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Estábamos hablando cuando ha sonado el teléfono. Se ha entablado un largo diálogo: se trata de un ataque local del que el PCE comunica la orden, un ataque absurdo y desesperado para apoderarse de algunas casas transformadas en fortalezas de cemento en este suburbio obrero. El capitán se encoge de hombros, vuelve con nosotros y dice: «Los primeros de los nuestros que salgan…»; después, acerca dos copas de coñac a un sargento que está aquí y a mí: - Sales el primero, conmigo.-Le dice al sargento.-Bebe y vete a dormir.

El sargento se ha ido a dormir. Somos una decena velando alrededor de la mesa. En un cuarto también calafateado que no se filtra ninguna luz, la claridad es tan fuerte que me obliga entornar los ojos. Hace unos cinco minutos que he echado una mirada por una tronera. He quitado el trapo que cubría la abertura y he visto, sepultadas bajo un claro de luna que derramaba una luz abismal, ruinas de casas encantadas. Cuando he vuelto a colocar el trapo he tenido la impresión de estar secando el rayo de luna como si fuera un hilo de aceite. Y ahora sigo conservando la imagen de esas fortalezas blancuzcas.

Los soldados, sin duda alguna, no regresarán, pero ellos, por pudor, se callan. El asalto figura en la orden del día. Se mete mano en una provisión de hombres. Se mete mano en un granero. Se lanza un puñado de granos para la siembra.

Seguimos bebiendo coñac. A mi derecha están jugando una partida de ajedrez. A mi izquierda cuentan historias. ¿Dónde estoy? Entra un hombre medio borracho. Se acaricia una hirsuta barba y desliza sobre nosotros una mirada dulce. Sus ojos se dirigen al coñac, se apartan, vuelven al coñac, se gira, suplicante, al capitán. El capitán ríe por lo bajo. El hombre, esperanzado, ríe también. Una leve risa contagia a los espectadores. El capitán, con suavidad, retira la botella, la mirada del hombre transluce desesperanza, y así se inicia un juego pueril, una especie de ballet silencioso que, entre el humo espeso de los cigarrillos, la usura de la blanca noche, la imagen del próximo ataque, es como un sueño.

Y, aunque fuera las explosiones redoblan como golpes de mar, nosotros seguimos jugando, al abrigo de la cala en nuestro navío.

Muy pronto, en las regias aguas de la noche de guerra, estos hombres se limpiarán el sudor, el alcohol, la mugre de la espera. Siento que están muy cerca de su purificación. Pero ellos, tan lejos como pueden, siguen bailando la danza del borracho y la botella. Aunque han puesto en despertador en un estante. Y el repiqueteo sonará. Y en ese momento los hombres se levantarán, se desperezarán y se ajustarán el cinturón. Y en ese momento el capitán descolgará su revólver.

El borracho se serenará. En ese momento todos, sin apresurarse, echarán a andar por el corredor, que en suave pendiente sube hasta un rectángulo de azul de luna. Dirán algo sencillo como: «Maldito ataque…», o: «¡Hace frío!». Después se sumergirán en esa luz.

Cuando llegó la hora, presencié el despertar del sargento. Dormía tumbado en una cama de hierro entre los escombros de un sótano. Yo lo miraba dormir. Creía conocer el placer de ese sueño sin angustia, de ese sueño tan feliz. Recordaba aquella primera jornada en Libia, durante la cual Prévot y yo, perdidos, sin agua y condenados, antes de que la sed nos abrasara, pudimos dormir una vez, una sola vez, durante dos horas. Al dormirme, tuve la impresión de estar haciendo uso de un poder admirable: el de rechazar el mundo presente. Dueño de un cuerpo que todavía me dejaban paz, y una vez escondido el rostro entre los brazos, nada impidió que mi noche fuera distinta de una noche feliz.

Así, hecho un ovillo, sin forma humana, descansaba el sargento y, cuando los que vinieron a despertarlo encendieron una vela y la colocaron en el gollete de una botella, no pude distinguir en un primer momento nada que sobresaliera del informe montón, salvo unos zapatones. Unos zapatones enormes, claveteados, herrados, zapatones de jornalero o de descargador de muelle.

Aquel hombre iba calzado con herramientas de trabajo y, en su cuerpo, no llevaba nada que no fueran instrumentos: cartucheras, revólveres, correajes, cinturón. Llevaba la albarda, la collera, todos los arreos del animal de labranza. En Marruecos pueden verse en los subterráneos, al fondo, muelas tiradas por caballos con anteojeras. Aquí, bajo la luz temblorosa y rojiza de la vela, también estaban despertando a un caballo ciego para que tirara de su muela.

—¡Eh! ¡Sargento!

Se movió con lentitud, medio dormido todavía y chapurreando no sé qué. Pero se giró otra vez cara a la pared, negándose a despertar, sumergiéndose en las profundidades del sueño como en la paz de un vientre materno, como en aguas profundas, agarrándose con los puños, que abría y cerraba, a no sé qué algas negras. Fue necesario soltarle los dedos. Nos sentamos en su cama: uno de nosotros, con suavidad, le pasó un brazo por detrás del cuello y, sonriendo, levantó aquella pesada cabeza. Era como la ternura de los caballos cuando, en la entrañable calidez del establo, se acarician los cuellos. «¡Eh! ¡Compañero!». En mi vida he visto nunca nada tan tierno.

El sargento hizo un último esfuerzo por regresar a sus felices sueños, por rehusar nuestro universo de dinamita, de agotamiento y de noches heladas; pero era demasiado tarde. Algo, desde fuera, se imponía. Lo mismo que, los domingos, la campana de colegio despierta lentamente al niño castigado. Él había olvidado el pupitre, la pizarra y el castigo. Soñaba con los juegos en el campo; en vano. La campana sigue sonando y le conduce, inexorable, a la injusticia de los hombres. Igual que él, poco a poco, el sargento iba tomando conciencia de ese cuerpo gastado por la fatiga, de ese cuerpo del que no quería saber nada y que, en el frío del despertar, poco después conocería el triste dolor de las articulaciones, luego, el lastre de los arreos y, finalmente, la pesada carrera y la muerte. No tanto la muerte como esa sangre pegajosa en la que uno hunde las manos para ponerse en pie, esa respiración entrecortada, ese hielo alrededor; no tanto la muerte como lo incómodo de morir. Y, contemplándolo, yo seguía pensando en la desolación de mi propio despertar, en ese volver a hacerse cargo de la sed, del sol, de la arena; en ese volver a hacerse cargo de la vida; en ese sueño que uno no ha escogido.

Pero ya está en pie, mirándonos fijamente:

—¿Es la hora?

Es ahora cuando aparece el hombre. Es ahora cuando se escapa de las previsiones de la lógica: ¡el sargento sonreía! ¿Qué te está hechizando? Recuerdo una noche en París en la que Mermoz y yo, tras festejar con unos amigos no sé qué aniversario, nos encontramos de madrugada en el umbral de un bar, asqueados de haber hablado tanto, de haber bebido tanto, de estar tan inútilmente cansados. Pero, como el cielo ya empezaba a clarear, Mermoz me agarró los brazos con brusquedad, tan fuerte que pude sentir sus uñas. «Mira. A esta hora en Dakar…». Era la hora en que los mecánicos se frotan los ojos y quitan las fundas de las hélices, en la que el piloto consulta la meteorología, en la que la tierra sólo está poblada por camaradas. Ya se iluminaba el cielo, ya estaban preparando la fiesta, pero extendían para otros el mantel de un festín al que nosotros no seríamos invitados. Otros correrían el riesgo…

—Qué asco aquí… —Sentenció Mermoz.

Y tú, sargento, ¿a qué banquete, por el que valga la pena morir, estás invitado?

Yo ya había recibido tus conferencias. Me habías contado tu historia: humilde contable en algún lugar de Barcelona, en otros tiempos cuadrabas cifras, sin preocuparte demasiado por las divisiones de tu país. Pero un camarada se alistó, después, otro; luego, otro, y, con sorpresa, sufriste una extraña transformación: poco a poco tus ocupaciones te parecieron fútiles. Tus placeres, tus quebraderos de cabeza, tu sencillo bienestar, todo eso pertenece a otra época. Ahí no residía lo importante. Por fin llegó la noticia de la muerte de uno de vosotros, cerca de Málaga. Tal vez no era un amigo al que desearas vengar. En cuanto a la política, nunca te había preocupado. Y, sin embargo, esa noticia sopló sobre vosotros, sobre vuestros raquíticos destinos, como un golpe de viento en el mar. Aquella mañana un camarada te miró: - ¿Vamos?

—Vamos.

Y «fuisteis».

Me vinieron a la mente algunas imágenes para explicar esa verdad que no habías sabido traducir en palabras, pero cuya certeza te había gobernado.

Cuando en época de migraciones pasan los patos salvajes, provocan extrañas mareas en los territorios que sobrevuelan. Los patos domésticos, atraídos por el amplio vuelo triangular, intentan un torpe salto. El canto silvestre ha avivado en ellos un rescoldo salvaje inefable. Y los patos de granja han transformado durante un minuto en aves de paso. En su cabecita dura llena de imágenes de charcas, de gusanos, de gallineros, aparecen las llanuras continentales y el amor por los vientos y por la geografía del mar. El animal no sabía que su cerebro era suficientemente vasto como para contener tantas maravillas, pero ahí está aleteando, despreciando el grano, despreciando los gusanos, queriendo llegar a ser un pato salvaje.

Pero, sobre todo, volvía a ver mis gacelas: en Juby crié gacelas. Allí todos lo hacíamos. Las encerrábamos en un cerco de cañas, al aire libe, pues las gacelas necesitan beber en los arroyos del viento y no hay nada tan frágil como ellas. Aunque, si son capturadas jóvenes, viven y hasta ramonean en tus manos. Se dejan acariciar y hunden su hocico húmedo en el hueco de la palma.

Y uno se cree que las ha domesticado. Uno se cree que las ha protegido del desconocido pesar que, sigiloso, extingue las gacelas dándoles la más dulce de las muertes… Pero llega el día en que las encuentras empujando la valla con sus cuernecillos, para huir hacia el desierto. Están magnetizadas. Ellas no saben que están huyendo. Se siguen dejando acariciar, hunden, con más dulzura incluso, el hocico en tu palma… Pero, en cuanto las sueltas, descubres que, después de un trotecillo que parecía dichoso, han vuelto a ser atraídas a las cañas. Y si ya no vuelves a intervenir, permanecen allí, sin ni siquiera luchar contra la barrera, cargando simplemente contra ella, con la testuz baja, con los cuernecillos, hasta la muerte. ¿Se trata de la época de celo o simplemente de la necesidad de correr a galope tendido hasta perder el aliento? Ellas no lo saben.

Sus ojos todavía no se habían abierto cuando las capturaron. No conocen la libertad de las arenas ni el olor del macho. Pero tú, mucho más inteligente que ellas, sabes que sólo el vasto espacio les podrá dar lo que buscan. Quieren ser gacelas, y bailar su danza. Quieren conocer la huida rectilínea, a ciento treinta kilómetros por hora, interrumpida por bruscos surtidores, como si aquí y allá se escaparan llamas de la arena. ¡Poco importan los chacales si la verdad de las gacelas es saborear el miedo, lo único que las impulsa superarse a sí mismas y ejecutarla más increíbles volteretas! ¡Qué importa el león si la verdad de las gacelas es ser desgarradas por un zarpazo bajo el sol! Las miras y piensas: están embargadas por la nostalgia. La nostalgia es el deseo de algo que no podemos describir… Ese objeto del deseo existe, pero no hay palabras para describirlo.

¿Y a nosotros que nos falta?

¿Qué esperabas encontrar aquí, sargento, que te proporcionara el sentimiento de no volver a traicionar tu destino? ¿Tal vez este brazo fraterno que sostuvo tu cabeza dormida, tal vez esta dulce sonrisa que no compadecía sino que compartía? «¡Eh! ¡Camarada…!». Compadecer es seguir siendo dos. Es seguir estando divididos. Pero existen unas relaciones profundas en las que tanto el agradecimiento como la piedad pierden su sentido. Es allí donde se respira como un prisionero liberado.

Conocimos esta unión cuando, en equipos de dos aviones, franqueábamos un Río de Oro todavía insumiso. Nunca he oído el náufrago dar gracias a su salvador. Lo más frecuente era que incluso nos insultáramos durante el agotador transbordo de la sacas de correo de un avión a otro: «¡Desgraciado! ¡Por tu culpa he tenido la avería, por tu manía de volar a dos mil, con todo el viento en contra! ¡Si me hubieras seguido más bajo ya estaríamos en Port Étienne!». Y el otro, que se jugaba la vida, se sentía avergonzado de ser un desgraciado. Además, ¿qué teníamos que agradecerle? Él también tenía derecho sobre nuestra vida. Éramos ramas de un mismo árbol. ¡Y yo estaba orgulloso de ti, que me estaba salvando!

¿Por qué tenía que compadecerte quien te estaba preparando para la muerte? Aceptabais el riesgo los unos por los otros. En ese preciso instante uno descubre una unidad que no necesita lenguaje.

He comprendido tu marcha. Si en Barcelona eras pobre, si después del trabajo tal vez te encontrabas solo, si incluso tu cuerpo carecía de un refugio, aquí sentías que te realizabas, que formabas parte del universo; aquí, tú, el paria, eras recibido por el amor.

Me importa un rábano saber si los grandes discursos de los políticos, que quizá te hayan fertilizado, eran o no sinceros, eran o no lógicos. Si, como germina la simiente, han prendido en ti, es porque respondían a tus necesidades. Tú eres el único juez. Son las tierras las que saben reconocer el trigo.