En cualquier libro que concluye con éxito la larga travesía hasta su publicación han colaborado más cerebros y manos que los del autor, pero una novela de este tipo y volumen acumula más deudas que la mayoría. Me gustaría expresar mi agradecimiento a algunas de las personas que ayudaron a Los vampiros de la mente a desafiar tormentas y mareas para llegar finalmente a puerto:
A Dean R. Koontz, cuyo bondadoso estímulo fue tan perfectamente oportuno como generoso.
A Richard Curtis, por su estimada persistencia y profesionalidad.
A Paul Mikol, con aprecio, por su impecable gusto y amistad.
A los miembros del Milford-Minor del verano de 1986, cuya escandalizada reacción me confirmó que iba por buen camino.
A Arleen Tennis, mecanógrafa extraordinaire; por los cálidos días de verano delante de las casi últimas versiones de las revisiones revisadas.
A Claudia Logerquist, por haberme recordado pacientemente que las diéresis y diacríticos no tenían que salpicarse al azar, como la sal.
A Wolf Blitzar, del Jerusalem Post, que me descubrió el mejor puesto de falafel en Haifa.
A Ekken Datlow, quien dijo que esta novela no tendría continuación.
Agradecimientos muy especiales para:
Kathy Sherman, por su entusiástica, rápida y desinteresada colaboración artística y por sus aún más desinteresados honorarios.
Mi hija Jane, cuya paciente espera a que papá «acabara su horrible libro» se prolongó durante dos tercios de su vida.
Karen, que estaba ansiosa por ver qué pasaría después.
Y por último, mi más sincera gratitud a Edward Bryant, el caballero y gran escritor a quien este libro está dedicado, y que —pese a no haber sufrido condena por traición y locura— puede perfectamente ser descrito como el Ezra Pound de su generación.