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Me acuerdo ahora, en esta última página de mi libro, de aquellos burócratas avejentados que fueron nuestro cortejo, al alba de mi primer correo, cuando, al tener la suerte de ser designados, nos estábamos preparando para la muda, para transformarnos en hombres. Eran como nosotros, pero no sabían que tenían hambre. Hay demasiados a los que se les deja durmiendo.
Hace algunos años, durante un largo viaje en ferrocarril, quise visitar aquella patria errante en la que me había encerrado durante tres días, en la que durante tres días me encontraba prisionero de un rumor de guijarros arrastrados por el mar, así que me puse en pie. Hacia la una de la madrugada crucé todo el tren. Los coches cama estaban vacíos. Los coches de primera clase estaban vacíos.
Pero los vagones de tercera abrigaban a cientos de obreros polacos que, expulsados de Francia, volvían a su tierra. Caminé por los pasillos, saltando por encima de los cuerpos. Me detuve para mirar. En pie bajo las lamparillas puede contemplar en aquel vagón sin compartimentos, semejante a un dormitorio de tropa, que olía a cuartel o a comisaría, a toda una población confusa y sacudida por los movimientos menos del rápido, a todo un pueblo que, hundido en pesadillas, retornaba a su miseria. Gruesas cabezas rapadas resbalaban sobre la madera de las banquetas. Hombres, mujeres, niños, todos giraban de derecha a izquierda como si, abandonados, se vieran atacados por aquello ruidos, amenazados por las sacudidas. No disfrutaban de la hospitalidad de un buen sueño.
Me daba la impresión de que habían perdido a medias la calidad humana, bamboleados por las corrientes económicas de uno a otro extremo de Europa, arrancados de la casita del Norte, del minúsculo jardín, de las tres macetas de geranios que, en otros tiempos, yo había visto en la ventana de los mineros polacos. Sólo habían recogido los útiles de cocina, las mantas y las cortinas, componiendo paquetes mal atados, agrietados, herniados. Habían tenido que sacrificar todo lo que, en cuatro o cinco años de estancia en Francia, habían acariciado o disfrutado, todo lo que habían conseguido domesticar, el gato, el perro, el geranio; sólo se llevan las baterías de cocina.
Un niño tomaba el pecho de una madre tan cansada que parecía dormida. En el absurdo y el desorden de aquel viaje, la vida se seguía trasmitiendo. Miré al padre. Una cabeza pesada y desnuda como una piedra. Un cuerpo replegado en su incómodo sueño, apresado en la ropa de faena, hecho de huecos y jorobas. El hombre parecía un montón de arcilla. Como esos desperdicios que, carentes de forma, reposan durante la noche en los bancos de los mercados. Y pensé: el problema no reside en esta miseria, en esta sociedad, en esta fealdad. Este mismo hombre y está misma mujer se conocieron un día, y seguro que el hombre sonrió la mujer; seguro que después del trabajo, le llevó flores. Inexperto y tímido, tal vez temblaba de miedo por verse rechazado. Pero a la mujer, por innata coquetería, a la mujer, segura de su encanto, le gustaba inquietarlo. Y el otro, que ahora sólo es una máquina de picar o de clavar, experimentaba así una deliciosa angustia en el corazón. El misterio reside en que se hayan convertido en estos paquetes de arcilla. ¿En qué molde los han colocado, qué molde, como máquina de hacer embutidos, los ha transformado así? ¿Por qué esta bella arcilla humana se ha echado a perder?
Y proseguí mi viaje en medio de este pueblo cuyo sueño era turbio como un lugar de pesadilla.
Flotaba un vago ruido de roncos ronquidos, de oscuras quejas, del raspar de los zapatones de quienes, cansados de dormir sobre un costado, lo intentaban sobre el otro. Y sin parar, siempre en sordina, aquel inagotable acompañamiento de guijarros arrastrados por el mar.
Me senté frente a una pareja. Entre el hombre y la mujer, el niño, mal que bien, se había hecho un hueco y dormía. Durante el sueño se dio la vuelta y, bajo la lamparilla, pude ver su rostro.
¡Ah! ¡Qué carita tan adorable! Había nacido de esa pareja una suerte de fruto dorado. De los pesados harapos había nacido un logro de encanto y de gracia. Me incliné sobre esa frente lisa, sobre el tierno mohín de los labios y me dije: he aquí un rostro de músico, he aquí a Mozart niño, he aquí una hermosa promesa de vida. Los principitos de las leyendas no eran diferentes a él: protegido, atendido, cultivado. ¡Qué no llegaría a ser! Cuando por mutación nace en los jardines una nueva rosa, todos los jardineros se conmueven. Se la aísla, se la cultiva, se la mima. Pero, no hay jardinero para los hombres. Mozart niño también será transformado como los otros en la máquina de troquelar. Los logros más grandes que Mozart alcanzará serán los de una música deleznable en la fetidez de los cafetuchos. Mozart está condenado.
Y regresé a mi vagón. Me dije: esa gente apenas sufre por su suerte. No es la caridad lo que me inquieta. No se trata de enternecerse frente a una herida que siempre vuelve a abrirse. Quienes la sufren no la sienten. Es más bien a la especie humana y no al individuo a quien se hiere aquí, a quien se perjudica. Apenas creo en la piedad. Lo que me angustia es el punto de vista del jardinero. Lo que me atormenta no es esta miseria en la que, después de todo, uno se instala tan bien como en la pereza. Generaciones de orientales viven en la mugre y se complacen en ella. Lo que me angustia no lo curan los comedores de beneficencia. Lo que me atormenta no son estos huecos, ni estas jorobas, ni esta fealdad. Es Mozart, un poco asesinado en cada uno de estos hombres.
Sólo el espíritu, si sopla sobre la arcilla, puede crear al Hombre.