5
De madrugada hemos recogido de encima de las alas y con un trapo un culo de vaso de rocío mezclado con pintura y aceite. Estaba asqueroso, pero nos lo hemos bebido. A falta de otra cosa, al menos nos hemos mojado los labios. Después de semejante banquete, Prévot me ha dicho: —Por suerte tenemos el revólver.
Bruscamente me siento agresivo y me vuelvo hacia él con maligna hostilidad. En este momento nada me respondería más que una efusión sentimental. Siento una necesidad extrema de pensar que todo es sencillo. Que es sencillo nacer. Que es sencillo crecer. Que es sencillo morir de sed.
Por el rabillo del ojo observo a Prévot, dispuesto, si hace falta, a golpearlo para que se calle.
Pero Prévot me ha hablado con calma. Ha tratado un asunto de higiene. Ha abordado el tema como quien hubiera podido decir: «Tendríamos que lavarnos las manos». Así que estamos de acuerdo. Mirando la funda de cuero ya lo pensé ayer. Mis reflexiones eran razonables, no patéticas. Sólo hay patetismo en el hecho social, en nuestra impotencia para tranquilizar a aquéllos de los que somos responsables. Y no en el revólver.
Ya no nos buscan o, para ser más exactos, seguro que nos están buscando en otra parte. En Arabia, probablemente. No oiremos ningún avión antes de mañana, cuando ya hayamos abandonado el nuestro. Y además, esa única pasada, tan lejana nos dejará indiferentes. Puntos negros mezclados con mil puntos negros en el desierto; no podemos pretender que nos descubran. Todo lo que se diga de mí reflexiones sobre este suplicio no será exacto. No sufriré ninguna tortura. Me parecerá que mis salvadores se mueven en otro universo.
Se necesitan quince días de búsqueda en un radio de tres mil kilómetros para encontrar en el desierto un avión del que nada se sabe: casi seguro que nos están buscando desde Trípoli hasta Persia. Sin embargo, aún hoy mantengo está débil esperanza, pues no tengo otra, y, cambiando de táctica, decido salir a explorar solo. Prévot preparará la hoguera y, en caso de visita, la encenderá; pero no habrá visitas.
Me voy, pues, y ni siquiera sé si tendré fuerzas para volver. Me viene a la memoria lo que conozco del desierto de Libia. Mientras que en el Sáhara hay un cuarenta por ciento de humedad, aquí desciende a un dieciocho por ciento. La vida se diluye como el vapor. Los beduinos, los viajeros, los oficiales del ejército colonial, enseñan que se puede aguantar hasta diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se inundan de luz y comienza el fin: la marcha de la sed es relampagueante.
Aunque el viento del Nordeste, ese viento anormal que nos ha engañado, que, contra todo pronóstico, nos ha clavado en esta meseta, sin duda, ahora no sostiene. Pero ¿qué plazo nos concederá antes de que lleguen las primeras luces?
Así pues, me voy, con la impresión de que me estoy lanzando al océano embarcado en una canoa.
Y, no obstante, gracias a la aurora, este decorado me parece menos fúnebre. Primero camino con las manos en los bolsillos, como un merodeador. Ayer noche pusimos lazos en unas madrigueras misteriosas; en mí se despierta el cazador furtivo. En primer lugar voy a comprobar los lazos: están vacíos.
En fin, no beberé sangre. A decir verdad no lo esperaba.
Aunque apenas me siento decepcionado, sí que, por el contrario, estoy intrigado. ¿De qué viven los animales en el desierto? Son, sin duda, fénechs o zorros de las arenas, animales pequeños, gruesos como conejos y tocados con largas orejas. No puedo resistirme a la tentación y sigo el rastro de uno de ellos. Me conducen a un estrecho río de arena en el que todos los pasos se marcan con claridad. Admiro la hermosa palma formada por tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi fénech ha echado a correr. Aquí un compañero avenida encontrase con él y los dos han tratado a la par. Con un extraño sentimiento de gozo presencio este paseo matutino. Me gustan estos signos de vida, y olvido por un momento que tengo sed.
Llego por fin a la despensa de mis zorros. Un minúsculo arbusto seco, del tamaño de una sopera, con los tallos cargados de caracolillos dorados, emerge aquí a ras del suelo de arena, cada cien metros. Al alba el fénech va a buscar provisiones. Y yo aquí me enfrento a un gran misterio de la naturaleza.
Mi fénech no se para en todo los arbustos. Desprecia algunos, aunque estén cargados de caracoles. Rodea otros con visible circunspección. Aborda algunos, pero sin arrasarlos. Retira dos o tres caracolillos y después cambia de restaurante.
¿Está jugando a no saciarse de golpe para poder disfrutar más de su paseo matutino? No lo creo.
Su juego coincide demasiado con una táctica indispensable. Si el fénech se saciara con los productos del primer arbusto, lo despojaría de su carga viviente en sólo dos o tres comidas. Así, de arbusto en arbusto, aniquilaría su criadero. Pero el fénech se cuida mucho de entorpecer la siembra. No sólo, para una colación, se dirige a un centenar de esos matojos oscuros, sino que nunca coge dos conchas vecinas de una misma rama. Todo ocurre como si fuera consciente del riesgo. Si se hartara sin tomar precauciones ya no habría caracoles, ya no habría fénechs.
Las huellas me conducen a la madriguera. El fénech está allí, oyéndome sin duda, espantado por el rumor de mis pasos. Le digo: «Zorrito mío, estoy perdido, pero es curioso, eso no ha impedido que me interese por ti…».
Y permanezco allí, pensando, y me parece que el ser humano se adapta a todo. La alegría de un hombre no se ve ensombrecida por la idea de que dentro de treinta años tal vez morirá. Treinta años, tres días… Es una cuestión de perspectiva.
Pero hay que olvidar ciertas imágenes…
Prosigo mi camino y ahora sí, con el cansancio, algo se trasforman interior. Si no hay espejismos, yo los invento.
—¡Eh!
Al gritar he levantado los brazos, pero ese hombre que gesticulaba sólo era una roca negra. En el desierto ya todo se anima. He querido despertar al beduino que estaba durmiendo y se ha transformado en tronco de árbol negro. ¿En tronco de árbol? Este hallazgo me sorprende y me inclino. Quiero coger una rama rota: ¡es de mármol! Me enderezo y miro a mi alrededor. Veo otros mármoles negros. Un bosque antediluviano tapiza el suelo con sus fustes partidos. Hace cien mil años que se derrumbó bajo un huracán de génesis. Y los siglos han hecho rodar hasta mí estos trozos de columnas gigantes pulidos como piezas de acero, petrificados, vitrificados, de color de tinta. Aún distingo el nudo de las ramas, percibo las torsiones de la vida, cuento los anillos del tronco. Este bosque, que estuvo repleto de pájaros y lleno de música, ha sufrido una maldición y ha sido transformado en bosque de sal. Siento que el paisaje es hostil. Más negros que la armadura de hierro de las colinas, estos restos solemnes me rechazan. ¿Qué se me ha perdido aquí, vivo, entre estos mármoles incorruptibles? A mí, ser perecedero, con mi cuerpo corruptible, ¿qué se me ha perdido aquí, en la eternidad?
Ya he recorrido, desde ayer, cerca de ochenta kilómetros. El vértigo es sin duda producto de la sed. O del sol. Brilla sobre los troncos, que parecen escarchados de aceite. Brilla sobre este caparazón universal. Aquí ya no hay arena ni zorros. Aquí sólo hay un inmenso yunque. Y yo camino sobre él. Y en mi cabeza siento repercutir los golpes del sol. ¡Ah!, a lo lejos…
—¡Eh! ¡Eh!
—Allí no hay nada, no te alteres, es el delirio.
Hablo conmigo mismo, pues necesito apelar a mi razón. Me resulta tan difícil rechazar lo que veo. Me resulta tan difícil no echar a correr hacia esa caravana en marcha… Ahí… ¡Mira!
—Imbécil, sabes muy bien que eres tú el que la inventas.
—Entonces nada en el mundo es de verdad…
Nada es verdadero salvo esa cruz sobre la colina a veinte kilómetros de distancia. Esa cruz o ese faro.
Pero ésta no es la dirección del mar. Entonces es una cruz. He estado estudiando el mapa durante toda la noche. Mi trabajo era inútil, ya que ignoraba mi posición. Pero me inclinaba sobre todos los signos que me indicaban la presencia del hombre. Y, en algún sitio, he descubierto un círculo coronado por una cruz similar. He buscado la leyenda y he leído: «Establecimiento religioso». Al lado de la cruz he visto un punto negro. Me he fijado otra vez en la leyenda y he leído: «Pozo permanente». Me he estremecido y he vuelto a leer en voz alta: «¡Pozo permanente! ¡Pozo permanente…! ¡Pozo permanente!». Alí-Babá y su tesoro, ¿importan algo frente a un pozo permanente? Un poco más lejos me he fijado en dos círculos blancos. En la leyenda rezaba: «Pozo temporal». No era tan hermoso. Luego ya no había nada alrededor. Nada.
¡Éste es mi establecimiento religioso! Los monjes han levantado una gran cruz en la colina para avisar a los náufragos. Sólo tengo que caminar hacia ella. Sólo tengo que correr hacia esos dominicos…
—Pero si en Libia sólo hay monasterios coptos…
—Esos dominicos estudiosos tienen una hermosa y fresca cocina con baldosas rojas y, en el patio, una maravillosa bomba oxidada. Debajo de la bomba oxidada, debajo de la bomba oxidada, ya lo habéis adivinado… Debajo de la bomba oxidada está… ¡El pozo permanente! ¡Ah! Será una un gran acontecimiento cuando llegué allí y llame a la puerta, cuando tire de la gran campana…
—Imbécil, estás describiendo una casa de Provenza donde, además, no hay campana.
—¡Cuando tire de la gran campana! El portero elevará los brazos al cielo y me gritará: «¡Sois un enviado del Señor!», y llamará a todos los monjes. Y acudirán corriendo. Y me festejarán como a un niño pobre. Y me empujarán hacia la cocina. Y me dirán: «Un segundo, un segundo hijo mío… Vamos corriendo al pozo permanente…».
Y yo, yo me estremeceré de felicidad…
No, no quiero llorar porque ya no esté la cruz en la colina.
Las promesas del Oeste no son más que mentiras. H virado directo al Norte.
El norte, al menos, está henchido de cantos del mar.
¡Ah! Una vez franqueada esta cresta, se extiende el horizonte. He aquí la más bella ciudad del mundo.
—Sabes muy bien que es un espejismo…
Sé muy bien qué es un espejismo. ¡A mí no me engaña! Pero ¿y si a mí me apetece meterme en un espejismo? ¿Si a mí me apetece tener esperanza? ¿Si me apetece amar esta ciudad almenada y engalanada por el sol? Si me apetece caminar en línea recta, a paso ligero, puesto que ya no siento la fatiga, puesto que soy feliz… Prévot y su revólver. ¡No me hagáis reír! Prefiero mi embriaguez. Estoy ebrio. ¡Me muero de sed!
El crepúsculo me ha serenado. Me he parado bruscamente, asustado de haber llegado tan lejos.
Con el crepúsculo, el espejismo muere. El horizonte se ha desprendido de su pompa, de sus palacios, de sus vestimentas sacerdotales. Es un horizonte de desierto.
—¡Has avanzado mucho! Te alcanzará la noche y tendrás que esperar el día, y mañana tus huellas se habrán borrado y ya no estarás en ninguna parte.
—En ese caso, tanto da seguir caminando en línea recta… ¿Para qué volver a dar media vuelta?
Ya no quiero dar este golpe de timón, cuando tal vez iba a abrir, cuando abría los brazos sobre el mar…
—¿Dónde has visto el mar? Además, nunca lo alcanzarás. Puedes estar seguro de que trescientos kilómetros te separan de él. ¡Y Prévot permanece cerca del Simoun! Y tal vez ha sido descubierto por una caravana…
Sí, voy a volver, pero antes voy a llamar a los hombres:
—¡Eh!
Este planeta, buen Dios, este planeta está sin embargo habitado…
—¡Eh! ¡Hombres!
Estoy ronco. Ya no me queda voz. Me siento ridículo por gritar de esta forma… Vuelvo a gritar:
—¡Hombres!
Suena enfático y pretencioso.
Doy media vuelta.
Después de dos horas de marcha vislumbro las llamas que Prévot, muy asustado al pensar que me había perdido, lanza cielo. ¡Bah! Ya me da igual…
Una hora de marcha aún… Todavía quinientos metros. Todavía cien metros. Todavía cincuenta.
—¡Oh!
Me he parado, estupefacto. La alegría invade mi corazón y yo procuro controlarla. Prévot, iluminado por la hoguera, charla con dos árabes apoyados en el motor. Todavía no me ha visto.
Está demasiado ocupado con su propia alegría. ¡Ah! Si, como él, hubiera esperado… ¡Ya habría sido liberado! Grito con alegría:
—¡Eh!
Los dos beduinos se sobresaltan y me miran. Prévot los deja y llega a mi lado. Abro los brazos.
Prévot me coge por el codo, ¿me iba a caer? Le digo:
—¡Por fin lo conseguimos!
—¿El qué?
—¡Los árabes!
—¿Qué árabes?
—¡Los árabes que están ahí, contigo!
Divertido, Prévot me mira, y me da la impresión de que a regañadientes me confía un gran secreto:
—No hay árabes.
Ahora sí que voy a llorar.