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Aquí se aguanta diecinueve horas sin agua, ¿y que hemos bebido desde anoche? ¡Algunas gotas de rocío del alba! Pero el viento del Nordeste sigue reinando y reduce un poco la operación.
Además, esta pantalla favorece la formación de nubes altas en el desierto. ¡Ah! Si derivaran hacia nosotros. ¡Si lloviera! Pero nunca llueve en el desierto.
—Prévot cortemos un paracaídas en triángulos. Con piedras fijaremos los trozos de tela en el suelo y, si el viento no ha cambiado, al amanecer, estrujándolos, recogeremos el rocío en uno de los depósitos de gasolina.
Hemos alineado los seis trozos de tela blanca bajo las estrellas. Prévot ha desmontado un depósito. Sólo nos queda esperar el día.
Entre los restos, Prévot ha descubierto milagrosamente una naranja. Nos la hemos repartido. Esto me conmueve, aunque es muy poco cuando necesitaríamos veinte litros de agua.
Acostados cerca de nuestro fuego nocturno miro esta fruta luminosa y me digo: «Los hombres no saben lo que es una naranja…». Y también: «Estamos condenados, y esta certeza no ha echado a perder mi placer. Esta media naranja que sostengo en la mano me proporciona una de las alegrías más grande de mi vida…». Me tumbo de espaldas, chupo mi fruta, cuento las estrellas fugaces.
Heme aquí, durante un minuto, infinitamente dichoso. Y me digo todavía: «Sólo se puede adivinar cómo es el mundo en que vivimos si uno se encierra en él». Sólo ahora comprendo el cigarrillo y el vaso de ron del condenado. Yo no entendía que aceptara esa miseria. Y, sin embargo, disfruta con ellos. Si le vemos sonreír, pensamos que es un hombre valiente. Pero sonríe porque se bebe una copa de ron. Nosotros no sabemos que su perspectiva ha cambiado y que de esta última hora ha hecho toda una vida humana.
Hemos recogido una gran cantidad de agua: dos litros, tal vez. ¡Se acabó la sed! ¡Estamos salvados, vamos a beber!
De mi depósito extraigo el contenido de un cubilete de estaño, pero esta agua tiene un hermoso color verde amarillo y, en cuanto bebo un sorbo, le noto un sabor tan espantoso que, a pesar de la sed que me atormenta y antes de poder tragármelo, tengo que coger aire. Beberé, sin embargo, el barro, aunque el sabor a metal envenenado es más fuerte que mi sed.
Veo a Prévot que mira al rededor del suelo, como si estuviera buscando algo con atención. De repente se inclina y vomita sin dejar de mirar a su alrededor. Treinta segundos después me toca a mí. Tengo tantos retortijones que caigo de rodillas y hundo los dedos en la arena. No hablamos y, durante un cuarto de hora, permanecemos así, estremeciéndonos, echando ya sólo un poco de bilis.
Se acabó. Sólo experimento una náusea lejana… Pero hemos perdido la última esperanza. Ignoro si nuestro fracaso se ha debido a alguna capa del paracaídas o al receptáculo de tetracloruro de carbono que recubre el depósito. Hubiéramos necesitado otro recipiente u otros manteles.
Vamos, ¡démonos prisa! Es de día. ¡En marcha! Huyamos de esta meseta maldita y caminemos con brío en línea recta, hasta caer. Sigo el ejemplo de Guillaumet en los Andes: desde ayer pienso mucho en él. Estoy infringiendo la consigna que, de forma terminante, exige permanecer junto al avión accidentado. Ya no nos buscarán aquí.
Descubrimos de nuevo que no somos nosotros los náufragos. ¡Los náufragos son los que esperan! Aquéllos a quienes amenaza nuestro silencio, los que están destrozados por un error abominable. No podemos dejar de correr hacia ellos. ¡También Guillaumet, al volver de los Andes, me contó que corría hacia los náufragos! Esto es una verdad universal.
—Si estuviera solo en el mundo, me tumbaría.
Y seguimos avanzando en línea recta, hacia el Nordeste. Si hemos cruzado el Nilo, entonces, a cada paso, nos estamos hundiendo más profundamente en el espesor del desierto de Arabia.
De ese día ya no recuerdo nada más. Sólo la prisa. Prisa por alcanzar cualquier cosa, por derrumbarme. Me acuerdo también de caminar con la vista fija en el suelo, los espejismos me habían descorazonado. De vez en cuando rectificamos el rumbo con ayuda de la brújula.
También algunas veces nos tumbamos para superar el aliento. En algún lugar, me desprendí del chubasquero que conservaba para pasar la noche. Ya no sé nada más. Mis recuerdos sólo se reanudan a partir del momento en que llegó el frescor de la noche. Yo era también como la arena y, en mí, se borró todo.
Al ponerse el sol decimos acampar. Ya sé que tendríamos que seguir andando: esta noche sin agua acabará con nosotros, pero hemos traído los trozos de tela del paracaídas. Si el veneno no procede del recubrimiento, quizá, mañana por la mañana, podremos beber. Tenemos que extender otra vez nuestras trampas para el rocío.
Al Norte esta noche el cielo está virgen de nubes. El viento ha cambiado de forma de pensar.
También ha cambiado de dirección. El cálido viento del desierto ya comienza a acariciarnos. ¡La fiera está despertando! Noto cómo nos lame las manos y la cara…
Si echo a andar otra vez, no llegaré ni a diez kilómetros. Después de tres días sin beber ya he cubierto ochenta…
Pero, en cuanto paramos:
—Te juro que es un lago. —Me dice Prévot.
—Estás loco.
—A estas horas, con el crepúsculo, ¿puede ser un espejismo?
No respondo. Hace demasiado tiempo que he renunciado a creer en mis ojos. Quizá no sea un espejismo, en cuyo caso es una invención de nuestra locura. ¿Cómo es posible que Prévot lo siga creyendo?
Prévot se obstina:
—Está a veinte minutos, voy a ver…
Semejante cabezonería me irrita:
—Vete a ver, vete a tomar viento… Es muy bueno para la salud. Pero entérate, tu lago, si es que existe, es salado. Salado no, es un lago del demonio. Y, además, no existe.
Prévot, con la mirada fija, se aleja. ¡Conozco bien estas soberanas atracciones! Pienso: «Del mismo modo, hay sonámbulos que se arrojan de cabeza debajo de las locomotoras». Sé que Prévot no regresará. El vértigo del vacío lo atrapará y ya no podrá volver. Caerá un poco más lejos. Él morirá por su lado y yo por el mío. ¡Y todo esto sigue teniendo tan poca importancia!
No creo que la indiferencia que se ha adueñado de mí sea un buen augurio. Cuando estaba medio ahogado experimenté la misma paz. Como sea, aprovecho el momento para escribir una carta póstuma, tumbado boca abajo sobre las piedras. Mi carta es muy bella, muy digna. En ella prodigo muy buenos consejos. Releyéndola experimento el vago placer de la vanidad. Dirán: «¡Esta sí que es una auténtica carta póstuma! ¡Qué lástima que haya muerto!».
Quisiera saber también donde me encuentro. Intento salivar. ¿Cuánto hace que no he escupido?
Ya no tengo saliva. Si mantengo la boca cerrada, una sustancia pegajosa me sella los labios. Se seca y forma al exterior un rodete duro. Sin embargo, mis esfuerzos por tragar todavía tienen éxito. Aún no se me llenan los ojos de luces. Cuando se me ofrezca tan radiante espectáculo significará que ya sólo me quedan dos horas.
Ha anochecido. Desde la última noche la luna ha engordado. Prévot no vuelve. Me he tendido de espaldas y maduro estas evidencias. Redescubro en mí una antigua impresión. Intento explicármela, definirla. Estoy… Estoy… ¡Estoy embarcado! Me dirigía a América del Sur, me había tumbado del mismo modo en la cubierta superior. La punta del mástil, con mucha lentitud, se paseaba a lo ancho y a lo largo entre las estrellas. Aquí falta un mástil, pero también estoy embarcado hacia un destino que ya no depende de mi esfuerzo. Unos negreros me han arrojado, maniatado, a un navío.
Pienso en Prévot, que no vuelve. No le he oído quejarse ni una sola vez. Me alegro. No hubiera podido soportar oírle gemir. Prévot es un hombre.
¡Ah! ¡Ahí está, a quinientos metros de mí, agitando la linterna! ¡Ha perdido el rastro! No tengo linterna para responderle, me levanto, grito, pero él no me oye…
Otra linterna se enciende a doscientos metros de la suya, y otra más. ¡Dios mío! ¡Es una batida y me están buscando!
Grito:
—¡Eh!
Pero no me oyen.
Las tres linternas siguen haciendo señales de aviso.
Esta noche no estoy loco. Me encuentro bien. Estoy en paz. Miro con atención. Hay tres linternas a quinientos metros.
—¡Eh!
Pero siguen sin oírme.
Una breve sensación de pánico me sobrecoge. La única que puedo experimentar. ¡Ah! Todavía puedo correr: «¡Esperad…! ¡Esperad…!». ¡Van a dar media vuelta! ¡Van a alejarse, a buscar en otra parte, y yo voy a caer! ¡Voy a caerme en el umbral de la vida, cuando había brazos para acogerme…!
—¡Eh! ¡Eh!
—¡Eh!
Me han oído. Me sofoco, me sofoco, pero sigo corriendo. Corro en dirección a la voz: «¡Eh!».
Veo a Prévot y me caigo.
—¡Ah! ¡Cuándo he visto todas esas linternas…!
—¿Qué linternas?
Es verdad. Está solo.
Esta vez no siento desesperanza, sólo un sordo sentimiento de cólera.
—¿Y tu lago?
—Conforme avanzaba, se alejaba. He andado tras él durante una media hora. Después de media hora estaba demasiado lejos. He regresado. Pero ahora estoy completamente seguro de que se trataba de un lago…
—Estás loco, loco de atar. ¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué?
¿Qué ha hecho? ¿Por qué lo ha hecho? Lloraría de indignación, pero ignoro por qué estoy indignado. Prévot me explica con voz ahogada:
—¡Deseaba tanto encontrar algo para beber…! ¡Tienes los labios tan blancos!
¡Ah! Mi cólera se disipa… Me paso la mano por la frente, como si me estuviera despertando, y me siento triste. Y, suavemente, le cuento:
—He visto, como te estoy viendo ahora, con claridad, he visto tres luces, sin posibilidad error… ¡Te digo que las he visto, Prévot!
En un primer momento Prévot se calla:
—¡Claro que sí! —Reconoce por fin.— Esto no va bien.
Bajo esta atmósfera sin vapor de agua, la tierra resplandece deprisa. Ya hace mucho frío. Me levanto y camino. Pero pronto tengo unos temblores insoportables. Mi sangre deshidratada circula muy mal y, un frío glacial, que no es sólo frío de la noche, me penetra. Me castañetean las mandíbulas y todo mi cuerpo se sobresalta. Experimento tantas sacudidas en la mano que ya no puedo utilizar la linterna eléctrica. Nunca he sido un friolero y, sin embargo, voy a morir de frío. ¡Qué raros son los efectos de la sed!
He dejado caer mi chubasquero en alguna parte, cansado de llevarlo con el calor. Poco a poco el viento empieza a reinar. Y yo descubro que en el desierto no existe ningún refugio. El desierto es liso como un mármol. Durante el día no ofrece ninguna sombra y, por la noche, me entrega al viento completamente desnudo. Ni un árbol, ni un seto, ni una piedra que pueda ofrecerme abrigo. Como un regimiento de caballería en terreno descubierto, el viento carga contra mí. Giro en redondo para esquivarlo. Me tumbo y vuelvo a ponerme en pie. Tumbado o en pie, estoy expuesto a ese látigo de hielo. ¡No puedo correr, ya no tengo fuerzas, no puedo huir de los asesinos, y caigo de rodillas, con la cabeza entre las manos, bajo el sable!
Me doy cuenta un poco más tarde. ¡Me he vuelto a levantar y, sin dejar de temblar, avanzo en línea recta! ¿Dónde estoy? ¡Ah! Hace muy poco que camino. ¡Oigo a Prévot! Han sido sus gritos los que me han despertado…
Regreso junto a él, agitándome sin parar por este temblor, por este hipo que me sacude todo el cuerpo. Me digo: «No es el frío. Es otra cosa. Es el fin». Ya me he deshidratado demasiado. He caminado tanto, anteayer y ayer, cuando iba solo.
Me da pena acabar por culpa del frío. Preferiría mis espejismos interiores. Aquella cruz, aquellos árabes, aquellas linternas. Después de todo, esto empezaba a interesarme. No me gusta que me flagelen como a un esclavo…
Otra vez estoy de rodillas.
Hemos traído un pequeño botiquín. Cien gramos de éter puro, cien gramos de alcohol de noventa grados y un frasco de yodo. Intento beber dos o tres sorbos de éter puro. Es como si me tragara cuchillos. Después, un poco de alcohol que me cierra la garganta.
Cabo una zanja en la arena, me acuesto dentro y me cubro con la arena. Sólo saco la cara. Prévot ha encontrado unas ramitas y enciende un fuego cuyas llamas pronto se extinguirán. Se niega a enterrarse en la arena. Prefiere golpear el suelo con los pies para calentarlos. Se equivoca.
Sigo teniendo la garganta obstruida, es un mal signo y, sin embargo, me siento mejor. Me noto sereno. Me noto sereno más allá de toda esperanza. A pesar de mis deseos me marcho de viaje, maniatado bajo las estrellas, sobre la cubierta de mi bajel de negreros. Pero tal vez mi suerte no sea tan mala…
Ya no siento el frío, a no ser que mueva un músculo. Así me olvido de mi cuerpo dormido bajo la arena. Ya no me moveré más, y así jamás volveré a sufrir. Además, la verdad, se sufre tan poco… Detrás de todos estos tormentos se encuentra la conjunción entre la fatiga y el delirio. Y todo se transforma en un libro de imágenes, en un cuento de hadas un poco cruel… Hace un momento el viento me acosaba y, para esquivarlo, me giraba en redondo como un animal.
Después he tenido dificultades para respirar: una rodilla me aplastaba el pecho. Una rodilla. Y yo me debatía bajo el peso del ángel. Nunca me encontré sólo en el desierto. Ahora que ya no creo en lo que me rodea, me aíslo dentro de mí, cierro los ojos y ni siquiera pestañeo. Siento que todo este torrente de imágenes me lleva hacia un tranquilo sueño: los ríos se calman en el grosor del mar.
Adiós, aquéllos que he querido. No es culpa mía si el cuerpo humano no puede resistir tres días sin beber. No me creía tan cautivo de las fuentes. No sospechaba que mi autonomía era tan limitada. Creemos que el hombre puede avanzar en línea recta. Creemos que el hombre es libre… No vemos la cuerda que nos ata el pozo, que nos une, como un cordón umbilical, al vientre de la tierra. Si damos un paso de más, morimos.
No siento nada, salvo vuestro sufrimiento. Después de todo, me ha tocado la mejor parte. Si regresará, volvería a empezar. Necesito vivir. En las ciudades ya no hay vida humana.
Aquí no se trata de aviación. El avión no es un fin, es un medio. No es por el aparato por lo que uno arriesga la vida. Tampoco es por su arado por lo que el campesino labra. Pero con el avión uno abandona la ciudad y sus contables, y encuentra una verdad campesina.
Desempeñamos trabajos de hombre y conocemos preocupaciones de hombre. Estamos en contacto con el viento, con las estrellas, con la noche, con la arena, con el mar. Hacemos trampas a las fuerzas de la naturaleza. Esperamos el alba como el jardinero espera la primavera.
Aguardamos la escala como una tierra prometida, y buscamos la verdad en las estrellas.
No me quejaré. Durante tres días he caminado, he tenido sed, he seguido pistas en la arena, he depositado mis esperanzas en el rocío. He buscado la forma de encontrar a mi especie, cuyo albergue en la tierra había olvidado. Eso sólo son preocupaciones de estar vivo. No puedo evitar pensar que no son más importantes que tener que elegir una sala de fiestas por la noche.
Ya no comprendo el gentío de los trenes de cercanías, esos hombres que se creen hombres y que, sin embargo, por una presión de la que no son conscientes, están reducidos, como las hormigas, a ser sólo usados. ¿Con qué llenan, cuando están libres, sus pobres domingos absurdos?
En cierta ocasión, en Rusia, escuché interpretar a Mozart en una fábrica. Escribí sobre ello.
Recibí doscientas cartas repletas de injurias. No tengo nada contra los que prefieren la música de cafetucho. No conocen otra. Yo estoy contra el gerente de cafetucho. No me gusta que a los hombres se les eche a perder.
Soy feliz con mi oficio. Me siento campesino de las escalas. ¡Mi agonía en el tren de cercanías es tan diferente de la que siento aquí! Aquí, después de todo, ¡qué lujo…!
No lamento nada. He jugado, he perdido. Son gajes del oficio. Pero, a pesar de todo, yo he respirado el viento del mar.
Quienes lo han saboreado una vez no olvidan este alimento. ¿No es verdad, camaradas? Y no se trata de vivir peligrosamente. Esa fórmula es pretenciosa. Los toreros apenas me gustan. Lo que yo amo no es el peligro, es la vida.
Me parece que el cielo va a clarear. Saco un brazo de la arena. Tengo un trozo de paracaídas al alcance de la mano, lo palpo, pero sigue seco. Esperemos. El rocío se deposita al alba. Pero el alba clarea sin mojar nuestras telas. Entonces mi reflexiones se embrollan un poco y me oigo decir: «Aquí hay un corazón seco… Un corazón seco… Un corazón seco incapaz de derramar lágrimas…».
«¡En ruta Prévot! Todavía no tenemos las gargantas cerradas: hay que caminar».