Beverly Hills, sábado 13 de diciembre de 1980
En medio del césped que se hallaba ante la casa de Tony Harod había una gran fuente circular en la que la estatua de un sátiro de pezuña hendida orinaba mientras miraba el cañón de Hollywood con una mueca perpetua, que podía interpretarse como una aversión afligida o como un desprecio burlón. Quienes conocían a Tony Harod no tenían dudas sobre qué expresión era la más apropiada.
La casa había pertenecido antes a un actor del cine mudo que, en lo mejor de su carrera y después de luchar mucho, había dado el difícil salto a las películas sonoras para morir de cáncer de garganta tres meses después de que su primera película se estrenara en el Graumann’s Chinese Theater. Su viuda se negó a abandonar la enorme propiedad y se quedó durante treinta y cinco años como un guarda de un mausoleo, a menudo sableando a sus viejos conocidos de Hollywood y a sus antes desdeñados parientes con el fin de pagar los impuestos. En 1959, cuando murió, la casa fue comprada por un guionista que había escrito tres de las cinco comedias románticas de Doris Day estrenadas hasta entonces. El escritor se quejaba del jardín venido a menos y de mal olor en la sala del segundo piso. Acabó por endeudarse tanto que se voló los sesos en el cobertizo de las macetas; fue descubierto al día siguiente por un jardinero que no denunció la muerte, temeroso de que la policía se percatase de su condición de extranjero ilegal. El cadáver fue descubierto de nuevo doce días más tarde por un abogado del Sindicato de Guionistas que había acudido a visitar al difunto para discutir su próxima defensa en un pleito por plagio.
Entre los siguientes propietarios de la casa había una famosa actriz que vivió allí durante los tres meses que se sucedieron entre su quinto y su sexto matrimonio, un técnico de efectos especiales que murió en el incendio de un economato y un jeque árabe que pintó el sátiro de color rosa y le dio un nombre judío. El jeque fue asesinado en 1979 por su cuñado cuando pasaba por Riyad en peregrinación y Tony Harod compró la finca cuatro días después.
—Es asombrosamente estupenda —había dicho Harod al corredor de fincas cuando estaban de pie en el camino de losas y miraban al sátiro que orinaba—. Me la quedo.
Una hora después entregaba un cheque por seiscientos mil dólares como pago al contado. Todavía no había visto el interior de la casa.
Shayla Berrington conocía las historias acerca de los actos impulsivos de Tony Harod. Sabía de aquella vez que Harod había insultado a Truman Capote delante de doscientos invitados, y del escándalo de 1978, cuando él y uno de los colaboradores más cercanos de Jimmy Carter habían estado a punto de ser detenidos por posesión de narcóticos. Nadie había ido a la cárcel, no se había podido probar nada, pero se decía que Harod había gastado una broma al desventurado georgiano. Shayla se inclinó para ver el sátiro cuando su Mercedes con chófer se deslizaba por la curva hasta la entrada principal. Tenía la aguda consciencia de que su madre no estaba con ella. En esta salida particular también faltaba Loren (su agente), Richard (el agente de su madre), Cowles (su chófer y guardaespaldas) y Esteban (su peluquero). Shayla tenía diecisiete años, era una modelo de éxito desde hacía nueve y una estrella de cine los últimos dos, pero cuando el Mercedes se detuvo delante de las puertas recargadamente cinceladas de la mansión de Harod, se sintió como una princesa de cuento de hadas obligada a visitar a un ogro feroz.
«No, no un ogro —pensó Shayla—. ¿Cómo llamó Norman Mailer a Tony Harod después de la fiesta de Stephen y Leslie la primavera pasada? Un pequeño gnomo malvado. Tengo que pasar por la cueva de este pequeño gnomo malvado para hallar el tesoro.»
Shayla sintió la tensión en los músculos de su cuello cuando tocó el timbre. Se consoló pensando que el señor Borden estaría allí. Le gustaba el viejo productor, con su distinción europea y su agradable acento. Shayla volvió a sentir la tensión cuando pensó en la reacción de su madre si las mujeres más viejas descubrían que había arreglado en secreto aquel encuentro. Shayla estaba a punto de dar media vuelta y marcharse cuando la puerta se abrió.
—Ah, la señorita Berrington, supongo. —Tony Harod estaba en la entrada vestido con una bata de terciopelo. Shayla le miró y se preguntó si llevaba algo bajo ella. Podían verse algunos pelos grises en la mata negra de su pecho desnudo.
—¿Cómo está? —saludó Shayla, y siguió a su supuesto productor asociado hasta el vestíbulo. A primera vista, Tony Harod no era un candidato obvio a gnomo. Era ligeramente más bajo que la media (Shayla medía un metro setenta y siete, alta incluso para una modelo, y Harod no podía medir más de un metro sesenta); sus largos brazos y enormes manos parecían desproporcionados colgando de su cuerpo delgado, casi de muchacho. Su pelo era muy oscuro y tan corto que unos flequillos se encrespaban sobre su frente alta y pálida. Shayla pensó que quizá la primera sensación de un gnomo oculto era la palidez de su piel, que parecía más apropiada para un habitante de una ciudad del nordeste, cubierta de hollín, que para una persona que residía desde dos años atrás en Los Ángeles. Su cara era huesuda, afilada, y la endurecía el corte sardónico de una boca que parecía tener demasiados dientes, pequeños, y una lengua rosada y rápida, que se movía constantemente para humedecer su fino labio inferior. Sus ojos eran muy profundos y parecían algo magullados, pero fue la intensidad de su oscura mirada lo que hizo que Shayla inspirara profundamente y se detuviera en la entrada de azulejos. Shayla era sensible a los ojos (sus propios ojos la habían ayudado a hacer de ella lo que era) y nunca había encontrado una mirada que la impresionara tanto como la de Tony Harod. Lánguidos, de pesados párpados, casi ausentes en su desinterés burlón, los ojos menudos y castaños de Harod parecían proyectar un poder y un desafío que contrastaba enormemente con el resto de su apariencia.
—Entra, muchacha. ¿Dónde está tu séquito? No pensé que te trasladaras a ninguna parte sin una multitud que haría que el gran ejército de Napoleón pareciera una sesión de traseros del club de admiradores de Richard Nixon.
—¿Qué? —preguntó Shayla, y enseguida se arrepintió. Dependía demasiado de esta reunión como para quedarse atrás por puntos.
—¡No importa! —dijo Harod, y retrocedió para mirarla.
Metió las manos en los bolsillos de la bata, pero no antes de que Shayla tuviese tiempo de apreciar sus dedos extraordinariamente largos y pálidos. Pensó en el Gollum de El Hobbit.
—¡Joder, eres terriblemente bella! —sentenció el hombrecillo—. Ya sabía que eras una maravilla, pero eres aún más impresionante en carne y hueso. Debes de dejar a los chicos de la playa hechos polvo.
Shayla se puso rígida. Estaba preparada para sufrir alguna impertinencia, pero cada vez detestaba más las obscenidades.
—¿El señor Borden ya ha llegado? —preguntó fríamente.
Harod sonrió, pero sacudió la cabeza.
—Me temo que no —dijo—. Willi tuvo que ir a visitar a unos viejos amigos al este, creo que en algún lugar del sur… Bogsville, Redneck Beach…
Shayla vaciló. Se había considerado preparada para establecer el trato que deseaba con el señor Borden y su productor asociado, pero la idea de conversar sólo con Tony Harod la hizo temblar. Habría dado alguna excusa para irse, pero esa iniciativa quedó anulada por la aparición de una bella mujer.
—Señorita Berrington, permítame que le presente a mi ayudante, María Chen —dijo Harod—. María, ésta es Shayla Berrington, una joven actriz de mucho talento que podría ser la estrella de nuestra nueva película.
—¿Qué tal, señorita Chen? —Shayla evaluó a la otra mujer. De unos treinta años, su ascendencia oriental manifiesta sólo en sus pómulos hermosamente esculpidos, su abundante cabello negro y un ligero sesgo de los párpados, María Chen podía fácilmente ser también modelo. La ligera tensión, tan natural entre dos mujeres atractivas en el momento de ser presentadas, se disipó de inmediato debido al calor de la sonrisa de la mayor de ellas.
—Señorita Berrington, es un placer conocerla. —El apretón de manos de Chen era firme y cálido—. Hace mucho tiempo que admiro su trabajo publicitario. Tiene una calidad poco frecuente. Creo que el anuncio a doble página de Avedon en Vogue era magnífico.
—Gracias, señorita Chen.
—Por favor, ¿por qué no me llama María? —Sonrió, se echó el pelo hacia atrás y se volvió hacia Harod—. La piscina está a la temperatura adecuada. He suspendido todas las llamadas durante los próximos cuarenta y cinco minutos.
Harod asintió con la cabeza.
—Después de mi accidente en la autopista de Ventura, la primavera pasada, me ayuda mucho pasar algún tiempo en el yacuzzi cada día —explicó él. Sonrió débilmente cuando la vio vacilar—. Regla de la piscina: hay que llevar bañador. —Harod se desabrochó la bata para mostrar uno rojo con sus iniciales formando un monograma dorado—. María puede conducirla a un vestuario, ¿o prefiere discutir la película en otra ocasión cuando Willi pueda estar aquí?
Shayla pensó rápidamente. Dudaba de que pudiera mantener mucho tiempo este negocio en secreto ante Loren y su madre. Ésta podría ser su única oportunidad de conseguir la película con sus propias condiciones.
—No traigo bañador —dijo.
María Chen rió y respondió:
—Eso no es problema. Tony tiene bañadores para todas las formas y tamaños de invitados. Hasta tiene algunos para cuando lo visita su madre.
Shayla rió también. Siguió a la otra mujer por un largo vestíbulo, a través de una habitación llena de confortables compartimientos, que estaba dominada por una gran pantalla de televisión y por estanterías llenas de equipamiento electrónico de vídeo, y después por otro pequeño vestíbulo hasta un vestuario forrado de cedro. María Chen abrió unos cajones que revelaron cantidad de bañadores de hombres y de mujer en diversos estilos y colores.
—La dejaré cambiarse —dijo María Chen.
—¿Estará usted con nosotros?
—Quizá más tarde. Tengo que mecanografiar alguna correspondencia de Tony. Disfrute del agua y no haga caso de las maneras de Tony. A veces es un poco rudo, pero es muy íntegro.
Shayla asintió con la cabeza mientras la otra mujer cerraba la puerta. Shayla miró entre los montones de bañadores. Los estilos variaban desde reducidos bikinis franceses a maillots sin tirantes y bañadores de dos piezas más tradicionales. Las etiquetas llevaban los nombres de Gottex, Christian Dior y Cole. Shayla eligió un bandeau anaranjado que no era escandaloso pero que estaba cortado lo bastante alto para mostrar sus muslos y sus largas piernas de modo que la favoreciera. Sabía por experiencia cómo aparecían sus pechos pequeños y firmes y cómo se vería sólo una sugerencia de pezones hinchando el fino tejido de licra. El color complementaría el verde avellana de sus ojos.
Shayla salió por otra puerta a un invernadero cerrado por tres lados por paredes de cristal curvado donde la proliferación de plantas tropicales capturaba gran parte de la luz. La cuarta pared tenía otra pantalla de proyección junto a la puerta. Altavoces no visibles emitían música clásica. El ambiente era húmedo. Shayla podía ver una gran piscina que brillaba en el exterior a la luz matinal. En ella, Harod estaba reclinado en la parte poco profunda y se tomaba un trago largo. Shayla sintió que el aire caliente y húmedo la oprimía como una sábana mojada.
—¿Por qué has tardado tanto, chica? He empezado sin ti.
Shayla sonrió y se sentó al borde de la pequeña piscina. Quedó a un metro y medio de Harod, no tan lejos como para que constituyera un insulto, ni tan cerca como para sugerir intimidad. Dio un puntapié distraído al agua espumeante, levantando las piernas con los pies estirados para mostrar los músculos de las pantorrillas y los muslos.
—¿Podemos empezar? —sugirió Harod. Exhibía su sonrisa fina y burlona; su lengua se asomó para humedecer el labio inferior.
—No debería haber venido —dijo Shayla en voz baja—. Mi agente trata este tipo de cosas. Siempre consulto a mi madre antes de decidir cualquier nuevo proyecto…, incluso un contrato de modelo para un fin de semana. He venido porque el señor Borden me lo pidió. El señor Borden ha sido muy amable desde…
—Sí, sí, está loco por ti —interrumpió Harod, y puso su bebida sobre los azulejos—. El asunto es éste: Willi compró los derechos de un best-seller titulado El tratante de blancas. Es un libro de mierda sistemática escrito para analfabetos de catorce años y amas de casa con lobotomía que hacen cola para comprar las nuevas novelas baratas cada mes. Un material idiota para cuadrapléjicos intelectuales. Naturalmente, vendió unos tres millones de ejemplares. Nosotros compramos los derechos antes de que se publicara. Willi tiene a un tipo en Ballantine que le avisa cuando uno de estos pasteles de mierda promete ser un éxito.
—Usted lo hace parecer muy interesante —dijo Shayla en voz baja.
—Jodidamente cierto. Claro que la película no usará la mayor parte del libro, conserva la línea de la historia y el sexo barato. Pero tenemos gente competente metida en ello. Michael May-Dreinen ha empezado a trabajar en el guión y Schubert Williams ha aceptado ser el realizador.
—¿Schu Williams? —Shayla estaba sobresaltada. Williams acababa de dirigir a George C. Scott en una película de gran éxito para la MGM. Miró la superficie burbujeante de la piscina—. Me parece que no es nada que pueda interesarnos —dijo—. Mi madre…, es decir, ella y yo tratamos de ser muy cuidadosas con el tipo de vehículo que elegimos para encauzar mi carrera en el cine.
—Ajá —dijo Harod y sorbió lo que quedaba de su bebida—. Hace dos años empezaste en La esperanza de Shannerly, con Ryan O’Neal. Una chica a punto de morirse encuentra a un estafador en iguales circunstancias en una clínica mexicana. Ambos desisten de buscar falsas curas y encuentran la verdadera felicidad en las pocas semanas que les quedan. Cito a Charles Chaplin: «Sólo la presentación a la crítica de esta abominación de sacarina sería suficiente para poner a los diabéticos en coma.»
—La distribución y la promoción fueron pobres y…
—Deberías estar muy contenta con eso, chica. Después, el año pasado, tu mamá te metió en Al este de la felicidad, de Wise. Ibas a ser otra Julie Andrews en ese timo de mierda barata de El sonido del moco. Pero no lo fuiste, y no estamos en los sesenta, con niños floridos; son los jodidos ochenta y aunque no soy tu agente, señorita Berrington, diría que la mamá y la banda te han empujado bastante lejos por el valle de la mierda en lo que respecta a tu carrera cinematográfica. Intentan convertirte en algo parecido a Marie Osmond. Sé que eres miembro de la Iglesia de los Santos del Último Día, ¿y qué? Tenías clase en las portadas de Vogue y Seventeen, y ahora estás a punto de mandarlo todo al carajo. Intentan hacerte pasar como una quinceañera ingenua, pero es demasiado tarde para eso.
Shayla no se movió. Su cerebro corría pero no era capaz de expresarse con palabras. Su impulso era decirle a ese pequeño gnomo malvado que se fuera el diablo, pero no lo lograba y continuaba sentada al borde de la piscina. Su futuro dependía de los minutos siguientes y su mente era un embrollo.
Harod salió del agua y caminó sobre los azulejos hasta una barra de bar colocada entre los helechos. Se sirvió un vaso alto de zumo de pomelo y se volvió hacia Shayla.
—¿Quieres algo, muchacha? Tengo de todo, aquí. Hasta ponche hawaiano, si hoy te sientes especialmente mormona.
Shayla sacudió la cabeza.
El productor se dejó caer otra vez en el yacuzzi y colocó el vaso contra su pecho. Miró un espejo que había en una pared y asintió con la cabeza de manera casi imperceptible.
—Muy bien —dijo—. Hablemos de El tratante de blancas o como sea que se llame finalmente.
—No creo que estemos interesadas…
—Recibes cuatrocientos mil dólares de adelanto —explicó Harod—, más un porcentaje de taquilla… que nunca verás, con la contabilidad que hay. Lo que realmente recibirás es un nombre que puedes explotar en cualquier estudio de la ciudad. La cosa será una auténtica bomba, chica, créeme. Yo puedo oler una película taquillera antes de que el segundo borrador de la adaptación esté mecanografiado. Ésta es grande.
—Me temo que no, señor Harod. El señor Borden dijo que si yo no estaba interesada después de escuchar la primera propuesta, podríamos…
—El rodaje empieza en marzo —cortó Harod. Bebió un sorbo largo y cerró los ojos—. Schu calcula doce semanas, o sea que tú cuenta con veinte. Rodaremos en Argelia, en España, algunos días en Egipto y unas tres semanas en los estudios Pinewood para las partes del palacio en el gran escenario sonorizado que hay allí.
Shayla se puso en pie. El agua brilló en sus piernas. Puso las manos en las caderas y miró al hombrecillo inmerso en la piscina. Harod no abrió los ojos.
—Usted no escucha, señor Harod —exclamó ella—. He dicho no. No haré su película. Ni siquiera he visto el guión. Bien, puede coger su Tratante de blancas o lo que sea y…
—¿Y metérmelo en el culo? —Harod abrió los ojos. Shayla pensó en un lagarto saliendo de su letargo. El agua formaba espuma alrededor de su pálido pecho.
—Adiós, señor Harod —dijo Shayla Berrington, y le dio la espalda. Había dado tres pasos cuando la voz de Harod la hizo detenerse.
—¿Te dan miedo las escenas de desnudo, muchacha?
Ella vaciló, después continuó.
—Te dan miedo las escenas de desnudo —repitió Harod, y ahora no era una pregunta.
Shayla estaba casi en la puerta cuando se volvió. Sus manos desgarraron el aire.
—¡Ni siquiera he visto el guión! —Su voz se quebró y se sintió asustada por hallarse casi a punto de llorar.
—Claro, hay algunas escenas de desnudo —explicó Harod como si ella no hubiera dicho nada—. Y una escena de amor que hará mojar las bragas a las adolescentes. Podíamos usar una doble, pero no hay necesidad. Tú puedes hacerlo, muchacha.
Shayla sacudió la cabeza. Sintió una furia creciente que no podía expresar. Se volvió y alargó a ciegas el brazo hacia el pomo de la puerta.
—Espera.
La voz de Tony Harod era más suave que nunca. Casi inaudible. Pero tenía algo que la hizo detenerse con más firmeza que un grito. Parecía que unos dedos fríos apretaban su cuello.
—Ven aquí.
Shayla se volvió y caminó hacia él. Harod yacía con sus manos de delgados dedos cruzadas sobre el pecho. Parte del cerebro de Shayla gritó de pánico y protestó, mientras otra parte se limitaba a observar con creciente admiración.
—Siéntate.
Ella se sentó al borde de la piscina, a un metro de él. Sus piernas cayeron en el yacuzzi. La espuma salpicó sus bronceados muslos. Se sintió fuera de su cuerpo, mirándose con una objetividad casi clínica.
—Como decía, puedes hacerlo, muchacha. ¡Mierda, todos somos un poco exhibicionistas! Sólo que tú recibirás una pequeña fortuna por hacer lo que de todas formas quieres hacer.
Como si luchara contra un terrible entorpecimiento, Shayla levantó la cabeza y miró a los ojos a Tony Harod. En aquella luz moteada, sus pupilas parecían haberse dilatado hasta el punto de reducir su pálida cara a dos sendos agujeros negros.
—Como ahora —dijo Harod en voz baja, muy baja. Quizá ni siquiera había hablado. Las palabras parecían deslizarse hasta un lugar en el cerebro de Shayla como frías monedas que cayeran en aguas oscuras—. Realmente hace mucho calor aquí. No necesitas el bañador. ¿Verdad? Claro que no.
Shayla miró fijamente. Distante, en el extremo más lejano del túnel de su cerebro era una niña a punto de echarse a llorar. Observaba con una sorpresa tranquila mientras su brazo se levantaba y su mano deslizaba lentamente el extremo del bandeau y lo hacía pasar bajo el elástico. Tiró de él con fuerza y el tejido se deslizó; ella notó la resistencia que le oponía el bulto de sus pechos. Estiró el otro extremo. Los pezones se marcaron bajo la tela. Podía ver la leve línea roja que desaparecía allí donde el elástico había apretado su piel. Miró a Tony Harod.
Harod sonreía apenas y asentía con la cabeza.
Como si antes le hubieran concedido permiso para hacerlo, Shayla bajó el bañador con un gesto brusco. Sus pechos se balancearon con suavidad cuando se liberaron de la tela naranja. Tenía el cutis muy blanco, sólo salpicado de alguna que otra peca. Sus pezones estaban turgentes y se erguían con rapidez al contacto del aire fresco. Eran castaños, muy anchos y perfilados por algunos pelos oscuros que Shayla consideraba demasiado bellos para depilárselos. Nadie lo sabía. Ni siquiera su madre. No habría permitido que nadie, ni el mismísimo Avedon, le fotografiara los pechos.
Miró de nuevo a Harod, pero su cara era sólo una mancha blanca. La sala parecía inclinarse y girar a su alrededor. El ruido del reciclador de la piscina aumentó hasta que latía en sus oídos. Al mismo tiempo, Shayla sintió que algo se agitaba dentro de ella. Un calor agradable empezó a colmarla. Era como si alguien le hubiese tocado directamente en el cerebro para acariciarla en el centro de placer como sin duda una palma y unos dedos le acariciarían el sensible montículo entre sus piernas. Shayla jadeó y se arqueó involuntariamente.
—Hace de verdad mucho calor —dijo Tony Harod.
Ella se pasó las manos por la cara, tocó los párpados con algo semejante al asombro y después deslizó las palmas por el cuello, por la clavícula, y se detuvo apretando con fuerza el pecho, donde empezaba la carne pálida. Podía sentir el pulso que latía en su garganta como un pájaro en su jaula. Después deslizó las manos más abajo, arqueándose de nuevo mientras las palmas resbalaban sobre sus pezones, que se habían vuelto dolorosamente sensibles, levantando los pechos como el doctor Kemmerer le había enseñado a hacer cuando tenía catorce años, pero sin examinarlos, sólo apretándolos, sometiéndolos a una presión agradable que la hacía gemir de forma reprimida.
—Realmente, no hay necesidad de bañador —cuchicheó Harod. ¿Él había cuchicheado? Shayla estaba confusa. Le miraba directamente y sus labios no se habían movido. Su ligera sonrisa mostraba sus dientes pequeños, como blancas piedras afiladas.
Era igual. Todo le era igual a Shayla, excepto verse libre del maillot que la ceñía. Estiró el tejido hacia abajo, lo pasó por la comba de su vientre y levantó las nalgas para pasar el elástico por debajo. El bañador se redujo sólo a un pliegue de tejido arrollado en una pierna; terminó de liberarse de él con un puntapié. Se miró, el arco interior de los muslos y la línea vertical de vello púbico, no totalmente en V, que se elevaba hasta el límite de su bronceado. Durante un segundo volvió a sentirse mareada, esa vez con una sensación distante de choque, pero entonces sintió que las caricias empezaban de nuevo en su interior y se inclinó hacia atrás, apoyada sobre los codos.
El yacuzzi lanzó chorros de agua caliente contra sus piernas. Ella levantó una mano y recorrió lentamente una vena azul que latía bajo la pálida piel de su pecho. El mínimo roce encendía su carne. Parecía que los montículos de sus pechos se contraían y se hacían más pesados en el mismo instante. El ruido de la piscina parecía sincronizado y después sincopado con los sordos latidos de su corazón. Levantó la rodilla derecha y dejó caer la mano junto a la parte interior de su pierna. Su propia palma se deslizó más arriba, rompiendo las gotitas de agua que brillaban en el vello dorado de sus muslos. El calor la llenaba, la controlaba. Su vulva pulsaba con un placer que había conocido sólo en esa penumbra culpable antes de dormirse, conocida antes sólo a través de un filtro de vergüenza que ahora faltaba; nunca lo había sentido con esta irresistible sensación de calor y urgencia. Los dedos de Shayla encontraron los pliegues húmedos de los labios de su vulva y los separó con un jadeo suave.
—Demasiado calor para un bañador —dijo Tony Harod—. Para los dos.
Tomó un sorbo de zumo de pomelo, se puso en pie sobre los azulejos y dejó de nuevo el vaso al borde de la piscina.
Shayla se deslizó sintiendo los azulejos fríos bajo su cadera. Su largo cabello cayó alrededor de su cara cuando se arrastró hacia delante, con la boca ligeramente abierta, usando los codos como palanca. Harod reposaba inclinado hacia atrás sobre los codos, dando distraídos puntapiés en el agua. Shayla se detuvo y lo miró. En su mente las caricias se intensificaron, encontraron su centro y se deslizaron con lentitud por tortuosos caminos. Sus sentidos registraban sólo el flujo y reflujo de la fricción lubrificada. Shayla jadeó e involuntariamente apretó los muslos con fuerza mientras oleajes sucesivos de orgasmos preliminares la recorrían como ondulaciones. El murmullo subió de tono en su mente, adquiriendo un carácter sibilante e insistente que formaba parte del placer.
Los pechos de Shayla tocaban el suelo cuando se arrastró ante Tony Harod y le bajó los shorts de baño con un movimiento frenético que era al mismo tiempo violento y delicado. Estiró la tela fruncida sobre sus rodillas hasta el agua. El vello negro bajaba desde el vientre. Su pene era pálido y estaba fláccido; se movía con lentitud en el interior del nido de pelos negros.
Ella le miró y vio que su sonrisa había desaparecido. Sus ojos eran como agujeros en una máscara pálida. No había calor en ellos. Ni excitación. Sólo la intensa concentración de un depredador mirando fijamente a su presa. A Shayla no le importó. No se daba cuenta de lo que veía. Sabía sólo que la caricia en su mente se había intensificado, había ido más allá del éxtasis hacia el dolor. Un placer en estado puro inundó, como una droga, su sistema nervioso.
Shayla apoyó su mejilla en el muslo de Harod y cogió su pene con la mano derecha. Él se la apartó distraídamente. Shayla se mordió el labio y gimió. Su mente era un torbellino de sensaciones que sólo registraba los aguijones de la pasión y del dolor. Sus piernas se crisparon en espasmos imposibles de dominar y se retorció contra el borde de la piscina. Recorrió con sus labios la piel salada del muslo de Harod. Probó su propia sangre cuando alargó la mano para coger los testículos de Harod en su palma. El hombrecillo levantó la pierna derecha y la empujó delicadamente de lado hacia la piscina. Shayla continuó aferrándose a sus piernas, luchando por no ser rechazada, haciendo pequeños ruidos mientras su boca y sus manos lo buscaban.
María Chen entró, conectó un teléfono a una toma en la pared y lo dejó en el suelo junto a Harod.
—Washington —dijo, miró una vez a Shayla y salió.
El calor y la fricción abandonaron la mente y el cuerpo de Shayla y dejaron en su lugar una brusca frialdad que la hizo gritar de dolor. Miró ciegamente durante un segundo y, después, retrocedió hacia la burbujeante piscina. Empezó a temblar con violencia y se cubrió los senos con los brazos.
—Harod al habla —dijo el productor tras descolgar el teléfono. Se levantó, dio tres pasos y se puso su bata de felpa.
Shayla miraba con herida incredulidad cómo su cuerpo pálido se cubría. Empezó a temblar con más intensidad. Los escalofríos recorrían su cuerpo. Clavó sus uñas en los cabellos y bajó la cara hacia el agua espumeante.
—¿Sí? —preguntó Harod—. ¡Hostia! ¿Cuándo? ¿Están seguros de que iba a bordo? ¡Joder! Sí. ¿Ambos? ¿Y el otro…, cómo se llama? ¡Joder! No, no. Me cuidaré yo. No. He dicho que me cuidaré yo. Sí. No, cuente con dos días. Sí, voy allá.
Colgó el teléfono con violencia, caminó hacia una silla de mimbre y se desplomó sobre ella.
Shayla se arrastró hasta donde pudo y cogió el maillot que flotaba en la piscina. Aún temblando, mareada por el asco, se puso en cuclillas en el agua burbujeante para ponerse el bañador. Sollozaba sin tener conciencia de ello. «Esto es una pesadilla», era el pensamiento que resonaba en su perturbado cerebro.
Harod cogió un mando a distancia y lo apuntó hacia la gran pantalla de proyección que había en una pared, se encendió de inmediato y mostró una imagen de Shayla Berrington sentada al borde de una pequeña piscina. Miraba a un lado, con una mirada vacía, sonreía como si disfrutara de un sueño y empezaba a quitarse el elástico del bañador. Sus pechos eran pálidos, los pezones estaban erectos, las aréolas grandes y visiblemente marrones hasta con mala luz…
—¡No! —gritó Shayla, y golpeó el agua.
Harod se volvió y pareció reparar en su presencia por primera vez. Sus finos labios se torcieron en un simulacro de sonrisa.
—Me temo que nuestros planes han cambiado un poco —dijo él, en voz baja—. El señor Borden no participará en esta película. Yo seré el único productor.
Shayla detuvo sus frenéticos golpes en el agua. Los mechones húmedos de sus cabellos le caían sobre la cara. Tenía la boca abierta y la saliva se escurría por su barbilla. Excepto sus sollozos desenfrenados, el único sonido era el zumbido del reciclador.
—Conservaremos el programa de rodaje —comentó Harod casi distraídamente. Levantó los ojos hacia la gran pantalla. Shayla Berrington se arrastraba desnuda sobre los azulejos. Apareció el torso desnudo de un hombre. La cámara enfocó la cara de Shayla mientras frotaba su mejilla contra un muslo pálido y velludo. Sus ojos brillaban de pasión y su boca pulsaba redonda como la de un pez—. Me temo que el señor Borden no producirá más películas con nosotros —dijo Harod. Su cabeza giró hacia ella y los faros negros de sus ojos parpadearon lentamente—. De ahora en adelante estamos sólo tú y yo, muchacha.
Los labios de Harod se torcieron y Shayla pudo ver sus pequeños dientes.
—Me temo que el señor Borden no producirá más películas con nadie. —Harod volvió a mirar hacia la pantalla—. Willi ha muerto —añadió en voz baja.