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El avión es una máquina, no hay duda, pero ¡qué instrumento de análisis! Este instrumento nos ha permitido descubrir el auténtico rostro de la tierra, pues durante siglos las carreteras nos han engañado. Éramos como aquella soberana que deseaba visitar a sus súbditos para saber si estaban contentos en su reino. Para engañarla, los cortesanos dispusieron unos cuantos decorados en la carretera y pagaron a algunos figurantes para que danzaran allí. Ella no vio nada de su reino excepto ese delgado hilo conductor, y no supo que a lo largo de los campos quienes morían de hambre la maldecían.

De igual forma nosotros nos desplazábamos a lo largo de carreteras sinuosas que evitando las tierras estériles, las rocas, las arenas, sacian las necesidades del hombre y lo llevan de una fuente a otra. Conducen a los campesinos desde sus granjas a los campos de trigo; recogen en el umbral del establo al ganado todavía dormido y, al alba, lo derraman por los campos de alfalfa. Unen este pueblo con aquél, pues la gente de uno se casa con la gente del otro. Y cuando alguna osa adentrarse en un desierto, no duda en dar veinte rodeos para permitir disfrutar del oasis.

Así, engañados por sus inflexiones como por tantas mentiras piadosas, después de atravesar, a lo largo de nuestros viajes, tantas tierras de regadío, tantos vergeles, tantas praderas, nos hemos ido formando una hermosa imagen de nuestra prisión. Nos hemos creído que este planeta era húmedo y agradable.

Pero nuestra vista se ha aguzado y hemos progresado de modo cruel. Con el avión hemos aprendido lo que era la línea recta. En cuanto despegamos, abandonamos esos caminos que se tuercen hacia los abrevaderos y hacia los establos, o que serpentean de ciudad en ciudad. De ahora en adelante, libres de nuestras queridas servidumbres, sin tener ya necesidad de fuentes, ponemos rumbo hacia metas lejanas. Sólo ahora, desde lo alto de nuestras trayectorias rectilíneas, descubrimos el fundamento esencial, los cimientos de las rocas, de la arena y de la sal, en los que, algunas veces, la vida, como el musgo en los recovecos de las ruinas, aquí y allá, se atreve a crecer.

Nos convertimos así en físicos, en biólogos, examinando estas civilizaciones que adornan las profundidades de los valles y florecen milagrosamente como parques allí donde el clima les es favorable. Juzgamos al hombre a escala cósmica. Observándolo a través de nuestras ventanillas como a través de aparatos de laboratorio. Estamos releyendo nuestra historia.