS. Llevaban linternas y fusiles pesados. Uno de ellos sujetaba un pastor alemán con una correa y dejó que el animal me oliera mientras esperábamos. El gran salón estaba ahora oscuro, los gritos habían cesado. Había una incierta luz en la noche a medida que la aurora se acercaba.
»Los guardias habían acabado de apagar sus linternas cuando aparecieron el oberst y el viejo general. No llevaban uniforme, sino pesadas chaquetas verdes de caza y capas. Los dos llevaban fusiles de gran calibre no militar con mira telescópica. Entonces comprendí. Supe exactamente lo que iba a suceder, pero estaba demasiado cansado para preocuparme.
»El oberst hizo un gesto y los guardias se apartaron de mí y fueron a colocarse junto a los dos oficiales. Yo permanecí allí un minuto, vacilante, negándome a hacer lo que querían que hiciera. El sargento me gruñó en mal polaco: “¡Corre! ¡Corre, judío piojoso! ¡Ve!” Pero no me moví. El perro se lanzaba, estirando la correa, gruñendo. El sargento levantó el fusil y disparó un tiro que echó nieve entre mis pies. No me moví. Después sentí los primeros toques indecisos en mi cerebro.
»“Ve, kleiner Bauer.” El cuchicheo suave en mi mente me hizo tambalearme con asco. Me volví y corrí hacia el bosque.
»En mis condiciones, no podía correr mucho. Pocos minutos después jadeaba y me tambaleaba. Mis huellas eran claramente visibles en la nieve, pero no había nada que yo pudiera hacer al respecto. El cielo clareaba mientras yo me tambaleaba en lo que esperaba que fuese la dirección sur. Oía ladridos furiosos detrás de mí y sabía que el grupo de cazadores había empezado a seguir mi rastro.
»Había caminado poco más de un kilómetro cuando llegué a una zona abierta. Una franja de terreno de casi cien metros había sido liberada de árboles y maleza. Había rollos de alambre de espino en el centro de esta tierra de nadie, pero no fue el alambre el que me obligó a detenerme. En el centro había un letrero en alemán y polaco que decía: “¡ALTO! ¡CAMPO DE MINAS!”
»Los ladridos se acercaban. Me volví hacia la izquierda y empecé a trotar, sintiendo un terrible dolor y jadeando. Ahora sabía que no había ninguna salida. El perímetro minado debía de cercar toda la propiedad, su coto de caza privado. Mi única esperanza era encontrar la carretera por donde habíamos venido esa noche, hacía una eternidad. Sabía que me encontraría con puertas y guardias, pero de todas formas iba a intentar la carretera. Mejor que me cogieran los guardias que los asesinos que me perseguían. Decidí que prefería atravesar el campo de minas antes que permitir que los cazadores me dispararan.
»Acababa de llegar a un riachuelo cuando la violación mental empezó. Yo estaba inmóvil, mirando el riachuelo medio helado, cuando lo sentí entrar en mí. Durante unos segundos luché, cogiéndome las sienes, cayendo de rodillas en la nieve, pero entonces el oberst ya estaba en mí, llenando mi mente de la misma manera que el agua llena la boca y la nariz y los pulmones de un hombre que se ahoga. Era peor que eso. Era como si una gran serpiente entrara en mi cráneo y se abriera camino por mi cerebro. Grité, pero no salió ningún sonido de mi garganta. Me puse de pie.
»“Komm her, mein kleiner Bauer!” La voz del oberst cuchicheó sin sonido dentro de mí. Sus pensamientos cayeron sobre los míos, forzando a mi voluntad a entrar en un pozo hondo. Vislumbré imágenes de caras, lugares, uniformes y salas. Recorrí olas de odio y arrogancia. Su amor a la violencia llenó mi boca con el sabor cobrizo de la sangre. “Komm!” El cuchicheo mental era seductor, repugnante, como la lengua de un hombre entrando en mi boca.
»Me vi corriendo hacia el riachuelo, volviendo al oeste, hacia el grupo de cazadores, corriendo muy deprisa, jadeando en arranques leves, dolorosos. El agua helada salpicó mis piernas e hizo pesados mis pantalones de lana. Me sangraba la nariz y la sangre me corría libremente por la cara y el cuello.
»“Komm her!”
»Dejé el riachuelo y fui, tambaleándome, a través del bosque hacia una pila de cantos rodados. Mi cuerpo se crispaba y saltaba como una marioneta mientras yo subía para meterme en un resquicio entre las rocas. Me quedé allí con la mejilla contra la piedra, mientras la sangre caía sobre el musgo helado. Oí voces que se aproximaban. El grupo de cazadores no estaba a más de cincuenta pasos entre los árboles. Pensé que rodearían mi montón de rocas y entonces el oberst me ordenaría que me pusiese de pie para que pudieran disparar. Hice un esfuerzo para mover las piernas, para desplazar el brazo, pero era como si alguien hubiese cortado los cables que ligaban mi cerebro a mi cuerpo. Estaba inmovilizado allí con tanta seguridad como si los cantos rodados hubiesen caído sobre mí.
»Escuché un murmullo de conversaciones y entonces, increíblemente, los hombres siguieron el camino que yo había seguido diez minutos antes. Podía oír al perro que ladraba mientras seguía mi rastro. ¿Por qué el oberst jugaba conmigo? Hice un esfuerzo para comprender sus pensamientos, pero mis débiles intentos fueron apartados como uno apartaría un insecto molesto.
»De súbito, yo estaba de nuevo en movimiento, corriendo, agachado, entre los árboles, después arrastrándome sobre el vientre a través de la nieve. Sentí el olor de humo de cigarrillo antes de descubrirlos. El viejo y el sargento estaban en un claro. El viejo estaba sentado sobre un tronco caído. Tenía el fusil de caza sobre las rodillas. El sargento estaba de pie de espaldas a mí, sus dedos golpeteando distraídamente la culata de su fusil.
»De súbito, me puse de pie y corrí, moviéndome más deprisa que nunca. El sargento se volvió para mirar en el momento en que yo saltaba y le pegaba con mi hombro. Yo era más pequeño que el sargento y mucho menos pesado, pero la velocidad del impacto lo tiró al suelo. Me revolqué una vez, gritando silenciosamente, deseando sólo recuperar el control de mi propio cuerpo y huir hacia el bosque, y entonces cogí el fusil de caza del viejo y le pegué al sargento en la cara y en el cuello, usando la magnífica culata cincelada como porra. El sargento intentó levantarse y le pegué de nuevo. Buscó su fusil a tientas y le aplasté la mano con mi bota y después dirigí la pesada culata contra su cara hasta que los huesos se rompieron, hasta que ya no hubo cara. Después bajé el fusil y me enfrenté al viejo.
»El viejo estaba sentado en el tronco, y tenía en la mano la Luger que había sacado de la funda; el cigarrillo aún colgaba de sus finos labios. Parecía tener mil años, pero había una sonrisa en la expresión caricaturesca de su arrugada cara.
»—Sie! —dijo, y yo supe que no hablaba conmigo.
»—Ja, Alter —dije yo, y me sentí admirado de oír las palabras saliendo de mi boca—: “Das Spiel ist beendet.”
»—Veremos —dijo el viejo, y levantó la pistola para disparar.
»Entonces yo salté y la bala atravesó mi jersey y pasó rozando mis costillas. Le agarré el puño antes de que pudiera disparar otra vez e hicimos una pirueta en la nieve, mientras el viejo se ponía de pie para unirse a mí en una estrafalaria danza: un joven judío demacrado, con sangre manando en la nariz, y un viejo perdido en su abrigo de lana. Su Luger disparó de nuevo, al aire, y después yo la noté en mi mano y retrocedí.
»Levanté el arma.
»—Nein —gritó el viejo, y entonces sentí su presencia como un martillo contra mi cráneo.
»Durante un segundo, yo no estaba en ninguna parte mientras aquellos dos oscuros parásitos luchaban por el control de mi mente. Después tuve la sensación de que contemplaba la escena desde alguna parte por encima de mi yo. Vi al viejo de pie, rígido, y vi mi propio cuerpo dando bandazos alrededor como dominado por un terrible ataque epiléptico. Mis ojos se salían de las órbitas y mi boca estaba abierta como la boca de un idiota. La orina manchaba mis pantalones y humeaba al contacto con el aire helado.
»Después pude mirar desde mis propios ojos y el viejo dejó de estar en mi mente. Retrocedió tres pasos y se sentó pesadamente en el tronco.
»—Willi —dijo—. Mein Freund…
»Mi brazo se levantó y le disparé dos veces en la cara y una vez en el corazón. Cayó hacia atrás y yo me quedé mirando las suelas con clavos de sus botas.
»“Ahora venimos, peón —cuchicheó el oberst en mi cabeza—. Espéranos.”
»Aguardé hasta que pude oír sus botas y el gruñido del pastor alemán detrás de los árboles. La pistola estaba todavía en mi mano. Intenté relajar mi cuerpo, concentrando toda mi voluntad y energía en un solo dedo de mi mano derecha. Ni siquiera pensé en lo que haría. El grupo de cazadores estaba casi a la vista cuando el control del oberst se deslizó sólo lo suficiente para que yo intentara algo. Fue la lucha más crucial y difícil de mi vida. Tenía sólo que encoger un dedo algunos centímetros, pero exigió toda la energía y determinación que quedaba en mi cuerpo y espíritu.
»Lo conseguí. La Luger se disparó y la bala trazó un camino en mi muslo y arrancó el dedo pequeño de mi pie derecho. El dolor fue como un fuego purificador. Pareció coger desprevenido al oberst y pude sentir cómo su presencia se replegaba durante algunos segundos.
»Me volví y empecé a correr, dejando huellas de sangre en la nieve. Hubo gritos muy cerca de mí. Un fusil automático empezó a castañetear y pude sentir los proyectiles de acero zumbando cerca de mí como abejas. Pero el oberst no me controlaba. Llegué al campo de minas y lo crucé sin vacilar. Aparté la alambrada con mis propias manos, tiré a un lado los alambres y continué mi huida. Increíblemente, inexplicablemente, conseguí atravesar el claro. Entonces el oberst volvió a entrar en mi mente.
»“Halt!” Me detuve. Me giré y vi a cuatro guardias y al oberst mirándome desde el otro lado de la zona de la muerte. “Vuelve, pequeño peón —murmuraba la voz de aquel ser—. El juego se ha terminado.”
»Intenté levantar la Luger hasta mi sien. No pude hacerlo. Mi cuerpo empezó a caminar hacia ellos, cruzando de nuevo el campo de minas. En ese momento el pastor alemán se soltó del guardia que lo sujetaba y corrió hacia mí. El animal acababa de llegar al borde de la zona, a menos de veinte metros del oberst, cuando la mina explotó. Era una mina antitanque, muy poderosa. Tierra, metralla y pedazos del animal llenaron el aire. Vi cómo los cinco hombres caían y después algo blando vino contra mi pecho y me hizo perder el equilibrio.
»Me levanté y vi la cabeza del perro cerca de mis pies. El oberst y dos de los SS estaban en el suelo, a gatas, moviendo sus aturdidas cabezas. Los otros dos no se movían. El oberst no estaba conmigo. Levanté la Luger y vacié el cargador sobre el oberst. Estaba demasiado lejos. Yo temblaba mucho. Ninguna de las balas llegó cerca de los tres hombres. No perdí más tiempo mirando y me volví para huir.
»Hasta hoy no sé por qué el oberst me permitió escapar. Quizás estaba herido por la explosión. O quizás otra demostración de su control sobre mí podía hacer evidente que la muerte del viejo era obra suya. No lo sé. Pero aún hoy sospecho que pude escaparme porque convenía a las intenciones del oberst…
Saul calló. La chimenea se había apagado y ya pasaba mucho de la medianoche. Él y Natalie Preston estaban sentados casi en la oscuridad. Durante la media hora final de su narración, su voz había sido poco más que un gruñido ronco.
—Está cansado —dijo Natalie.
No lo negó. Hacía dos noches que no dormía, desde que había visto la foto de «William Borden» en el periódico del domingo por la mañana.
—Pero hay más, ¿verdad? —dijo Natalie—. Todo eso está relacionado con la gente que mató a mi padre, ¿no es así?
Él asintió con la cabeza.
Natalie salió de la habitación y volvió enseguida con edredones, sábanas y una almohada grande. Empezó a transformar el sofá en una cama.
—Quédese esta noche —dijo—. Puede terminar de contarme su historia por la mañana. Haré el desayuno para los dos.
—Tengo una habitación en el motel —dijo Saul con voz ronca. La idea de conducir hasta tan lejos por la carretera 52 le hizo querer cerrar los ojos y dormirse en aquel mismo momento.
—Pero me gustaría que se quedara —murmuró ella—. Quiero escuchar…; no, necesito conocer el resto de esta historia. —Hizo una pausa—. Y no quiero estar sola en casa esta noche.
Saul asintió con la cabeza.
—Bien —dijo Natalie—. Hay un cepillo de dientes nuevo en el cuarto de baño. Puedo darle un pijama limpio de mi padre, si quiere.
—No —dijo Saul—. No es preciso.
—Muy bien, de acuerdo —dijo Natalie, y se detuvo en la entrada del pequeño vestíbulo—. Saul… —empezó a decir, y se frotó los ojos—. Todo esto…, es todo verdad, ¿no?
—Sí.
—Y su oberst estuvo aquí en Charleston la semana pasada, ¿verdad? ¿Es uno de los responsables del asesinato de mi padre?
—Creo que sí.
Natalie balanceó la cabeza, empezó a hablar, se mordió el labio levemente y dijo sólo:
—Buenas noches, Saul.
—Buenas noches, Natalie.
A pesar del cansancio, Saul Laski continuó sin poder dormir, y se quedó echado, observando en las fotografías de la pared el reflejo de la luz de los faros de los coches que pasaban. Intentó pensar en cosas agradables, en una luz dorada que tocaba los troncos de sauces cerca de un río o en un campo de margaritas blancas en una granja donde había jugado cuando era un chaval. Pero cuando finalmente se durmió, soñó con un bello día de junio y con su hermano Josef que le seguía hasta un circo situado en un maravilloso prado donde carros alegremente decorados llevaban bandadas de niños risueños hacia un pozo que los esperaba.