Charleston, sábado 13 de diciembre de 1980
Cuando desperté, el sol brillaba entre las ramas. Era uno de esos días de invierno cristalinos, templados, que hacen que la vida en el Sur sea mucho menos deprimente que la pura supervivencia ante un invierno yanqui. Podía ver el verde de los palmitos sobre los tejados. Cuando el señor Thorne me trajo la bandeja del desayuno, le dije que abriera un poco la ventana. Mientras tomaba el café, podía oír a los niños que jugaban en el patio. Algunos años antes el señor Thorne me habría traído el periódico de la mañana sobre la bandeja, pero hacía mucho tiempo que yo había aprendido que leer las locuras y los escándalos del mundo era profanar la mañana. En realidad, cada vez me interesaba menos por los asuntos de los hombres. Hacía doce años que vivía sin periódicos, teléfono o televisión, y no había sufrido efectos nocivos excepto si se considera negativa la creciente autosatisfacción. Sonreí al recordar el disgusto de Willi por no poder mostrar sus videocasetes. Era tan infantil.
—Hoy es sábado, ¿verdad, señor Thorne? —Asintió y yo le indiqué con un gesto que se llevara la bandeja—. Hoy saldremos —dije—. Un paseo. Quizás iremos al fuerte. Después cenaremos en Henry’s, y a casa. Tengo que preparar ciertos asuntos.
El señor Thorne vaciló y casi tropezó al salir de la habitación. Dejé de ceñirme por un instante la bata. No era normal que el señor Thorne hiciera un movimiento desprovisto de gracia. Comprendí que también él se estaba haciendo viejo. Enderezó la bandeja y los platos, meneó la cabeza y se dirigió a la cocina.
No estaba dispuesta a dejar que los presagios de la vejez me trastornaran en una mañana tan bella. Me sentí llena de nueva energía y resolución. La reunión de la noche anterior no había ido bien, pero tampoco había ido tan mal como podría haberse esperado. Yo había sido honesta con Nina y Willi con respecto a mi intención de abandonar el «juego». En las semanas y meses siguientes, ellos —o por lo menos Nina— empezarían a reflexionar sobre las ramificaciones que esto podía traer consigo, pero cuando decidiesen reaccionar, juntos o por separado, ya haría mucho tiempo que me habría marchado. Tenía ya nuevas (y viejas) identidades esperándome en Florida, Michigan, Londres, el sur de Francia y hasta Nueva Delhi. Michigan, por el momento, ni hablar. No estaba acostumbrada a un clima duro. Nueva Delhi ya no era el lugar hospitalario con los extranjeros que conocí cuando residí allí durante algún tiempo antes de la guerra.
Nina tenía razón en una cosa: un regreso a Europa sería beneficioso para mí. Añoraba la espléndida luz y el cordial savoir vivre de los campesinos de los alrededores de mi vieja residencia de verano en las afueras de Toulon.
El aire del exterior era estimulante. Me puse un sencillo vestido estampado y mi abrigo de primavera. El vestigio de artritis en mi pierna derecha me molestó mientras bajaba la escalera, pero usé el viejo bastón de mi padre. Un joven criado negro lo había cortado para él el verano que nos trasladamos de Greenville a Charleston. Sonreí cuando salí al encuentro del aire cálido del patio.
La señora Hodges salió de su portal hacia la luz. Sus nietos y los amigos de éstos jugaban alrededor de la fuente seca. Desde hacía dos siglos el patio era compartido por los tres edificios de ladrillos. Sólo mi casa no había sido dividida en pisos o apartamentos baratos.
—Buenos días, señorita Fuller.
—Buenos días, señora Hodges. Un hermoso día.
—Sí, mucho. ¿Se va de compras?
—Sólo un paseo, señora Hodges. Me extraña que el señor Hodges no esté fuera. Los sábados acostumbra trabajar en el patio.
La señora Hodges frunció el ceño cuando una de las chiquillas corrió entre nosotras. Su amiga vino chillando detrás con el jersey al viento.
—Oh, George ya está en el puerto deportivo.
—¿Durante el día?
Muchas veces me divertía con la marcha del señor Hodges al trabajo por la noche; su uniforme de guardia de seguridad impecablemente planchado, su pelo gris que le sobresalía por debajo de la gorra, la fiambrera negra del almuerzo cogida firmemente bajo el brazo. El señor Hodges era tan curtido y patizambo como un viejo cowboy. Era uno de aquellos hombres que están siempre al borde de la jubilación, pero que probablemente comprenden que la inactividad sería una especie de sentencia de muerte.
—Oh, sí. Uno de esos hombres de color del turno de noche en el edificio del almacén se marchó y le pidieron a George que ocupara su puesto. Le dije que era muy viejo para trabajar cuatro noches por semana y además el fin de semana, pero ya sabe cómo es George.
—Bien, dele mis saludos —le dije. Las chicas que corrían alrededor de la fuente me ponían nerviosa.
La señora Hodges me siguió hasta la puerta de hierro forjado.
—¿Se marchará estas vacaciones, señorita Fuller?
—Quizá, señora Hodges. Es muy probable.
Después el señor Thorne y yo salimos a la acera y nos dirigimos hacia Battery. Algunos coches pasaban lentamente por las calles estrechas, los turistas miraban las casas de nuestro casco antiguo, pero el día estaba sereno y tranquilo. Cuando entramos en la calle Broad, vi los mástiles de los yates y veleros antes de ver el agua.
—Por favor, compre los billetes, señor Thorne —dije—. Creo que me gustaría ver el Fuerte.
Como es típico de la mayoría de la gente que vive cerca de atracciones turísticas populares, no había reparado en ellas durante muchos años. Era un acto de sentimentalismo visitar ahora el Fuerte. Un acto motivado por mi creciente aceptación del hecho de que tendría que dejar esos lugares para siempre. Pensar en mudarse es algo totalmente diferente a enfrentarse realmente a ello.
Había escasos turistas. El transbordador se alejó del malecón hacia las plácidas aguas del puerto. La combinación de sol caliente y el monótono zumbido del diesel me hizo dormitar durante un rato. Me desperté cuando entrábamos en la oscura masa del fuerte de la isla. Durante un momento acompañé al grupo de visitantes, disfrutando de los silencios de catacumba de los niveles inferiores y del sonsonete estúpido de la guía del parque. Pero cuando volvimos al museo, con sus dioramas cubiertos de polvo y sus pequeñas bandejas de oropel con diapositivas, subí por la escalera de nuevo hacia el parapeto. Le hice una señal al señor Thorne para que se quedara en lo alto de la escalera y fui hasta las defensas. Sólo había otra pareja —una pareja joven con un bebé en una incómoda cuna india y una cámara barata— en la muralla.
Fue un momento agradable. Una tormenta de mediodía venía de occidente y proporcionaba un fondo oscuro a las agujas de las iglesias iluminadas, las torres de ladrillos y partes de la ciudad. Desde una distancia de tres kilómetros se podía ver el movimiento de la gente en el paseo de Battery. El viento soplaba delante de las nubes y lanzaba cabrillas contra el balanceante transbordador y contra el malecón de madera. El aire olía a río, a invierno y a lluvia al anochecer.
No era difícil imaginar aquel lejano día. Las granadas habían caído en el fuerte hasta que las capas superiores fueron poco más que protectores montones de escombros. La gente había aplaudido y gritado desde los tejados, detrás de Battery. Los vivos colores de los vestidos y sombrillas debieron de haber sido exasperantes para los artilleros yanquis. Por fin uno de ellos había disparado un tiro sobre los tejados atestados. La confusión que siguió debió de resultar divertida desde el lugar que ocupaba.
Un movimiento del agua gris me llamó la atención. Algo oscuro se deslizaba a su través; algo oscuro y sigiloso como un tiburón. Me desperté de mis recuerdos cuando reconocí en esa masa en movimiento un submarino Polaris, viejo pero sin duda útil todavía, que se deslizaba por las aguas oscuras sin emitir un solo sonido. Las olas se curvaban y se rizaban sobre el casco liso como una piel de marsopa, formando a ambos lados una estela blanca. Había varios hombres en la torreta. Vestían pesados abrigos y sombreros calados hasta los ojos. Unos inverosímiles binóculos colgaban del cuello de uno de los hombres, quien supuse que sería el capitán. Señalaba algo más allá de la isla Sullivan. Lo miré. Los contornos de mi visión empezaron a desvanecerse mientras yo establecía contacto con el agua. Desde lejos me llegaban sonidos y visiones.
Tensión. El placer de la espuma salada, de la brisa del nordeste. La ansiedad de las órdenes cerradas abajo. La conciencia de los bajíos de arena que acababan de avistarse al lado del puerto.
Me asusté cuando alguien se me acercó por detrás. Los puntos que oscilaban al borde de mi visión se escaparon cuando me volví.
El señor Thorne estaba allí, junto a mí. Sin que le hubiera llamado. Había abierto la boca para decirle que volviera junto a la escalera cuando descubrí la causa de su aproximación. El joven que había estado haciendo fotos con su pálida esposa se dirigía hacia mí. El señor Thorne se movió para interceptarle.
—Perdóneme, señora. ¿Podrían hacernos una foto?
Asentí con la cabeza y el señor Thorne cogió la cámara que le tendían. Resultaba minúscula en sus manos de largos dedos. Dos fotos bastaron para que la pareja quedara satisfecha con la inmortalización de su presencia allí. El joven sonrió como un idiota y meneó la cabeza. El bebé empezó a llorar cuando sopló un viento frío. Miré de nuevo hacia el submarino, pero ya había pasado, su torreta gris era ahora una delgada línea que unía el mar y el cielo.
Estábamos casi de vuelta a la ciudad, el transbordador oscilaba en dirección a la grada, cuando una desconocida me habló de la muerte de Willi.
—Es terrible, ¿verdad? —La locuaz anciana me había seguido hasta la sección despejada de la cubierta. Aunque el viento se había vuelto incómodamente fresco y yo me había movido dos veces para escapar de aquella estúpida cháchara, era evidente que aquel personaje me había elegido como blanco de conversación para el tramo final de la excursión. Ni mi reserva ni la disuasiva presencia del señor Thorne parecían descorazonarla—. Debe de haber sido terrible —continuaba ella—. En la penumbra…
—¿Qué ocurrió?
Una oscura premonición motivó mi pregunta.
—El accidente de avión. ¿No oyó hablar de eso? Debe de haber sido terrible, caer en el pantano… Esta mañana le he dicho a mi hija…
—¿Qué accidente de avión? ¿Cuándo?
La anciana se encogió un poco ante la acritud de mi tono, pero no se borró su vacía sonrisa.
—Ah, la noche pasada. Esta mañana le he dicho a mi hija…
—¿Dónde? ¿Qué avión?
El señor Thorne se acercó cuando oyó el tono de mi voz.
—La noche pasada —repitió ella con voz trémula—. El de Charleston. El periódico que estaba en el salón lo cuenta todo. ¿No es terrible? Ochenta y ocho personas. Yo le he dicho a mi hija…
La dejé junto a la barandilla. Había un periódico arrugado cerca de la cafetería; bajo un titular de cuatro palabras podían leerse algunos detalles de la muerte de Willi. El vuelo 417 a Chicago había despegado del aeropuerto internacional de Charleston a las 12.18. Veinte minutos después estalló en el aire cerca de la ciudad de Columbia. Fragmentos del fuselaje y partes de los cuerpos habían caído en el pantano Congarese donde unos pescadores nocturnos los encontraron. No hubo supervivientes. La FAA, el NTSB y el FBI estaban investigando.
Mis oídos zumbaron y tuve que tomar asiento para no caerme. Mis manos súbitamente húmedas se pegaban al tapizado de vinilo verde. Los pasajeros pasaban cerca de mí de camino hacia las salidas.
Willi estaba muerto. Asesinado. Nina lo había matado. Durante algunos vertiginosos segundos consideré la posibilidad de una conspiración, un rebuscado trabajito de Nina y Willi para confundirme y hacerme pensar que sólo era una amenaza. Pero no. No había ninguna razón. Si Nina hubiese incluido a Willi en sus planes, no habría habido necesidad de maquinaciones tan absurdas.
Willi estaba muerto. Sus restos estaban sembrados sobre una zona pantanosa, maloliente y oscura. Era demasiado fácil imaginar sus últimos momentos. Se reclinaba en el confortable asiento de primera clase, con una copa en la mano, quizá murmurándole algo a uno de sus palurdos compañeros. Después, la explosión. Gritos. La súbita oscuridad. Una arremetida brutal y la caída final en el olvido. Me estremecí y apreté el brazo metálico de la silla.
¿Cómo lo había hecho Nina? No era probable que hubiera utilizado a uno de los hombres de Willi. No estaba más allá de los poderes de Nina «usar» a los propios peones de Willi, especialmente en vista de su «aptitud» debilitada, pero no había razón para hacerlo. Podía haber «usado» a cualquier pasajero de ese vuelo. Habría sido difícil. El elaborado paso de preparar la bomba, el supremo esfuerzo de bloquear todo el recuerdo, y el casi increíble hecho de «usar» a alguien mientras estábamos juntos tomando café y coñac. Pero Nina lo podía haber hecho. Sí, podía. Y el momento. El momento exacto sólo podía significar una cosa.
El último de los turistas había salido de la sala. Sentí la ligera sacudida que significaba que habíamos atracado en el malecón. El señor Thorne estaba de pie junto a la puerta.
El momento elegido por Nina significaba que intentaba enfrentarnos a los dos al mismo tiempo. Por supuesto lo había planeado mucho antes de la reunión y de mi tímido anuncio de retirarme. ¡Cómo debía de haberse divertido! ¡No me sorprende que reaccionara tan generosamente! Pero había cometido un gran error. Al ocuparse primero de Willi, Nina lo apostó todo a la posibilidad que yo no supiera la noticia antes de poderse ocupar de mí. Sabía que yo no tenía acceso a las noticias diarias y que salía muy raramente. De todas maneras, era improbable que Nina dejara algo al azar. ¿Sería posible que pensara que yo había perdido completamente la «aptitud» y que Willi representaba una amenaza mayor?
Yo sacudía la cabeza mientras salía de la sala hacia la luz gris de la tarde. El viento penetraba a través del abrigo fino. La vista desde el muelle era borrosa y me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Por Willi? Willi había sido un tonto débil y pomposo. ¿Por la traición de Nina? Quizás era sólo el viento frío.
Las calles del casco antiguo estaban poco concurridas. Ramas desnudas chasqueaban contra las ventanas de las casas. El señor Thorne seguía a mi lado. El aire frío hacía más intenso el dolor artrítico de mi pierna derecha, que subía hasta la cadera. Me curvé más sobre el bastón de mi padre.
¿Cuál sería su próximo movimiento? Me detuve. Un trozo de diario arrastrado por el viento topó contra mi tobillo y continuó su viaje.
¿Cómo vendría hasta mí? No desde muy lejos. Estaba en algún lugar de la ciudad. Lo sabía. Aunque era posible «usar» a alguien a larga distancia, ello requería una gran relación, un conocimiento casi íntimo de esa persona, y si el contacto se perdiera sería difícil, si no imposible, restablecerlo a distancia. Ninguno de nosotros sabía por qué era así. Ahora no importaba. Pero la idea de Nina aún allí, cerca, hizo que mi corazón empezara a latir con fuerza.
Desde lejos no. Fuera quien fuese la persona que ella «usaba», vendría hacia mí. Yo vería a mi atacante. Conocía bastante bien a Nina; eso por lo menos lo sabía. Sin duda, la muerte de Willi había sido su «alimentación» menos personal imaginable, pero había sido una mera operación técnica. Desde luego Nina había decidido ajustar viejas cuentas conmigo y Willi se había convertido en un obstáculo para ella, en una amenaza pequeña pero significativa que tenía que ser eliminada antes de continuar. No me costaba imaginar que para el cerebro de Nina, su elección de la forma de morir de Willi sería interpretada como un acto de compasión, casi una señal de afecto. No conmigo. Era consciente de que Nina quería que yo supiera, aunque por poco tiempo, que ella estaba detrás del ataque. En cierto sentido su vanidad sería mi aviso. O por lo menos eso esperaba.
Tuve la tentación de marcharme de inmediato. Le podía decir al señor Thorne que sacara el Audi del garaje y en una hora podríamos estar lejos de la influencia de Nina, camino de una nueva vida al cabo de pocas horas. Había cosas importantes en la casa, claro, pero los fondos que yo había guardado en otro lugar sustituirían la mayor parte. Sería casi una alegría dejarlo todo atrás junto con la identidad abandonada que lo había acumulado.
No. No podía irme. Todavía no.
Desde el otro lado de la calle, la casa tenía un aspecto tétrico y malévolo. ¿Había sido yo quien había cerrado aquellas persianas del segundo piso? Se asistía a un vago movimiento en el patio; vi a la nieta de la señora Hodges y a una amiga corriendo de una puerta a otra. Permanecí indecisa en la curva y golpeé con el bastón de mi padre contra el árbol de corteza negra. Era estúpido temblar así, lo sabía, pero hacía mucho tiempo que no me veía obligada a tomar una decisión a la fuerza.
—Señor Thorne, por favor, inspeccione la casa. Cada habitación, y vuelva enseguida.
Soplaba un viento frío mientras yo seguía con la mirada la chaqueta negra del señor Thorne que se perdía en la penumbra del patio. Allí de pie, sola, me sentí terriblemente expuesta. Miré la calle arriba y abajo, buscando el pelo negro de la señorita Kramer, pero la única señal de movimiento era una mujer joven que empujaba un cochecito de niño al fondo de la calle.
Las persianas del segundo piso se levantaron y la cara del señor Thorne apareció, muy pálida, durante un minuto. Después me dio la espalda y yo continué mirando el rectángulo oscuro. Un grito en el patio me asustó, pero era sólo esa chiquilla…, ¿cómo se llamaba?…, llamando a su amiga. Kathleen, eso era. Las dos estaban sentadas al borde de la fuente y abrían una caja de galletas. Las miré fijamente y me tranquilicé. Incluso conseguí burlarme un poco de mi paranoia. Durante un segundo pensé «usar» al señor Thorne directamente, pero la idea de quedar desamparada en la calle me disuadió. Cuando se está en contacto completo, los sentidos todavía funcionan, pero a veces son algo distantes.
«Deprisa».
La idea fue enviada casi sin querer. Dos hombres bajaban por la acera de mi lado de la calle. Crucé para colocarme delante de mi portal. Los hombres reían y gesticulaban. Uno de ellos me miró.
«Deprisa».
El señor Thorne salió de la casa, cerró la puerta tras de sí y atravesó el patio hacia donde estaba yo. Una de las chicas le dijo algo y le ofreció la caja de galletas, pero él la ignoró. Al otro lado de la calle, los dos hombres seguían andando. El señor Thorne me entregó la gran llave de la puerta principal. La dejé caer en el bolsillo de mi abrigo y le miré de forma incisiva. Él asintió con la cabeza. Su pálida sonrisa se burló inconsciente de mi consternación.
—¿Está seguro? —pregunté. Él volvió a asentir con la cabeza—. ¿Ha verificado todos los cuartos? —Nuevo gesto afirmativo—. ¿Las alarmas? —Igual—. ¿El sótano? —Igual—. ¿Ninguna señal de alteración? —El señor Thorne movió negativamente la cabeza.
Mi mano fue hacia el metal del portal, pero vacilé. La ansiedad llenaba mi garganta como si fuera bilis. Yo era una vieja tonta, cansada y con frío, pero no conseguía decidirme a abrir aquel portal.
—Venga. —Atravesé la calle y me aparté enérgicamente de la casa—. Iremos a cenar a Henry’s y volveremos más tarde. —Pero yo no iba en dirección al viejo restaurante; me alejaba sin dirección de la casa en lo que íntimamente sabía que era un pánico ciego. Sólo empecé a calmarme cuando llegamos al puerto y caminamos a lo largo de la muralla de Battery. No había nadie más a la vista. Algunos coches pasaban por la calle, pero para llegar hasta nosotros cualquier persona tendría que atravesar un espacio ancho, vacío. Las nubes grises estaban muy bajas y se mezclaban con las olas picadas y encrespadas de la bahía.
El aire libre y la luz del anochecer que se apagaba lograron volverme a la vida y empecé a pensar con mayor claridad. Fuesen cuales fueran los planes de Nina, seguro que habían sido lanzados en desorden debido a mi ausencia durante todo el día. Dudo que Nina se quedase si hubiera existido el mínimo peligro para ella. No, seguro que estaría volviendo a Nueva York en avión cuando yo estaba temblando en el paseo de Battery. Por la mañana yo recibiría un telegrama. Casi podía adivinar las palabras exactas:
MELANIE ¿NO ES TERRIBLE ESTO DE WILLI? MUY TRISTE. ¿PUEDES VENIR CONMIGO A LOS FUNERALES? BESOS, NINA.
Empecé a comprender que mi vacilación había nacido de un deseo de volver al calor y a la comodidad de mi casa, pero también de algo más. Sólo tenía miedo de abandonar este viejo capullo. Ahora podía hacerlo. Esperaría en un lugar seguro mientras el señor Thorne volvía a la casa para recoger la única cosa que no podía abandonar. Después sacaría el coche del garaje y cuando llegase el telegrama de Nina, ya estaría lejos. Sería Nina quien se estremecería en la oscuridad en los meses y años futuros. Sonreí y empecé a elaborar las órdenes necesarias.
—Melanie.
Mi cabeza se volvió bruscamente. El señor Thorne hacía veintiocho años que no hablaba. Ahora lo estaba haciendo.
—Melanie.
Su cara estaba distorsionada por una sonrisa que era un rictus y mostraba sus dientes negros. Tenía un cuchillo en su mano derecha. La hoja centelleaba cuando me volví para mirarlo. Miré en sus vacíos ojos y grises y lo supe.
—Melanie.
La larga hoja describió un arco poderoso. Yo no podía hacer nada para detenerlo. Cortó la tela de la manga de mi abrigo y continuó su camino hacia mi carne. Pero al volverme, mi bolso se había balanceado conmigo. El cuchillo rasgó el cuero, lo atravesó, perforó mi abrigo y llegó a hacerme sangrar en la base del tórax. El bolso me había salvado la vida.
Levanté el pesado bastón de mi padre y golpeé en el ojo izquierdo al señor Thorne. Se tambaleó, pero no hizo ningún ruido. Una vez más, el cuchillo rasgó el aire, pero yo había dado dos pasos atrás y la visión del señor Thorne estaba nublada.
Cogí el bastón con ambas manos y lo giré de nuevo, dándole a mi agresor un golpe brusco. Increíblemente, encontró de nuevo el mismo ojo. Retrocedí tres pasos más.
La sangre corría por el lado izquierdo de la cara del señor Thorne y el ojo magullado colgaba sobre la mejilla. La sonrisa burlona continuaba, su cabeza se levantó, alzó con lentitud la mano izquierda, arrancó el ojo rasgando bruscamente un filamento gris y lo lanzó al agua de la bahía. Vino hacia mí. Me giré y me hice a un lado.
Intenté correr. El dolor en mi pierna derecha me obligó a aflojar veinte pasos después. Quince pasos aún más rápidos y mis piernas estaban sin oxígeno; mi corazón amenazaba estallar. Sentía rezumar una humedad por mi lado izquierdo y experimentaba un escozor —como un cubo de hielo contra la piel— donde la hoja del cuchillo me había tocado. Una mirada atrás me mostró que el señor Thorne se dirigía hacia mí más deprisa de lo que yo me movía. En situación normal me podría alcanzar en cuatro zancadas. Es difícil hacer que alguien corra cuando le «usas». Sobre todo cuando el cuerpo de esa persona está reaccionando a un choque y trauma. Miré atrás… otra vez, resbalando en el pavimento escurridizo. El señor Thorne tenía una amplia sonrisa. De la órbita vacía le manaba sangre, que le manchaba los dientes. No había nadie más a la vista.
Bajaba por los peldaños, cogido a la barandilla para no caer. Bajaba por la acera torcida y subía por el camino de asfalto hacia la calle. Las luces de los faroles vacilaban y se encendían a medida que yo pasaba. Detrás de mí, el señor Thorne superó los peldaños con dos saltos. Mientras subía por el camino le agradecí a Dios por haber llevado zapatos de tacones bajos para el paseo en barco. ¿Qué pensaría la gente al ver esta extraña persecución entre dos viejos? No había nadie.
Entré en una calle lateral. Tiendas cerradas, almacenes vacíos. Cortar a la izquierda me llevaría a la calle Broad, pero a mi derecha, medio bloque más adelante, una figura solitaria había salido de un almacén oscuro. Me dirigí hacia allí, ya incapaz de correr, a punto de desmayarme. Los dolores artríticos de mi pierna eran más intensos de lo que nunca pude imaginar y estaban a punto de hacerme caer en la acera. El señor Thorne estaba veinte pasos atrás y se aproximaba rápidamente. El otro era un negro alto, delgado, con una chaqueta marrón de nailon. Llevaba una caja de lo que parecían fotografías sepia enmarcadas. Me contempló cuando me acerqué y después miró sobre mi hombro hacia la persona que se hallaba unos diez pasos atrás.
—¡Eh!
El hombre tuvo tiempo para gritar una sola sílaba y después yo llegué con mi mente y «empujé». Él se retorció como un títere mal manipulado. Su mandíbula cayó, sus ojos se pusieron vidriosos y pasó ante mí tambaleándose en el mismo momento en que el señor Thorne me alcanzaba.
La caja voló por el aire y se oyó cómo el vidrio se partía contra los ladrillos de la acera. Dedos largos, castaños, alcanzaron una garganta blanca. El señor Thorne lo apartó, pero el negro se agarró tenazmente y los dos giraron como una torpe pareja de baile. Yo llegué a la salida del callejón y apoyé la cara contra el ladrillo frío para reanimarme. El esfuerzo de concentración mientras «usaba» a ese extraño no me permitió descansar siquiera un segundo. Miré los torpes tropiezos de los dos hombres altos y me resistí a un absurdo impulso de reír.
El señor Thorne clavó el cuchillo en el estómago del otro, lo sacó y lo volvió a hundir. Las uñas del negro estaban incrustadas ahora en su ojo sano. Sus fuertes dientes intentaban morderle la yugular. Desde lejos sentí la fría intrusión de la hoja una tercera vez, pero el corazón aún latía y todavía podía ser usado. El hombre saltó, rodeando la cintura del señor Thorne con sus piernas, mientras sus mandíbulas se cerraban sobre su musculosa garganta. Sus uñas se clavaron dejando marcas de sangre en la piel blanca. Los dos hombres cayeron.
«Mátale». Los dedos avanzaron hacia el ojo, pero el señor Thorne extendió la mano izquierda y apartó la fina muñeca. Los débiles dedos continuaron agitándose. Con un tremendo esfuerzo, el señor Thorne colocó el brazo contra el pecho del otro y levantó su cuerpo como un niño sobre su padre recostado. Sus dientes arrancaron un trozo de carne, pero no produjeron ningún daño vital. El señor Thorne puso el cuchillo entre ellos, arriba, a la izquierda, y después a la derecha. Seccionó la mitad de la garganta del negro con el segundo golpe y la sangre borbotó sobre ambos. Las piernas del negro sufrieron dos espasmos. El señor Thorne lo lanzó a un lado, se volvió y caminó apresuradamente por el callejón.
De nuevo a la luz, la luz del crepúsculo que desaparecía, vi que había llegado a un callejón sin salida. Los fondos de almacenes y el lado de metal sin ventanas del puerto de Battery conducían hasta las aguas de la bahía. Una calle continuaba a la izquierda, pero era oscura, estaba desierta, y era demasiado larga para intentar huir por ella. Miré hacia atrás a tiempo de ver la silueta negra que entraba en el callejón detrás de mí.
Intenté establecer contacto, pero no había nada allí. Nada. El señor Thorne podría perfectamente ser un agujero en el aire. Más tarde me preocuparía en saber cómo había hecho esto Nina.
La puerta lateral del puerto deportivo estaba cerrada. La puerta principal estaba a casi cien metros y se hallaría también cerrada. El señor Thorne salió del callejón y giró la cabeza a ambos lados, buscándome. En la débil luz, su cara marcada parecía casi negra. Empezó a acercarse a mí, tambaleándose.
Levanté el bastón de mi padre, rompí el cristal de una ventana y metí la mano entre los añicos. Si arriba o abajo había un cerrojo estaba perdida. Sólo encontré una simple cerradura de pomo y un cerrojo cruzado. Mis dedos se deslizaron sobre el frío metal, pero el cerrojo resbaló cuando el señor Thorne llegaba a la acera detrás de mí. Entonces yo estaba dentro y corría el cerrojo.
Estaba oscuro. El frío salía del suelo de hormigón y se oía el ruido de muchos pequeños barcos que se balanceaban en sus amarraderos. A unos cincuenta metros, se veía luz en las ventanas del despacho. Tenía la esperanza de que hubiera un sistema de alarma, pero el edificio era lo bastante viejo y el puerto poco importante para eso. Empecé a dirigirme hacia la luz cuando el brazo del señor Thorne rompió el cristal de la puerta que estaba a mis espaldas. El brazo se retiró. Un tremendo puntapié hizo añicos la bisagra superior y astilló la madera alrededor del cerrojo. Miré hacia el despacho, pero únicamente el sonido de un programa de radio salía de la puerta demasiado lejana. Otro puntapié.
Giré a la derecha y salté noventa centímetros hasta la balanceante proa de un yate. Cinco pasos y estaba en el pequeño espacio cubierto de la cabina de proa. Cerré el frágil tablero de acceso y miré con atención a través del plexiglás rayado.
El tercer puntapié del señor Thorne hizo que la puerta volara hacia dentro, quedando colgada de largos listones de madera astillada. Su forma oscura llenó el hueso. El cuchillo en su mano derecha reflejaba una luz distante de la calle.
«Por favor. Por favor, escucha el ruido».
Pero no hubo ningún movimiento en el despacho, sólo las voces metálicas de la radio. El señor Thorne dio cuatro pasos, se detuvo y saltó al primer barco en fila. Era un fueraborda descubierto y el señor Thorne estaba de nuevo en el hormigón en seis segundos. El segundo barco tenía una pequeña cabina. Se oyó un desgarro cuando el señor Thorne abrió con un puntapié la pequeña escotilla y volvió al pasillo. Mi barco hacía el número ocho de la fila. Me pregunté por qué él no oía el salvaje martilleo de mi corazón.
Cambié de posición y miré la portilla de estribor. El plexiglás oscuro lanzó la luz fragmentada en rayas y dibujos. Vi fugazmente su cabello blanco por la ventana y al poco tiempo cambió la emisora de la radio. La música alta resonó en el cuarto. Fui hasta la otra portilla. El señor Thorne salía del cuarto barco.
Cerré los ojos, aminoré la frecuencia de mi respiración, intenté recordar las innumerables noches en que había observado una figura vieja y patizamba que arrastraba los pies por la calle. El señor Thorne acabó su inspección del quinto barco, un yate más largo, con diversos huecos oscuros, y volvió al malecón.
«Olvida el café en el termo. Olvida el crucigrama. ¡Ve a mirar!»
El sexto barco era un pequeño fueraborda. El señor Thorne lo miró, pero no entró. El séptimo era un velero bajo, con el mástil plegado y la vela recogida sobre la caseta del timón. El cuchillo del señor Thorne cortó la gruesa lona, que sus manos ensangrentadas arrancaron como una nube que se rasgara. Después pegó un salto hasta el hormigón.
«¡Olvida el café! ¡Ve a mirar! ¡Ahora!»
El señor Thorne saltó a la proa de mi barco. Lo sentí balancearse bajo su peso. No había dónde esconderme, sólo un pequeño armario bajo el asiento, demasiado pequeño para mí. Desaté las cintas de lona que ataban los cojines al banco. El sonido de mi descompasada respiración parecía resonar en el pequeño espacio. Me puse en posición fetal detrás del cojín, mientras las piernas del señor Thorne pasaban por la portilla de estribor.
«Ahora.»
Súbitamente su cara llenó la cinta de plexiglás a menos de treinta centímetros de mí cabeza. Su mueca increíblemente amplia se ensanchó todavía más.
«Ahora.»
Entró en la caseta del timón.
«Ahora. Ahora. Ahora.»
El señor Thorne se puso en cuclillas ante la puerta de la cabina. Intenté reforzarla con las piernas, pero mi pierna derecha no obedecía. El puño del señor Thorne rompió los finos listones y me agarró el tobillo.
—¡Eh, tú!
Era la voz trémula del señor Hodges. La luz de su linterna se dirigió hacia nosotros.
El señor Thorne empujó la puerta. Mi pierna izquierda se dobló dolorosamente. Su mano izquierda me cogía firmemente del tobillo a través de las tablillas partidas, mientras la mano con el cuchillo se aproximaba por el agujero.
—¡Eh! —gritó el señor Hodges, y después mi mente empujó. Con mucha fuerza. El viejo se paró. Dejó caer la linterna y desató la hebilla de su pistolera.
El señor Thorne movía el cuchillo adelante y atrás. El cojín casi se me había escapado de las manos, mientras tiras de espuma llenaban la cabina. La hoja rasgó la punta de mi dedo meñique cuando el cuchillo volvió atrás de nuevo.
«Hazlo. Ahora. Hazlo.»
El señor Hodges cogió el revólver con ambas manos y disparó. El tiro se adentró en la oscuridad mientras el sonido hacía resonar el hormigón y el agua.
«¡Más cerca, idiota! ¡Deprisa!»
El señor Thorne empujó de nuevo y su cuerpo se introdujo en el agujero. Dejó mi tobillo para liberar su brazo izquierdo, pero casi instantáneamente su mano estaba de nuevo en la cabina para cogerme. Estiré el brazo y encendí la luz del techo. La oscuridad me miró desde su órbita vacía. La luz, a través de las tablillas quebradas, derramó haces amarillentos sobre su cara destrozada.
Me deslicé hacia la izquierda, pero su mano, que agarraba mi abrigo, me hacía caer del banco. Estaba de rodillas, liberando su mano derecha para acuchillarme.
«¡Ahora!»
El segundo disparo del señor Hodges hizo blanco en la cadera derecha del señor Thorne. Gruñó cuando el impacto le empujó hacia atrás, haciéndole caer sentado. Mi abrigo se rasgó y los botones hicieron un ruido metálico en la cubierta.
Antes de volver hacia atrás, el cuchillo cortó el mamparo, cerca de mi oreja.
El señor Hodges caminó con paso inseguro hasta la proa, estuvo a punto de caer y terminó por avanzar despacio por el lado de estribor. Empujé la escotilla contra el brazo del señor Thorne, pero él no soltó mi abrigo y continuó atrayéndome hacia sí. Caí de rodillas. El cuchillo volvió, cortó de nuevo la espuma y alcanzó a rasgarme el abrigo. Lo que quedaba del cojín voló de mis manos. Hice que el señor Hodges se detuviese a un metro de distancia y apoyase el arma contra el techo de la cabina.
El señor Thorne hizo retroceder la hoja y la empuñó como una espada de torero. Yo podía sentir los gritos silenciosos de triunfo que salían de los dientes manchados, como un vaho venenoso. La luz de la locura de Nina ardía detrás de aquel único ojo.
El señor Hodges disparó. La bala cortó la espina dorsal del señor Thorne y continuó hasta el imbornal de la portilla. El señor Thorne se arqueó hacia atrás, extendió los brazos y cayó en la cubierta como un gran pez que acabara de ser sacado del agua. El cuchillo cayó en el suelo de la cabina, mientras unos dedos blancos continuaban golpeando nerviosamente contra la cubierta. Hice que el señor Hodges avanzara, apoyara la boca del arma contra la sien del señor Thorne, un poco más arriba del ojo que le quedaba, y disparara de nuevo. El sonido fue sordo y hueco.
Había un botiquín en el cuarto de baño del despacho. Hice que el viejo se quedara en la puerta mientras yo vendaba mi dedo meñique y me tomaba tres aspirinas.
Mi abrigo estaba destrozado y la sangre había manchado mi vestido estampado. El vestido nunca me había gustado mucho —siempre creí que me hacía parecer poco elegante—, pero el abrigo era uno de mis preferidos. Mi pelo era un desastre. Estaba lleno de pequeños trozos de materia gris. Me pasé agua por la cara y me arreglé el pelo lo mejor que pude. Sorprendentemente, no había perdido mi harapiento bolso, aunque gran parte de su contenido había desaparecido. Coloqué las llaves, el billetero, las gafas de leer y los pañuelos en el bolsillo grande de mi abrigo y dejé caer el bolso detrás del lavabo. Ya no tenía el bastón de mi padre; no recordaba dónde lo había dejado.
Con cautela, le quité el pesado revólver al señor Hodges. El brazo del viejo continuó estirado, y los dedos, curvados en el aire. Después de hurgar durante algunos segundos conseguí abrir el cilindro. Quedaban dos círculos brillantes de cobre. ¡El viejo loco andaba por allí con las seis recámaras cargadas! «Deja siempre una recámara vacía bajo el percutor.» Charles me había enseñado eso aquel alegre verano, mucho tiempo atrás, cuando estas armas eran sólo excusas para pasear por la isla y hacer prácticas de tiro, interrumpidas por los gritos agudos de nuestras risas nerviosas cuando Nina y yo dejábamos que los firmes brazos de nuestros serios profesores nos recogieran tras la sacudida del disparo. «Siempre se deben contar los cartuchos», decía Charles, y yo casi me desmayaba contra él, contra su aroma varonil a jabón de afeitar y a tabaco en esos días cálidos y brillantes.
El señor Hodges se movió ligeramente mientras mi atención vagaba. Su boca se abrió y su dentadura postiza quedó colgando. Miré su viejo cinturón de cuero, pero allí no había más balas, y yo no sabía dónde las guardaba. Lo sondeé, pero poco quedaba en la confusión de pensamientos del viejo, excepto un recuerdo desconcertante de la boca del arma puesta contra la sien del señor Thorne, la explosión, la…
—Venga —dije. Equilibré las gafas en la cara ausente del señor Hodges, le devolví el revólver y dejé que me condujera fuera del edificio. Fuera estaba muy oscuro. Nos movíamos de farola a farola. Habíamos caminado seis manzanas cuando los violentos temblores del viejo me recordaron que había olvidado ordenarle que se pusiera el abrigo. Apreté mi tornillo mental y él dejó de temblar.
La casa tenía el mismo aspecto que…, Dios mío…, sólo cuarenta y cinco minutos antes. No había luces. Entramos en el patio y busqué la llave en el bolsillo demasiado lleno de mi abrigo. El frío aire nocturno me mordía. Procedentes de las ventanas iluminadas, al otro lado del patio, llegaban las risas de las niñas, así que me apresuré para que Kathleen no viera a su abuelo entrando en la casa. El señor Hodges iba delante con el revólver en la mano. Le hice encender la luz antes de entrar.
La sala estaba vacía, tranquila. La luz de la araña en el comedor reflejaba las superficies pulidas. Me senté un minuto en la silla de tipo Williamsburg en el vestíbulo para dejar que el ritmo de mi corazón se sosegara. No hice que el señor Hodges bajara el percutor de la pistola que todavía empuñaba. Su brazo empezaba a temblar por la tensión y el peso del arma. Finalmente, me levanté y fuimos hasta el fondo del vestíbulo, hacia el invernadero.
La señorita Kramer salió por la puerta de batientes de la cocina con el pesado atizador de hierro alzado. El revólver se disparó inofensivamente contra el suelo cuando el brazo del viejo crujió al recibir el impacto del atizador. El revólver se desprendió de su temblorosa mano, mientras la señorita Kramer levantaba su arma por segunda vez.
Me giré y corrí hacia el vestíbulo. Detrás de mí oí el sonido de melón reventado por el atizador al chocar contra el cráneo del señor Hodges. En vez de correr hacia el patio, subí por la escalera. Un error. La señorita Kramer saltó por la escalera y llegó al dormitorio pocos segundos después. Vislumbré sus ojos muy abiertos, enloquecidos, y el atizador en alto antes de cerrar de un golpe la pesada puerta. El pestillo se cerró justo cuando, desde el otro lado, la morena se lanzó contra la madera. El grueso roble no cedió. Después escuché el ruido de metal contra la puerta y el marco. Y otra vez. Y otra.
Maldiciendo mi estupidez, recorrí con la mirada la habitación, pero allí no había nada que pudiese serme de alguna ayuda, ni siquiera un teléfono. Ni siquiera un armario donde pudiera esconderme, sólo el antiguo guardarropa. Fui rápidamente hasta la ventana y la abrí. Mis gritos llamarían la atención, pero no antes de que aquel monstruo entrara. Ahora atacaba los bordes de la puerta. Miré afuera, vi sombras en las ventanas del otro lado, e hice lo que tenía que hacer.
Dos minutos más tarde, yo apenas era consciente de la madera que cedía alrededor del pestillo. Oía, lejos, el chirriar del atizador contra la recalcitrante chapa de metal. La puerta se abrió hacia dentro.
La señorita Kramer estaba empapada en sudor. Tenía la boca abierta y colgante y la baba resbalaba por su barbilla. Sus ojos no eran humanos. Ni ella ni yo oímos el ruido de zapatos de lona detrás de ella.
«Deprisa. Levántala. Amartíllala. Usa las dos manos. Apunta.»
Algo avisó a la señorita Kramer. Avisó a Nina, diría yo, porque la señorita Kramer ya no existía. Se volvió y vio a la pequeña Kathleen en la barandilla con la pesada arma de su abuelo apuntada y amartillada. La otra chica estaba en el patio llamando a su amiga.
Esta vez Nina supo que tenía que afrontar la amenaza. La señorita Kramer levantó el atizador y giró hacia el vestíbulo precisamente cuando la pistola se disparaba. El culatazo hizo caer a Kathleen hacia atrás, escaleras abajo, mientras un ramillete rojo se abría sobre el pecho derecho de la señorita Kramer. Giró en redondo, pero se agarró a la barandilla con la mano derecha y corrió por la escalera detrás de la niña. La liberé en el momento en que el atizador caía, se levantó, cayó de nuevo. Fui hasta lo alto de la escalera. Yo tenía que «ver».
La señorita Kramer me miró mientras ejecutaba su terrible tarea. En su cara salpicada sólo era visible el blanco de sus ojos. Su camisa masculina estaba empapada de su propia sangre, pero todavía se movía, aún funcionaba. Cogió el arma con la mano izquierda. Su boca se abrió más y un sonido salió como vapor escapándose de un radiador viejo.
—Melanie… Melanie…
Cerré los ojos mientras aquella cosa empezaba a subir por la escalera hacia mí.
La amiga de Kathleen entró por la puerta abierta con sus pequeñas piernas temblando. Subió los peldaños en seis saltos y envolvió sus finos y blancos brazos alrededor del cuello de la señorita Kramer un fuerte abrazo. Cayeron hacia atrás, escaleras abajo, sobre Kathleen.
La chica parecía estar poco más que magullada. Bajé y le giré la cabeza. Una mancha azul se esparcía por su pómulo y había cortes en sus brazos y su frente. Sus ojos azules parpadeaban sin comprender.
La señorita Kramer se había desnucado. Cogí la pistola cuando me dirigía a ella y di un puntapié al atizador para apartarlo. Su cabeza formaba un ángulo imposible, pero aún respiraba. Su cuerpo estaba paralizado, la orina manchaba ya la madera, pero sus ojos aún parpadeaban y chasqueó sus dientes con gesto obsceno. Tenía que apresurarme. Se oían voces de adultos llamando desde la casa de los Hodges. La puerta que daba al patio estaba abierta de par en par. Me volví hacia la chica:
—Levántate.
Ella parpadeó y se puso de pie, empezando a sentir su dolorido cuerpo.
Cerré la puerta y cogí un impermeable de color marrón del perchero. Me llevó sólo un minuto pasar el contenido de mis bolsillos a los del impermeable y quitarme mi arruinado abrigo de primavera. Ahora se oían voces llamando en el patio.
Me arrodillé al lado de la señorita Kramer y cogí su cara entre mis manos ejerciendo una fuerte presión para mantener inmóviles sus mandíbulas. Sus ojos estaban de nuevo en blanco, pero yo le sacudí con violencia la cabeza hasta que los iris fueron visibles. Me incliné hacia delante, hasta que nuestras mejillas se tocaron. Mi susurro sonó más fuerte que un grito.
—Voy tras de ti, Nina.
Dejé caer su cabeza sobre la madera y me dirigí rápidamente al invernadero, mi sala de costura. No tuve tiempo de coger la llave en el piso superior, así que usé una silla Windsor para romper el cristal de la vitrina. El viejo revólver casi no cabía en el bolsillo de mi abrigo.
La chica continuaba en el vestíbulo. Le di la pistola del señor Hodges. Su brazo izquierdo formaba un ángulo extraño y me pregunté si se había roto algo. Se oyó un golpe en la puerta y alguien probó el pomo.
—Por aquí —murmuré yo, y dirigí a la chica al comedor. Pasamos por encima de la señorita Kramer en el camino, y después salimos al callejón, a la noche.
Había tres hoteles en esta parte del casco antiguo. Uno era un motel, caro pero moderno, a unas diez manzanas, confortable pero comercial. Lo rechacé inmediatamente. El segundo era una casa de huéspedes pequeña pero familiar, a sólo una manzana de mi casa. Era un sitio agradable, pero no selecto, exactamente lo que yo escogería de visita en otra ciudad. Lo rechacé también. El tercero estaba dos bloques y medio más adelante, un viejo palacete de la calle Broad transformado en hotel, con antigüedades en todas las habitaciones, inmoderadamente caro. Corrí hacia allí. La chica se movía rápidamente a mi lado. La pistola estaba aún en su mano, pero hice que se quitara el jersey y ocultase con él el arma. Me dolía la pierna y me apoyaba a menudo en la chica cuando nos apresurábamos bajando por la calle.
El gerente de Mansard House me reconoció. Sus cejas se arquearon, sorprendidas, durante una fracción de segundo, cuando reparó en mi aspecto desaliñado. La chica se quedó a unos tres metros, en el vestíbulo, oculta en las sombras.
—Busco a una amiga —dije yo alegremente—. La señora Drayton.
El gerente empezó a hablar, hizo una pausa, frunció el ceño sin darse cuenta y lo intentó de nuevo.
—Lo siento. Nadie con ese nombre está registrado aquí.
—Quizá se haya registrado con su apellido de soltera —argumenté—. Nina Hawkins. Es una señora mayor, pero muy atractiva. Algunos años más joven que yo, de pelo gris largo. Quizás esté con una amiga…, una joven atractiva, morena, que se llama Barrett Kramer.
—No, lo siento —dijo el gerente en un tono extrañamente monótono—. ¿Quiere dejar un recado por si llegan más tarde?
—No —contesté yo—. No tengo ningún recado para ellas.
Traje a la chica al vestíbulo y avanzamos por un corredor que conducía a los salones y escaleras laterales.
—Perdón —dije a un botones que pasaba—. Quizás usted pueda ayudarme.
—Sí, señora.
El chico se detuvo y lanzó su larga cabellera hacia atrás. Sería complicado. Si no quería perder a la chica, tendría que actuar rápidamente.
—Busco a una amiga —le expliqué—. Una señora mayor, pero muy atractiva. Ojos azules. Pelo gris largo. Viaja con una joven de pelo oscuro, rizado.
—Lo siento, señora. No hay nadie así registrado en el hotel.
Extendí la mano y le toqué la frente. Liberé a la chica y me concentré en él.
—¿Está seguro?
—Es la señora Harrison —dijo. Sus ojos me miraron—. Habitación 207. Ala norte.
Sonreí «Señora Harrison.» Dios mío, qué tonta era Nina. De súbito, la chica empezó a lloriquear y se desplomó contra la pared. Tomé una decisión rápida. Me gusta pensar que fue por compasión, pero también es cierto que su brazo izquierdo estaba inutilizado.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, cortando amablemente su lloriqueo. Sus ojos se movieron, confundidos, de izquierda a derecha—. Tu nombre —pedí.
—Alicia.
Fue sólo un cuchicheo.
—Muy bien, Alicia. Ahora quiero que te vayas a casa. Deprisa, pero no corras.
—Me duele el brazo —se quejó Alicia. Sus labios empezaban a temblar.
Le toqué la frente de nuevo y «empujé».
—Te irás a casa —le dije—. El brazo no te duele. No recuerdas nada. Esto es como un sueño que olvidarás. Vete a casa. Deprisa, pero sin correr. —Le quité la pistola, pero la dejé envuelta en el jersey—. Adiós, Alicia.
Ella parpadeó y atravesó el vestíbulo en dirección a la puerta. Yo miré a ambos lados y le entregué el arma al botones.
—Guárdala bajo el chaleco —le dije.
—¿Quién es?
La voz de Nina sonaba despreocupada.
—Albert, señora. El botones. Su coche está a la puerta y quería bajarle el equipaje.
Se oyó el sonido de un cerrojo y la puerta se abrió una rendija, con la cadena puesta. Albert parpadeó y sonrió tímidamente, lanzó su pelo hacia atrás. Yo me apreté contra la pared.
—Muy bien. —Quitó la cadena y se apartó un poco. Se había girado ya y estaba cerrando la maleta, cuando yo entré en la habitación.
—¡Hola, Nina! —dije en voz baja. Su espalda se irguió, pero hasta ese movimiento era gracioso. Yo podía ver la marca en la colcha, donde había estado echada. Se volvió lentamente. Llevaba un vestido rosa que yo no había visto antes.
—Hola, Melanie. —Sonrió. Sus ojos eran del azul más suave, más puro que yo había visto. Hice que el botones la encañonara con el arma del señor Hodges. La amartilló. Nina cruzó las manos ante sí. Sus ojos no dejaron de mirarme en ningún momento.
—¿Por qué? —pregunté.
Nina se encogió de hombros ligeramente. Por un momento, creí que iba a reírse. No aguantaría que se riese, con aquella risa fuerte, infantil, que me había tocado tantas veces. En vez de eso, cerró los ojos. Sin dejar de sonreír.
—¿Por qué lo de señora Harrison? —pregunté.
—Oh, querida, sentí que le debía algo. Quiero decir, al pobre Roger. ¿Nunca te conté cómo murió? No, claro que no. Y tú nunca me lo preguntaste, querida Melanie.
Sus ojos se abrieron. Yo miré al botones: su mano continuaba firme. Sólo le faltaba hacer un poco más de presión en el gatillo.
—Se ahogó, querida —dijo Nina—. El pobre Roger se lanzó desde ese buque… ¿cómo se llamaba?…, el que le llevaba de regreso a Inglaterra. Tan extraño. Y acababa de escribirme una carta proponiéndome que nos casáramos. Es una historia terriblemente triste, ¿verdad, Melanie? ¿Por qué te parece que lo hizo? Creo que nunca lo sabremos.
—Creo que nunca lo sabremos —asentí.
Di la orden silenciosa al botones de que apretara el gatillo.
Nada.
Miré rápidamente a mi derecha. La cabeza del joven se volvía hacia mí. Yo no le había mandado hacer eso. El arma empezó a girar en mi dirección. La pistola se movió lentamente, como una veleta que girara con el viento.
«¡No!»
Me esforcé hasta que las cuerdas de mi cuello se marcaron bajo la piel. Giró más lentamente, pero no se detuvo hasta encañonarme. Nina rió. Su risa retumbó en la pequeña habitación.
—Adiós, querida Melanie —dijo, y volvió a reír. Rió y le sacudió la cabeza el botones.
Yo miré hacia la boca del revólver, mientras el percutor caía.
Sobre una recámara vacía. Y otra. Y otra.
—Adiós, Nina —dije yo, y saqué la gran pistola de Charles del bolsillo de mi impermeable. La explosión me sacudió la muñeca y llenó la habitación de humo azul. Un pequeño agujero, más pequeño que una moneda, pero perfectamente redondo, apareció exactamente en el centro de la frente de Nina. Durante un segundo ella se quedó de pie como si no hubiera sucedido nada. Después cayó hacia atrás, hasta sentarse en la cama, y después cayó hacia delante, al suelo.
Me volví hacia el botones y sustituí su inútil arma por el antiguo pero bien conservado revólver. Por primera vez, me di cuenta de que el chico no era mucho más joven que Charles, por aquel entonces. Tenía el pelo casi exactamente del mismo color. Me acerqué a él y le besé levemente en los labios.
—Albert —dije en voz baja—, quedan todavía cuatro cartuchos. Hay que contar siempre los cartuchos, ¿verdad? Ve al vestíbulo. Mata al gerente. Mata a otra persona cualquiera, a la primera que se te ponga a tiro. Pon el cañón en tu boca y aprieta el gatillo. Si falla, dispara otra vez. Oculta el arma hasta que llegues al vestíbulo.
Salimos a la confusión general del vestíbulo.
—¡Llamen a una ambulancia! —grité—. Ha habido un accidente. ¡Que alguien llame a una ambulancia!
Varias personas obedecieron a toda prisa. Yo me desmayé y me apoyé en un caballero de pelo cano. Las personas se apiñaban alrededor, algunas se asomaban a la habitación y soltaban exclamaciones. De súbito, se oyó el sonido de tres disparos en el vestíbulo. Aprovechando la nueva confusión, me deslicé por la escalera de servicio y salí por la puerta de incendios hacia la noche.