5

Washington, D. C., martes 16 de diciembre de 1980

Tony Harod y María Chen llegaron al aeropuerto internacional de Washington, alquilaron un coche y fueron directamente a Georgetown. Era el inicio de la tarde. Cuando cruzaron el puente Mason Memorial, el Potomac parecía gris y lento. Árboles desnudos lanzaban finas sombras sobre el paseo. La avenida Wisconsin no estaba muy concurrida.

—Aquí —dijo Harod.

María giró hacia la calle M. A la pálida luz del invierno, las lujosas casas parecían apiñadas. La que buscaban era semejante a muchas otras de esa calle. No había zona de aparcamiento delante de la puerta amarillo pálido del garaje. Pasó una pareja, ambos envueltos en pesadas pieles, con un caniche tembloroso que tiraba de la correa.

—Esperaré —dijo María Chen.

—No —repuso Harod—. Ve a dar una vuelta. Pasa por aquí a intervalos de diez minutos.

Ella vaciló un momento cuando Harod salió y después arrancó, pasando delante de una limosina con chófer.

Harod ignoró la puerta delantera de la casa y se dirigió al garaje. Levantó un panel metálico que reveló una ranura fina y cuatro botones sin indicaciones. Sacó una pequeña tarjeta de la cartera y la introdujo en la ranura. Se oyó un chasquido. Se acercó más a la pared y apretó el tercer botón cuatro veces y después tres veces más. La puerta del garaje hizo un ruido metálico. Harod sacó su tarjeta y entró.

Cuando la puerta bajó de nuevo, estaba muy oscuro en el espacio vacío. No notó olor a gasolina o petróleo, sólo a hormigón frío y a perfume de resina, como es habitual en los espacios reducidos. Dio dos pasos hacia el centro del garaje y se quedó inmóvil, sin hacer ningún esfuerzo para encontrar una puerta o un interruptor. Se oyó un suave zumbido eléctrico y supo que la cámara de vídeo colocada en la pared le había examinado y había comprobado que no había entrado nadie más. Supuso que la cámara tenía rayos infrarrojos o lentes para aumentar la luz. En realidad, le daba igual.

Se abrió una puerta. Avanzó hacia la luz y entró en una habitación vacía que, por las tomas eléctricas e instalaciones de tuberías, era de suponer que había sido pensada para hacer las funciones de lavandería. Otra cámara de vídeo colgaba de una segunda puerta que se abrió para cerrarse tras él en cuanto hubo entrado. Harod bajó la cremallera de su chaqueta de cuero.

—Por favor, quítese las gafas de sol, señor Harod.

La voz procedía de un interfono en la pared.

—A tomar por el culo —dijo Harod amablemente, y se quitó las gafas oscuras de aviador. Volvió a ponérselas cuando la puerta se abrió y entraron dos hombres vestidos con trajes oscuros. Uno era calvo y macizo, la estereotipada imagen de un guardaespaldas. El otro era más alto, delgado, moreno, y, de una manera ambigua, infinitamente más amenazador.

—¿Puede levantar los brazos, por favor? —preguntó el fornido.

—¿Puede irse a tomar por el culo por diez duros? —preguntó Harod. Detestaba que los hombres le tocaran. Y odiaba la idea de tocarlos. Ambos se retaron con la mirada. Harod levantó los brazos. El fornido le cacheó profesionalmente, con fría distancia, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza al hombre moreno.

—Por aquí, señor Harod. —El hombre delgado lo condujo a través de una cocina fuera de uso, hasta un vestíbulo iluminado y diversas habitaciones vacías, sin muebles, y se detuvo al fondo de la escalera—. Es la primera puerta a la izquierda, señor Harod —dijo, y señaló arriba—. Le están esperando.

Harod no dijo nada y subió por la escalera. El piso era de roble claro, estaba encerado y brillaba mucho. Al subir por la escalera, sus botas retumbaban en la casa. El edificio olía a pintura y a vacío.

—Señor Harod, estamos muy contentos de que haya podido venir.

Había cinco hombres sentados en sillas plegables colocadas en semicírculo. La habitación podía haber sido un dormitorio o un estudio grande. El piso tenía pocos muebles, las ventanas con persianas eran blancas y la chimenea estaba apagada. Harod conocía a los hombres, o por lo menos, sus nombres: Trask, Colben, Sutter, Barent y Kepler. Llevaban trajes caros, de corte conservador, y estaban sentados en la misma posición: las espaldas derechas, las piernas y los brazos cruzados. Tres de ellos tenían maletines junto a la silla. Tres usaban gafas. Los cinco eran blancos. Sus edades iban desde los cuarenta y tantos hasta los sesenta y tantos, y Barent era el más viejo. Colben era casi calvo, pero los otros cuatro parecían compartir el mismo peluquero de Capitol Hill. El que había hablado era Trask.

—Llega con retraso, señor Harod —añadió.

—Sí —admitió Tony Harod, y se acercó. No había silla para él. Se quitó la chaqueta de cuero y la sostuvo sobre el hombro con un dedo. Llevaba una camisa de seda de color rojo vivo, abierta en el pecho, sobre el que mostraba un medallón con un diente de tiburón colgado de una cadena de oro; pantalones negros de pana engalonados con la gran hebilla del cinturón R2-D2 de oro que le regaló George Lucas, y pesadas botas de polo con tacones macizos—. El vuelo se retrasó.

Trask asintió con la cabeza. Colben se aclaró la garganta como si estuviera a punto de hablar, pero se contentó con volver a ponerse las gafas de concha.

—Entonces, ¿qué sabemos? —preguntó Harod. Sin esperar una respuesta, fue al lavabo, cogió una silla plegable de metal y la puso ante el semicírculo. Se sentó a horcajadas y dejó la chaqueta sobre el respaldo—. ¿Hay alguna novedad? —preguntó—. ¿O he hecho este jodido viaje para nada?

—Queríamos preguntarle algunas cosas —dijo Barent. Su voz era refinada y bien modulada. Sus vocales guardaban algo del acento de Inglaterra. Barent no era evidentemente un hombre que necesitase hacer que su voz se oyera. Se le escuchaba.

Harod se encogió de hombros.

—Hice una de las loas en el funeral de Willi —dijo—. Forest Lawn. Muy triste. Unos doscientos famosos de Hollywood aparecieron para presentar sus respetos. Sólo diez o quince conocían realmente a Willi.

—Su casa —dijo Barent—. ¿Registró su casa como se le pidió?

—Sí.

—¿Y?

—Y nada —respondió Harod. Su boca se había convertido en una fina línea en su cara pálida. Las comisuras de sus labios, tan a menudo sarcásticas hasta la crueldad, estaban tensas—. Sólo dispuse de un par de horas. Pasé la mitad de ese tiempo quitándome de encima a varios de los viejos amantes de Willi que tenían llave y volvían como buitres en busca de carroña.

—¿Habían sido «usados»? —preguntó Colben. Había ansiedad en su voz.

—No, creo que no. Willi estaba perdiendo su poder, no lo olvidéis. Quizá los «usó» un poco, acondicionándolos. Tal vez les tocó un poco. Pero lo dudo. No lo necesitaba, le sobraba con su dinero y su influencia en los estudios.

—El registro —dijo Barent.

—Sí. Dispuse de una hora. Tom McGuire, el abogado de Willi, es un viejo amigo y me dejó mirar los papeles del cofre y la mesa de Willi. No había gran cosa. Algunas propiedades filmográficas y literarias. Algunas acciones, pero no lo que se podría considerar una cartera. Willi prefería mantener sus inversiones en la industria del cine. Una gran cantidad de cartas comerciales, pero casi nada personal. Su testamento fue leído ayer. Me ha tocado la casa…, si pago los jodidos impuestos. La mayor parte del dinero estaba comprometido en proyectos. Dejó el resto de su cuenta bancaria a la Protectora de Animales de Hollywood.

—¿La Protectora de Animales? —repitió Trask.

—Eso mismo. El viejo Willi estaba loco por los animales. Se estaba siempre quejando de la forma como eran usados en las películas y quería leyes más estrictas y reglas que protegieran a los caballos que hacían acrobacias y mierdas de ese tipo.

—Siga —dijo Barent—. ¿No había papeles que pudiesen revelar el pasado de Willi?

—No.

—¿Y nada que pudiera denunciar su «aptitud»?

—No. Nada.

—¿Ni ninguna mención a ninguno de nosotros? —le preguntó Sutter.

Harod se puso más derecho en su silla.

—Claro que no. Ya sabéis que Willi lo desconocía todo sobre el Club.

Barent asintió con la cabeza y movió los dedos.

—¿No hay ninguna posibilidad, señor Harod?

—Ninguna.

—Pero él conocía la «aptitud» de usted.

—Bueno, sí, pero ustedes estuvieron de acuerdo hace años en que le informaríamos de eso. Me dijeron eso cuando me ordenaron que entrase en contacto con él.

—Sí, es cierto.

—Y por otro lado, Willi siempre creyó que mi «aptitud» era débil y poco segura en comparación con la suya. Porque yo no necesitaba «usar» a alguien constantemente como él, y por… por mis preferencias.

—Por no «usar» hombres —dijo Trask.

—Por mis preferencias —repitió Harod—. ¿Qué coño sabía Willi? Me despreciaba hasta cuando lo había perdido todo excepto el poder para mantener en orden a Reynolds y Luhar, sus dos adictos a la caricia. Y la mitad del tiempo ni siquiera tenía éxito.

Barent asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿usted no cree que aún fuera capaz de «usar» a personas para cancelar a otras?

—Dios mío, no —contestó Harod—. Claro que no. Tal vez era capaz de «usar» a sus dos cretinos o a uno de sus amantes, pero no era lo bastante estúpido para hacerlo.

—¿Y usted le dejó ir a Charleston a esa… reunión con las dos mujeres? —preguntó Kepler.

Harod se agarró con fuerza al respaldo de su silla a través de la chaqueta de cuero.

—¿Qué quiere decir con «le dejó»? Joder, sí, le dejé. Mi trabajo era vigilarle, no impedirle viajar. Willi viajaba por todo el mundo.

—¿Y qué cree que hacía en esas reuniones? —preguntó Barent.

Harod se encogió de hombros y dijo:

—Hablar de los viejos tiempos. Cotorrear con las dos viejecitas. Por lo que sé, aún se tiraba a las viejas brujas. ¿Cómo carajo quieren que lo sepa? Normalmente sólo estaba fuera dos o tres días. Nunca fue un problema.

Barent se volvió hacia Colben e hizo un gesto. El hombre calvo abrió el maletín y sacó un pequeño libro marrón, que parecía un álbum de fotografías. Lo hizo pasar de mano en mano hasta Harod.

—¿Qué mierda es esto?

—Míralo —ordenó.

Harod ojeó el álbum, rápidamente al principio, después muy lentamente. Leyó de principio a fin algunos de los recortes de noticias. Cuando hubo acabado, se quitó las gafas de sol. Nadie habló. Sonó una bocina en la calle M.

—No es de Willi —dijo Harod.

—No —intervino Barrett—. Pertenecía a Nina Drayton.

—Increíble. No puede ser real. La vieja puta debía de estar senil, con delirios de grandezas, soñando en buenos viejos tiempos.

—No —dijo Barent—. Parece ser que estaba presente en la mayor parte de los jaleos. Con toda probabilidad, son obra suya.

—Dios mío —murmuró Harod. Se puso las gafas y se masajeó las mejillas—. ¿Dónde han conseguido esto? ¿En su apartamento de Nueva York?

—No —respondió Colben—. Enviamos a una persona a Charleston el sábado pasado a causa del accidente de Willi. Pudo recuperar esto entre las cosas de Nina Drayton en el despacho del juez antes de que las autoridades locales tuvieran oportunidad de verlo.

—¿Están ustedes seguros? —preguntó Harod.

—El problema es —explicó Barent— saber si los tres aún jugaban alguna variante de su viejo «juego» de Viena. Y si es así, ¿tu amigo Willi podía tener documentos semejantes en su poder?

Harod sacudió la cabeza y no dijo nada.

Colben sacó una carpeta de su maletín.

—En los restos del avión no se encontró nada concluyente. Claro que se encontraron pocas cosas reconocibles. Aún no se ha logrado recuperar más de la mitad de los cuerpos. Los que han sido sacados del pantano están, generalmente, demasiado fragmentados para poder ser identificados con rapidez. Fue una explosión muy fuerte. Las condiciones del pantano dificultan la recuperación. Es una situación difícil para los investigadores.

—¿Cuál de las viejas putas fue la responsable? —preguntó Harod.

—No estamos seguros —respondió Colben—. Pero parece que la amiga de Willi, la señora Fuller, no sobrevivió al fin de semana. Es el candidato lógico.

—Qué manera jodida de morirse para Willi —comentó Harod, sin dirigirse a nadie en particular.

—Si realmente murió —dijo Barent.

—¿Qué? —Harod se inclinó hacia atrás. Sus piernas se enderezaron y sus tacones hicieron marcas negras en el suelo de roble—. ¿Creen ustedes que no murió? ¿Piensan que no estaba a bordo?

—El agente recuerda que Willi y sus dos amigos embarcaron —dijo Colben—. Willi y su colega negro, discutían.

—Jensen Luhar —especificó Harod—. Ese cabronazo sin cerebro.

Barent dijo:

—Pero no hay garantías de que hayan permanecido a bordo. El agente salió de la zona de embarque algunos minutos antes del cierre del avión.

—Pero no hay nada que pueda sugerir que Willi no estaba a bordo —insistió Harod.

Colben dejó la carpeta.

—No, hasta que se encuentre el cuerpo del señor Borden, no podemos estar seguros de que haya sido… neutralizado.

—Neutralizado —repitió Harod.

Barent se puso de pie y fue hasta la ventana. Corrió las cortinas que colgaban sobre las persianas blancas. A la luz indirecta, su piel parecía de porcelana.

—Señor Harod, ¿hay alguna posibilidad de que Willi von Borchert conociera el Island Club?

Harod se volvió como si le hubiesen abofeteado.

—No. Es imposible.

—¿Está seguro?

—Totalmente.

—¿Nunca se lo mencionó? ¿Ni siquiera indirectamente?

—¿Por qué iba a hacerlo? No, joder, Willi no sabía nada de nada.

—¿Está seguro?

—Willi era muy viejo, Barent. Quiero decir «viejo». Estaba medio loco porque ya no podía «usar» a nadie. Especialmente «usar» para matar. Eso mismo, matar, Colben, m-a-t-a-r, no «neutralizar» o «cancelar pólizas» o «terminar con extremo detrimento» o cualquiera de los otros jodidos eufemismos de agencia. Willi mataba para mantenerse joven, y ya no podía hacerlo, y el pobre gilipollas se secaba como una ciruela dejada al sol. Si hubiera sabido algo de su maldito Island Club, se habría arrastrado de rodillas hasta aquí para pedirles que le dejaran entrar.

—También es su Island Club, Harod —dijo Barent.

—Sí, eso creo. Pero aún no he estado allá, y por eso no estoy seguro.

Barent dijo:

—Será invitado la segunda semana de este verano. La primera semana no es la… necesaria, ¿verdad?

—Quizá no. Pero creo que me gustaría codearme con los ricos y poderosos. Sin hablar de hacer también unas caricias.

Barent rió. Algunos otros lo imitaron.

—Dios mío, Harod —dijo Sutter—, ¿no tiene bastante con llegar a la ciudad de oropel?

—Por otro lado —intervino Trask—, ¿no le sería difícil? Quiero decir, dada nuestra lista de invitados en la primera semana…, quiero decir, por sus preferencias.

Harod se volvió y le miró. Los ojos de Harod se habían vuelto pequeñas rendijas en una máscara pálida. Habló muy lentamente; cada palabra estaba en su lugar como los cartuchos que entraran en una recámara.

—Sabe bien lo que quiero decir. No me joda.

—Sí —admitió Barent. Su voz era tranquilizadora, el acento inglés más evidente—. Claro que sabemos qué quiere decir, señor Harod. Y ésta puede ser su oportunidad. ¿Sabe quién estará en la isla este junio?

Harod se encogió de hombros y apartó la mirada de Colben.

—El habitual grupo de chicos ansiosos de vacaciones, supongo. Imagino que Henry K. estará allí de nuevo. Quizás un ex presidente.

—Dos ex presidentes —matizó Barent con una sonrisa—. Y el canciller de Alemania Occidental. Pero eso no es tan importante. Tendremos al próximo presidente.

—¿Al próximo presidente? ¡Dios!, ¿no es demasiado?

—Sí, pero es viejo —intervino dijo Trask, y los otros rieron como si fuera un chiste.

—En serio —dijo Barent—, éste es su gran año, señor Harod. Cuando nos ayude a aclarar los detalles de esta confusión de Charleston, no habrá nada en su camino que le impida ser miembro de pleno derecho.

—¿Qué detalles?

—Primero, ayúdenos a comprobar que William D. Borden alias herr Wilhelm von Borchert, murió. Continuaremos con nuestras investigaciones. Quizá su cuerpo sea recuperado pronto. Usted nos ayudará simplemente eliminando otras posibilidades, si las hay.

—Muy bien. ¿Qué más?

—Segundo, haga un registro muy minucioso de la propiedad del señor Borden antes de que aparezcan más… buitres. Asegúrese de que no dejó absolutamente nada que pueda perjudicar a nadie.

—Volveré esta misma noche —aseguró Harod—. Y por la mañana iré de nuevo a casa de Willi.

—Magnífico. Tercero y último, necesitaríamos su ayuda para resolver un detalle final de Charleston.

—¿De qué se trata?

—De la persona que mató a Nina Drayton que con casi total seguridad es responsable de la muerte de su amigo Willi: Melanie Fuller.

—¿Creen que aún está viva?

—Sí.

—¿Y quieren que les ayude a encontrarla?

—No —dijo Colben—. Nosotros la encontraremos.

—¿Y si ha dejado el país? Yo lo hubiera hecho en su lugar.

—La encontraremos —insistió Colben.

—Si no quieren que la encuentre, ¿qué quieren que haga?

—Queremos que esté presente cuando sea detenida —dijo Colben—. Queremos que «cancele su póliza».

—Que la «neutralice» —murmuró Trask con una leve sonrisa.

—Que la «finalice con extremo detrimento» —dijo Kepler.

Harod parpadeó y miró la ventana, cerca de la cual Barent estaba de pie. Barent se volvió y sonrió.

—Es hora de que pague su cuota, señor Harod. Nosotros la encontraremos. Lo que queremos es que mate a esa entrometida.

Harod y María Chen tuvieron que salir del Dullas International para conseguir un vuelo directo a Los Ángeles antes del Red Eye Special. El vuelo se retrasó veinte minutos a causa de problemas técnicos. Harod necesitaba una copa. Detestaba viajar en avión. Detestaba estar a la merced de otros y eso era precisamente lo que viajar en avión significaba para él. Conocía las estadísticas que mostraban lo seguro que era volar, pero para él no tenían ningún significado. Tenía claras imágenes de restos esparcidos por varias hectáreas, piezas de metal retorcidas aún al rojo vivo debido a las llamas, trozos de cuerpos, rosados y rojizos, sobre la hierba, como lonchas de salmón secándose al sol. «Pobre Willi», pensó.

—¿Por qué no sirven las jodidas copas antes del vuelo, que es cuando uno las necesita? —dijo. María Chen sonrió.

Las luces de la pista estaban encendidas en el momento en que, por fin, el avión empezó a rodar para emprender el despegue, pero una vez se hubieron elevado por encima de la sólida capa de nubes, tuvieron unos minutos finales de luz solar. Harod abrió el maletín y extrajo un pesado montón de manuscritos. Puso cinco posibles guiones sobre sus piernas. Dos eran demasiado largos, más de ciento cincuenta páginas, y por eso volvió a meterlos en el maletín sin leerlos. Uno tenía la primera página ilegible y lo dejó aparte. Había leído ocho páginas del cuarto manuscrito cuando la azafata se acercó para saber qué querían tomar.

—Vodka con hielo —dijo Harod. María Chen no quiso tomar nada.

Harod miró a la joven azafata cuando volvió con su copa. Era de la opinión de que uno de los hechos más idiotas de la historia de la aviación ocurrió cuando las líneas aéreas se rindieron a las acusaciones de discriminación sexual y empezaron a contratar a hombres como azafatos. Últimamente, incluso las azafatas le parecían más vejas y más feúchas, aunque ésta no. Era joven y tenía un aspecto lozano, no era el habitual maniquí de línea aérea, sino una mujer atractiva como una campesina. Parecía escandinava. Tenía el pelo rubio, ojos azules y las mejillas ligeramente sonrosadas y llenas de pecas. Sus pechos llenos, quizá demasiado llenos para su estatura, se marcaban contra su chaqueta dorada y azul.

—Gracias, querida —dijo Harod cuando ella puso el vaso en la habitual bandeja, delante de él. Tocó la mano de la chica cuando ésta se enderezó—. ¿Cómo se llama?

—Kristen. —Sonrió, pero el efecto fue contrarrestado por la rapidez con la que apartó la mano—. Mis amigos me llaman Kris.

—Bien, Kris, siéntate aquí un segundo. —Harod dio una palmadita en el amplio brazo de su asiento—. Vamos a charlar un minuto.

Kristen sonrió de nuevo, una sonrisa superficial, casi mecánica.

—Lo siento. Vamos retrasados y tengo que preparar las comidas.

—Estoy leyendo un guión de una película —dijo Harod—. Probablemente acabaré produciéndola. Hay un papel que parece escrito precisamente para una bella madschen como tú.

—Gracias, pero tengo que ayudar a Laurie y Curt con las comidas.

Harod le agarró la muñeca cuando ella iba a apartarse.

—¿Te importaría traerme otro vodka con hielo antes de continuar con Curt y Laurie?

Ella apartó el brazo lentamente, resistiéndose a la tentación de friccionarse la muñeca, que ese pasajero le había cogido con cierta fuerza. No sonrió.

La segunda copa no había llegado aún en el momento en que una sonriente Laurie le trajo a Harod la cena, consistente en bistec y langosta. Él no comió. Fuera estaba oscuro y las rojizas luces de las alas parpadeaban. Harod encendió una luz de lectura sobre su cabeza, pero finalmente dejó a un lado el guión. Observó a Kristen que se movía eficientemente de un lado para otro. Fue Curt quien retiró la bandeja intacta de Harod.

—¿Desea un poco más de café?

Harod no contestó. Observaba a la azafata rubia que bromeaba con un hombre de negocios y llevaba una almohada a un niño de cinco años, medio dormido, dos filas más adelante.

—Tony —empezó María Chen.

—Calla —dijo Harod.

Esperó a que Curt y Laurie estuvieran ocupados en otro sitio y Kristen quedara sola cerca de los aseos delanteros. Entonces, se levantó. La chica se volvió en el pasillo para dejarle pasar, pero pareció no advertir su presencia. El lavabo estaba libre. Harod entró y después abrió la puerta y miró por la rendija.

—Por favor, señorita.

—¿Sí?

Kristen apartó los ojos de las bandejas que estaba guardando.

—Parece que no hay agua aquí.

—¿No hay presión?

—Muy poca —dijo Harod.

Se puso de lado para dejarla pasar. Por encima del hombro podía ver a los pasajeros de primera clase escuchando música por sus auriculares, leyendo, o dormitando. Sólo María Chen los miraba.

—Parece que ya está arreglado —dijo la azafata. Harod entró tras ella y corrió el cerrojo. Kristen se puso derecha y se volvió. Harod le cogió el brazo antes que pudiese hablar.

«Callada.» Harod acercó su cara a la de la chica. El compartimiento era muy pequeño y la vibración de los motores de reacción latía en los mamparos y repisas de metal.

Los ojos de la chica se abrieron mucho y separó los labios para hablar, pero Harod «empujó» y ella no dijo nada. Él la miró a los ojos tan violentamente que la fuerza de su mirada era mucho más intensa que la presión de su mano alrededor del brazo de la muchacha. Encontró resistencia y «empujó». Sintió la corriente de sus pensamientos y «empujó» aún con más fuerza, abriendo camino como un hombre que vadeara un río contra la corriente. Sintió que ella se debatía, físicamente al principio, y después, en los confines de su mente. Sujetó su consciencia, que se retorcía, tan firmemente como había sujetado una vez a su prima Elizabeth en una lucha cuando eran pequeños y acabó accidentalmente encima de ella, cogiéndola por las muñecas, inmovilizándola contra el suelo, con su cuerpo entre sus piernas, entre sus muslos, resistiendo sus esfuerzos por escapar, empujando la pelvis con la fricción de su cuerpo, turbado por su súbita erección y por la vana y violenta resistencia que le oponía su impotente cautiva.

«Detente.» La resistencia de Kristen disminuyó hasta desaparecer. Para Harod aquello era como el calor chocante, penúltimo, de cuando penetraba físicamente a una mujer. Hubo una súbita calma y un debilitamiento casi alarmante mientras su voluntad se expandía en la mente de ella. La sensación que ella tenía de su ego se borró como una luz que se extingue. Harod dejó que se borrase. No hizo ningún esfuerzo para atravesar el tejido de sus pensamientos y llegar hasta el centro del placer. No perdió tiempo acariciándola. No buscaba placer, sino sumisión.

«No te muevas.» Harod acercó su cara aún más. Había un casi imperceptible vello dorado en las mejillas sonrosadas de Kristen. Sus ojos estaban muy abiertos y eran muy azules, las pupilas estaban totalmente dilatadas. Tenía los labios húmedos y abiertos. Harod pasó su boca por la de la chica, le mordió levemente el labio inferior y le introdujo la lengua.

Kristen no se movió, excepto para soltar una ligera exhalación que podría haber sido un suspiro o un gemido o un grito si hubiera estado libre. Su boca tenía gusto de menta. Harod le mordió de nuevo el labio inferior, esta vez con fuerza, y después se apartó y sonrió. La pequeña gota de sangre dejó su labio y se desplazó lentamente hasta la barbilla. Los ojos de Kristen miraban más allá de Harod, a través de él, pasivos, sin expresión alguna, pero con un parpadeo que denotaba miedo, como el que se puede intuir en la manera de moverse de un animal enjaulado detrás de los barrotes.

Harod le soltó el brazo y pasó su palma por la mejilla de la chica. Saboreó la impotente resistencia de la voluntad de Kristen, la total seguridad de su control.

El pánico de la muchacha le llegó en forma de poderoso perfume. Ignoró la profundidad de su angustia y siguió trillados caminos de oscuridad hasta el centro motor de su cerebro. Dio forma y moldeó su consciencia con tanta seguridad como unas manos fuertes podrían amasar arcilla. Ella gimió.

«No te muevas.» Harod le quitó la chaqueta y la dejó caer, arrugada, en una repisa detrás de ella. En la cabina resonaban su jadear bronco y la vibración de los motores. El avión se inclinó ligeramente y Harod fue lanzado contra ella y sus muslos se tocaron. Su excitación se unió a su poder sobre ella.

«No hables.» Ella llevaba un pañuelo de seda con los colores rojo y azul de la compañía aérea metido en la blusa beige. Harod ignoró el pañuelo y le desabotonó la blusa con dedos seguros. Ella empezó a temblar cuando él le sacó bruscamente la blusa del elástico de la falda, pero él aumentó su control mental y ella quedó inmovilizada.

Kristen usaba un sostén blanco sencillo. Sus pechos eran pálidos y pesados, redondos sobre la curva blanca del tejido. Harod sintió la inevitable ternura muy dentro de sí, la ola de amor y pérdida que nunca dejaba de sentir. Pero no interfirió en su control.

La boca de la joven se movió ligeramente. Saliva y sangre temblaron en su labio inferior.

«No te muevas.» Le quitó la blusa de los hombros y la dejó colgada de sus brazos inertes. Los dedos de ella se crisparon. Le desabrochó el sostén y se lo quitó. Abrió su chaqueta de cuero y desabotonó su propia camisa para frotar su pecho contra el de ella. Sus senos eran aún más grandes de lo que se había imaginado, y firmes; su piel, tan blanca y los pezones, tan delicadamente rosados y pequeños que Harod sintió un nudo en su garganta por la fuerza de su deseo.

«Calla, calla, calla. No te muevas, puta.» El avión se inclinó considerablemente hacia la izquierda. Harod se curvó sobre ella, con todo su peso, y se frotó contra la curva suave de su vientre.

Hubo un ruido en el corredor: alguien intentaba abrir la puerta. Harod le levantó la falda sobre los amplios muslos hasta las caderas. Sus medias se rasgaron cuando se las bajó con brusquedad, las empujó con un pie, movió su pierna izquierda para bajarlas del todo con la rodilla. Llevaba bragas blancas tipo bikini. Había más vello suave y dorado en sus muslos. Sus piernas eran increíblemente suaves y firmes. Harod cerró los ojos, satisfecho.

—Kristen, ¿estás aquí? —Era la voz del azafato. Un golpe metálico sonó en la puerta—. ¿Kristen? Soy yo, Curt.

Harod le bajó las bragas blancas y se desabrochó los pantalones. Estaba dolorosamente erecto. Tocó su bajo vientre exactamente encima de la línea del vello púbico y ese contacto le hizo temblar. El avión se inclinó debido a una turbulencia. En algún lugar un carillón sonó con urgencia. Harod le cogió las nalgas, le separó las piernas y se deslizó dentro de ella cuando el avión empezó a estremecerse violentamente. Sintió el borde del lavabo bajo sus dedos cuando todo el peso de ella se asentó sobre sus manos. Hubo un segundo de resistencia firme y después, por segunda vez, tuvo la sensación abrumadora del calor del acto. Harod se movió con ímpetu contra ella. El medallón con el diente de tiburón se balanceó contra sus pechos aplastados.

—¡Kristen! ¿Qué demonios pasa? Tenemos un temporal. ¿Kristen?

El avión se inclinó hacia la derecha. El lavabo y las repisas vibraron. Harod arremetió con furia, levantó el peso de la chica contra sí y arremetió de nuevo.

—¿Buscan a la azafata? —La voz de María Chen llegó a través de la delgada puerta—. Estaba ayudando a una anciana que se sentía mal…, muy mal, me temo.

Hubo un murmullo ininteligible. El sudor brillaba entre los pechos de Kristen. Harod la sujetó con más fuerza, apretándola, cogiéndola en el tornillo tensor de su voluntad, dentro de ella, sintiéndose entrar y retroceder a través del agitado reflejo de los pensamientos de ella, saboreando el sabor salobre de su carne y la sensación de su pánico, moviéndola en respuesta como una gran marioneta flexible, sintiendo el orgasmo crecer en ella, no, en él, las dos corrientes de pensamiento y de sensaciones chorreando hacia una oscura caldera de reacción física.

—Yo hablaré con ella —dijo María Chen. Sonó un golpe ligero en la puerta a pocos centímetros de la cara de Harod.

Harod se tensó, estalló, sintió que el medallón los magullaba a ambos, y escondió su mentón en el hueco del cuello de la chica. La cabeza de ella estaba arqueada hacia atrás, tenía la boca abierta en un grito silencioso y sus ojos miraban fijamente el techo bajo.

El avión botó y viró. Harod besó el sudor de la garganta de la chica y se inclinó para recuperar sus bragas. Sus dedos temblaban mientras le arreglaba la blusa. Las medias estaban rasgadas. Las metió en un bolsillo de la chica y le alisó las arrugas de la falda. Sus piernas parecían lo bastante bronceadas como para disimular la ausencia de medias.

Poco a poco, Harod relajó su presión. Los pensamientos de la muchacha eran una confusión, memorias mezcladas con sueños. Harod la dejó inclinada sobre el lavabo mientras corría el cerrojo.

—El aviso de abrocharse el cinturón se ha encendido, Tony.

La figura delgada de María Chen llenó la puerta.

—Sí.

—¿Qué? —dijo Kristen distraídamente. Sus ojos aún estaban turbios—. ¿Qué?

Bajó la cara hacia el lavabo de metal y vomitó silenciosamente.

María entró y sostuvo a la chica por los hombros. Cuando terminó, le pasó una toalla húmeda por la cara. Harod se quedó en el pasillo, apoyado en el marco de la puerta, mientras el avión saltaba como un pequeño buque en un mar agitado.

—¿Qué? —preguntó Kristen, y se enfrentó a María Chen con la mirada vacía—. Yo no…, ¿por qué no… recuerdo?

María miró a Harod al mismo tiempo que acariciaba la frente de la chica.

—Es mejor que te sientes, Tony. Tendrás problemas por no abrocharte el cinturón.

Harod volvió a su sitio y cogió el guión que estaba leyendo. María Chen se reunió con él un momento después. La turbulencia se calmó. Delante, la voz preocupada de Curt podía oírse por encima de los motores.

—No lo sé —llegó la respuesta confundida de Kristen—. No lo sé. Harod los ignoró y tomó unas notas en los márgenes del manuscrito. Algunos minutos más tarde, levantó los ojos para ver cómo María Chen le miraba. Sonrió, con las comisuras de los labios torciéndose hacia abajo.

—No me gusta esperar mi segunda copa —dijo en voz baja.

María Chen se volvió y miró afuera, la oscuridad y la parpadeante luz roja en la punta del ala.

Al día siguiente, muy temprano, Tony Harod fue a la casa de Willi. El guardia de la puerta reconoció el coche desde lejos y tenía la puerta abierta cuando el Ferrari rojo paró.

—Buenos días, Chuck.

—Buenos días, señor Harod. No estoy acostumbrado a verle por aquí tan temprano.

—No es habitual, desde luego, Chuck. Tengo que repasar unos papeles de negocios. Estoy intentando desenredar las finanzas de algunos nuevos proyectos en que Willi nos metió. Especialmente uno llamado El tratante de blancas.

—Sí, señor, he leído algo sobre eso.

—¿La vigilancia va a continuar, Chuck?

—Sí, señor, por lo menos hasta la subasta del mes que viene.

—¿McGuire te paga?

—Sí, señor. Con dinero de la herencia.

—Bien. Ya nos veremos, Chuck. No te lleves ningún recuerdo.

—Usted tampoco, señor Harod.

Se apartó satisfecho y aceleró por el largo camino de entrada. El sol matinal creaba un efecto de estroboscopio a través de la hilera de álamos a lo largo del camino. Harod dio la vuelta alrededor de la fuente seca de la entrada principal y aparcó cerca del ala oeste, donde Willi tenía el despacho.

La casa de Bill Borden en Bel Air parecía un palacio transportado al norte desde alguna república bananera. Hectáreas de estuco y ladrillos rojos y ventanas de muchos cristales recibían la luz del sol. Las puertas daban a patios con porches cubiertos que lindaban con habitaciones abiertas, espaciosas, enlazadas por corredores de ladrillos a otros patios. La casa parecía más un conjunto de añadidos, producto de diversas generaciones, que una construcción austera levantada durante el caluroso verano de 1938 para un pequeño magnate del cine que murió tres años después mientras veía las primeras pruebas de una película.

Harod usó su llave para entrar en el ala oeste. Las persianas venecianas proyectaban rayos amarillos sobre la moqueta del despacho de las secretarias. La sala estaba ordenada; las máquinas de escribir, con sus fundas; las mesas, limpias. Sintió una punzada inesperada cuando pensó en el caos habitual de llamadas y en el ajetreo que había dominado el lugar. El despacho de Willi estaba dos puertas más adelante, después de la sala de reuniones.

Harod sacó un trozo de papel del bolsillo y abrió la caja fuerte. Colocó las carpetas clasificadas y los documentos plegados en el centro de la gran mesa de Willi. Abrió el archivador y suspiró. Sería una larga mañana.

Tres horas después, Harod se desperezó, bostezó y apartó la silla de la mesa repleta de papeles. No había nada en los documentos de William Borden que pudiera molestar a alguien, excepto a algunos aprovechados y a algunos amantes de la calidad en el cine. Se puso de pie e hizo unos movimientos de boxeo contra la pared. Sus Adidas le hacían sentirse ligero y ágil. Llevaba un traje azul de jogging, con las cremalleras abiertas en las muñecas y tobillos. Tenía hambre. Moviéndose con paso ligero, acompañado por el ruido blando de sus zapatos de lona sobre los ladrillos, siguió por el corredor del ala oeste, a través de un patio con una fuente, a lo largo de una terraza lo bastante grande como para contener una reunión del Sindicato de Actores, hasta entrar en la cocina por la puerta sur. Aún había comida en la nevera. Había destapado una botella de champaña de dos litros y estaba untando con mayonesa una rebanada de pan francés cuando oyó un ruido. Aún con la botella de champaña en la mano, atravesó el gran comedor hacia la sala de estar.

—Eh, ¿qué demonios está haciendo? —gritó Harod.

A unos seis metros, un hombre estaba inclinado, registrando las estanterías donde Willi almacenaba su videoteca. El hombre se enderezó rápidamente, su torso lanzó una sombra sobre la pantalla de cuatro metros que había en la pared.

—Oh, es usted —dijo Harod. El joven era uno de los novios de Willi, que Harod y Tom McGuire habían ahuyentado algunos días antes. Era muy joven, muy rubio, y tenía un tipo de bronceado perfecto que pocas personas en el mundo se podían permitir mantener. Medía más de un metro ochenta y llevaba sólo pantalones cortos apretados y zapatos de lona. Lucía los músculos de la desnuda parte superior de su cuerpo. Sólo los deltoides y pectorales testimoniaban centenares de horas de ejercicio de levantamiento de pesas y de lucha con una máquina Universal. Su estómago le pareció a Harod el de alguien que aplastaba regularmente piedras en él.

—Sí, soy yo. —Harod pensó que la voz del chico parecía más la de un marino que la de un marica de la playa de Malibú—. ¿Quiere crear problemas?

Harod suspiró, cansado, y tomó un largo trago de champaña. Se limpió la boca.

—Lárgate, chico. Está prohibido entrar aquí.

La cara del Cupido bronceado se abarquilló haciendo pucheros.

—Oh, ¿sí? Willi era un buen amigo mío.

—Vaya, vaya.

—Tengo derecho a estar aquí. Teníamos una relación más que casual.

—Sí, eso ¿y qué más? —dijo Harod—. Ahora lárgate antes de que te echen.

—¿Sí? ¿Y quién va a echarme?

—Yo —aseguró Harod.

—¿Tú y quién más? —El chico se levantó en toda su estatura y lució los músculos. Harod no sabía si miraba bíceps o tríceps; todos parecían correr juntos como jerbos apresurados bajo un peligro inminente.

—Yo y la poli —dijo Harod, y se dirigió a un teléfono próximo.

—Oh, ¿sí? —El chico le arrebató el auricular y después arrancó el cordón del teléfono. No contento con eso, gruñó y arrancó el cordón a lo largo de quince metros de la pared.

Harod se encogió de hombros y dejó la botella de champaña.

—Calma, Brucie. Hay más teléfonos. Willi tenía muchos teléfonos.

El chico dio tres pasos rápidos y se puso delante de Harod.

—No tan deprisa, mal nacido.

—¿Mal nacido? Jesús, no oía eso desde mi graduación en el instituto de Evanston. ¿Sabes otros como ése, Brucie?

—No me llames Brucie, cabrón.

—Eso, sí, lo he oído alguna vez —dijo Harod, y avanzó un paso.

El chico puso tres dedos contra el pecho de Harod y lo empujó. Harod se tambaleó hasta el brazo del sofá. El otro dio un salto hacia atrás y se puso en cuclillas, con los brazos en una extraña posición.

—¿Karate? —preguntó Harod—. Eh, no hay necesidad de ser violento.

Su voz sugería un cierto temblor.

—Cabrón —dijo el chico—. Cabrón mal nacido.

—Vaya, te repites. Eso es la edad —dijo Harod, y se volvió para huir. El chico saltó hacia delante. Harod completó su giro, con la botella de champaña de súbito de nuevo en su mano. La botella trazó un arco que acabó en la sien izquierda del chico. La botella no se rompió. Se oyó un golpe sordo que sonó como un gran campanazo contra un gato muerto y el chico cayó sobre la rodilla derecha, con la cabeza colgando. Harod avanzó e intentó un gol con la imaginaria pelota que se encontraba justo debajo de la sólida mandíbula del chico—. ¡Aj! —gritó y se cogió su Adida. Saltaba sobre el pie derecho, mientras el chico saltaba sobre los gruesos cojines del sofá y aterrizaba sobre ambas rodillas delante de Harod como un pecador penitente. Harod lanzó una pesada lámpara mexicana desde el final de la mesa en dirección a la hermosa cara. Al contrario de la botella, la lámpara se rompió muy satisfactoriamente. Lo mismo pasó con la nariz del chico y otras estructuras menos prominentes, y el muchacho cayó de lado sobre la gruesa moqueta como un buzo con escafandra autónoma que estuviera en el agua.

Harod pasó por encima de él y fue hasta el teléfono de la cocina.

—¿Chuck? Soy Tony Harod. Pon a Leonard en la puerta principal y trae tu coche, ¿oyes? Willi dejó basura aquí que hay que llevar al vertedero.

Más tarde, después que el amiguito de Willi fue llevado a Urgencias y una vez que Harod hubo terminado su segunda copa de champaña y su foie-gras con pan francés, volvió a la videoteca. Había más de trescientas cintas en las estanterías. Algunas eran copias de los primeros triunfos de Willi, obras maestras del cine como Tres en ritmo, La chica de la fiesta en la playa, y Memorias de París. Al lado estaban ocho películas que Harod había coproducido con Willi, incluidas Masacre en el baile de gala, Los niños murieron y dos de la serie Noche de Walpurgis. Había también viejas películas, extractos y tres episodios de la participación fracasada de Willi en la serie de TV De ambos, una serie completa de películas de Jerry Damiano con clasificación X, algunos nuevos estrenos del estudio y una colección variada de otras cintas. El amiguito había separado diversas cintas y Harod se puso de rodillas para mirarlas. La primera tenía sólo la etiqueta A&B. Harod conectó la unidad de proyección y metió la cinta en el vídeo. El título de computador decía: «Alexander y Byron 4/23.»

Las imágenes de apertura eran de la gran piscina de Willi. La cámara giraba a la derecha, desde la cascada hasta la puerta de la habitación de Willi. Un joven delgado en traje de baño aparecía a la luz. Hacía un gesto a la cámara en el mejor estilo de una película de aficionados y se quedaba incómodamente de pie al borde de la piscina, con el aire, pensó Harod, de una versión anémica, sin pechos, de la Venus de Botticelli. De pronto, el musculoso amiguito aparecía venido de las sombras. Usaba un bañador aún más pequeño e inmediatamente empezaba una exhibición muscular. El joven delgado —¿Alexander?— expresaba su admiración con mímica. Harod sabía que Willi tenía un buen sistema de micrófonos para su equipo de vídeo, pero esta especial incursión en el cine-documento era tan silenciosa como una de las primeras películas de Chaplin en dos bobinas.

El novio acabó su exhibición con una pose final en la que torcía el torso. En ese momento, Alexander estaba de rodillas, un adorador a los pies de Adonis. Adonis aún permanecía en su pose final, cuando el adorador alargaba la mano y bajaba el bañador de su deidad. El bronceado del chico era perfecto. Harod desconectó el vídeo.

—¿Byron? —murmuró Harod—. ¡Dios!

Volvió a las estanterías. Tardó quince minutos, pero finalmente encontró lo que buscaba. Con la etiqueta «En el caso de que muera», había sido colocada entre A sangre fría y En el calor de la noche. Harod se sentó en una otomana y jugueteó, nervioso, con la cinta. Sentía un vacío en sus tripas y tenía la tentación de largarse. Colocó la cinta en su lugar, presionó el botón y se inclinó hacia delante.

—Hola, Tony —dijo Willi—, saludos desde la tumba. —Su imagen estaba ampliada. Estaba sentado en una silla palmeada cerca de la piscina. Hojas de palma eran agitadas por la brisa detrás de él, pero no había nadie más, ni siquiera un criado. Su pelo blanco estaba peinado hacia delante, pero Harod podía ver el bronceado en las entradas. El viejo llevaba una camisa hawaiana holgada y pantalones cortos de color verde. Sus rodillas eran blancas. El corazón de Harod latió con fuerza—. Si has encontrado esta cinta —dijo la imagen de Willi— entonces debo asumir que algún acontecimiento infeliz me ha alejado de ti. Confío en que tú, Tony, seas el primero en encontrar este… testamento final, y espero que lo estés viendo solo.

Harod cerró el puño. No sabía cuándo se había grabado la cinta, pero parecía reciente.

—Espero que te hayas encargado de cualquier negocio inconcluso que tengamos entre manos —dijo Willi—. Sé que la productora estará en buenas manos. Tranquilo, amigo, si ya conoces mi testamento, no te preocupes. No hay codicilos sorpresa en esta cinta. La casa es tuya. Esto es un encuentro amistoso entre dos viejos amigos, ja?

—Joder —silbó Harod. Tenía piel de gallina en los brazos.

—… disfruta de la casa —decía Willi—. Sé que nunca te gustó mucho, pero puede ser fácilmente convertida en capital de inversión si hace falta. Quizá la puedas usar para nuestro pequeño proyecto de El tratante de blancas, ¿no?

La cinta parecía muy reciente. Harod se estremeció a pesar del cálido día.

—Tony, tengo muy poco que decirte. Debes estar de acuerdo en que te traté como a un hijo, nicht wahr? Bien, si no como a un hijo, quizá como a un sobrino predilecto. A pesar de que no siempre fuiste tan honesto conmigo como deberías haber sido. Tienes amigos de los que no me hablaste…, ¿no es verdad? Ah, bien, ninguna amistad es perfecta, Tony. Quizá yo no te haya contado todo lo que hay que saber sobre mis amigos. Nosotros tenemos que vivir nuestras vidas, ¿verdad?

Harod se sentó muy rígido, muy quieto, sin apenas respirar.

—Ahora ya no importa —dijo Willi, y miró, lejos de la cámara, con los ojos entrecerrados, las manchas de luz que danzaban en la piscina—. Si estás viendo esta cinta, es porque debo de haberme ido. Nadie vive para siempre, Tony. Lo entenderás cuando llegues a mi edad… —Willi miró de nuevo el objetivo de la cámara—. Si llegas a mi edad. —Sonrió. Su dentadura postiza era perfecta—. Quiero decirte tres cosas más, Tony. Primero, lamento que nunca hayas aprendido a jugar al ajedrez. Sabes cómo me gustaba. Es más que un juego, amigo mío. Ja, es mucho más que un juego. Una vez dijiste que no tenías tiempo para esos juegos porque tenías toda una vida que vivir. Bien, hay siempre tiempo para aprender, Tony. Hasta un hombre muerto puede ayudarte a aprender. Zwei, segundo, quiero decirte que siempre detesté el nombre de Willi. Si nos encontramos un día en el más allá, Tony, te pediré que me llames de manera diferente. Herr Von Borchert sería aceptable. O Der Meister. ¿Tú crees en un más allá, Tony? Yo sí. Estoy seguro de que existe. ¿Cómo te imaginas un lugar así, eh? Siempre me imaginé el paraíso como una isla maravillosa donde todas nuestras necesidades son satisfechas, donde hay mucha gente interesante con la que conversar, y donde puedes «cazar» hasta quedarte satisfecho. Una imagen agradable, ¿verdad?

Harod parpadeó. Había leído a menudo la frase «tener sudor frío», pero nunca lo había experimentado antes.

—Finalmente, Tony, tengo que preguntarte: ¿qué especie de nombre es Harod? Dices que vienes de una familia cristiana del Midwest y sin duda invocas a menudo el nombre de Cristo, pero creo que quizás el nombre Harod tenga otro origen. Creo que quizá mi sobrinito es judío. Ah, bien, ahora ya no importa. Podemos hablar de eso si volvemos a encontrarnos de nuevo en el Paraíso. Entre tanto, hay más en esta cinta, Tony. He añadido algunos extractos de noticias. Puedes considerarlos instructivos, aunque normalmente no tengas tiempo para esas cosas. Adiós, Tony. O mejor, auf wiedersehn.

Willi hizo un gesto a la cámara. La cinta quedó en blanco durante algunos segundos y después apareció una noticia local de cinco meses atrás sobre la captura del estrangulador de Hollywood. Siguieron más fragmentos de noticias, una selección de asesinatos que cubría el período de un año. Veinte minutos después, la cinta terminó y Harod desconectó el vídeo. Se quedó sentado mucho tiempo con la cabeza entre las manos. Finalmente, se levantó, rebobinó la cinta, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y se marchó.

Volvió a casa irritado y nervioso, tomando el camino más largo, cambiando las marchas con brutalidad, entrando en la autopista de Hollywood a más de 140 kilómetros por hora. Nadie le detuvo. Su chándal de jogging estaba mojado por la transpiración cuando llegó a casa y detuvo el coche bajo la mirada siniestra de su sátiro.

Harod entró en el bar que tenía junto al yacuzzi y se sirvió un gran vaso de vodka. Se lo bebió en cuatro sorbos y sacó la cinta del bolsillo. La abrió y desenrolló la cinta en el suelo. Tardó varios minutos en quemarla en la vieja barbacoa de la terraza que había más allá de la piscina. Un residuo fundido quedó entre las cenizas. Harod golpeó repetidamente la cinta vacía contra la chimenea de piedra de la barbacoa hasta que el plástico se hizo pedazos. La echó al vertedero de al lado de la cabaña y entró en la casa para tomarse otro vodka, esta vez mezclado con zumo de lima Rose.

Después se desnudó y se metió en el yacuzzi. Casi dormía cuando María Chen entró con el correo del día y su dictáfono.

—Déjalo aquí —dijo él, y continuó dormitando. Quince minutos después abrió los ojos y empezó a seleccionar el montón de sobres del día, dictando ocasionalmente notas o escuetas respuestas al Sony. Habían llegado cuatro nuevos guiones. Tom McGuire había enviado un montón de papeles sobre la casa de Willi, los preparativos de la subasta y el pago de los impuestos. Había tres invitaciones a fiestas y Harod escribió una nota para aceptar una de ellas. Michael May-Dreinan, un joven escritor presumido, había enviado una nota manuscrita quejándose de que Schubert Williams, el realizador, ya estaba reescribiendo su guión, que ni siquiera estaba terminado. ¿Podría Harod, por favor, intervenir? De lo contrario, él, Dreinan, abandonaría el proyecto. Harod puso la nota a un lado y no dictó ninguna respuesta.

La última carta venía en un pequeño sobre rosa con sello de Pacific Palisades. Harod la abrió. El papel era igual al sobre y estaba ligeramente perfumado. La letra era apretada y muy inclinada, con círculos infantiles sobre las íes.

Estimado señor Harod:

No sé qué me pasó el sábado pasado. Nunca lo entenderé. Pero no le echo la culpa y le perdono, aunque no me puedo perdonar a mí misma.

Hoy, Loren Sayles, mi agente, ha recibido un paquete de impresos contractuales sobre su propuesta de película. Les he dicho a Loren y a mi madre que debía de tratarse de un error. Les he dicho que había hablado con el señor Borden sobre la película poco antes de su muerte, pero que no había ningún compromiso.

No puedo trabajar en ese proyecto en este momento de mi carrera, señor Harod. Estoy segura de que puede entender mi situación. Esto no significa que no podamos trabajar juntos en otra película en el futuro. Tengo la certeza de que usted comprende esta decisión y removería cualquier obstáculo o detalles embarazosos que pudieran perjudicar una futura relación.

Sé que puedo confiar en que usted actuará correctamente en esta situación, señor Harod. El sábado pasado usted dijo que sabía que yo era miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día. Estoy segura de que también comprende que mi fe es muy fuerte y que mi compromiso con el Señor y Sus Leyes está por encima de las demás consideraciones.

Rezo para que Dios le ayude —y en mi corazón sé que lo hará— a encontrar el camino correcto en esta situación.

Muy sinceramente:

SHAYLA BERRINGTON

Harod metió la carta en el sobre. Shayla Berrington. Casi la había olvidado. Cogió la pequeña grabadora y habló para el micrófono incorporado: «María, carta a Tom McGuire. “Querido Tom: Me quitaré de encima estos papeles legales tan pronto como me sea posible. Haz la subasta según lo acordado. Punto y aparte. Estoy muy contento de saber que te han gustado los extractos X que te mandé para la fiesta de aniversario de Cal. Pensé que les haría gracia. Te envío otra cinta que creo que también le gustará. No me hagas preguntas, simplemente disfrútala. Puedes hacer todas las copias que quieras. Quizá Marv Sandborne y la pandilla de Four Star se quieran divertir un poco. Punto y aparte. Conseguiré la transferencia de escritura cuanto antes. Mis contables estarán en contacto. Punto y aparte. Recuerdos a Sarah y a los niños. Fin.” María, quiero firmarlo hoy mismo, ¿de acuerdo? Adjunta VHS 165. Y, María…, por mensajero especial.»