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Está soplando este viento del Oeste que seca al hombre en diecinueve horas. Todavía no tengo el esófago cerrado, pero sí duro y dolorido. Y noto algo que raspa. Pronto comenzará la tos que me han descrito y que estoy esperando. La lengua me molesta. Pero lo más grave es que ya percibo manchas brillantes. Cuando se transformen en llamas, me tumbaré.

Caminamos deprisa. Aprovechamos el frescor de la madrugada. Sabemos muy bien que con el gran sol, como lo llaman, ya no andaremos. Con el gran sol…

No tenemos derecho a transpirar. Ni siquiera a esperar. Este frescor sólo es un frescor de un dieciocho por ciento de humedad. El viento que sopla viene del desierto. Y bajo su caricia tierna y engañosa mi sangre se evapora.

El primer día comimos unas cuantas uvas. Desde hace tres días, sólo media naranja y la mitad de una magdalena. ¿Con qué saliva podríamos masticar ahora cualquier alimento? Pero no tengo nada de hambre, sólo tengo sed. Y me parece que ahora, más que la sed, lo que siento son los efectos de la sed. La garganta dura, la lengua de trapo, el carraspeo de las de la garganta y el sabor espantoso en la boca. Estas sensaciones son nuevas para mí. El agua las curaría, sin duda, pero no guardo recuerdos asociados a ese remedio. La sed se va convirtiendo cada vez más en una enfermedad y es, cada vez menos, un deseo.

Me da la impresión de que las imágenes de fruta y de manantiales son menos desgarradoras. Me olvido del esplendor de la naranja, como creo que también he olvidado el cariño. En una situación como ésta, tal vez todo se olvida.

Nos hemos sentado, pero hay que reemprender la marcha. Renunciamos a las etapas largas.

Después de quinientos metros nos caemos de cansancio. Y me siento muy feliz de poderme tumbar. Pero hay que reemprender la marcha.

El paisaje cambia. Las piedras se espacian. Ahora caminamos sobre la arena. A dos kilómetros delante de nosotros, dunas. En ellas, algunas manchas de vegetación menuda. Prefiero el sable a la armadura de acero. Es el desierto dorado. Es el Sáhara. Creo que lo reconozco…

Ahora doscientos metros ya nos agotan.

—De todas maneras, vamos a caminar al menos hasta aquellos arbustos.

Es una meta extrema. Ocho días después, cuando, en coche, rehagamos el camino para buscar el Simoun, comprobaremos que esta última tentativa fue de ochenta kilómetros. Ya he cubierto cerca de doscientos. ¿Cómo voy a proseguir?

Ayer caminaba sin esperanza. Hoy estas palabras han perdido su sentido. Hoy andamos por andar. Como seguro que lo hacen los bueyes en su labor. Ayer soñaba con paraísos de naranjos.

Hoy ya no hay paraísos para mí. Tampoco creo en la existencia de los naranjos.

Ya no siento nada en mí, sólo una gran aridez en el corazón. Me voy a caer y no estoy desesperado. Ni siquiera siento pena. Lo lamento: para mí la pena sería dulce como el agua. Uno se compadece y se queja con un amigo, pero ya no tengo amigos en el mundo.

Cuando me encuentren, con los ojos abrasados, pensarán que he sufrido mucho. Sin embargo los anhelos, las penas, los dulces sufrimientos, siguen siendo riquezas, y yo ya no poseo ninguna.

Las muchachas tiernas sienten pena y lloran en su primera noche de amor. La pena acompaña los temblores de la vida. Y yo ya no siento pena…

El desierto soy yo. Ya no salivo, pero tampoco soy capaz de componer imágenes a las que implorar. En mí el sol ha secado la fuente de las lágrimas.

Pero ¿qué he sentido? Un soplo de esperanza ha pasado sobre mí como una ráfaga de viento en el mar. ¿Qué señal, antes de llegar a la conciencia, ha puesto mi instinto en estado de alerta? No ha cambiado nada y, sin embargo, todo ha cambiado. El mantel de arena, los montículos, las débiles placas de vegetación ya no componen un paisaje sino una escena. Una escena vacía todavía, pero puesta punto. Miro a Prévot. Está tan asombrado como yo, pero tampoco comprende lo que siente.

Os juro que algo ocurrirá…

Os juro que el desierto se ha animado. Os juro que, de repente, esta ausencia, este silencio, son más emocionantes que un tumulto en una plaza pública…

¡Estamos salvados! ¡Hay huellas en la arena…!

¡Ah! Habíamos perdido la pista de la especie humana, nos habíamos alejado de la tribu, nos encontrábamos solos en el mundo, olvidados por una migración universal y, he aquí que descubrimos, impresos en la arena, unos milagrosos pies de hombre.

—Prévot, dos hombres se han separado aquí.

—Aquí se ha arrodillado un camello…

—Aquí…

Y, sin embargo, todavía no estamos salvados. No basta con esperar. En pocas horas ya no nos podrán socorrer. La progresión de la sed, una vez se ha iniciado la tos, es demasiado rápida. Y además, está la garganta…

Pero creo en esta caravana que fluctúa por algún lugar, en el desierto…

Así pues, hemos seguido andando y, de repente, he oído cantar un gallo. Guillaumet me había dicho: «Al final oía gallos en los Andes. También oía trenes…».

En cuanto ha cantado el gallo me he acordado de su relato y me digo: «Al principio han sido los ojos los que me han engañado. Era a consecuencia de la sed, seguro. Mis oídos resistían mejor…». Pero Prévot me ha cogido por el brazo:

—¿Has oído?

—¿El qué?

—¡El gallo!

—Entonces… Entonces…

Entonces, es seguro, imbécil, es la vida…

Padecí una última alucinación: la de tres perros que me perseguían. Prévot, que también estaba mirando, no vio nada. Pero somos dos los que tendemos los brazos hacia este beduino. Somos dos los que por él nos quedamos sin aliento en los pechos. ¡Somos dos los que reímos de felicidad…!

Nuestras voces no llegan a treinta metros. Nuestras cuerdas vocales ya están secas. Entre nosotros hablábamos muy bajito ¡y ni siquiera nos habíamos dado cuenta!

El beduino y su camello que se han dejado ver detrás del montículo se están alejando, despacio, despacio. Tal vez ese hombre esté solo. Un demonio cruel nos lo ha mostrado y lo aleja…

¡Y nosotros ya no podemos correr!

Otro árabe aparece de perfil sobre una duna. Aullamos, pero bajito. Entonces agitamos los brazos, y tenemos la impresión de llenar el cielo de inmensas señales. Sin embargo el beduino sigue mirando a la derecha…

Pero ahora, sin prisa, ha comenzado a dar un cuarto de vuelta. En el mismo instante en que esté de frente todo habrá terminado. En el mismo instante en que nos mire habrá borrado en nosotros la sed, la muerte y los espejismos. Ha iniciado un cuarto de vuelta que ya está cambiando el mundo. Sólo con mover el busto, sólo con pasear la mirada, crea la vida, y a mí me parece semejante a un dios…

Es un milagro… Camina hacia nosotros sobre la arena, como un dios sobre el mar…

El árabe, simplemente, nos ha mirado. Nos ha empujado los hombros con las manos y le hemos obedecido. Nos hemos tumbado. Aquí no hay razas, ni lenguajes, ni divisiones… Está ese pobre nómada que, sobre nuestros hombros, ha depositado unas manos de arcángel.

Hemos esperado con la frente en la arena, y ahora, boca abajo, con la cabeza en la palangana, bebemos como terneros. El beduino no se espanta y continuamente nos obliga a pararnos. Pero, en cuanto nos deja, volvemos a sumergir toda la cara en el agua.

¡El agua!

Agua, tú no tienes ni sabor, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te saborea sin conocerte.

No eres necesaria para la vida, eres la vida. Nos penetras con un placer que los sentidos no pueden explicar. Por ti vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado.

Gracias a ti renacen en nosotros los manantiales agotados de nuestro corazón.

Eres la riqueza más grande del mundo, y también eres la más delicada, tú, tan pura en el vientre de la tierra. Se puede morir sobre un manantial de agua magnesiana. Se puede morir a dos pasos de un lago de agua salada. Se puede morir a pesar de los dos litros de rocío que contienen algunas sales en suspensión. Tú no aceptas mezclas, tú no soportas ninguna alteración, tú eres una divinidad recelosa…

Pero, en nosotros, tú derramas una felicidad infinitamente simple.

En cuanto a ti que no salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré más de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos ha reconocido. Eres el hermano bienamado. Y a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres.

Te me apareces bañado en nobleza y bondad, gran Señor que tienes el poder de dar de beber.

Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo no tengo ya un solo enemigo del mundo.