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Sólo cuando estamos unidos a nuestros hermanos por un objetivo común, ajeno a nosotros, respiramos, y la experiencia nos demuestra que amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección. No hay camaradas que unidos en la misma cordada, hacia la misma cumbre, no se encuentren en ella. De lo contrario, ¿cómo, incluso en el siglo de las comodidades, podríamos experimentar una alegría tal a compartir nuestros últimos víveres en el desierto? ¿De qué valen frente a esto los pronósticos de los sociólogos? A todos los que, entre nosotros, han conocido el profundo gozo de los accidentes en el Sáhara, después, cualquier otro placer les ha parecido fútil.
Por esta razón el mundo de hoy parece desmoronarse a nuestro alrededor. Nos exaltamos con religiones que nos prometen esta plenitud. Todos, con palabras contradictorias, expresamos los mismos anhelos. Nos dividimos por culpa de los métodos, que son fruto de nuestros razonamientos, no por las metas: que son las mismas.
Así que no hay nada no hay de qué extrañarse. Quien no tenía ni idea del desconocido que dormía en su interior, y sólo una vez lo ha sentido despertar en un sótano de anarquistas en Barcelona, a causa del sacrificio, de la ayuda mutua, de una rígida imagen de la justicia, sólo ese conocerá una verdad: la verdad de los anarquistas. Y quien, en alguna ocasión, haya montado guardia en los monasterios de España para proteger una comunidad de monjitas arrodilladas, asustadas, ese morirá por la Iglesia.
Si a Mermoz, cuando se sumergía en la vertiente chilena de los Andes, con la victoria en el corazón, le hubierais echado en cara que se equivocaba, que la carta de un comerciante no merecía arriesgar la vida, se hubiera reído de vosotros. La verdad es el hombre que en él nacía cuando cruzaba los Andes.
Si queréis convencer del horror de la guerra alguien que no la rechaza, no lo llaméis salvaje: antes de juzgarlo, procurad comprenderlo.
Pensad en aquel oficial del Sur que, durante la guerra del Rif, comandaba un puesto avanzado enclavado entre dos montañas disidentes. Una noche había recibido la visita de unos parlamentarios llegados de la montaña del Oeste. Como de costumbre, estaban tomando el té cuando, de pronto, estalló el tiroteo. Las tribus del macizo del Este atacaban el puesto. Cuando el capitán les rogó que se marcharan porque tenía que combatir, los parlamentarios enemigos le respondieron: «Hoy somos tus huéspedes. No nos permita Dios abandonarte…». Y de esta forma se unieron a sus hombres, salvaron el puesto y después volvieron a trepar a su nido de águila.
Ahora bien, la víspera del día en el que ellos, a su vez, se preparan para atacarlo, mandan embajadores al capitán:
—La otra noche te ayudamos…
—Es verdad…
—Por ti gastamos trescientos cartuchos…
—Lo justo sería que nos los devolvieras.
Y el capitán, todo un señor, no puede aprovecharse de la ventaja que la nobleza de sus enemigos le proporciona. Les entrega los cartuchos que utilizarán contra él.
La verdad, para un hombre, es lo que hace de él un hombre. Cuando quien ha conocido la dignidad de la relaciones, la lealtad en el juego, el mutuo don de una estima que compromete la vida, compara la altura de miras que le ha sido concedida con la mediocre ramplonería del demagogo, que hubiera expresado su fraternidad a esos mismos árabes con fuertes palmadas en la espalda, que los hubiera adulado y humillado de la vez, éste, si pretendéis hacerle entrar en razón, sólo sentirá por vosotros una piedad algo desdeñosa. Y será él quien tenga razón.
Aunque vosotros, al odiar la guerra, también tendréis razón.
Para comprender al hombre y sus necesidades, para conocerlo en lo que de esencial hay en él, no hay que confrontar, una con otra, la certeza de vuestras verdades. Sí, vosotros tenéis razón.
Todos vosotros tenéis razón. La lógica lo demuestra todo. Incluso el que culpa de las desgracias del mundo jorobados tiene razón. Desde luego, los jorobados también cometen crímenes.
Para intentar desentrañar lo esencial, hay que olvidar por un instante las divisiones que, una vez aceptadas, producen todo un Corán de verdades inconmovibles y el fanatismo que de ellas se desprende. Los hombres no pueden ser clasificados, de forma indiscutible, en hombres de derecha y en hombres de izquierda, en jorobados y en no jorobados, en fascistas y en demócratas. La verdad, y vosotros deberíais saberlo, es lo que hace que el mundo sea sencillo y no lo que crea el caos. La verdad es el lenguaje mediante el cual se alcanza lo universal. Newton no descubrió una ley que llevaba mucho tiempo escondida, como un jeroglífico. Newton llevó a cabo una acción creadora. Fundó un lenguaje de hombre que, a la vez, pudiera explicar la caída de la manzana en el prado o la ascensión del sol. La verdad no es lo que se demuestra, es lo que simplifica.
¿Para qué discutir de ideologías? Si bien todas pueden ser demostradas, también todas se oponen entre sí, y son este tipo de discusiones las que hacen desesperar de la salvación del hombre, cuando el hombre, a nuestro alrededor, en todas partes, presenta las mismas necesidades.
Queremos ser liberados. El que está picando quiere encontrar un sentido al golpe de su pico. Y el golpe del presidiario, que humilla al forzado, no es el mismo del minero prospector que lo engrandece. El campo de trabajos forzados no se encuentra allí donde se está picando. Lo horroroso no reside en lo material. El presidio reside allí donde se están dando golpes sin sentido, golpes que no vinculan a quien los da con la comunidad de los hombres.
Y nosotros queremos evadirnos del presidio.
En Europa hay doscientos millones de hombres cuyas vida no tienen sentido y que querrían nacer. La industria los ha arrancado de sus linajes campesinos y los ha encerrado en estos enormes guetos que parecen apeaderos de apartado de reses, atestados de ramales formados por negros vagones. Desde lo hondo de sus ciudades obreras claman por ser despertados.
Hay otros que, atrapados en ese engranaje que les obliga a trabajar en lo que salga, se ven privados de la alegría del pionero, de la alegría de la religión, de la alegría del sabio. Se pensaba que para hacerlos crecer bastaba con vestirlos, alimentarlos, satisfacer todas sus necesidades. Y, poco a poco, en ellos se ha instalado el pequeño burgués de Courteline, el político pueblerino, el técnico cerrado a cualquier vida interior. Si se los instruye bien ya no se los cultiva. Quien crea que la cultura se basa en recordar fórmulas tiene una opinión muy triste de ella. Un mal alumno de cursos especiales sabe más sobre la naturaleza y sobre sus leyes que Descartes y Pascal.
Ahora bien, ¿es capaz de llevar a cabo los mismos recorridos espirituales?
Todos, de forma más o menos confusa, experimentan la necesidad de nacer. Hay soluciones engañosas. Es verdad que se puede estimular a los hombres vistiéndolos con uniformes.
Entonarán sus cánticos de guerra y compartirán el pan con sus camaradas. Encontrarán lo que buscan, el sabor de lo universal. Pero morirán por culpa de ese pan que se les da.
Se pueden desenterrar los ídolos de madera y resucitar los viejos mitos que, mal que bien, ya han sido probados, se puede resucitar a los místicos del pangermanismo o a los del Imperio Romano.
Se puede enajenar a los alemanes con la embriaguez de ser teutones y compatriotas de Beethoven. Con eso se puede llegar a emborrachar hasta al pañolero. Es, en verdad, más fácil de conseguir obtener un Beethoven del pañolero.
Esta suerte de ídolos son carnívoros. Quien muere por el progreso del conocimiento o por la curación de las enfermedades, al morir, sirve a la vida. Tal vez sea hermoso eso de morir por una expansión territorial, pero la guerra actual destruye lo que dice favorecer. Ya no se trata hoy de sacrificar un poco de sangre para vivificar toda una raza. Una guerra, desde que se hace con avión, ya sólo es una cirugía sangrante. Nos instalamos al abrigo de un muro de cemento, lanzamos, a falta de otra cosa mejor que hacer, noche tras noche, escuadrillas que torpedean al otro en las entrañas, que hacen saltar sus centros vitales, que paralizan su producción y sus intercambios. La victoria será para quien se pudra el último. Y los dos adversarios se pudren a la vez.
En un mundo que se había convertido en un desierto, nosotros teníamos sed de encontrar camaradas: el sabor del pan compartido entre camaradas nos hizo aceptar los valores de la guerra. Pero nosotros no necesitamos la guerra para encontrar el calor de los hombros vecinos en una carrera hacia la misma meta. La guerra nos engaña. El odio en nada ayuda al éxtasis de la carrera.
¿Por qué odiarnos? Somos solidarios, llevados por el mismo planeta, tripulación de un mismo navío. Y si es bueno que haya civilizaciones que se confronten para promover nueva síntesis, es monstruoso que se devoren entre sí.
Puesto que para liberarnos basta con que nos ayudemos a tener conciencia de una meta que nos vincule unos a otros, busquémosla en lo que a todos nos une. El cirujano que hace su ronda de visitas no escucha las quejas del que está auscultando: lo que busca es curar al hombre en él. El cirujano habla un lenguaje universal. Lo mismo acontece con el físico cuando medita sus ecuaciones casi divinas que le permiten captar el átomo y la nebulosa a la vez. Y así es, hasta llegar al sencillo pastor, pues quien, bajo las estrellas, vela el sueño de algunos corderos, si es consciente de su papel, descubre que es más que un servidor. Es un centinela. Y cada centinela es responsable de todo el imperio.
¿Acaso creéis que el pastor no desea tener conciencia? En el frente de Madrid visité una escuela erigida en una colina, a quinientos metros de las trincheras, detrás de una pared de piedra. Allí un cabo enseñaba botánica. Desmontando con sus frágiles manos los órganos de una amapola, atraía a barbudos peregrinos que, desprendiéndose de su barro, esparciéndolo por todas partes, subían, a despecho de los obuses, a verle en romería. Una vez dispuestos alrededor del cabo, que estaba sentado como un cantero labrando piedras, le escuchaban con la barbilla apoyada en las manos.
Frunciendo las cejas, apretaban los dientes, no entendían muchas cosas de la lección, pero les habían dicho: «¡Sois unos brutos, acabáis de salir del agujero, os tenéis que incorporar a la humanidad!». Y ellos, con su paso lento, se apresuraban por alcanzarla.
Sólo seremos felices cuando tengamos conciencia de nuestro papel, incluso del más discreto.
Sólo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, pues lo que da un sentido a la vida da sentido a la muerte.
Es tan dulce cuando está situada dentro del orden de las cosas, cuando el viejo campesino de Provenza, al término de su reinado, entrega en depósito a sus hijos su lote de cabras y de olivos para que ellos, a su vez, lo transmitan a los hijos de sus hijos. En una dinastía campesina sólo se muere a medias. Cuando le toca el turno, cada existencia se abre como una vaina y ofrece sus granos.
En cierta ocasión acompañé a tres campesinos frente al lecho de muerte de la madre; era, en verdad, doloroso. El cordón umbilical se rompía por segunda vez. Por segunda vez, el nudo que liga a una generación con otra se deshacía. Los tres hijos, de repente, se veían solos, con todo por aprender, privados de una mesa familiar en la que poder reunirse los días de fiesta, privados del polo imantado en el que reencontrase. Pero, en aquella ruptura, descubrí también que la vida puede ser entregada por segunda vez. También aquellos hijos, a su vez, se convertirían en jefes de fila, puntos de reunión y patriarcas, hasta que les llegara la hora de entregar el mando a la camada de pequeñajos que jugaban en el patio.
Yo miraba a la madre, una vieja campesina de rostro sereno y austero, labios prietos, rostro transformado en máscara de piedra. En él podía ver el rostro de sus hijos. Aquella máscara se había utilizado para moldear la suya. Aquel cuerpo había servido para moldear estos hermosos prototipos de hombre. Ahora descansaba, rota, como una preciosa cáscara a la que acaban de quitarle el fruto. A su vez, los hijos e hijas de su carne moldearían a sus pequeños. En la granja no se moría. La madre ha muerto, ¡viva la madre!
Esa imagen del linaje es dolorosa, sí, dolorosa pero muy sencilla, abandonando uno a uno sus bellos despojos de blancos cabellos a la vera del camino, avanzando, a través de sus metamorfosis, hacia una verdad.
Por esta razón, aquella misma noche, el sonido de la campana del pueblecito tocando a muerto en el campo no me pareció colmado de desesperanza, sino de una alegría discreta y tierna. Ella, que con la misma voz celebraba los entierros y los bautizos, anunciaba, una vez más, el paso de una a otra generación. Y, al escuchar el canto que festejaba los esponsales de una pobre vieja y la tierra, una dulce paz se adueñó de mí.
Lo que, de generación en generación, se trasmitía así, como el crecimiento paulatino de un árbol, era, además de la vida, la conciencia. ¡Qué ascensión tan misteriosa! Surgidos de una lava en fusión, de una pasta de estrella, de una célula viva milagrosamente fecundada, poco a poco nos hemos elevado hasta llegar a escribir cantatas y a calcular el peso de las vías lácteas.
La madre no sólo había transmitido la vida: había enseñado un lenguaje sus hijos; les había confiado el caudal que, muy lentamente, se había ido acumulando a lo largo de los siglos; el patrimonio espiritual que también ella había recibido en depósito: un pequeño lote de tradiciones, de conceptos y de mitos que constituye la única diferencia entre Newton o Shakespeare y el bruto de las cavernas.
Lo que sentimos al tener hambre, esa suerte de hambre que impulsaba a los soldados de España asistir, bajo el fuego, a su clase de botánica, la que lanzó a Mermoz al Atlántico Sur, la que guía a otro hacia su poema, es que la génesis no ha finalizado todavía y que debemos tener conciencia de nosotros mismos y del universo. Debemos tender puentes en la noche. Sólo ignoran esto quienes piensan que la auténtica sabiduría estriba en una egoísta indiferencia; sin embargo, ¡todo desmiente esa sabiduría! Camaradas, amigos camaradas, yo os emplaza como testigos: ¿cuándo hemos sido felices?