6
—Escóndeme en un avión de Marrakech…
Todas las noches, en Juby, aquel esclavo de los moros me elevaba su breve súplica y después, hecho ya todo lo posible para vivir, se sentaba cruzando las piernas y me preparaba el té. Se había confiado al único médico que, a su parecer, podía curarlo, le había rogado al único dios que podía salvarlo. Así, permanecía tranquilo durante un día, rumiando sobre el hervidor las sencillas imágenes de su vida, las tierras negras de Marrakech, sus casas de color rosa, los elementales bienes de los que había sido desposeído. No me guardaba rencor por mi silencio, ni por mi retraso en darle la vida: yo no era un hombre como él, yo era una fuerza que había que poner en movimiento, algo así como un viento favorable, que algún día se levantaría sobre su destino.
Sin embargo, simple piloto, jefe de aeropuerto por unos meses, yo disponía de una barraca adosada al fuerte español. Allí, con una palangana, una jarra de agua salada y una cama demasiado corta como único patrimonio, me hacía menos ilusiones acerca de mi poder: —Viejo Bark, ya veremos…
Todos los esclavos se llaman Bark, así que él se llamaba Bark. A pesar de cuatro años de cautiverio, todavía no se había resignado: recordaba que él había sido rey.
—¿Qué hacías en Marrakech, Bark?
En Marrakech, donde sin duda todavía vivían su mujer y sus tres hijos, había ejercido un magnífico oficio:
—Era conductor de rebaños ¡y me llamaba Mohammed!
Allí los caídes le convocaban: «Tengo bueyes para vender, Mohammed; vete a buscarlos a la montaña».
O bien:
«Tengo mil corderos en el llano; llévalos más arriba, a los pastos».
Y Bark, armado con un cetro de olivo, gobernaba su éxodo. Único responsable de un pueblo de ovejas, reteniendo a las más ágiles, por los corderillos que tenían que nacer, y sacudiendo un poco a las perezosas, marchaba apoyado en la confianza y en la obediencia de todos. Era el único que conocía las tierras prometidas hacia las que subían, el único que sabía leer el camino en los astros, que poseía un saber que las ovejas no comparten. Era el único que, en su sabiduría, decidía la hora del descanso, la hora d e las fuentes. Y, al llegar la noche, en pie velando el rebaño, enternecido frente a aquella debilidad ignorante, bañado en lana hasta las rodillas, Bark, médico, profeta y rey, rogaba por su pueblo.
Un día le abordaron unos árabes:
—Ven con nosotros a buscar unos animales al Sur.
Le hicieron caminar durante mucho tiempo y cuando, tres días más tarde, después de adentrarse en una cañada en los confines de territorio rebelde, le pusieron simplemente la mano en el hombre, lo bautizaron con el nombre de Bark y lo vendieron.
Yo conocía a otros esclavos. Todos los días iba a beber el té a las tiendas. Tumbado allí, con los pies descalzos sobre la alfombra de lana virgen, lujo del nómada sobre el que él funda su morada durante unas horas, yo saboreaba el viaje del día. En el desierto, un siente el transcurso del tiempo. Se camina, bajo el ardor del sol, hacia la noche, hacia el viento fresco que bañará los miembros y lavará todo el sudor. Bajo el ardor del sol, animales y hombres, con la misma certeza con la que se camina hacia la muerte, avanzan hacia ese gran abrevadero. Así que la ociosidad nunca es vana. Y toda la jornada parece bella, como esos caminos que van al mar.
Yo conocía a aquellos esclavos. Entran en la tienda cuando el jefe ha sacado de su caja de tesoros el hornillo, el hervidor y los vasos; de esa caja repleta de objetos absurdos, de candados sin llaves, de floreros sin flores, de espejos de cuatro chavos, de viejas armas, y que, vistos así, perdidos en la arena, recuerdan los restos de un naufragio.
Entonces, el esclavo, mudo, carga el hornillo con ramitas secas, sopla sobre la brasa, llena el hervidor y mueve, para unas tareas de niña pequeña, unos músculos capaces de arrancar de cuajo un cedro. Está sosegado. El juego lo ha cautivado: hacer el té, cuidar de los dromedarios, comer.
Bajo el ardor del sol, caminar hacia la noche y, bajo el hielo de las estrellas desnudas, desear el calor del día. Bienaventurados los países del Norte, cuyas estaciones componen, en verano, una leyenda de nieve y, en invierno, una leyenda de sol; desgraciados los trópicos donde, en su ambiente de baño turco, nada cambia demasiado; pero bienaventurado también este Sáhara, en el que el día y la noche balancean a los hombres de una a otra esperanza con tanta naturalidad.
Algunas veces el esclavo negro, en cuclillas frente a la puerta, saborea el viento de la noche. En ese torpe cuerpo cautivo ya no hay recuerdos. Apenas se acuerda de la hora del rapto, de aquellos golpes, aquellos gritos, aquellos brazos de hombre que lo arrojaron a su noche actual. Desde aquel momento, privado, como un ciego, de sus mansos ríos del Senegal o de sus ciudades blancas del Sur de Marruecos, privado, como un sordo, de las voces familiares, se ha sumergido en un sueño extraño. Este negro no se siente desgraciado, se siente enfermo. Caído, un día, en el ciclo vital de los nómadas, ligado a sus migraciones, atado de por vida a los orbes que describen en el desierto ¿qué puede ya tener en común con un pasado, con una mujer y unos niños que, para él, están tan muertos como cadáveres?
Son hombres que, después de vivir durante mucho tiempo un gran amor y tras ser privados de él después, se cansan algunas veces de su nobleza solitaria. Se acercan humildemente a la vida y, con un amor mediocre, construyen su felicidad. Les ha parecido cómodo abdicar, convertirse en siervos y participar de la paz de las cosas. El orgullo de esclavo es la brasa de su señor.
—Toma, coge. —Dice algunas veces el amo al cautivo.
Es la hora en la que el señor es bueno con el esclavo porque todas las fatigas, todas las quemaduras, han remitido; porque, codo con codo, ha entrado el frescor. Y le concede un vaso de té. Y el cautivo, rebosante de gratitud, besaría, por ese vaso de té, las rodillas de su señor. El esclavo nunca está encadenado. ¡Qué poco lo necesita! ¡Qué fiel es! ¡Cómo prudentemente reniega en su fuero interno del rey negro desposeído!: ya sólo es un cautivo feliz.
Sin embargo, un día lo libertarán. Cuando sea demasiado viejo para valer su comida o su ropa, le concederán una libertad desmesurada. Durante tres días se ofrecerá, en vano, de tienda en tienda, cada día más débil, y, al final del tercero, prudente como siempre, se tumbará en la arena. Los he visto así, en Juby, muriendo desnudos. Los moros convivían con su larga agonía, pero sin crueldad. Los niños de los moros jugaban cerca del sombrío deshecho y, al alba de cada día, como un juego, corrían a ver si todavía se movía, pero sin reírse del viejo sirviente. Todo eso se hacía con naturalidad. Era como si le dijeran: «Has trabajado bien, te has ganado el sueño, vete a dormir». Él seguía tumbado, padeciendo el vértigo del hambre, pero sin sufrir por la injusticia, que es lo único que atormenta. Poco a poco, se mezclaba con la tierra. Reseco por el sol y recibido por la tierra. Treinta años de trabajo y, luego, ese derecho al sueño y a la tierra.
No oí gemir al primero con el que me encontré: ahora bien, no tenía a quien gemir. Intuí que en él había una especie de lóbrego consentimiento, como el del montañero perdido que, al límite de sus fuerzas, se tumba, se arrebuja en sus sueños y se cubre de nieve. O que me atormentó no fue su sufrimiento, apenas creía en él, sino el hecho de que en la muere de un hombre muere un mundo desconocido; me preguntaba cómo serían las imágenes que en su interior se iban hundiendo; que plantaciones del Senegal, qué ciudades blancas del Sur de Marruecos se sumía, poco a poco, en el olvido. No podía saber si, en aquella mole negra, sólo se pagaban preocupaciones miserables: el té que hay que preparar, los animales que hay que llevar al pozo…, si sólo era su alma de esclavo la que se dormía, o si, resucitado por una escalada de recuerdos, el hombre moría con toda su grandeza. Lo duros huesos de su cabeza se me asemejaban a la vieja caja de los tesoros; no podía saber qué sedas de colores, qué imágenes de fiestas, qué vestigios, tan fuera de lugar aquí, tan inútiles en el desierto, se habían salvado del naufragio. Ahí estaba la caja, pero cerrada, y pesada. No podía saber qué parte del mundo, durante el gigantesco sueño de los últimos días, se deshacía en el hombre, en esa conciencia y en esa carne que, poco a poco, volvían a ser noche y raíz.
—Era conductor de rebaños y me llamaba Mohammed…
De todos los que conocí, Bark, cautivo negro, era el primero que se había resistido. Lo de menos era que los moros hubieran violado su libertad, que, en un solo día, le hubieran dejado en la tierra más desnudo que un recién nacido. También hay tempestades de Dios que, en una hora, arrasan las cosechas de un hombre. Pero, mientras que tantos otros cautivos hubieran dejado morir en ellas al pobre conductor de animales, Bark, ¡qué tenía que afanarse durante todo el año para poderse ganar la vida!, no quería abdicar.
Bark no se instalaba en la servidumbre como, cansada de esperar, se instala la gente en un mediocre bienestar. No quería alegrarse como un esclavo de la bondad del dueño de los esclavos.
Él conservaba dentro del Mohammed ausente la casa que ese Mohammed había abitado dentro de su pecho. Esa casa, triste por vacía, pero que nadie más iba a habitar. Bark se parecía al guarda encanecido que, por fidelidad, muere entre las hierbas de las alamedas y la soledad d e la noche.
No decía: «Soy Mohammed ben Lhaoussine», sino: «Me llamo Mohammed», soñando con el día en el que ese personaje resucitaría, deshaciéndose, con esa resurrección, de su apariencia de esclavo. Algunas veces, en el silencio de la noche, se le restituían todos los recuerdos, con la plenitud de una canción de a infancia. «Durante la noche —nos contaba nuestro intérprete moro— ha hablado de Marrakech y ha llorado». En soledad, nadie se libra de semejantes retornos. Sin ninguna advertencia, el otro despertaba en él, extendía sus propios miembros, buscaba a la mujer a su lado, en aquel desierto en el que nuca ninguna mujer se acercó a Bark. Bark oía el canto del agua de las fuentes, allí donde nunca ninguna fuente brotó. Y Bark, con los ojos cerrados, creía habitar una casa blanca, situada, cada noche, bajo a misma estrella, allí donde los hombres habitan casas de buriel y persiguen al viento. Venía verme, cargado con sus antiguos cariños, vivificados misteriosamente, como si su polo magnético estuviera cercano. Quería decirme que estaba preparado, que toda su ternura estaba preparada y que, para entregarla, sólo tenía que volver a casa; que sólo bastaba con mi señal. Entonces sonreía, me enseñaba el truco, en el que seguro que yo no había pensado:
—Mañana toca correo… Tú me escondes en el avión hacia Agadir…
—¡Pobre viejo Bark!
¿Cómo podíamos ayudarle a huir, si estábamos en territorio rebelde? Al día siguiente, los moros, sabes Dios con qué matanza, hubieran vengado el robo y la injuria. Muchas veces yo había intentado comprarlo, ayudado por los mecánicos de la escala, Laubergue, Marchal, Abgrall; pero los moros no ven todos los días a europeos buscan a un esclavo, y se aprovechan.
—Son veinte mil francos.
—¿Nos tomas el pelo?
—Mira qué brazos tan fuertes tiene…
Y así transcurrieron meses.
Por fin se rebajaron las pretensiones de los moros y, ayudado por amigos franceses a los que había escrito, estuve en condiciones de comprar al viejo Bark.
Fueron unas deliberaciones hermosas. Duraron ocho días. Nos los pasamos, quince oros y yo, sentados en círculo en la arena. Un amigo del propietario, amigo mío también, Zin Ould Rhattari, un bandido, me ayudaba en secreto.
—Véndelo, de todas formas vas a perderlo. —Le decía siguiendo mis consejos—. Está enfermo.
Todavía no se ve, pero el mal va por dentro; de repente llega un día en que se hinchan. Véndelo deprisa a francés.
También había prometido una comisión a otro bandido Raggi, si me ayudaba a cerrar el trato. Y Raggi tentaba al propietario:
—Con el dinero podrás comprar camellos, fusiles y balas. Podrás salir de rezzou y guerrear contra los franceses, y traerte de Atar tres o cuatro esclavos nuevos. Deshazte de este viejo.
Y me vendieron a Bark. Le encerré bajo llave en nuestra barraca durante seis días, pues si antes del paso del avión hubiera andado deambulando, los moros lo hubieran vuelto a coger y a vender más lejos.
Pero yo lo liberé de su condición de esclavo. Fue una bella ceremonia. Vinieron el morabito, el antiguo propietario e Ibrahim, el caíd de Juby. Esos tres piratas que, a veinte metros del fuerte, con mucho gusto le hubieran cortado la cabeza sólo por el placer de hacerme una jugarreta, le abrazaron efusivamente y firmaron una escritura oficial.
—Ahora eres nuestro hijo.
También, según la ley, era el mío.
Y Bark besó a todos sus padres.
Vivió un dulce cautiverio en nuestra barraca hasta el día de su marcha. Veinte veces al día pedía que le contaran el corto viaje: bajaría del avión de Agadir y, en esa escala, le sacarían un billete de autocar hasta Marrakech. Bark jugaba a ser hombre libre, como un niño juega a ser explorador; el camino haca la vida, el autocar, las gentes, las ciudades que iba a volver a ver…
Laubergue vino a verme en nombre de Marchal y de Abgrall; Bark no tenía que morirse de hambre al bajar del avión; me traían mil francos para él; de esta forma podría buscar trabajo.
Me acordé de las viejas señoras que hacen obras de misericordia que son caritativas, que dan veinte francos y exigen gratitud. Laubergue, Marchal, Abgrall, mecánicos de aviones, daban mil, no hacían ninguna obra de misericordia y, mucho menos, exigían gratitud. Tampoco obraban por piedad, como esas mismas viejas señoras que sueñan con la felicidad. Simplemente, contribuían a devolverle a un hombre su dignidad de hombre. Demasiado bien sabían, lo mismo que yo que, pasada la embriaguez del regreso, sería la miseria la primera amiga fiel con la que Bark se encontraría que, antes de tres meses, en algún lugar del ferrocarril, estaría derrengándose, arrancando traviesas. Sería menos feliz que con nosotros en el desierto. Pero tenía derecho a ser él mismo, entre los suyos.
Vamos, viejo Bark, vete y sé un hombre.
El avión vibraba, a punto de partir. Bark se asomaba por última vez a la inmensa desolación de Cabo Juby. Delante del avión, doscientos moros se habían agrupado para poder ver bien qué cara pone un esclavo a las puertas de la vida. Ya lo recuperarían un poco más lejos en caso de avería.
Y nosotros decíamos adiós a nuestro recién nacido de cincuenta años, un poco turbados al permitir que se aventurara por el mundo.
—Adiós, Bark.
—No.
—¿Cómo que no?
—No. Yo soy Mohammed ben Lhaoussine.
La última vez que tuvimos noticias suyas fue a través del árabe Abdallah, el que, por encargo nuestro atendió a Bark en Agadir.
El autocar sólo salía por la noche, por o que Bark dispuso de toda una jornada. Vagabundeó durante tanto tiempo, sin decir palabra, por la pequeña ciudad, que Abdallah, dándose cuenta de que algo le inquietaba, se interesó:
—¿Qué pasa?
—Nada…
Bark, demasiado a sus anchas en aquellas vacaciones repentinas, no era consciente todavía de su resurrección. Claro que sentía una dicha apagada pero, fuera de eso, no había apenas diferencia entre el Bark de ayer y el Bark de hoy. Sin embargo, desde ahora, compartía el sol con os otros hombres, en condiciones de igualdad, y el derecho a sentarse aquí, bajo el toldo de este café árabe. Se sentó. Pidió té para Abdallah y par él. Era su primer gesto de señor; el poder tendría que haberlo transfigurado. Pero el camarero le sirvió té sin sorprenderse, como si el gesto fuera normal. No se daba cuenta de que, al servir aquel té, estaba glorificando a un hombre libre.
—Vamos a otro sitio. —Dijo Bark.
Subieron a la Kabbah desde la que se domina Agadir. Las menudas bailarinas berberiscas se les aproximaron. Irradiaban tanta ternura atesorada que Bark creyó que iba a revivir: ellas eran quienes, sin saberlo, le acogerían en la vida. Cogiéndole de la mano le ofrecieron té con gentileza, como se lo hubieran ofrecido a cualquier otro. Bark quiso contarles su resurrección y ellas rieron con dulzura se alegraban por él, puesto que él estaba contento. Para deslumbrarlas, añadió: «Yo soy Mohammed ben Lhaoussine». Pero eso apenas las sorprendió. Todos los hombres tienen un nombre y, algunos, llegan de tan lejos…
Se llevó de nuevo a Abdallah a la ciudad. Rondó los tenderetes judíos, miró el mar, pensó que podía marcharse donde y cuando quisiera, que era libre… pero esa libertad le pareció amarga: le descubría, sobre todo, hasta que punto carecía de vínculos con el mundo.
Entonces, al pasar un niño, Bark le acarició la mejilla con ternura. El niño sonrió. No era un hijo de señor, al que se adula; era un niño frágil a quien Bark regalaba una caricia; y que sonreía. Y aquel niño despertó a Bark, y él se descubrió a sí mismo un poco más importante en la tierra, gracias a un frágil niño que le había sonreído. Comenzó a intuir algo y, entonces, echó a andar con grandes zancadas.
—¿Qué buscas? —Inquirió Abdallah.
—Nada —respondió Bark.
Pero cuando al doblar la esquina, dio con un grupo de niños que estaban jugando, se paró. Era aquí. Los contempló en silencio. Después se alejó hacia los tenderetes judíos y regresó cargado de regalos. Abdallah se enfadó:
—¡Imbécil! ¡Guárdate el dinero!
Pero Bark ya no escuchaba. Gravemente, fue llamándoles uno a uno. Y las manitas se tendieron hacia los juguetes, hacia las pulseras, hacia las babuchas ribeteadas en oro. Y cada niño, cuando ya poseía su tesoro, huía indómito.
Al enterarse, otros niños de Agadir corrieron hacia él: Bark les calzó babuchas de oro. Y, en los alrededores de Agadir, otros niños, a quienes, a su vez, también había llegado el rumor, se pusieron en marcha y fueron gritando a ver al Dios negro. Aferrados a sus viejas ropas de esclavo, reclamaban su parte. Bark se estaba arruinando.
Abdallah pensó que estaba loco de alegría, pero yo creo que para Bark no se trataba de compartir un exceso de alegría.
Él, puesto que era libre, poseía los bienes esenciales, el derecho de hacerse querer, de ir al Norte o al Sur y de ganarse la vida con su trabajo. Para qué aquel dinero… Lo que sentía, como se siente un hambre atroz, era la necesidad de ser un hombre entre los hombres, ligado a los hombres. Las bailarinas de Agadir habían sido cariñosas con el viejo Bark, pero él las había dejado sin esfuerzo, lo mismo que las había encontrado; ellas no lo necesitaban. El camarero del puesto árabe, los transeúntes de las calles, todos respetaban en él al hombre libre, compartían su sol con él, en condiciones de igualdad; pero tampoco ninguno había demostrado que tuviera necesidad de él. Era libre, infinitamente, hasta el punto de no sentir ya su peso sobre la tierra. Le faltaba ese peso de las relaciones humanas que dificulta el camino, esas lágrimas, esas despedidas, esos reproches, esas alegrías, todo lo que un hombre acaricia o desgaja cada vez que esboza un gesto, esos mil vínculos que le atan a los demás y le hacen ganar peso. Pero, sobre Bark ya planeaban mil esperanzas…
El reino de Bark empezaba en el encanto de la puesta de sol de Agadir, en el frescor que durante tanto tiempo había sido la única satisfacción que podía esperar, el único refugio. Y, a medida que se acercaba la horas de marcharse, Bark iba avanzando, bañado por la marea de niños, como de ovejas en otro tiempo, trazando su primer surco en el mundo. Mañana volvería a la miseria de los suyos, será responsable de más vidas de las que, tal vez, sus viejos brazos sabrían alimentar, pero, aquí, ya había alcanzado su auténtico peso. Como un arcángel demasiado etéreo para vivir una vida de hombres, pero que hubiera hecho trampa y se hubiera cosido plomos a la cintura, Bark caminaba con dificultad, arrastrado hacia la tierra por mil niños que necesitaban imperiosamente unas babuchas de oro.