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Al abordar el mediterráneo he encontrado nubes bajas. He descendido a veinte metros. El aguacero se estrella contra el parabrisas y el mar parece humear. Tengo que esforzarme para poder ver algo y no chocar contra el mástil de un navío.
Mi mecánico, André Prévot, me enciende cigarrillos.
—Café…
Desaparece en la parte trasera del avión y vuelve con el termo. Bebo. De vez en cuando doy manotazos a la manecilla del gas para mantener las dos mil cien revoluciones. De una ojeada recorro las esferas de los medidores; mis súbditos son obedientes, cada aguja está en su sitio.
Echo un vistazo al mar que, bajo la lluvia, desprende vapor, como un gran barreño de agua caliente. Si volara en hidroavión, lamentaría que estuviera tan esponjoso. Pero estoy en un avión.
Esponjoso o no, no puedo amerizar y, sin saber por qué, eso me otorga una absurda sensación de seguridad. El mar forma parte de un mundo que no es el mío. Aquí una avería no es de mi incumbencia, ni siquiera representa una amenaza: a mí no me han aparejado para el ar.
Después de una hora y media de vuelo, la lluvia se calma. Las nubes siguen estando muy bajas, pero la luz ya comienza a atravesarlas como una sonrisa ancha. Admiro la lenta preparación del buen tiempo. Puedo adivinar la presencia de una débil capa de blanco algodón sobre mi cabeza.
Giro oblicuamente para evitar un chaparrón: ya no hace falta cruzar su corazón. Aparece la primera abertura…
La he presentido sin verla, porque a mí, en el mar, veo una estela color de pradera, una especie de oasis de un verde luminoso y profundo parecido a los campos de cebada que, en el Sur de Marruecos, me encogían e corazón cuando regresaba de Senegal, después de tres mil kilómetros de arena. También aquí experimento el sentimiento de abordar una provincia habitable y saboreo un gozo liviano. Me vuelvo a Prévot:
—¡Ya está, esto marcha!
—¡Sí, todo va bien!
Túnez. Mientras llenan el depósito, firmo papeles. Pero, en el momento en que abandono la oficina, oigo una especie de «¡plof!», como el de una zambullida; uno de esos sonidos sordos, sin eco. Al instante recuerdo haber oído ya un ruido semejante: una explosión en un garaje. Aquel tos ronca había matado a dos hombres. Me giro hacia el camino que bordea la pista: una nubecilla de polvo; dos coches rápidos que han chocado de frente se han quedado atrapados, inmóviles de repente, como en un espejo. Algunos hombres corren hacia ellos; otros, hacia nosotros:
—Llamen por teléfono… Un médico… La cabeza…
Se me encoge el alma. En la apacible luz de la tarde, la fatalidad ha asestado un golpe: una belleza destrozada, una inteligencia, o una vida… Los piratas han caminado así en el desierto, y nadie ha oído su paso elástico sobre la arena. En el campamento esto ha sido como el breve rumor de una razzia. Después todo ha recobrado su dorada quietud. La misma paz, el mismo silencio… Alguien, cerca de mí, habla de una fractura de cráneo. No quiero saber nada de esa frente inerte y sangrante; doy la espalda al camino y me voy a mi avión, aunque conservo una sensación de amenaza en mi interior. Muy pronto volveré a identificar ese ruido cando, a doscientos sesenta kilómetros por hora, arañe mi negra meseta, volveré a identificar la misma tos ronca: el mismo «¡blam!» del destino que nos estaba aguardando en el lugar de la cita.
En ruta hacia Benghazzi.