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En ruta. Dos horas de luz todavía. Cuando llego a Trípoli ya me e quitado las gafas de sol y la arena está adquiriendo una tonalidad dorada. ¡Dios! ¡Qué desierto está este planeta! Una vez más, los ríos, las sombras y los lugares donde habitan los hombres me parecen debidos a conjunciones fruto de un dichoso azar. ¡Cuánta roca y arena!
Pero todo esto me resulta extraño, yo vivo en el dominio del vuelo. Siento acercarse la noche ahí, donde uno se encierra como dentro de un templo, practicando ritos esenciales en una meditación sin consuelo. Todo este mundo profano ya se está borrando, ya va a desaparecer. Una luz dorada alimenta todavía el paisaje pero, en él, algo comienza a evaporarse y yo, yo no conozco nada, nada que valga la pena tanto como este momento. Quienes han padecido el inefable amor por el vuelo me comprenden.
Así pues, poco a poco, renuncio al sol renuncio a las grandes superficies doradas que, en caso de avería, me hubieran acogido… Renuncio a los puntos de referencia que me hubieran guiado.
Renuncio a los perfiles de las montañas contra el cielo que me hubieran evitado los escollos.
Entro en la noche. Navego. Ya sólo me quedan las estrellas…
Esta muerte del mundo se produce lentamente. La luz va faltando poco a poco. La tierra y el cielo se confunden paulatinamente. La tierra sube y parece que se extiende como si fuera vapor. En una especie de agua verde las primeras estrellas tiritan. Habrá que esperar mucho tiempo aún para que se transformen en duros diamantes. Tendré que esperar mucho tiempo todavía para presenciar los silenciosos juegos de las estrellas fugaces. En el corazón de algunas noches he visto deslizarse tantas pavesas que he llegado a creer que había un vendaval de estrellas.
Prévot prueba las luces fijas y las de emergencia. Envolvemos las bombillas con papel rojo.
—Otra capa…
Añade una nueva capa de papel, enciende el contacto. La luz es todavía demasiado clara.
Velaría, como en el cuarto oscuro de un fotógrafo, la pálida imagen del mundo exterior.
Destruiría la pulpa ligera que, ya oscurecido, algunas veces se adhiere aún a las cosas. Ya ha caído la noche. Pero no se trata todavía de la auténtica noche. Subsiste una media luna. Prévot se adentra en la parte trasera y vuelve con un bocadillo. Yo arranco algún grano de uvas. No tengo hambre. No tengo ni hambre ni sed. No siento ningún cansancio, me parece que podría estar pilotando así durante diez años.
La luna ha muerto.
Benghazzi se anuncia en la negra noche. Benghazzi descansa al fondo de una oscuridad tan profunda que ningún halo la adorna. He visto la ciudad cuando ya estaba sobre ella. Estoy buscando el campo de aterrizaje cuando se enciende su balizaje rojo. Las luces recortan un falso rectángulo negro. Viro. La luz de un faro apuntando al cielo sube recta como una manguera, gira y traza un sendero de oro en el campo. Viro otra vez para poder distinguir los obstáculos. El equipamiento nocturno de esta escala es admirable. Reduzco e inicio mi zambullida en esta especie de agua negra.
Cuando aterrizo son las 23, hora local. Ruedo hasta el faro. Oficiales y soldados, de lo más amables, pasan de las sombras a la dura luz del proyector, a veces visibles, a veces invisibles.
Cogen mis papeles, comienzan a llenar el depósito. En veinte minutos, mi escala de tránsito habrá finalizado.
—Vire y pase encima de nosotros, de lo contrario no sabremos si el despegue ha ido bien.
En ruta.
Ruedo por la vía de oro hacia un boquete sin obstáculos. Mi avión, tipo Simoun, despega con su sobrecarga mucho antes de haber agotado el área disponible. El proyector me sigue y me molesta para virar. Por fin me deja, se han dado cuenta de que me deslumbraba. Cuando me doy media vuelta sobre la vertical, el proyector me golpea la cara de nuevo pero, en cuanto me toca, me esquiva y dirige su larga flauta dorada hacia otro lugar. Adivino, en todo este trajín, una extrema cortesía. En este momento viro otra vez, hacia el desierto.
Los partes meteorológicos de París, Túnez y Benghazzi me han anunciado un viento de cola de entre treinta y cuarenta kilómetros por hora. Puedo contar, por tanto, con una velocidad de crucero de unos trescientos kilómetros por hora. Pongo rumbo hacia la mitad del segmento a la derecha, el que une Alejandría con El Cairo. De este modo evitaré las zonas prohibidas de la costa y, a pesar de las derivas imprevistas, me alcanzarán las luces de una u otra ciudad, por la derecha o por la izquierda, o, al menos, las luces del valle del Nilo. Si el viento no cambia, navegaré durante tres horas y veinte minutos; tres horas y cuarenta y cinco si su fuerza disminuye. Comienzo a sobrevolar los mil cincuenta kilómetros de desierto.
Ya no hay luna, sólo un asfalto negro que se ha dilatado hasta legar a las estrellas. No veré ninguna luz, no podré utilizar ningún punto de referencia; sin radio, o recibiré ninguna señal humana antes del Nilo. Ni siquiera intento observar otra cosa que no sean mi compás y mi Sperry. Ya nada me interesa, salvo la lenta respiración de una estrecha línea de radio en la oscura pantalla del instrumento. Prévot cambia de sitio; corrijo con suavidad las variaciones del centrado. Subo hasta dos mil, allí donde, según me han indicado, los vientos son favorables. A intervalos largos enciendo una linterna para observar las esferas de los motores, pues no todas son luminosas, pero la mayor parte del tiempo me encierro en la oscuridad, entre mis minúsculas constelaciones que emanan la misma luz mineral que las estrellas, la misma luz inextinguible y secreta, y que hablan el mismo lenguaje. Como los astrónomos, también yo estoy leyendo un libro de mecánica celeste, también yo me siento estudioso y puro. Todo se ha apagado en el mundo exterior. Después de una ardua resistencia, Prévot se duerme y puedo saborear mejor mi soledad. Me acompañan el suave ronroneo del motor y, frente a mí, en el tablero de mandos, todas estas apacibles estrellas.
Medito. No tenemos luna y carecemos de radio. Ya ni el más tenue vínculo nos ligará al mundo hasta que nos topemos con el hilillo de luz del Nilo. Estamos alejados de todo, sólo nuestro motor no sostiene y nos permite permanecer en este asfalto. Cruzamos el gran valle negro de los cuentos de hadas, el de la prueba. Aquí, nada de auxilio. Aquí, nada de perdón por los errores.
Estamos a merced de la voluntad de Dios.
Un haz de rayos de luz se filtra desde un punto del cuadro eléctrico. Despierto a Prévot para que lo apague. Se agita en la sombra, como un oso, estornuda, se adelanta, se suena con una especie de trapo mezcla de pañuelo y de papel negro. El haz de rayos de luz ha desaparecido. Era una fractura en este mundo. No era de la misma calidad que la pálida y lejana luz de la línea de mira.
Era una luz de sala nocturna y no una luz de estrella. Pero, sobre todo, me deslumbraba, apagaba la claridad de las demás.
Tres horas de vuelo. Un resplandor que parece dotado de vida propia surge a mi derecha. Miro.
Un largo surco luminoso pende de la luz del extremo del ala que, hasta ahora, había permanecido invisible. Es un resplandor intermitente, algunas veces constante, otras apagado: estoy entrando en una nube. Es ella la que refleja mi luz. Cerca de mis puntos de referencia hubiera preferido un cielo puro. El ala se lo mina bajo el halo, la luz se instala, se fija, se derrama, y ahí abajo se forma un ramillete de color rosa. Profundos torbellinos me balancean. Estoy navegando por las entrañas de un cúmulo cuyo espesor no conozco. Subo hasta dos mil cinco, pero no emerjo.
Vuelvo a bajar a mil metros. El ramillete de flores sigue ahí, inmóvil y cada vez más resplandeciente. Bien. De acuerdo. Peor para él. Pienso en otra cosa. Cuando salgamos, ya se verá. Pero no me gusta esta luz de hotelucho.
Calculo: «Aquí me muevo un poco, es normal, a pesar del cielo puro y de la altitud he tenido torbellinos a lo largo de toda la ruta. El viento no se ha calmado y debo de sobrepasar los trescientos kilómetros por hora». Después de todo no estoy seguro de nada, ya intentaré orientarme cuando salga de la nube.
Y salimos. El ramillete se ha desvanecido de repente. Su desaparición me anuncia el acontecimiento. Miro hacia delante y veo, en la medida de lo visible, un estrecho valle de cielo y la pared de un cúmulo cercano. El ramillete se ha reavivado.
Ya no volveré a salir de esta masa pegajosa, salvo durante algunos segundos. Después de tres horas y media de vuelo esta materia empieza a preocuparme, puesto que si avanzo como pienso, estoy acercándome al Nilo. Con un poco de suerte podría verlo a través de los pasillos, pero no hay demasiados. Todavía no me atrevo a descender: si, por casualidad, voy más despacio de lo que creo, entonces estoy sobrevolando aún tierras altas.
Sigo sin inquietarme, sólo me intranquiliza la posibilidad de perder tiempo. Sin embargo, fijo un límite a mi serenidad: cuatro horas y quince minutos de vuelo. Después de ese tiempo, incluso con viento nulo, cosa improbable, habré sobrepasado el valle del Nilo.
Cuando me aproximo a los bordes de la nube, el ramillete lanza destellos intermitentes cada vez más rápidos; después, de repente, se apaga. No me gustan estos mensajes cifrados de los demonios de la noche.
Una estrella verde emerge frente a mí, deslumbrante como un faro. ¿Es una estrella o es un faro?
Tampoco me gusta esta claridad sobrenatural, este astro de rey mago, esta peligrosa invitación.
Prévot se ha despertado y alumbra las esferas de los motores. Los aparto, a él y a su lámpara.
Acabo de abordar una falla entre dos nubes y aprovecho para mirar debajo de mí. Prévot vuelve a dormirse.
Pero no hay nada que ver.
Cuatro horas y cinco minutos de vuelo. Prévot ha venido a sentarse a mi lado.
—Tendríamos que llegar a El Cairo…
—Creo que sí…
—¿Eso es una estrella o un faro?
He reducido un poco la velocidad del motor, lo que, sin duda, ha despertado a Prévot; es sensible a cualquier variación de los ruidos del vuelo. Inicio un lento descenso para deslizarme bajo la masa de nubes.
Acabo de consultar el mapa. De todas formas he abordado las cotas cero: no me arriesgo a nada.
Sigo descendiendo y viro directamente al Norte. Así recibiré las luces de las ciudades en mis ventanillas. Seguro que ya las he sobrepasado, de modo que las veré a mi izquierda. Ahora vuelo por debajo del cúmulo, pero a lo largo de otra nube que está más abajo, a la izquierda. Viro para no dejarme atrapar en su red, mi rumbo es Norte-Nordeste.
Esa nube está mucho más abajo y me tapa todo el horizonte. No me atrevo a perder altitud. He alcanzado la cota 400 en mí altímetro, pero desconozco la presión que hay aquí. Prévot se asoma.
Le grito: «Me voy hacia el mar, acabaré de descender en el mar, para no estrellarnos…».
Sin embargo, nada me demuestra que no haya derivado ya hacia el mar. Bajo esta nube la oscuridad es completamente impenetrable. Me acerco a la ventanilla. Intento leer debajo de mí.
Intento descubrir luces, señales. Soy un hombre que registra las cenizas. Soy un hombre que se esfuerza por encontrar los rescoldos de la vida en el hogar.
—¡Un faro marino!
Los dos hemos visto a la vez esta trampa destellante. ¡Es cosa de brujas! ¿Dónde estaba este faro fantasma, esta imagen nocturna? En el mismo segundo en que Prévot y yo nos asomábamos para encontrarlo, a trescientos metros bajo nuestras alas, de repente…
—¡Ah!
Creo que es todo lo que dije. Sólo noté un crujido formidable que sacudió los cimientos de nuestro mundo. Nos habíamos estrellado contra el suelo a doscientos setenta kilómetros por hora.
Creo que, durante la centésima de segundo siguiente, sólo esperé la gran estrella púrpura de la explosión con la que íbamos a confundirnos los dos. Ni Prévot ni yo experimentamos la menor emoción. Sólo noté una espera demasiado larga, la espera de esa estrella deslumbrante en la que teníamos que desvanecernos en un segundo. Pero no hubo ninguna estrella púrpura. Hubo una especie de temblor de tierra que arrasó nuestra cabina, arrancando las ventanillas, lanzando chapas a cien metros, clavando su rugido en nuestras entrañas. El avión vibraba como un cuchillo que, una vez lanzado, se ha hincado en la dura madera. Y esa cólera nos sacudía. Un segundo, dos segundos… El avión seguía estremeciéndose y yo esperaba con terrible impaciencia que sus provisiones de energía lo hicieran estallar como una granada. Pero las sacudidas subterráneas se sucedían sin alcanzar la erupción definitiva. No entendía nada de aquella labor invisible. No comprendía el temblor, ni la cólera, ni el retraso interminable…
Cinco segundos, seis segundos… Y, bruscamente, experimentamos una sensación de rotación, un choque que lanzó también nuestros cigarrillos por la ventanilla y que pulverizó el ala derecha; después, nada. Sólo una gélida inmovilidad. Le grité a Prévot: - ¡Salta deprisa!
Él gritó a la vez:
—¡Fuego!
En un instante, tras deslizarnos por el hueco de la ventanilla desgajada, nos encontramos en pie a veinte metros de distancia. Pregunté a Prévot:
—¿Estás herido?
Y él me respondió:
—No.
Pero se frotaba la rodilla.
Le dije:
—Pálpate, muévete, júrame que no tienes nada roto…
Me respondió:
—No es nada, la bomba de repuesto…
Yo creía que, de repente, se iba a desplomar, partido por la mitad, del ombligo a la cabeza; pero, con la mirada fija, él me repetía:
—¡Ha sido la bomba de repuesto!
Y yo pensaba: «Se ha vuelto loco, se va a poner a bailar…».
Pero, por fin, apartando la mirada del avión que había dejado de arder, me miró y volvió a decir: - No es nada, la bomba de repuesto que me ha golpeado la rodilla.