Charleston, viernes 12 de diciembre de 1980
Nina iba a atribuirse el mérito de la muerte de ese beatle, John. Pensé que era de muy mal gusto. Tenía su álbum de recortes abierto sobre mi mesilla de café de caoba, recortes de periódico meticulosamente colocados por orden cronológico, las noticias de muertes registrando todas sus «alimentaciones». La sonrisa de Nina Drayton era radiante, como siempre, pero sus pálidos ojos azules no reflejaban la más mínima muestra de entusiasmo.
—Deberíamos esperar a Willi —dije yo.
—Claro, Melanie. Tienes razón, como siempre. ¡Qué tontería de mi parte! Ya conozco las reglas.
Nina se irguió y empezó a caminar por la habitación, tocando distraídamente los muebles o lanzando anodinos comentarios acerca de una figurilla de cerámica o de una pieza de encaje. Esta parte de la casa había sido el invernadero, pero ahora lo usaba como cuarto de costura. Algunas plantas recibían todavía la luz de la mañana. El sol hacía que fuera un lugar cálido y confortable durante el día, pero ahora que el invierno había llegado, era demasiado frío para usarlo de noche. Tampoco me gustaba la impresión que producía la oscuridad al caer la noche sobre todos esos cristales.
—Me gusta esta casa —aseguró Nina. Se volvió y me sonrió—. Debo decirte que siempre tengo muchas ganas de volver a Charleston. Deberíamos tener todas nuestras reuniones aquí.
Yo sabía que Nina detestaba esta ciudad y esta casa.
—Willi se sentiría ofendido —dije—. Sabes cuánto le gusta exhibir su casa de Beverly Hills. A sus nuevas chicas.
—Y chicos —añadió Nina, y rió. De todos los cambios y tristezas de Nina, su risa era lo que menos había cambiado. Era todavía la risa fuerte pero infantil que yo había oído por primera vez hacía mucho tiempo. Entonces me atrajo hacia ella, una adolescente solitaria y sensible al calor de otra, como una mariposa nocturna, a una llama. Ahora sólo servía para enfriarme y ponerme sobre aviso todavía más. Muchas mariposas nocturnas habían sido atraídas por la llama de Nina durante muchas décadas.
—Pediré el té —dije.
El señor Thorne lo trajo en mi mejor porcelana de Wedgwood. Nina y yo nos sentamos en los cuadrados de sol que se desplazaban lentamente y hablamos en voz baja de cosas sin importancia: comentarios sobre economía igualmente incompetentes por ambas partes, referencias a libros que la otra no había conseguido leer y chistes acerca de la poca categoría de la gente que se encuentra uno hoy en día cuando se viaja en avión. Alguien que espiara desde el jardín podría haber pensado que se trataba de una sobrina envejecida, pero aún atractiva, de visita en casa de su tía favorita (no me permití la hipótesis de que alguien nos tomara por madre e hija). La gente suele considerarme una persona bien vestida, incluso con estilo. Dios sabe cuánto me hacen pagar por enviarme directamente las faldas de lana de Escocia y las blusas de seda de París. Pero al lado de Nina siempre me sentía desaliñada. Ese día ella llevaba un elegante vestido, de color azul claro, que, si yo había identificado correctamente al diseñador, debía de haber costado varios miles de dólares. El color hacía que su tez pareciese aún más perfecta que de costumbre y resaltaba el azul de sus ojos. Su pelo se había vuelto tan gris como el mío, pero de algún modo ella conseguía hacerlo menos evidente llevándolo largo y sujeto por detrás con un simple pasador. Eso a Nina le daba un aire joven y chic y me hacía consciente de que mis rizos cortos, artificiales, brillaban con un reflejo azul.
Poca gente sospecharía que yo tenía cuatro años menos que Nina. El tiempo había sido amable con ella. Y ella se había «alimentado» más a menudo.
Nina dejó la taza y el platito y volvió a deambular por la habitación. No era propio de ella mostrar esas señales de nerviosismo. Se detuvo delante de la vitrina. Su mirada pasó sobre los hummels y las piezas de estaño hasta que se detuvo, sorprendida.
—Dios mío, Melanie. ¡Una pistola! Qué lugar tan extraño para guardar una vieja pistola.
—Es una reliquia familiar —le expliqué—. Muy valiosa. Y tienes razón, es un lugar absurdo para colocarla. Pero es la única vitrina con cerradura que tengo en casa, y la señora Hodges a veces trae a sus nietos cuando viene de visita.
—¿Quieres decir que está cargada?
—No, claro que no —mentí—. Pero los niños no deben jugar con estas cosas —expliqué con poca convicción. Nina asintió con la cabeza, pero no se molestó en esconder la condescendencia de su sonrisa. Se dirigió a la ventana que daba al sur y miró hacia el jardín.
¡Vaya, vaya! El hecho de que no reconociera aquella pistola aclaraba muchas cosas acerca de Nina Drayton.
Cuando lo mataron, Charles Edgar Larchmont era mi novio desde hacía cinco meses y dos días. No habíamos hecho las amonestaciones formales, pero íbamos a casarnos. Esos cinco meses habían sido una versión en miniatura de la época: ingenua, coqueta, formal hasta llegar al amaneramiento y, sobre todo, romántica. Romántica en el peor sentido de la palabra: entregada a ideales empalagosos o insulsos que sólo un adolescente —o una sociedad adolescente— conseguiría soportar. Éramos niños jugando con armas cargadas.
Nina, que entonces era Nina Hawkins, también tenía novio, un inglés alto, torpe y bienintencionado, Roger Harrison. Había conocido a Nina en Londres un año antes, durante los primeros días del Grand Tour de Hawkins. Manifestando a todas luces su capricho —otro absurdo de aquellos tiempos infantiles—, aquel inglés alto la había seguido de una capital europea a otra hasta que, después de ser firmemente reconvenido por el padre de Nina (un pequeño sombrerero sin imaginación, siempre a la defensiva respecto a su dudosa posición social), Harrison volvió a Londres para «arreglar sus asuntos», pero se presentó más tarde en Nueva York justamente cuando Nina era enviada a casa de su tía en Charleston para poner fin a otro flirteo. Impávido, el torpe inglés la siguió hasta el sur, sin preocuparse por los protocolos y las pacatas costumbres de la época.
Éramos un grupo alegre. El día después de conocer a Nina en el baile de junio de la prima Celia, los cuatro remontamos el río Cooper en una barca alquilada para una excursión a la isla Daniel. Roger Harrison, serio y solemne en todo, tejía un perfecto contrapunto para el irreverente sentido del humor de Charles. No parecían importarle las bromas amables y no tardó en sumarse a la risa general con su peculiar forma de reír.
Todo aquello le encantaba a Nina. Los dos hombres le prestaban atención y mientras Charles nunca dejaba de mostrar la primacía de su afecto por mí, estaba claro que Nina Hawkins era una de esas chicas que no dejan nunca de ser el centro de la galantería y atención en cualquier reunión. Las distintas capas sociales de Charleston tampoco eran ciegas al encanto de nuestro cuarteto. Durante dos meses de ese ya lejano verano, ninguna fiesta estaba completa, ninguna excursión adecuadamente planeada, ningún acontecimiento social era considerado un éxito si nosotros, los cuatro alegres bromistas, no habíamos sido invitados o decidíamos no asistir. Nuestro feliz dominio de la escena social de la juventud era tan evidente que las primas Celia y Loraine consiguieron convencer a sus padres de que partieran dos semanas antes para sus estancias anuales de agosto en Maine.
No estoy segura de cuándo Nina y yo concebimos la idea del duelo. Fue quizá durante una de aquellas largas noches, cuando una se deslizaba hacia la cama de la otra, cuchicheando y riéndonos tontamente, sofocando nuestra risa cuando el crujir de uniformes almidonados nos avisaba de la presencia de nuestras criadas de color, que se movían por las habitaciones en penumbra. Sea como fuera, la idea era consecuencia natural de las pretensiones románticas de la época. La imagen de Charles y Roger batiéndose en duelo por algún puntillo de honor relacionado con nosotras nos conmovió de una manera física que ahora reconozco como una simple forma de excitación sexual.
Habría resultado inofensivo, de no ser por nuestra «aptitud». Habíamos tenido tanto éxito en nuestra manipulación del comportamiento masculino —una manipulación que era esperada y alentada en esa época—, que ninguna de las dos había sospechado que había algo anormal en la forma como nosotras podíamos trasponer nuestros caprichos a las acciones de otras personas. La parapsicología no era conocida entonces, o más bien, conocida sólo por los practicantes de los juegos de sociedad inspirados en el espiritismo. En todo caso, nos divertimos con fantasías murmuradas durante varias semanas y después una de nosotras —o quizás ambas— usó la «aptitud» para convertir la fantasía en realidad.
En cierta forma fue nuestra primera «alimentación».
No recuerdo la supuesta causa de la disputa, quizás alguna interpretación deliberadamente errónea de uno de los chistes de Charles. No recuerdo a quiénes comprometieron Charles y Roger para servir de padrinos en aquella excursión ilegal. Recuerdo la expresión ofendida y confusa en la cara de Roger Harrison durante aquellos días. Era una caricatura del miedo, de la confusión de un hombre que se encuentra en una situación que no ha provocado y de la que no puede escapar. Recuerdo a Charles y los cambios de su voluble temperamento, los ataques de malhumor, los períodos de rabia y las lágrimas y besos la noche anterior al duelo.
Recuerdo también con gran claridad la belleza de aquella mañana. Desde el río flotaba la niebla entremezclada con los difusos rayos del sol naciente mientras nos dirigíamos al lugar del duelo. Recuerdo a Nina extendiendo la mano y apretando la mía con una excitación impetuosa que penetró en mi cuerpo como una descarga eléctrica.
Gran parte de aquella mañana se ha borrado de mi memoria. Quizás en la intensidad de esa primera «alimentación» subconsciente yo haya literalmente perdido la consciencia mientras me hundía en las ondas de miedo, excitación, orgullo… de machismo… que emanaban de nuestros novios, preparados para afrontar la muerte en aquella mañana encantadora. Recuerdo que sentí el choque de comprender que todo aquello estaba pasando en realidad, mientras escuchaba el paso de botas altas sobre el césped. Alguien contaba los pasos. Recuerdo vagamente el peso de la pistola en mi mano. La mano de Charles, me parece, nunca lo sabré con seguridad, y un segundo de claridad fría antes de que la explosión rompiera la sucesión y el olor acre de la pólvora me hiciera volver en mí.
Fue Charles quien murió. Nunca podré olvidar la increíble cantidad de sangre que manó del pequeño agujero redondo dibujado en su pecho. Cuando llegué junto a él, su camisa blanca estaba teñida de rojo En nuestras fantasías no había sangre. Tampoco la visión de Charles con la cabeza colgando, su boca babeando sobre el pecho ensangrentado mientras sus pupilas desaparecían tras los párpados para mostrar unos ojos completamente blancos, como dos huevos empotrados en su cráneo. Roger Harrison sollozaba mientras Charles daba sus últimas y estremecidas boqueadas en aquel campo de inocencia.
No recuerdo absolutamente nada de las confusas horas posteriores al duelo. Fue a la mañana siguiente cuando abrí mi bolso de tela y encontré la pistola de Charles entre mis cosas. ¿Por qué había yo guardado el revólver? Si hubiera querido conservar algo como recuerdo de mi amor caído, ¿por qué ese extraño trozo de metal? ¿Por qué quitar de sus dedos muertos el símbolo de nuestro irreflexivo pecado?
En efecto, decía mucho sobre Nina que no hubiese reconocido la pistola.
—Ha llegado Willi.
No era el señor Thorne anunciando la llegada de nuestro invitado, sino la amanuensis de Nina, la odiosa señorita Barrett Kramer. La apariencia de Kramer era tan asexuada como su nombre: el cabello corto y negro, los hombros poderosos y una sonrisa dura, agresiva, que yo asociaba con lesbianas y criminales. Parecía tener algo más de treinta años.
—Gracias, Barrett, cariño —dijo Nina.
Fui a recibir a Willi, pero el señor Thorne ya lo había hecho entrar y nos encontramos en el vestíbulo.
—¡Melanie! ¡Estás magnífica! Cada vez que te veo pareces más joven. ¡Nina!
El cambio en la voz de Willi era evidente. Los hombres seguían siendo dominados a primera vista por Nina después de una ausencia. Hubo abrazos y besos. El mismo Willi parecía más disoluto que nunca. Su americana deportiva de alpaca tenía un corte exquisito, su jersey de cuello alto escondía con éxito las líneas desgastadas de su cuello, pero cuando se quitó su garbosa gorra deportiva, las largas greñas de pelo cano que había peinado hacia un lado para esconder su intrusa calvicie estaban en desorden. La cara de Willi estaba sonrojada de excitación, pero se veía aún el rojo entramado capilar de la nariz y las mejillas que mostraban a las claras el abuso del alcohol y las drogas.
—Señoras, creo que ya conocen a mis compañeros… Tom Reynolds y Jensen Luhar.
Los dos hombres se adelantaron para saludar. El señor Reynolds era delgado y rubio, y sonreía sin descubrir los dientes. El señor Luhar era un negro gigantesco, curvado hacia delante, con una mirada triste, magullada, y una cara tosca. Estaba segura de que nunca antes había visto a esos peleles de Willi.
—¿Por qué no vamos a la sala? —sugerí. Fue una procesión torpe que acabó con los tres sentados en las sillas recargadamente tapizadas dispuestas en torno de la mesa de té georgiana que había sido de mi abuela—. Más té, por favor, señor Thorne. —La señorita Kramer consideró aquello la señal para salir, pero los dos peones de Willi se quedaron indecisos en la puerta, apoyándose de forma alternativa en uno y otro pie y mirando el cristal de la vitrina como si la mera proximidad de ellos pudiese partir algo, lo cual, de hecho, no me hubiera sorprendido.
—¡Jensen! —Willi chasqueó los dedos. El negro dudó y después presentó un caro maletín de cuero. Willi lo puso sobre la mesa de té y, con sus dedos cortos y anchos, abrió la cerradura con un estallido—. ¿Por qué no van a hablar con el empleado de la señora Fuller para que les consiga alguna bebida?
Cuando se marcharon, Willi sacudió la cabeza y le sonrió a Nina:
—Perdón, querida.
Nina puso su mano en la manga de Willi. Se inclinó con aire expectante.
—Melanie no me ha dejado empezar el «juego» sin ti. ¿No es terrible por mi parte querer comenzar sin ti, querido Willi?
Willi frunció el ceño. Después de cincuenta años, todavía se picaba si le llamaban Willi. En Los Ángeles era Big Bill Borden. Cuando volvía a su nativa Alemania —lo cual no era frecuente, por los peligros que ello suponía— era una vez más Wilhelm von Borchert, señor de casa solariega, bosque y montería. Pero Nina le había llamado Willi cuando se habían conocido en 1931, en Viena, y Willi había quedado.
—Tú empiezas, Willi —dijo Nina—. Tú primero.
Yo recordaba bien la época en que pasábamos los primeros días de nuestra reunión conversando y contándonos mutuamente los últimos avatares de nuestras respectivas vidas. Ahora no había tiempo ni para una charla rápida.
Willi enseñó los dientes y sacó nuevos recortes, libretas de notas y un montón de casetes del maletín. Cuando había cubierto la pequeña mesa con el material, el señor Thorne llegó con el té y el álbum de recortes de Nina desde la sala de costura Willi despejó con rapidez la mesita.
A primera vista se podía observar cierto parecido entre Willi Borchert y el señor Thorne. Ambos tenían la cara colorada, pero la tez de Willi era resultado de excesos y emociones; el señor Thorne no conocía nada de eso desde hacía muchos años. La calvicie de Willi era desigual y estaba meticulosamente camuflada —una comadreja con sarna—, mientras que la cabeza pelada del señor Thorne era lisa, sin ninguna arruga. Nadie podía imaginar que sobre el cráneo del señor Thorne hubiera florecido pelo alguna vez. Ambos tenían los ojos grises —lo que un novelista hubiera llamado fríos ojos grises— pero los del señor Thorne eran fríos con indiferencia, fríos con una claridad que venía de una absoluta falta de emociones o de pensamientos turbios. Los de Willi tenían el frío de un invierno tempestuoso del mar del Norte, y a veces se enturbiaban con un velo cambiante a consecuencia de las emociones que le embargaban: orgullo, odio, apego al dolor y a los placeres de la destrucción. Willi nunca se refirió a su uso de la «aptitud» como «alimentarse» —yo era, evidentemente, la única que pensaba en esos términos—, sino que hablaba a veces de «caza». Pensaba quizás en los bosques oscuros de su patria cuando acechaba a su cantera humana por las calles estériles de Los Ángeles. Yo me preguntaba si Willi soñaba con el bosque. ¿Recordaba las chaquetas de caza de lana verde, los aplausos de los criados, el rostro de sangre del jabalí agonizante? ¿O recordaba el ruido de las botas altas sobre los adoquines y el golpeteo de los puños de sus tenientes en las puertas? Quizá Willi todavía asociaba su «caza» con la oscura noche europea del horno en cuyo funcionamiento había colaborado.
Yo lo llamaba «alimentar». Willi lo llamaba «caza». No oí nunca a Nina llamarlo de forma alguna.
—¿Dónde está tu VCR? —preguntó Willi—. Lo tengo todo grabado.
—Oh, Willi —dijo Nina en un tono exasperado—. Ya conoces a Melanie. Es tan anticuada. No quiere tener un vídeo.
—Ni siquiera tengo televisor —recalqué yo.
Nina rió.
—¡Diablos! —exclamó Willi—. Es igual. Tengo otras cosas aquí. —Arrancó las gomas de las pequeñas libretas de notas—. Aunque sería mejor un vídeo. Las estaciones de Los Ángeles hicieron una gran cobertura del Estrangulador de Hollywood y yo publiqué en el… Bueno, tanto da.
Lanzó los videocasetes dentro del maletín y lo cerró.
—Veintitrés —dijo—. Veintitrés desde que nos encontramos hace doce meses. No parece que haya pasado tanto tiempo, ¿verdad?
—Enséñanoslo —rogó Nina. Se inclinaba y sus ojos azules parecían muy brillantes—. Sentí curiosidad desde que vi al Estrangulador entrevistado en «Sesenta Minutos». ¿Era tuyo, Willi? Parecía tan…
—Ja, ja, sí, era mío. Un don nadie. Un hombrecillo tímido. Era el jardinero de un vecino mío. Le dejé vivo para que la policía pudiera interrogarle, para borrar cualquier duda. Se colgará en su celda el mes que viene cuando la prensa haya perdido interés. Pero esto es más apasionante. Miradlo. —Willi nos alcanzó diversas fotografías en blanco y negro. Un ejecutivo de la NBC había asesinado a los cinco miembros de su familia y había ahogado a una actriz de serial en su piscina. Después se había apuñalado repetidamente y había escrito «50 ACCIÓN» con su sangre en la pared de la caseta de baño.
—¿Reviviendo viejas glorias, Willi? —preguntó Nina—. ¿«Muerte a los Puercos» y todo eso?
—No, maldición. Creo que debería obtener un premio a la ironía. La chica debía ahogarse en el programa. Estaba en el guión.
—¿Fue difícil de ser «usado»? —Era mi pregunta. Sentía curiosidad a mi pesar.
Willi enarcó una ceja.
—La verdad es que no. Era alcohólico y muy dependiente de la cocaína. Quedaba poco de él. Y odiaba a su familia. Como la mayor parte de la gente.
—La mayor parte de la gente en California, quizá —matizó Nina con una sonrisa forzada. Era un comentario extraño en Nina. Su padre se había suicidado arrojándose bajo un tranvía.
Pregunté:
—¿Dónde estableciste contacto?
—En una fiesta. El lugar de siempre. Él compró la coca a un director que había arruinado una de mis…
—¿Tuviste que repetir el contacto?
Willi frunció el ceño. A pesar de que mantenía su ira bajo control, su rostro se puso más rojo.
—Ja, ja. Le vi dos veces más. Una vez sólo le observé desde mi coche cuando jugaba al tenis.
—Premio a la ironía —concedió Nina—. Pero has perdido ese premio por el contacto repetido. Si fuera tan vacío como dices, deberías haber podido «usarlo» después con un solo toque. ¿Qué más tienes?
Tenía el surtido habitual. Patéticos asesinatos en barrios bajos. Dos muertes domésticas. Una colisión en la autopista, que degeneró en un tiroteo fatal.
—Yo estaba entre la multitud —dijo Willi—. Establecí contacto. Él tenía un arma en la guantera.
—Dos puntos —dijo Nina.
Willi había dejado una buena para el final. Un antiguo astro infantil, famoso en otros tiempos, había tenido un curioso accidente. Había salido de su apartamento de Bel Air mientras éste se llenaba de gas y después había vuelto para encender una cerilla. Dos personas más habían muerto en el incendio que siguió a la explosión.
—Sólo recibes el mérito por él —dijo Nina.
—Ja, ja.
—¿Estás seguro de esto? Podría haber sido un accidente.
—No seas ridícula —espetó Willi con brusquedad. Se volvió hacia mí—. Éste fue muy duro de «usar». Era muy fuerte. Obstruí su recuerdo de haber abierto el gas. Tuve que sostenerlo durante dos horas. Después le obligué a volver al apartamento. Luchó para no encender la cerilla.
—Deberías haberle hecho usar el mechero —dijo Nina.
—No era fumador —gruñó Willi—. Lo había dejado hacía un año.
—Sí —me sonrió Nina—. Creo haberle oído decir eso a Johnny Carson.
No podía saber si Nina se estaba burlando de él.
Los tres nos dedicamos al ritual de atribuir puntos. Nina fue la que más habló. Willi pasó de la tristeza a la expansión para después volver a ensombrecerse. En cierto momento extendió la mano y me dio una palmadita en la rodilla cuando reía y pedía ayuda. No dije nada. Finalmente desistió; atravesó la sala hasta la licorera y se sirvió un vaso alto de bourbon de la garrafa de mi padre. La luz del ocaso enviaba sus últimos rayos horizontales a través de las vidrieras de las ventanas saledizas y lanzó un tinte rojo sobre Willi mientras estaba junto al armario de roble. Sus ojos eran pequeños como ascuas rojas en una máscara de sangre.
—Cuarenta y uno —dijo finalmente Nina. Levantó la mirada impetuosamente y mostró la calculadora como si comprobara algún hecho objetivo—. He contado cuarenta y un puntos. ¿Qué tienes tú, Melanie?
—Ja —interrumpió Willi—. Magnífico. Ahora pasemos a tus pretensiones, Nina.
Su voz era sorda y vacía. Incluso Willi había perdido algún interés en el «juego».
Antes de que Nina pudiese empezar, el señor Thorne entró e informó de que la cena estaba servida. Pasamos al comedor, Willi sirviéndose otro vaso de bourbon y Nina agitando las manos en cómicas ilustraciones de la interrupción del «juego». Cuando estuvimos ante la gran mesa de caoba, yo asumí mis funciones de anfitriona. Después de décadas de tradición, en la mesa estaba prohibido hablar del «juego». Durante la sopa discutimos la nueva película de Willi y la compra de un nuevo almacén para la cadena de tiendas de Nina. Parecía que la columna mensual de Nina en Vogue iba a ser clausurada, pero un sindicato de prensa estaba interesado en comprarla.
Mis dos huéspedes se deshicieron en elogios acerca de la perfección del jamón cocido, pero yo pensé que el señor Thorne había hecho la salsa demasiado dulce. Las ventanas transparentaban ya una oscuridad completa antes de que nos acabáramos el mousse de chocolate. La luz que emitía la araña hacía que en el pelo de Nina bailaran reflejos de luz, mientras yo temía que el mío brillara más azulado que nunca.
De repente, se oyó un ruido en la cocina. La cara del enorme negro apareció tras la puerta de batientes. Su hombro se curvaba hacia unas manos blancas y su expresión era la de un niño quejumbroso.
—… ni hablar si piensas que estamos sentados aquí como…
Las manos blancas le arrancaron del campo de visión.
—Perdón, señoras.
Willi rozó sus labios con la servilleta y se levantó. Todavía se movía con elegancia a pesar de su edad.
Nina miró su mousse. Una orden áspera llegó desde la cocina junto con el chasquido de un bofetón. Era el bofetón de la mano de un hombre, duro y llano como el tiro de un rifle de pequeño calibre. Levanté la mirada y vi al señor Thorne junto a mi codo retirando los platos de postre.
—Café, por favor, señor Thorne. Para todos.
Él asintió con la cabeza, su sonrisa era afable.
Franz Anton Mesmer lo conoció, aunque no lo entendió. Sospecho que Mesmer debía de tener un pequeño toque de «aptitud». Las seudociencias modernas la estudiaron y le dieron otro nombre, le negaron la mayor parte de su poder, confundieron sus usos y orígenes, pero continúa siendo la sombra de lo que Mesmer descubrió. No tienen idea de qué es «alimentar».
Me causa enorme desasosiego el actual aumento de la violencia. A veces, realmente me dejo sumir en la desesperación, ese profundo pozo de desesperanza sin futuro a lo que Hopkins llamó «inmundo consuelo». Observo el matadero americano, los habituales ataques a papas, presidentes y otras gentes de rango, y me pregunto si hay muchos que poseen la «aptitud» o si la carnicería, simplemente, se ha convertido en la moderna forma de vivir.
Todos los humanos se alimentan de la violencia, de los pequeños ejercicios de poder sobre otros, pero pocos han conocido —como nosotros— el poder fundamental. Y, sin esa «aptitud», pocos conocen el placer sin parangón de capturar una vida humana. Sin la «aptitud», hasta los que se alimentan de vida son incapaces de saborear el flujo de emociones que fluyen entre el cazador y la víctima, el efecto estimulante del atacante que ha ido más allá de todas las reglas y castigos, la extraña, casi sexual, sumisión de la víctima, en ese último segundo de verdad en el que todas las opciones resultan imposibles a raíz del ejercicio del poder absoluto sobre el otro.
A mí me desespera la violencia moderna, su naturaleza impersonal y azarosa que la ha hecho accesible a tantos. Yo tenía televisión hasta que lo vendí en pleno apogeo de la guerra de Vietnam. Aquellos higienizados pedazos de muerte —hecha distante por las lentes de la cámara— no significaban nada para mí. Pero creo que tenían un sentido para ese ganado que me rodea. Cuando acabó la guerra y con ella los televisados recuentos diarios de cadáveres, los telespectadores pidieron más y más, y las pantallas y calles de esta dulce y moribunda nación lo suministraron en inmunda y grotesca abundancia. Es un vicio, no hay duda.
No lo entienden. Observada sin más, la muerte violenta, es una triste y manchada tapicería de confusión. Pero para los que, como nosotros, se han «alimentado», la muerte puede ser un sacramento.
—¡Mi turno! ¡Mi turno! —La voz de Nina aún se parecía a la de aquella beldad que acababa de llenar su tarjeta de danza en el baile de junio de la prima Celia.
Volvimos a la sala. Willi había terminado su café y le pidió un coñac al señor Thorne. Yo me sentía molesta por la actitud de Willi. Comprobar que nuestros colaboradores más íntimos mostraban cualquier sugestión de comportamiento imprevisto era ciertamente una señal de debilitamiento de la «aptitud». Nina no pareció haberse dado cuenta.
—Los tengo todos en orden —dijo Nina. Abrió su libro de recortes sobre la mesa de té ahora vacía. Willi los hojeó cuidadosamente, a veces haciendo una pregunta, más a menudo asintiendo con un gruñido. Yo murmuré un acuerdo ocasional, aunque no conocía a ninguno de ellos. Excepto al beatle, claro. Nina dejó ése para el final.
—Dios mío, Nina, ¿fuiste tú? —Willi parecía casi furioso. Las «alimentaciones» de Nina iban a parar siempre a suicidas de Park Avenue y a riñas matrimoniales que terminaban con disparos de armas de señora, caras y de pequeño calibre. Este tipo de cosa estaba más en el crudo estilo de Willi. Quizá sintiera que su territorio estaba siendo invadido—. Quiero decir que te arriesgaste mucho, ¿verdad? Es tan…, ¡diablos!…, tan público.
Nina rió y dejó la calculadora.
—Willi, cariño, el «juego» consiste en precisamente eso, ¿no te parece?
Willi se dirigió a la licorera y volvió a llenar su copa. El viento sacudía ramas desnudas contra el cristal emplomado de la ventana salediza. El invierno no me gusta. Incluso en el Sur marca mucho el espíritu.
—Ese tío, ¿cómo se llama…?, ¿no compró el arma en Hawái o en algún sitio por el estilo? —preguntó Willi desde el otro lado de la sala—. A mí me parece que fue por su propia iniciativa. Quiero decir que él ya le perseguía.
—Willi, querido —la voz de Nina era ahora tan fría como el viento que rastrillaba las ramas—, nadie dijo que fuera un hombre estable. ¿Cuántos de los tuyos son estables, Willi? Pero yo hice que pasara, cariño. Escogí el lugar y el momento. ¿No comprendes la ironía del lugar, Willi? Después de aquella pequeña broma al realizador de aquella película de brujería hace unos años. Lo saqué directamente del guión.
—No lo sé —dijo Willi. Estaba sentado pesadamente en el diván, derramando coñac sobre su americana deportiva, sin darse cuenta. La luz de la lámpara se reflejaba en su cráneo. Las marcas de la edad eran más visibles de noche, y su cuello, allí donde desaparecía en el jersey, era todo piel reseca y tendones—. No lo sé. —Me miró y, de súbito, sonrió, como si compartiéramos una secreta conspiración—. Podría ser como aquel escritor, ¿eh, Melanie? Podría ser como ése.
Nina miró las manos en su regazo. Sus dedos bien cuidados estaban blancos en las puntas.
Los vampiros de la mente. Así iba a titular su libro el escritor. A veces me pregunto si realmente escribiría algo. ¿Cómo se llamaba? Era un típico nombre ruso.
Willi y yo recibimos un telegrama de Nina: VEN DEPRISA. ERES NECESARIO. Al día siguiente yo volaba hacia Nueva York. El avión era un Constellation de hélice ruidoso y pasé casi todo el vuelo asegurándole a la azafata, excesivamente solícita, que no necesitaba nada, que en verdad me sentía bien. Era obvio que había decidido que yo era una abuela que volaba por primera vez.
Willi consiguió llegar veinte minutos antes que yo. Nina estaba muy turbada y más cerca de la histeria de lo que nunca la había visto. Había estado en una fiesta en la parte baja de Manhattan dos días antes —no estaba tan turbada como para olvidar decirnos qué nombres importantes estaban allí— y se encontró compartiendo un rincón, una marmita de fondue y confidencias con un joven escritor. O más bien, el escritor compartía confidencias con ella. Nina lo describió como del tipo desaliñado, de barba corta y rala, gafas gruesas, americana deportiva de pana sobre una vieja camisa escocesa, del tipo que, según Nina, salpicaba invariablemente todas las fiestas de éxito en esa época. Ella estaba suficientemente al día como para no llamarle beatnik, porque ese término hacía poco que se había vuelto passé, pero nadie conocía aún el término hippie, que, en cualquier caso, tampoco se podía aplicar. Era un escritor de los que se ganan la vida a duras penas, en esa época por lo menos, vendiendo sangre y novelando seriales de televisión. Se llamaba Nicholas no sé qué.
Su idea para un libro en el que ya trabajaba desde hacía algún tiempo, le había contado a Nina, era que muchos de los asesinatos que se cometían actualmente eran en realidad el resultado de un pequeño grupo de asesinos psíquicos, a los que llamaba «vampiros de la mente», que usaban a otros para ejecutar sus espantosos crímenes. Dijo que un editor ya se había interesado por su proyecto y al día siguiente le ofrecería un contrato si él aceptaba cambiar el título por El factor zombie y le ponía más sexo.
—¿Y qué? —le preguntó Willi a Nina, aburrido—. ¿Me haces atravesar todo el continente para esto? Yo podría comprar esa idea para hacer una película.
Ése fue el pretexto que usamos para interrogar a este Nicholas cuando Nina dio una fiesta improvisada la noche siguiente. No asistí. Según Nina, la fiesta no fue un gran éxito, pero le dio a Willi la oportunidad de tener una larga conversación con el supuesto joven novelista. En la casi patética ansia del escritor por entablar negocios con Bill Borden, productor de Memorias de París, Tres en ritmo y por lo menos dos películas más en technicolor completamente olvidables que circulaban ese verano por los autocines, reveló que el libro consistía de un esquema muy gastado y una docena de páginas de notas. De todas maneras, podría hacer una adaptación para el señor Borden en cinco semanas, quizá tres semanas si le mandaran a Hollywood para tener el estímulo creador adecuado.
Más tarde, esa noche, discutimos la posibilidad de que Willi comprara una opción de la adaptación, pero Willi no disponía entonces de mucho dinero en efectivo y Nina insistía. Por fin, el joven escritor se abrió la arteria femoral con una cuchilla de afeitar y corrió gritando hacia una estrecha callejuela de Greenwich Village, hasta morir. No creo que alguien se molestara alguna vez en hojear sus notas.
—¿Podría ser como con ese escritor, ja, Melanie? —Willi me dio una palmadita en la rodilla. Yo asentí con la cabeza—. Era mío —continuó Willi—, y Nina intentó quitarme el mérito. ¿Recuerdas?
De nuevo hice un gesto afirmativo. De hecho, no había sido ni de Nina ni de Willi. Yo había evitado la fiesta para poder establecer contacto más tarde sin que el joven se diera cuenta de que lo seguían. Lo hice con facilidad. Recuerdo estar sentada en una pequeña tienda demasiado calurosa, frente al edificio de apartamentos. No fue nada difícil. Acabó tan rápidamente que casi no sentí sensación de «alimentarme». Después volví a tener consciencia de los radiadores chisporroteando y del olor a salchichón cuando la gente corría hacia la puerta para ver qué eran esos gritos. Me acuerdo de que me bebí mi té con lentitud para no tener que salir antes de que la ambulancia se marchara.
—¡Tonterías! —dijo Nina, ocupada con su pequeña calculadora—. ¿Cuántos puntos?
Me miró. Yo miré a Willi.
—Seis —dijo él encogiéndose de hombros. Nina hizo un pequeño espectáculo de la suma de los números.
—Treinta y ocho —dijo, y suspiró teatralmente—. Ganas otra vez, Willi. O mejor, me bates de nuevo. Ahora tenemos que oír a Melanie. Has estado tan callada, querida. Debes de tener alguna sorpresa.
—Sí —dijo Willi—, te toca ganar. Hace algunos años que te toca.
—Nada —dije yo. Había esperado una explosión de preguntas, pero el silencio sólo era roto por el tictac del reloj que se hallaba en la repisa de la chimenea. Nina miraba hacia el otro lado, hacia algo oculto por las sombras del rincón.
—¿Nada? —repitió Willi.
—Hubo… uno —dije yo finalmente—. Pero fue por casualidad. Pasaba por allí cuando estaba robándole a un viejo…, fue por casualidad.
Willi estaba agitado. Se puso de pie, se dirigió hacia la ventana, giró una vieja silla de respaldo recto y se sentó a horcajadas, con los brazos cruzados.
—¿Qué significa esto?
—¿Abandonas el «juego»? —preguntó Nina cuando se volvió para mirarme. Dejé que la pregunta sirviera de respuesta.
—¿Por qué? —preguntó Willi bruscamente. En su excitación, la erre sonó doble, dura.
Si yo hubiese sido educada en una época en que las chicas pudiesen encogerse de hombros, lo habría hecho. Pero, al no ser así, me di por satisfecha con deslizar los dedos por una imaginaria costura en mi falda. Willi había hecho la pregunta, pero yo miraba directamente a los ojos de Nina. Finalmente respondí:
—Estoy cansada. Creo que me estoy haciendo vieja.
—Te harás mucho más vieja si no «cazas» —dijo Willi. Su cuerpo, su voz, la máscara roja de su cara, todo mostraba una gran ira apenas controlada—. Dios mío, Melanie, ¡ya pareces más vieja! ¡Tienes un aspecto horrible! Es por eso que «cazamos», mujer. ¡Mírate al espejo! ¿Quieres morirte como una vieja sólo porque estás cansada de usarlos? ¡Puaj!
Willi se puso de pie y nos dio la espalda.
—¡Tonterías! —La voz de Nina sonaba fuerte, confiada, una vez más al mando—. Melanie está cansada, Willi. Debes ser amable. Todos pasamos por épocas así. Recuerdo cómo estabas tú después de la guerra. Como un cachorro apaleado. Ni siquiera salías de tu pequeño apartamento miserable en Baden. Incluso después de que te ayudamos a llegar a Nueva Jersey, sólo mirabas enfurruñado a tu alrededor mientras te compadecías de ti mismo. Melanie inventó el «juego» para ayudarte a sentirte mejor. Por eso, ¡cállate! Nunca le digas a una mujer cansada y deprimida que tiene un aspecto horrible. Sinceramente, Willi, a veces eres un terrible schwächsinniger. [1]
Y un patán.
Yo había imaginado muchas reacciones a mi anuncio, pero ésta era la que más temía. Quiero decir que Nina también se había cansado del «juego». Tenía que significar eso.
—Gracias, Nina, querida —dije—. Sabía que lo entenderías.
Ella se inclinó y tocó mi rodilla para tranquilizarme. Incluso a través de mi falda de lana pude sentir el frío de sus dedos blancos.
Mis invitados no querían quedarse a pasar la noche. Imploré. Protesté. Les recordé que las habitaciones estaban preparadas, que el señor Thorne ya había quitado los edredones.
—La próxima vez —dijo Willi—. La próxima vez, Melanie, querida. Pasaremos un fin de semana como antes. Una semana.
Willi estaba mucho más animado desde que había recibido su premio de mil dólares de cada una de nosotras. Se había enfurruñado pero yo había insistido. Había aplacado su ego cuando el señor Thorne le trajo un talón a nombre de William D. Borden.
Le volví a pedir que se quedara, pero él protestó diciendo que tenía un vuelo a medianoche para Chicago. Tenía que hablar acerca de una pieza de teatro con un escritor que había ganado un premio. Después me abrazó; sus compañeros estaban en el vestíbulo detrás de mí y yo sentí terror por un instante.
Pero se marcharon. El joven rubio mostró su sonrisa blanca y el negro agitó la cabeza con un gesto que interpreté como una despedida. Después quedamos solas. Nina y yo.
Aunque no exactamente. La señorita Kramer estaba junto a Nina al fondo del vestíbulo. El señor Thorne estaba fuera de mi vista, detrás de la puerta de la cocina. Le dejé allí.
La señorita Kramer dio tres pasos adelante. Yo sentí que mi aliento se detenía por un instante. El señor Thorne puso su mano en la puerta de batientes. Entonces la fornida morena fue hasta el armario del vestíbulo, cogió el abrigo de Nina y volvió para ayudarla a ponérselo.
—¿Estás segura de que no quieres quedarte?
—No, gracias, cariño. Le he prometido a Barrett que volvería esta noche a Hilton Head.
—Pero es tarde.
—Tenemos reservas. De todas maneras, gracias, Melanie. Seguiré en contacto.
—Sí.
—Espero que sí, querida. Tenemos que hablar. Sé cómo te sientes, pero tienes que recordar que el «juego» sigue siendo importante para Willi. Tenemos que encontrar una forma de terminarlo sin herir sus sentimientos. Quizá podríamos visitarlo la próxima primavera en Karinhall o como sea que llama él a ese triste lugar suyo en Baviera. Un viaje al Viejo Continente te ayudaría mucho, querida.
—Sí.
—Seguiré en contacto. Cuando este negocio con el nuevo almacén esté resuelto. Tenemos que pasar algún tiempo juntas, Melanie: solas las dos, como en otros tiempos. —Sus labios besaron el aire cerca de mi mejilla. Cogió mis antebrazos con fuerza durante unos segundos—. Adiós, querida.
Llevé las copas de coñac a la cocina. Thorne las cogió en silencio.
—Asegúrate de que la casa está bien cerrada —le dije.
Él asintió con la cabeza y fue a verificar las cerraduras y el sistema de alarma. Eran sólo las diez menos cuarto, pero yo estaba muy cansada. «La edad», pensé. Subí por la ancha escalera, quizá lo mejor de la casa, y me puse el camisón. Se había desatado una tempestad y el repiqueteo de la lluvia en la ventana marcaba un ritmo triste.
El señor Thorne apareció cuando yo estaba cepillándome el pelo y deseando que fuera más largo. Me volví. Se llevó la mano al bolsillo de su chaleco oscuro. Cuando la sacó, brillaba en ella una navaja. Asentí con la cabeza. Él cerró la navaja y la puerta. Escuché sus pasos por la escalera hasta la silla del vestíbulo en la que pasaría la noche.
Creo que esa noche soñé con vampiros. O quizá pensaba en ellos antes de dormirme y un fragmento de mi pensamiento permaneció conmigo hasta la madrugada. De todos los terrores que la humanidad se inflige a sí misma, de todos sus patéticos pequeños monstruos, sólo el mito del vampiro tiene algún vestigio de dignidad. Como los humanos de los que vive, el vampiro responde a sus propios oscuros impulsos. Pero al contrario de su mezquina presa humana, adopta sus sórdidos medios para el único fin que podía justificar sus acciones: la inmortalidad material. Son seres nobles, y tristes.
Willi tenía razón: me había hecho vieja. El año anterior se había cobrado más que toda la década precedente. Pero yo no me había «alimentado». A pesar del hambre, a pesar del reflejo de la edad en el espejo, a pesar del oscuro impulso que había dominado nuestras vidas durante tantos años, yo no me había «alimentado».
Me dormí tratando de recordar los rasgos de la cara de Charles.
Me dormí con hambre.