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De nuevo he acariciado una verdad que no comprendo del todo. Me he visto perdido, he querido tocar fondo mi desesperación y, una vez aceptada la renuncia, he conocido la paz. Me parece que es, en esos momentos, cuando uno se encuentra consigo mismo y se transforma en su propio amigo. Nada prevalece ya frente a un sentimiento de plenitud que satisface en nosotros no sé qué necesidad esencial que no conocemos. Supongo que Bonnafous, que se agotaba desplazándose con el viento ha conocido esa serenidad. La misma que Guillaumet, en su nieve. ¿Cómo podré yo mismo olvidar que, enterrado en la arena hasta la nuca, y degollado lentamente por la sed, he sentido tanto calor en el corazón bajo mi esclavina de estrellas?

¿Cómo favorecer en nosotros semejante liberación? Es bien sabido que todo es paradójico en el hombre. Cuando al creador se le garantiza sustento, se duerme; el conquistador victorioso se ablanda; el generoso, si se enriquece, se vuelve tacaño. ¿Qué nos importan las doctrinas políticas que pretenden lograr la plenitud de los hombres si, en primer lugar, no conocemos qué tipo de hombre quieren formar? ¿Qué nacerá? No somos ganado para el engorde, y la aparición de un Pascal pobre pesa mucho más que el nacimiento de algunos prósperos anónimos.

No podemos prever lo esencial. Cada uno de nosotros, en circunstancias insospechadas, ha conocido las más entrañables alegrías. Nos han dejado una nostalgia tan grande que hasta llegamos a añorar nuestras desdichas si han sido nuestras desdichas las que las han propiciado.

Al volvemos a encontrar con los camaradas, todos hemos saboreado el hechizo de los malos recuerdos.

¿Qué sabemos, salvo que existen condiciones desconocidas que nos fertilizan? ¿Dónde se aloja la verdad del hombre?

La verdad no es lo que se demuestra. Si en esa tierra, y no en otra, los naranjos echan sólidas raíces y se cargan de frutos, esta tierra es la verdad de los naranjos. Si esta religión, si esta cultura, si esta escala de valores, si esta forma de actividad, y no otras, favorecen en el nombre de la plenitud, liberan en él al gran señor cuya existencia se desconocía, es porque esta escala de valores, esta cultura, esta forma de actividad son la verdad del hombre. ¿La lógica? Que se las arregle para rendir cuentas de la vida.

A lo largo de este libro he citado a algunos de los que, al parecer, obedecieron una vocación soberana, de los que escogieron el desierto o la línea, así como otros hubieran podido escoger el monasterio; pero, si ha parecido que quería empujaros a admirar en primer lugar a los hombres, he traicionado mi objetivo. Lo que es en primer lugar admirable es la tierra que los ha fundado.

Las vocaciones desempeñan sin duda un papel. Unos encierran en sus tiendas. Otros, decididos, echan a andar en una dirección ineludible: en la historia de su niñez encontramos en germen los anhelos que explicarán su destino. Pero la Historia, leída después de los acontecimientos, es engañosa. Podríamos encontrar esos anhelos en casi todos nosotros. Todos hemos conocido tenderos que, en una noche de naufragio o de incendio, se han revelado más grandes que ellos mismos. Ellos no se engañan acerca de la calidad de su plenitud: el incendio permanecerá como la noche de su vida, pero, a falta de nuevas ocasiones, a falta de tierra favorable, a falta de religión exigente, se han vuelto a dormir sin haber creído en su propia grandeza. Por supuesto que las vocaciones ayudan al hombre a liberarse: pero también es necesario liberar las vocaciones.

Noches aéreas, noches del desierto… Son ocasiones singulares que no se ofrecen a todos los hombres. Y, sin embargo, cuando las circunstancias los estimulan, todos muestran las mismas necesidades. No me aparto del tema si narro una noche en España que me ha enseñado mucho de esta cuestión. He hablado demasiado de algunos y me gustaría hablar de todos.

Acaeció en el frente de Madrid, que yo visitaba como reportero. Aquella noche estaba cenando al fondo de un refugio subterráneo, compartiendo mesa con un joven capitán.