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Días de asueto tan dulces como esos nos estaban prohibidos cuando sin descanso, pasábamos semanas, meses, años, prisioneros de las arenas, navegando como pilotos de línea en el Sáhara de un fortín a otro. El desierto no ofrecía ningún oasis parecido al anterior: ¡jardines y muchachas!

¡Qué sueño! Claro que, muy lejos, mil chicas nos esperaban allí, donde una vez terminado el trabajo, podríamos regresar para volver a vivir; allí, entre libros o mangostas, con paciencia, ellas estaban modelando sus almas deliciosas, se embellecían…

Yo conozco la soledad. Tres años de desierto me han enseñado como sabe. Allí no da miedo dejarse la juventud en una tierra mineral. Lo que parece envejecer, lejos de uno, es el resto del mundo. Los árboles ya han dado sus frutos, las tierras se han cubierto de trigo, las mujeres ya son hermosas. La estación avanza, habría que darse prisa en volver… La estación avanza, pero uno se encuentra retenido muy lejos… Y los bienes de la tierra resbalan entre los dedos como la fina arena de las dunas.

Por regla general, los hombres no se dan cuenta de transcurso del tiempo. Viven en una paz provisional. Pero nosotros, cuando hacíamos una escala, cuando nos abrumaban esos vientos alisios que nunca paran, nosotros sí que nos dábamos cuenta. Parecíamos ese viajero del tren, ensordecido por el ruido de los ejes que traquetean en la noche, que adivina, gracias a los puñados de luz que se dilapidan tras el vidrio de la ventanilla, el fluir de los campos, de los pueblos, de las haciendas encantadas, de los que no puede retener nada puesto que está viajando.

A pesar de la calma que reinaba en la escala, animados por una ligera fiebre, con los oídos silbando todavía a causa del ruido del vuelo, a nosotros también nos parecía estar viajando.

También nos descubríamos, encarando el empuje de los vientos, levados por los latidos de nuestros corazones hacia un futuro desconocido.

Al desierto se sumaba la disidencia. Cada cuarto de hora, las noches de Cabo Juby se veían interrumpidas por una suerte de campanada de reloj: los centinelas se daban la voz de alerta con un fuerte grito reglamentario. El fuerte español, perdido en territorio rebelde, se protegía así de amenazas sin rostro. Y nosotros, los pasajeros de ese ciego bajel, escuchábamos la llamada que progresivamente crecía y describía orbes de aves marinas sobre nosotros.

Sin embargo, nosotros amamos el desierto.

Si al principio sólo hay vacío y silencio, es porque no se entrega a amantes ocasionales.

Cualquier pueblo de nuestra tierra también se nos oculta así si por él no renunciamos al resto del mundo, si no penetramos en sus tradiciones, en sus costumbres, en sus rivalidades, lo ignoramos todo sobre la patria que para algunos representa. O más aún: a dos pasos de nosotros, el hombre que se ha aislado en su claustro y que vive según unas reglas que nos son desconocidas ha alcanzado una soledad tibetana, se encuentra en una lejanía a la que nunca ningún avión podrá llegar. ¿Qué se nos ha perdido en su celda? Está vacía. El imperio del hombre es interior. De la misma forma el desierto no está hecho de arena, ni de tuaregs, ni siquiera de moros armados…

Hoy hemos tenido sed y, sólo hoy, hemos descubierto que aquel pozo del que teníamos noticia se derrama en el espacio. Una mujer invisible puede embrujar del mismo modo una casa. Un pozo, como el amor, llega muy lejos.

Al principio, las arenas son desiertos; después llega el día en que temiendo la proximidad de un rezzou, leemos en ellas los pliegues del manto con el que se envuelven.

Aceptamos las reglas del juego y el juego nos forma a su imagen. En nosotros se revela el Sáhara. Abordarlo no consiste en visitar el oasis, es hacer de una fuente nuestra religión.