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Charleston, martes 16 de diciembre de 1980

El sheriff Bobby Joe Gentry se balanceó en su silla y tomó otro sorbo de su refresco de cola. Tenía los pies apoyados sobre su desordenada mesa y el cuero de su cinturón crujió cuando se recostó en la silla. El despacho era pequeño, cerrado por una pared y por viejos tabiques de madera que lo separaban del ruido y del bullicio del resto del edificio del Ayuntamiento. La pintura que se desconchaba de la madera vieja era de un tono diferente al verde institucional que se desconchaba de la pared. El despacho estaba lleno a rebosar, con la enorme mesa del sheriff, tres archivadores altos, una mesa larga repleta de libros y carpetas apilados, una pizarra, desordenados estantes colgados de repisas, y dos sillas oscuras, de madera, tan cubiertas de fichas y papeles sueltos como la mesa.

—No me parece que pueda hacer mucho más por aquí —dijo el agente Richard Haines. El hombre del FBI había apartado algunas carpetas y se encaramaba al borde de la mesa. La raya de la pernera de sus pantalones era afilada como un cuchillo.

—No —estuvo de acuerdo el sheriff Gentry. Eructó suavemente y puso la lata de bebida sobre su rodilla—. No creo que haya motivos para que te quedes por aquí. Puedes volver a la base.

Los dos oficiales de la ley parecían tener poco en común. Gentry tenía sólo algo más de treinta años, pero su estatura alta ya se encaminaba hacia la gordura. Su vientre apretaba ya la camisa gris del uniforme y desbordaba al cinturón como una caricatura de periódico. Su cara era colorada y ligeramente pecosa. A pesar de las entradas, y de la papada, Gentry tenía el tipo de mirada franca, vagamente traviesa, en la que los rasgos del chaval que había sido eran aún visibles en la cara del hombre.

La voz del sheriff Gentry era suave y tenía ese deje cansino de buen tipo que se había recientemente hecho familiar a los americanos a través de la proliferación de miles de radios FM, innumerables canciones country y una serie aparentemente infinita de películas de Burt Reynolds para los autocines. La camisa abierta de Gentry, el vientre terso y la voz calma hacían juego con la sensación general de amable desaliño sugerido por su desordenado despacho, pero había una gran ligereza, casi una cierta gracia, en sus movimientos, que no contrastaba con esa imagen.

El agente especial del FBI, Richard M. Haines, tenía un aspecto y un temperamento más consistentes. Era unos diez años más Viejo que Gentry, pero parecía más joven. Usaba un traje de verano gris claro de tres piezas y una camisa beige de Jos. A. Bank. Su corbata de seda de color vino era el número 280235 del mismo catálogo. Llevaba el pelo moderadamente corto, cuidadosamente peinado, con un leve toque grisáceo en las sienes. Haines tenía una cara cuadrada, con facciones regulares acordes con su físico delgado. Hacía ejercicio cuatro veces por semana para mantener su vientre liso y duro. Tenía también una voz llana y firme, honda pero sin acento. Era como si el difunto J. Edgar Hoover hubiese diseñado a Haines como el arquetipo del agente del FBI.

No sólo las apariencias separaban a los dos hombres. Richard Haines había pasado tres años de mediocres estudios en la Universidad de Georgetown antes de ser reclutado para la agencia. Su entrenamiento en el FBI había completado su educación. Bobby Joe Gentry se había formado en la Universidad de Duke, en las especialidades de arte e historia, antes de ir a la Universidad del Nordeste para hacer un doctorado en historia. Había llegado a la policía a través de su tío Lee un sheriff del condado que trabajaba cerca de Spartanburg y que contrató a Bobby Joe como ayudante a media jornada durante el verano de 1967. Un año más tarde, Bobby se había licenciado y estaba sentado en un parque de Chicago, viendo cómo la policía perdía el control de la situación, y la emprendía a golpes con los manifestantes pacifistas que se estaban dispersando pacíficamente.

Gentry volvió al Sur, pasó dos años enseñando en el Morehouse College de Atlanta y, después, cogió un empleo como guardia de seguridad, mientras trabajaba en un libro sobre el Gabinete Breedman y su papel durante la Reconstrucción. Nunca terminó ese libro, pero acabó por disfrutar de la rutina del trabajo de guardia a pesar del problema constante que le suponía mantener su peso dentro de los límites exigidos. En 1976 se fue a vivir a Charleston y entró en la policía como oficial de patrulla. Un año después, rechazó una oferta para pasar un año como profesor asociado de historia en la Universidad de Duke. A Gentry le gustaba la rutina del trabajo policial, los contactos diarios con borrachos y locos, y la sensación de que ni un solo día en su empleo era exactamente igual. Un año más tarde, se sorprendió a sí mismo cuando presentó su candidatura a sheriff de Charleston. Y sorprendió a otras personas cuando fue elegido para el cargo. Un periodista local escribió que Charleston era una ciudad extraña, una ciudad enamorada de su historia, y que la idea de un historiador haciendo de sheriff les había resultado simpática a sus habitantes. Gentry no se consideraba un historiador. Se consideraba un poli.

—Entonces, si no me necesita —se excusó Haines.

—¿Mmmm? ¿Qué pasa? —preguntó Gentry. Su atención se había desviado. Aplastó la lata vacía y la lanzó a la papelera, donde rebotó contra otras latas aplastadas y cayó al suelo.

—He dicho que me parece que voy a consultar a Gallagher y sigo hasta Washington esta noche si no me necesitas. Estaremos en contacto a través de Terry y del equipo del FAA.

—Sí, perfecto —dijo Gentry—. Bien, apreciamos mucho tu ayuda, Dick. Tú y Terry sabéis más sobre esto que todo nuestro departamento junto.

Haines se levantó para salir justo cuando la secretaria del sheriff asomó la cabeza por la puerta. La mujer llevaba un peinado de veinte años atrás y gafas de diamantes falsos con una cadenita.

—Sheriff, está aquí aquel psiquiatra de Nueva York.

—¡Joder!, casi lo había olvidado —dijo Gentry, y se puso de pie—. Gracias, Linda Mae. Dile que entre, por favor.

Haines se dirigió a la puerta.

—Bien, sheriff, tiene mi número por si algo…

—Dick, ¿puedes hacerme el favor de quedarte? Había olvidado que venía este tío, pero puede darnos algunas informaciones sobre el caso Fuller. Me telefoneó ayer. Dijo que era el psiquiatra de la señora Drayton, que estaba en la ciudad en viaje de negocios. ¿Te importa quedarte unos minutos más? Después puedo hacer que Tommy te acompañe al motel en una de las unidades si tienes que correr para coger el avión.

Haines sonrió e hizo un significativo gesto con las manos.

—No hay prisa, sheriff. Escucharé con mucho gusto lo que ese psiquiatra tiene que decir.

El agente del FBI se sentó en una de las dos orillas, sacando una bolsa blanca de McDonalds del asiento.

—Gracias, Dick, te lo agradezco —dijo Gentry, y se pasó la mano por la cara. Caminó hasta la puerta cuando se oyó golpear y la abrió para dar paso a un hombre bajo, con barba, que llevaba una americana deportiva de pana.

—¿El sheriff Gentry? —El psiquiatra pronunció su nombre con una «g» dura.

—Soy Bobby Joe Gentry. —Las enormes manos del sheriff se cerraron sobre la mano extendida del otro hombre—. Usted debe de ser el doctor Laski, ¿verdad?

—Saul Laski.

El psiquiatra no era excesivamente bajo, pero parecía empequeñecido al lado de Gentry. Era un hombre delgado, de frente alta, y pálida, una maraña de barba entrecana y tristes ojos marrones, que parecían corresponder a un hombre más viejo. Una de las bisagras de sus gafas estaba cogida con un trozo de cinta adhesiva.

—El agente especial del FBI Richard Haines —le presentó Gentry con un gesto amplio—. Espero que no le importe, le he pedido a Dick que estuviera presente. De todas maneras, estaba de visita y he pensado que podría quizás hacerle preguntas más inteligentes que las mías.

El psiquiatra asintió con la cabeza, mirando a Haines.

—No sabía que el FBI se ocupaba de asesinatos locales —dijo Laski. Su voz era suave, el acento inglés era muy leve, tenía controlado a la perfección la sintaxis y el acento.

—Normalmente no —dijo Haines—. Pero hay diversos factores en esta situación que pueden caer bajo el mandato del FBI.

—¿Qué factores? —preguntó Laski.

Haines cruzó los brazos y se aclaró la garganta.

—Secuestro para empezar, doctor. También violación de los derechos civiles de una o más de las víctimas y además, por norma, ofrecemos la ayuda de nuestros especialistas forenses a las agencias locales de la ley.

—Dick está aquí a causa de ese avión que explotó —le explicó Gentry—. Por favor, siéntese, doctor Laski. Espere, quitaré toda esta porquería. —Llevó algunas carpetas de revistas y vasos de plástico a la mesa y volvió a su silla—. Ayer usted me dijo por teléfono que podría ayudarnos en este caso de asesinato múltiple.

—La prensa de Nueva York lo llama «Los asesinatos de Mansard House» —dijo Laski.

Empujó distraídamente las gafas hasta el borde de la nariz.

—¿Sí? —preguntó Gentry—. Bien, ostras, creo que es mejor que «La masacre de Charleston», aunque no es muy exacto. La mayor parte de la gente no estaba siquiera en Mansard House. Continúo pensando que es mucho ruido para nueve personas muertas. Me imagino que hay muchos más muertos en una noche en Nueva York.

—Sí, seguramente —dijo Laski—, pero el tipo de crimen y los sospechosos no son tan… fascinantes como en este caso.

—Tiene razón —concedió Gentry—. Le quedaríamos muy agradecido si usted pudiera esclarecer esta confusión, doctor Laski.

—Me agradaría mucho poder ayudar. Desgraciadamente, no tengo mucho que ofrecer.

—¿Usted era el psiquiatra de la señora Drayton? —le preguntó Haines.

—Sí, digamos que sí. —Saul Laski hizo una pausa y se acarició la barba. Sus ojos parecían muy grandes y sus párpados, pesados, como si hiciera mucho tiempo que no dormía bien—. Vi a la señora Drayton sólo tres veces, la última en septiembre. Vino a hablarme por primera vez al acabar una conferencia que di en Columbia en agosto. Después de eso… tuvimos dos sesiones más.

—¿Pero era su paciente? —La voz de Haines había asumido la insistencia monótona de un fiscal.

—Técnicamente, sí —respondió Laski—. Pero no ejerzo profesionalmente. Doy clases en Columbia, y ocasionalmente asesoro a algunos estudiantes en la clínica universitaria, cosa que la psicóloga residente, Ellen Hightower, cree beneficiosa para ellos.

—¿Quiere decir que la señora Drayton era estudiante?

—No, no lo creo. Ocasionalmente asistía a algunos cursos y a los seminarios nocturnos. Ella… manifestó interés por un libro que yo había escrito.

Patología de la violencia —dijo el sheriff Gentry.

Laski parpadeó y se ajustó las gafas.

—No recuerdo haber mencionado el título de mi libro en nuestra conversación de ayer, sheriff Gentry.

Gentry dobló las manos sobre el estómago y sonrió.

—No lo mencionó, doctor. Lo leí la primavera pasada. Lo leí dos veces, para serle sincero. Sólo ahora he reconocido su nombre. Creo que es un libro terriblemente brillante. Deberías leerlo, Dick.

—Me asombra que haya conseguido un ejemplar —dijo el psiquiatra. Se volvió hacia el agente del FBI—. El libro expresa un punto de vista un poco pedante de algunos procesos psíquicos. Sólo se tiraron dos mil ejemplares. Academy Press. La mayor parte de los ejemplares vendidos fueron usados en cursos en Nueva York y California.

—El doctor Laski cree que algunas personas son receptivas a… ¿cómo lo llama? Un clima de violencia. Es eso, ¿verdad? —preguntó Gentry.

—Sí.

—Y que otras personas, o lugares, o épocas, programan a estas personas receptivas para comportamientos que de otra forma serían impensables en ellos. Claro que esto es sólo un resumen simplista del libro.

Laski parpadeó de nuevo, asombrado.

—Un resumen muy agudo —dijo.

Haines se puso en pie y fue a recostarse contra un archivador. Cruzó los brazos y frunció el ceño ligeramente.

—Espere un momento, no acabo de entenderlo. Entonces, la señora Drayton fue a hablar con usted, porque estaba interesada en su libro, y se convirtió en su paciente. ¿Cierto?

—Acepté ofrecerle mi capacidad profesional, sí.

—¿Y tuvo también una relación personal con ella?

—No —respondió Laski—. Sólo estuve con ella tres veces. Una vez durante algunos minutos después de mi conferencia sobre la violencia en el Tercer Reich, y dos veces más, en dos sesiones de una hora, en la clínica.

—Ya veo —dijo Haines, aunque por su voz estaba claro que no lo veía—, ¿y piensa que en esas sesiones hubo algo que nos podría ayudar a esclarecer la presente situación?

—No —contestó Laski—. Me temo que no. Sin romper el secreto profesional, puedo decir que la señora Drayton estaba preocupada por su relación con su padre, que murió hace muchos años. No recuerdo nada en nuestras discusiones que pueda echar luz a los detalles de su asesinato.

—Mmmm —murmuró Haines, y volvió a su silla. Miró el reloj.

Gentry sonrió y abrió la puerta, y vociferó:

—¡Linda Mae, cariño!, ¿puedes traernos café? Gracias, querida.

—Doctor Laski, seguro que está informado de que nosotros sabemos quién mató a su paciente —dijo Haines—. Lo que nos falta en este momento es el motivo.

—Ah, sí —dijo Laski, y se tocó la barba—. Era un chaval de la ciudad, ¿verdad?

—Albert LaFollette —aclaró Gentry—. Tenía diecinueve años y era botones del hotel.

—¿Y no hay ninguna duda sobre su implicación?

—Ni la más mínima —aseguró Gentry—. Según han declarado cinco testigos, Albert salió del ascensor, se dirigió a recepción y mató a su jefe, Kyle Anderson, el gerente de Mansard House; le pegó un tiro en el corazón. Le puso el revólver en el pecho. Tenemos las quemaduras de la pólvora en su traje. Llevaba un Colt 45. No una reproducción barata, doctor, sino un auténtico Colt, con número de serie de la fábrica del señor Colt. Una verdadera reliquia. El chaval puso el arma contra el pecho de Kyle y apretó el gatillo. De acuerdo con los testigos, no dijo nada. Después se gira y, sin pensárselo dos veces, le dispara a Leonard Whitney, a plena cara.

—¿Quién es ese Whitney? —quiso saber el psiquiatra.

Fue Haines quien se aclaró la garganta para responder.

—Leonard Whitney era un comerciante de Atlanta. Acababa de salir del restaurante del hotel cuando le dispararon. Por lo que sabemos, no tenía ninguna relación con las otras víctimas.

—Sí —añadió Gentry—. Después Albert puso el arma en su boca y apretó el gatillo. Ninguno de nuestros cinco testigos hizo nada para impedírselo. Claro que todo fue muy rápido.

—¿Y se trata de la misma arma que mató a la señora Drayton?

—Sí.

—¿Hubo testigos de ese asesinato?

—No exactamente —explicó Gentry—. Pero un par de personas vieron a Albert entrar en el ascensor. Le recuerdan, porque salía de la habitación de donde procedían los gritos. Alguien había descubierto a la señora Drayton después del disparo. Pero es curioso que nadie recuerde haber visto el revólver en la mano del chaval. Aunque es natural. Podrías llevar un cerdo bajo el brazo entre la multitud sin que nadie se diera cuenta.

—¿Quién descubrió el cadáver de la señora Drayton?

—No estamos seguros —dijo el sheriff—. Había una gran confusión y después empezó el jaleo en el vestíbulo.

—Doctor Laski —intervino Haines—, si no puede ayudarnos con alguna información sobre la señora Drayton, no sé qué utilidad puede tener esto.

El agente del FBI estaba evidentemente dispuesto a terminar la entrevista, pero fue interrumpido por la secretaria que entró con el café. Haines puso su vaso sobre el archivador. Laski sonrió, agradecido, y se bebió el líquido tibio. El café de Gentry venía en un gran tazón blanco con la palabra AMO escrita en uno de los lados.

—Gracias, Linda Mae.

Laski se encogió ligeramente de hombros.

—Quería sólo ofrecer toda la ayuda que pudiera —dijo en voz baja—. Me imagino que ustedes están muy ocupados. No les robaré más tiempo.

Puso el vaso de café sobre la mesa y se levantó.

—¡Eh! —gritó Bobby Joe Gentry—. Ya que está aquí, quiero saber sus ideas sobre algunas cosas. —Se volvió hacia Haines—. El profesor fue asesor del NYPD durante el caso del Hijo-de-Sam, hace un par de años.

—Uno entre muchos otros —matizó Laski—. Ayudamos a llegar a un perfil de la personalidad del asesino. Al final resultó del todo improcedente. El asesino fue detenido gracias al honesto trabajo de la policía.

—Sí —dijo Gentry—. Pero usted escribió un libro sobre este tipo de asesinato en masa. A Dick y a mí nos gustaría saber su opinión sobre este asunto. —Se levantó y se dirigió a una gran pizarra, cubierta por un trozo de papel de embalaje sujetado con cinta. Gentry levantó el papel para revelar una pizarra cubierta de diagramas, nombres y horas garabateados con tiza—. Probablemente ya haya leído alguna noticia sobre el resto de nuestro pequeño reparto de personajes.

—Sobre algunos —admitió Laski—. La prensa de Nueva York prestó especial atención a la chica, Nina Drayton y a su abuelo.

—Sí, Kathy —dijo Gentry. Señaló con un dedo el nombre en la pizarra—. Kathleen Marie Eliot. Diez años. Ayer vi su foto de cuarto curso en la escuela. Mona. Mucho más agradable de mirar que las fotos de las escenas de los crímenes de esa carpeta. —Gentry hizo una pausa y se frotó las mejillas. Laski bebió otro sorbo de café y esperó—. Aquí tenemos nuestros escenarios básicos —dijo el sheriff, y golpeó el diagrama de una calle—. Un ciudadano asesinado aquí en pleno día, en la calle Calhoun. Otro, aquí, una manzana más adelante, en el puerto deportivo de Battery. Tres cuerpos aquí, en la residencia Fuller —golpeó un pequeño cuadrado en el cual tres «equis» se apiñaban—, y nuestra gran escena final, con cuatro muertos, aquí en Mansard House.

—¿Hay alguna relación? —preguntó Laski.

—Ése es el problema —suspiró Gentry—. No tienen nada en común. —Hizo un gesto para señalar la columna de nombres—. El señor Preston, un hombre negro encontrado acuchillado en Calhoun, era fotógrafo y comerciante en el casco antiguo desde hace veintiséis años. Partimos del principio de que era un espectador inocente, asesinado por quien será el siguiente cadáver de la lista.

—Karl Thorne —leyó Laski en la pizarra.

—El criado de la mujer desaparecida —añadió Haines.

—Sí —dijo Gentry—, pero a pesar de lo que ponía en su carné de conducir, su nombre no era Karl Thorne. La identificación de las huellas digitales que hemos recibido hoy de la Interpol dice que antes era conocido como Oscar Felix Haupt, un ladrón de hoteles suizo de poca monta. Desapareció en Berna en 1953.

—Dios mío —murmuró el psiquiatra—, ¿guardan las huellas digitales de antiguos ladrones de hotel durante tanto tiempo?

—Haupt era más que eso —respondió Haines—. Parece que fue el principal sospechoso en un famoso caso de asesinato. El asesinado fue un barón francés de visita a un balneario. Haupt desapareció poco después. La policía suiza acabó por creer que Haupt había sido asesinado, probablemente por tipos del sindicato europeo.

—Parece que estaban equivocados —dijo el sheriff Gentry.

—¿Qué le hizo consultar a la Interpol? —preguntó Laski.

—Una corazonada —respondió Gentry, y volvió a mirar la pizarra—. Muy bien, tenemos a Karl Oscar Felix Thorne-Haupt muerto aquí en el puerto deportivo, y si la locura hubiese parado aquí, podríamos haber encontrado algún motivo, el robo de un barco, quizá… La bala en el cerebro de Haupt procedía del arma del vigilante nocturno, un 38. El problema es que Haupt estaba terriblemente magullado, además de tener dos balas en el cuerpo. Había dos tipos de manchas de sangre en sus ropas, además de la suya, quiero decir, y muestras de piel y tejido bajo las uñas que indican claramente que fue él quien atacó al señor Preston.

—Todo esto es muy confuso —dijo Saul Laski.

—Ah, profesor, aún no ha visto nada. —Gentry golpeó con los dedos junto a tres nombres más: Barrett Kramer, George Hodges, Kathleen Marie Eliot—. ¿Conoce a esa señora, doctor?

—Barrett Kramer —repitió Laski—. No. Leí su nombre en el periódico, pero no me suena.

—Bueno. Valía la pena intentarlo. Era la compañera de viaje de la señora Drayton. «Ayudante ejecutiva», parece que la identificó la gente de Nueva York que reclamó su cuerpo. Una mujer de treinta y pocos años. Morena. Fuerte. ¿La conoció?

—No —dijo—. No la recuerdo. No vino con la señora Drayton a ninguna de las sesiones. Puede haber estado en mi conferencia la noche que encontré a la señora Drayton, pero no me fijé en ella.

—De acuerdo. Bien, encontramos a la señorita Kramer que fue asesinada con el 38 S&W del señor Hodges. Pero el juez está seguro de que esa bala no la mató. Según parece, se rompió el cuello al caerse por la escalera de la casa Fuller. Aún respiraba cuando llegó la ambulancia pero fue declarada muerta en Urgencias. El encefalograma daba plano. Ahora bien, lo más terrible es que las pruebas del forense sugieren que el pobre señor Hodges ni siquiera le disparó. Fue encontrado aquí —Gentry golpeó otro diagrama—, en el vestíbulo de la casa Fuller. Su revólver fue encontrado aquí, en el suelo de la habitación de la señora Drayton, en Mansard House. ¿Qué tenemos entonces? Ocho víctimas, nueve si contamos a Albert LaFollette, cinco armas…

—¿Cinco armas? —preguntó Laski—. Perdóneme, sheriff. No quería interrumpir.

—No tiene importancia. Sí, cinco armas, por lo que sabemos. El viejo 45 que usó Albert, el 38 de Hodges, un cuchillo encontrado cerca del cuerpo de Haupt y un maldito atizador de chimenea que la Kramer usó para matar a la chica.

—¿Barrett Kramer mató a la chiquilla?

—Ajá. Por lo menos sus huellas cubrían toda la maldita cosa y encontramos sangre de la chica en las ropas de la señorita Kramer.

—Son sólo cuatro armas —dijo Laski.

—Ah, sí, hay también un bastón que encontramos en la puerta trasera del puerto deportivo. Tenía restos de sangre.

Saul Laski sacudió la cabeza y miró a Richard Haines. El agente tenía los brazos cruzados y miraba la pizarra. Parecía muy fatigado y disgustado.

—Una auténtica lata de gusanos, ¿eh, profesor? —terminó Gentry. Volvió a su silla y se dejó caer con un suspiro. Se inclinó hacia atrás y tomó un sorbo de café frío del tazón—. ¿Alguna teoría?

Laski sonrió con tristeza y sacudió la cabeza. Miró fijamente la pizarra, como si intentara aprender de memoria las informaciones que allí había. Un minuto después se rascó la barba y dijo en voz baja.

—Lo siento, sheriff, no tengo ninguna teoría. Pero tengo que hacerle una pregunta.

—¿Cuál?

—¿Dónde está la señora Fuller, cuya casa fue el escenario de esta matanza?

—Señorita Fuller —corrigió Gentry—. Según los vecinos, era una de las viejas solteronas de Charleston. Y para responder a su pregunta, no hay rastro de la señorita Melanie Fuller. Sabemos que una anciana no identificada fue vista en el vestíbulo superior del hotel inmediatamente después del asesinato de la señora Drayton, pero nadie pudo confirmar que se tratase de la señorita Fuller. Tenemos una alerta de tres estrellas para detener a esta señora, pero hasta ahora, ni una palabra.

—Parece que ella es la clave —sugirió Laski con timidez.

—Quizás. Además su bolso despedazado fue encontrado detrás del lavabo del puerto deportivo de Battery. Las manchas de sangre que encontramos se corresponden con las de la navaja de Karl-Oscar.

—Dios mío —suspiró el psiquiatra—. No tiene sentido.

Hubo un momento de silencio y después Haines se puso en pie.

—Quizás es más sencillo de lo que parece —dijo, y tiró de los puños de su camisa—. La señora Drayton estaba de visita en casa de la señora Fuller, perdón, señorita Fuller, el día antes de los asesinatos. Las huellas en la casa confirman que estuvo allí, y una vecina la vio entrar el viernes por la noche. La señora Drayton cometió el error de contratar a esta Barrett Kramer como ayudante. Kramer está buscada en Filadelfia y Baltimore por acusaciones que datan de 1968.

—¿Qué acusaciones? —preguntó Laski.

—Vicio y narcóticos —exclamó el agente—. Todo parece indicar que, de una manera u otra, la señorita Kramer y el criado de Fuller, ese Thorne, planearon una conspiración contra sus viejos amos. Al fin y al cabo, se dice que los bienes de la señora Drayton valen casi dos millones de dólares, y la señora Fuller tenía una considerable cuenta bancaria aquí en Charleston.

—¿Pero cómo podrían ellos…? —empezó el psiquiatra.

—Concédame un minuto. Entonces Kramer y Thorne…; Haupt o como se llame, matan a la señora Fuller y tiran el cuerpo…, la patrulla del puerto ya está registrando la bahía. Sólo el vecino, el viejo guardia de seguridad, se interpone en sus planes. Dispara contra Haupt y vuelve a causa de Fuller, pero encuentra a Kramer allí. La nieta del viejo le ve desde el patio, corre a reunirse con él y acaba siendo asesinada también. Albert LaFollette, otro cómplice, pierde la cabeza cuando Kramer y Haupt no aparecen, mata a la señora Drayton y enloquece.

Gentry se balanceó en su silla, con las manos agarradas sobre el estómago. Sonreía ligeramente.

—¿Y Joseph Preston, el fotógrafo?

—Como usted mismo ha dicho, un inocente espectador —respondió Haines—. Puede haber visto dónde lanzó Haupt el cuerpo de la vieja. No hay duda de que el alemán la mató. La piel y muestras de tejido bajo las uñas de Preston coinciden con las marcas en la cara de Haupt. En lo que quedaba de la cara de Haupt.

—¿Y su ojo? —preguntó Gentry.

—¿Su ojo? ¿El ojo de quién? —El psiquiatra miró primero al sheriff y después al hombre del FBI.

—De Haupt —respondió Gentry—. Lo perdió. Alguien se lo arranco con un palo.

Haines se encogió de hombros.

—De todas maneras, es la única puesta en escena que tiene sentido. Tenemos dos empleados, ex criminales, que trabajan para dos viejas adineradas. Intentan secuestrarlas o asesinarías, les sale mal y la cosa acaba en una cadena de asesinatos.

—Sí —dijo Gentry—. Quizá.

En el silencio que siguió, Saul Laski podía oír los risas que llegaban de otros despachos del Ayuntamiento. Fuera, una sirena aulló y después enmudeció.

—¿Qué Opina, doctor? ¿Alguna idea? —preguntó Gentry.

Saul Laski sacudió lentamente la cabeza.

—Lo encuentro realmente desconcertante.

—¿Y qué me dice de su idea de una «resonancia de violencia»? —preguntó Gentry.

—Mmmmm —dudó Laski—, éste no era precisamente el tipo de situación que yo tenía en mente. Claro que parece una «cadena de violencia», pero no encuentro el catalizador.

—¿Catalizador? —repitió Haines—. ¿De qué diablos estamos hablando?

Gentry sacó los pies de la mesa y se pasó un pañuelo rojo por el cuello.

—El libro del doctor Laski hablaba de ciertas situaciones que programan a las personas para matar.

—No comprendo —dijo Haines—. ¿Qué quiere decir «programar»? ¿Se refiere al viejo argumento liberal de que la pobreza y las condiciones sociales son las causas del crimen?

Era obvio por su tono de voz qué pensaba de ese punto de vista.

—De ninguna manera —dijo Laski—. Mi hipótesis es que hay ciertas situaciones, condiciones, instituciones, incluso individuos, que desencadenan en otros una reacción violenta, agresiva, que puede llegar al homicidio, sin que, aparentemente, haya relación causal inmediata alguna.

El agente del FBI frunció el ceño.

—Sigo sin comprender.

—Joder —dijo el sheriff Gentry—, ¿has visto nuestra cárcel, Dick? ¿No? Pues tienes que verla antes de marcharte. En agosto pasado la pintamos de color rosa. La llamamos nuestro Hilton Pepto-Bismal. Pero la cosa da resultado. Los incidentes violentos han descendido un 60% desde que cambiamos la pintura, y no es que tengamos una clientela más distinguida. Claro que esto es exactamente lo contrario de lo que estamos hablando, ¿verdad, doctor?

Laski se arregló las gafas. Cuando levantó la mano, Gentry vio unos números azules tatuados en el brazo justo encima de la muñeca.

—Sí, pero pueden aplicarse elementos de la misma teoría —dijo el psiquiatra—. Algunos estudios sobre colores han revelado cambios de actitud y de comportamiento perfectamente medibles. Las razones de la disminución de incidentes violentos en lugares pintados de un determinado color son, en el mejor de los casos, vagas, pero los datos empíricos están ahí, como usted mismo ha dicho, sheriff; y parece que implican una modificación de la reacción psicofisiológica simplemente a través de una alteración de la variable color. Mi tesis sugiere que algunos de los incidentes menos comprensibles de crimen violento son el resultado de una serie más compleja de factores estimulantes.

—Ejem —murmuró Haines. Miró el reloj y a Gentry. El sheriff estaba sentado cómodamente con los pies sobre la mesa. Irritado, Haines se quitó una imaginaria pelusa de sus pantalones grises—. Me temo que no veo como puede ayudarnos esto, doctor Laski —dijo el agente—. El sheriff Gentry se enfrenta con una complicada serie de asesinatos, no con unos ratones de laboratorio que corren por un laberinto.

Laski asintió con la cabeza y se encogió de hombros.

—Yo estaba de visita —dijo—. Decidí contarle al sheriff mi relación con la señora Drayton y ofrecer la ayuda que fuera posible. Comprendo que debo de estar robándoles su precioso tiempo. Muchas gracias por el café, sheriff.

El psiquiatra se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Gracias por su ayuda, doctor —dijo Gentry, y se sonó la nariz con su pañuelo rojo. Lo restregó de un lado a otro como para rascarse—. Oh, hay otra pregunta que me gustaría hacerle.

Laski se volvió con una mano en el pomo de la puerta y esperó.

—Doctor Laski, ¿cree usted que estos asesinatos podrían ser el resultado de una riña entre las viejas…, Nina Drayton y Melanie Fuller, quiero decir? ¿Podrían ellas haber puesto todo esto en marcha?

La cara de Laski no mostró ninguna reacción. Sus ojos tristes parpadearon.

—Es posible, pero eso no explica los asesinatos de Mansard House, ¿verdad? —murmuró.

—No, claro que no —asintió Gentry, y acabó de sonarse—. Muy bien. Gracias, doctor. Le agradecemos que haya venido a vernos. Si recuerda algo más sobre la señora Drayton que pueda darnos una pista sobre este asunto, llámenos, por favor, a cobro revertido, ¿de acuerdo?

—Sin duda —aseguró el psiquiatra—. ¡Suerte, caballeros!

Haines esperó a que la puerta se cerrase.

—Deberíamos investigar a este tipo —dijo.

—Mmm —murmuró Gentry. Tenía en las manos su tazón de café vacío y lo hacía girar lentamente entre sus manos—. Ya lo he hecho. Es quien dice ser, ningún problema.

Haines parpadeó.

—¿Le comprobaste antes de que viniera aquí hoy?

Gentry sonrió y dejó el tazón.

—Después de que me llamara ayer. No tenemos tantos sospechosos como para que sea perder el tiempo coger el teléfono y pedir información a Nueva York.

—Haré que el FBI compruebe su paradero a partir de…

—Dio una conferencia en Columbia —interrumpió Gentry—. El sábado por la noche. Participaba en una mesa redonda sobre la violencia callejera. Después hubo una recepción que duró hasta después de las once. Hablé con el decano.

—Sin embargo —dijo Haines—, comprobaré su ficha. Lo que ha dicho de su relación con la vieja no me ha parecido del todo cierto.

—Sí —murmuró Gentry—, te quedaré agradecido si me haces este favor, Dick.

El hombre del FBI cogió su impermeable y su maletín. Se detuvo cuando miró al sheriff. Las manos de Gentry estaban tan apretadas que los dedos se habían vuelto blancos. Había en sus habitualmente joviales ojos azules una irritación que se acercaba a furia. Gentry lo miró.

—Dick, voy a necesitar toda la ayuda que pueda tener.

—Claro.

—Mucha ayuda —dijo Gentry, y levantó un lápiz con las dos manos—. En mi ciudad nadie quedará impune después de cometer nueve malditos asesinatos. Alguien empezó todo esto y descubriré quién fue.

—Sí —dijo Haines.

—Descubriré a los culpables —continuó Gentry. Sus ojos estaban fríos. El lápiz se partió entre sus dedos sin que él se diera cuenta—. Y después los cogeré, Dick. Lo haré. Lo juro.

Haines asintió con la cabeza, dijo adiós, y se marchó. Gentry se quedó mirando el lápiz partido en su mano largo rato. No sonreía. Lenta, meticulosamente, continuó partiendo el lápiz en pedazos cada vez más pequeños.

Haines tomó un taxi hasta su hotel, pagó la cuenta y fue en el mismo taxi hasta el aeropuerto internacional de Charleston. Llegaba temprano. Después de registrar el equipaje, empezó a pasearse por el vestíbulo, compró el Newsweek y pasó por diversas cabinas telefónicas hasta detenerse en una serie de cabinas en un corredor lateral. Marcó un número con un prefijo de Washington.

—El número que acaba de marcar está temporalmente fuera de servicio —informó una voz grabada de mujer—. Por favor, inténtelo otra vez o contacte con un representante del área de servicios de Bell.

—Haines, Richard M. —dijo el hombre del FBI. Miró por encima del hombro a una mujer con un niño que pasaba en dirección a los aseos—. Coventry. Cable. Intenté llamar 779.491.

Se oyó un chasquido, un ligero zumbido y otra voz grabada.

—Hasta nuevo aviso este despacho está cerrado por inventario. Si quiere dejar un mensaje, por favor espere a oír la señal. No hay límite de tiempo.

Hubo medio minuto de silencio seguido por la señal.

—Soy Haines. Salgo ahora de Charleston. Un psiquiatra llamado Saul Laski ha aparecido hoy para hablar con Gentry. Laski dice que trabaja en Columbia. Es autor de un libro titulado Patología de la violencia, de Academy Press. Dijo que tuvo tres encuentros con Nina Drayton en Nueva York. Niega conocer a Barrett Kramer, pero puede estar mintiendo. Laski tiene un tatuaje de campo de concentración en el brazo. Número 4490182. Gentry ha investigado también a Karl Thorne y sabe que era en realidad un ladronzuelo suizo llamado Oscar Felix Haupt. Gentry va muy desaliñado, pero no es ningún estúpido. Parece que está furioso con todo este asunto. Presentaré mañana mi informe. Entretanto, recomiendo que Laski y el sheriff Gentry sean sometidos a vigilancia. Como precaución, considero que se podrían cancelar las pólizas de ambos. Estaré en casa esta tarde a las ocho y espero más instrucciones. Haines, Cable. Coventry.

El agente Richard Haines colgó, cogió el maletín y fue rápidamente a unirse a la multitud que se dirigía hacia las puertas de embarque.

Saul Laski dejó el edificio del Ayuntamiento y se dirigió al callejón donde había aparcado su Toyota alquilado. Lloviznaba, a pesar de lo cual reparó en que el aire estaba caliente. La temperatura tenía que ser de poco menos de 20 grados. Cuando había dejado Nueva York la víspera, nevaba y la temperatura estaba bajo cero desde hacía días.

Se sentó en el coche y miró las gotas que caían sobre el parabrisas. El coche olía a tapicería nueva y a cigarro. Empezó a temblar a pesar del aire caliente. El temblor se transformó en fuertes sacudidas. Saul agarró con fuerza el volante hasta que el temblor dejó la parte superior de su cuerpo y se convirtió en un tenso estremecimiento en las piernas. Fijó con fuerza los músculos de las piernas y pensó en otras cosas: en la primavera, en un lago tranquilo que había descubierto en los Adirondaks el verano pasado, un valle abandonado que había encontrado en el Sinaí, donde unas columnas romanas se erguían, solitarias, contra acantilados de esquisto.

Algunos minutos después puso el coche en marcha y condujo sin rumbo prefijado por las calles pulidas por la lluvia. Había poco tráfico. Quería seguir por la carretera 52 hacia su motel. Pero giró hacia el sur en East Bay Drive, en dirección al casco antiguo de Charleston.

Mansard House estaba señalada por una marquesina verde arqueada que iba hasta el bordillo. Saul echó una ojeada a la oscura entrada y continuó. Tres bloques más adelante torció a la derecha hacia una estrecha calle residencial. Cercas de hierro forjado separaban los patios y jardines de las aceras de ladrillo. Saul aminoró la velocidad, contó en voz baja para sí, buscó los números de las casas.

La casa de Melanie Fuller estaba en penumbra. El patio estaba vacío y la casa de al lado parecía cerrada, con las pesadas persianas bajadas. Había una cadena y un candado en la puerta del jardín. El candado parecía nuevo.

Saul torció a la izquierda en la calle siguiente y después de nuevo a la izquierda, volviendo casi a la calle Broad. Pero encontró un lugar para aparcar detrás de un camión de reparto. Ahora llovía con más fuerza. Sacó un sombrero de tenis blanco del asiento trasero, se lo encasquetó en la cabeza y se subió el cuello de su americana deportiva de pana.

El callejón se extendía por el centro del bloque y estaba bordeado por pequeños garajes, follaje espeso, vallas altas e innumerables cubos de basura. Había contado las casas mientras conducía, pero aún tuvo que comprobar los dos palmitos que parecían muertos cerca de la ventana sur para estar seguro de que aquélla era la casa. Caminó con las manos en los bolsillos, sabiendo que atraía la atención en el estrecho callejón, pero incapaz de hacer nada para evitarlo. La lluvia continuaba cayendo. La tarde gris se deslizaba hacia la oscuridad de una noche de invierno. No tendría mucho más de media hora de luz. Respiró hondo tres veces y se dirigió al camino de entrada, que no tenía más de tres metros y terminaba en lo que antes debía de haber sido una pequeña cochera. Las ventanas estaban pintadas de negro, pero era obvio que nunca había sido usada como garaje. La cerca trasera era una red alta de acero, entrelazada con parras y con las afiladas ramas del espeso seto. Una puerta más baja, en otros tiempos parte de una valla de hierro negra, estaba cerrada con una cadena y un candado. Una cinta de plástico envolvía la cadena y decía: «NO ENTRAR POR ORDEN DEL SHERIFF DE CHARLESTON

Saul vaciló. El único sonido era el golpeteo de la lluvia en el tejado de pizarra de la cochera y el agua que corría por el canalón de desagüe. Tendió la mano, cogió la alta valla, metió su pie izquierdo en el travesaño de la puerta, se balanceó precariamente durante un momento sobre las estacas de hierro oxidado y después cayó, al otro lado, en la losa del patio.

Poniéndose en cuclillas durante un segundo, con las manos abiertas contra la piedra mojada, y con un calambre en su pierna derecha, escuchó los latidos de su corazón y los súbitos ladridos de un pequeño perro en algún patio cercano. Los ladridos cesaron. Saul se movió rápidamente junto a las flores y a una pila para pájaros que se extendía hasta un porche trasero de madera, que naturalmente se había añadido mucho después de la construcción de la casa. La lluvia, la luz agonizante y las goteantes cercas parecían tapar sonidos distantes y amplificar el sonido de sus pasos y cada uno de los ruidos que hacía. Podía ver a su izquierda plantas detrás de los cristales, en un invernadero reformado que prolongaba el jardín. Intentó abrir la puerta de tela metálica que daba al porche. Ésta se abrió con un suspiro herrumbroso y Saul entró en la oscuridad.

El espacio era largo y estrecho y olía a moho y a tierra podrida. Saul podía ver las siluetas de macetas de barro vacías contra los ladrillos de la casa. La puerta interior, maciza, de cristal con tiras de plomo y bellas molduras, estaba bien cerrada. Saul sabía que habría diversas barreras. También estaba seguro de que la vieja tenía algún sistema de alarma, pero tenía la certeza de que era una alarma interna, no conectada a la comisaría.

«¿Y si la policía la ha conectado?» Saul sacudió la cabeza y atravesó el espacio oscuro para espiar por las estrechas ventanas detrás de una estantería. Podía verse el bulto blanco de una nevera. De súbito, se escuchó un fragor distante de truenos y la lluvia redobló su asalto a los tejados y cercas. Saul movió macetas, colocándolas en espacios vacíos y ensuciándose las manos de tierra negra, y después quitó una sección de un metro de estantería. Las ventanas, por encima del basto mostrador, estaban cerradas por dentro. Se puso en cuclillas, apretó los dedos contra el cristal durante un segundo y después se volvió para buscar el mayor y más pesado de los tiestos de barro.

El cristal, al romperse, hizo mucho ruido, más que los truenos que seguían a los reflejos de los rayos que convertían los cristales intactos en espejos. Saul se volvió de nuevo, rompió la silueta barbuda de su propio reflejo, arrancó los trozos de vidrio que quedaban y metió la mano en la oscuridad en busca del cerrojo. La idea súbita, infantil, de una mano tocando la suya hizo que se le erizara la piel del cuello. Encontró una cadena y tiró de ella. La ventana se abrió. Entró, pisó cristales y fórmica rotos, y saltó pesadamente al suelo de la cocina.

Se escuchaban ruidos en la vieja casa. El agua corría por los canalones junto a las ventanas. La nevera produjo un ruido sordo que hizo que el corazón de Saul le saltara a la garganta. Supuso que debía de estar aún enchufado. En algún lugar se escuchó un arañazo leve, como de uñas contra un cristal. En la cocina había tres puertas de batiente que daban a tres habitaciones distintas. Saul escogió la que tenía delante y salió a un largo vestíbulo. Incluso a la pálida luz pudo ver dónde se había astillado el suelo encerado, a pocos pasos de la puerta de la cocina. Se detuvo al pie de la amplia escalera, casi esperando ver las siluetas de los cuerpos dibujadas en el suelo como en las películas policíacas americanas que le gustaban tanto. No había nada. Sólo una gran mancha que teñía la madera cerca del primer peldaño. Saul miró por otro pequeño vestíbulo hacia el pasillo y después entró en una habitación grande pero excesivamente amueblada que parecía una sala de estar del siglo pasado. La luz se filtraba a través de los cristales de vidrio de color encima de una gran ventana salediza. Sobre la chimenea, un reloj estaba parado en las 3,26. Los muebles pesadamente tapizados y los altos armarios llenos de cristalería y porcelana parecían haber absorbido todo el oxígeno de la sala. Saul levantó el cuello de su americana e inspeccionó rápidamente la sala. La habitación desprendía un olor peculiar. Apestaba a años y a cera y a talco amargo y a decadencia, olor que Saul siempre asociaba con su vieja tía Danuta en su pequeño apartamento de Cracovia. Danuta tenía ciento tres años cuando murió.

Había un comedor vacío al otro lado del vestíbulo. Una lámpara de araña tintineó ligeramente al entrar Saul. En el vestíbulo había una percha para sombreros y dos bastones negros apoyados contra la pared. En la calle, un camión pasó lentamente y la casa tembló.

El invernadero, situado detrás del comedor, estaba menos oscuro que el resto de la casa. Saul se sintió expuesto allí. La lluvia había cesado y pudo ver las rosas en el invernadero del jardín. Se haría de noche en pocos minutos.

Alguien había reventado un magnífico armario. La madera de cerezo estaba astillada y aún había cristales rotos en el suelo. Saul se acercó y se puso en cuclillas. En el estante central había algunas estatuillas y platos de estaño volcados.

Se levantó y miró alrededor. Una sensación de pánico crecía en él sin ninguna razón aparente. El olor de carne muerta parecía haberle acompañado. Se dio cuenta de que su mano derecha se abría y cerraba espasmódicamente. Ahora podía irse, entrar directamente en la cocina por la puerta de batientes y salir en dos minutos.

Saul se volvió y caminó por el gran vestíbulo hasta la escalera. La barandilla le pareció suave y fría cuando la tocó. A pesar de una pequeña ventana circular en la pared delante de la escalera, la oscuridad parecía levantarse como aire frío y caer en la barandilla ante él. Se detuvo en lo alto. A la derecha, una puerta estaba casi arrancada de sus bisagras. Pequeñas astillas colgaban del marco como tendones rotos. Se obligó a entrar en el dormitorio. Notó un olor como de cámara frigorífica con carne, semanas después de que hubiese fallado la electricidad. Había un armario alto en un rincón, como un ataúd puesto de pie. Las ventanas estaban cubiertas por pesadas cortinas que daban al patio. Un cepillo y un peine de marfil muy caros ocupaban el centro de un viejo tocador. El espejo estaba descolorido y manchado. La gran cama estaba hecha con esmero.

Saul estaba a punto de salir cuando oyó un ruido.

Se quedó inmóvil, con las manos involuntariamente cerradas como puños. No había nada excepto el olor a carne podrida. Estaba casi a punto de moverse de nuevo, preparado para atribuir el ruido al agua de los canalones atascados del exterior, cuando lo oyó otra vez, ahora más claramente.

Se oían pasos abajo. Alguien caminaba con un cuidado deliberado, y empezó a subir por la escalera.

Saul se volvió y dio cuatro pasos hacia el gran armario. La puerta no hizo ruido cuando la abrió y se metió entre las prendas de lana colgadas de la vieja. Sentía un ruido sordo, violento, en sus orejas. Las puertas alabeadas no se cerraban del todo y por la hendidura que quedaba ante sus ojos entraba una fina línea vertical de luz gris cortada por la oscura línea horizontal de la cama.

Los pasos subieron por los últimos peldaños, vacilaron durante un largo rato de absoluto silencio, y después entraron en la habitación. Eran muy ligeros.

Saul contuvo la respiración. El olor de la lana y la naftalina se mezclaba con el olor de carne podrida que había impregnado su nariz y amenazaba con sofocarle. Los pesados vestidos y bufandas se pegaban a él, le rodeaban los hombros y el cuello.

No sabía si los pasos habían retrocedido o no, tan alto era el zumbido en sus oídos. Un pánico claustrofóbico se apoderó de él. No podía concentrarse en la fina rendija de luz. Recordó el fango cayendo sobre caras vueltas, los movimientos de un brazo pálido contra la caída de barro negro, el yeso en una mejilla herida y el peso de piernas, lana grisácea a la luz de invierno, colgado sobre el pozo donde miembros blancos empujaban como lentos gusanos el barro negro.

Saul hizo esfuerzos para respirar. Luchó contra la lana que lo asfixiaba y tendió la mano para abrir la puerta del armario.

Su mano no llegó a tocarla. Antes de que pudiese moverse, la puerta fue abierta bruscamente desde fuera.