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Así es el desierto. Un Corán, que no es sino una regla de juego, transforma su arena en un Imperio. En el fondo del Sáhara que podría parecer vacío, se interpreta una obra que perturba las pasiones de los hombres. La verdadera vida del desierto no está hecha de éxodos de tribus en busca de hierba para pastar, sino del juego que, al mismo tiempo, allí se crea. ¡Qué diferencia entre la materia de la arena sometida y la de la otra! ¿Y acaso no ocurre lo mismo con los hombres? Frente a este desierto transfigurado recerco juegos de mi niñez, un parque oscuro y dorado que habíamos poblado de dioses, un reino sin límites que habíamos creado en un kilómetro cuadrado nunca del todo conocido, nunca del todo explorado. Formábamos una civilización cerrada, en la que los pasos tenían un sabor, en la que las cosas, que no estaban permitidas en ninguna otra civilización, tenían un sentido. Cuando, ya adulto, uno vive bajo otras leyes, ¿qué queda del parque de la infancia, henchido de sombra, mágico, helado, ardiente, del que, ahora, al regresar, uno recorre con cierta desesperanza la pared baja de piedras grises, extrañándose de encontrar, en un recinto tan pequeño, encerrada una provincia de la que uno había hecho su infinito, y comprendiendo que ya nunca volverá a ese infinito pues, para ello, no basta con regresar al parque, sino que tendría que volver a participar en el juego?

Ya no hay disidencia. Ya no hay misterio en Cabo Juby, Cisneros, Puerto Cansado, Saguet-El-Hambra, Dora, Smarra. Los horizontes hacia los que hemos corrido se han ido extinguiendo uno tras otro, como esos insectos que pierden su colorido una vez atrapados en una trampa de manos tibias. Pero quien los perseguía no era víctima de una ilusión. No nos equivocábamos cuando íbamos tras aquellos descubrimientos. Tampoco el sultán de «Las mil una noches», que perseguía una materia tan sutil que, una a una, sus hermosas cautivas, al alba, se extinguían en sus brazos, tras perder, apenas acariciadas, el oro de sus alas. Nos hemos alimentado con la magia de las arenas; otros, tal vez, perforarán sus pozos de petróleo y se enriquecerán con su comercio. Pero habrán llegado demasiado tarde. Pues los palmares prohibidos, el polvo virgen de las conchas, nos han entregado a nosotros su parte más preciosa: sólo ofrecían una hora de fervor y somos nosotros quienes las hemos vivido.

¿El desierto? Un día se me concedió abordarlo con el corazón. En el transcurso de un raid a Indochina, en 1935, me encontré en Egipto, en los confines de Libia, atrapado en las arenas como si fueran liga, y pensé que iba a morir. Ésta es la historia.