5
Hoy, en Juby, Kemal y su hermano Mouyane me han invitado. Estoy bebiendo té en su tienda.
Mouyane me mira en silencio y, con el velo azul cubriéndole los labios, guarda una arisca reserva. Sólo Kemal me habla y me hace los honores.
—Mi tienda, mis camellos, mis mujeres, mis esclavos, son tuyos.
Mouyane, sin quitarme en ningún momento los ojos de encima, se inclina hacia su hermano, pronuncia algunas palabras y después vuelve a guardar silencio.
—¿Qué dice?
—Dice: «Bonnafus ha robado mil camellos a los R’Gueïbat…».
Yo no conozco a ese capitán Bonnafus, oficial meharista de los pelotones de Atar, pero, por los moros, sé de su impresionante leyenda. Hablan de él con cólera, pero como de un dios. Su presencia da valor a la arena. Hoy mismo, nadie se explica cómo, ha surgido en la retaguardia de los rezzous que se dirigían al Sur, robándoles los camellos por centenas y obligándoles, para salvar los tesoros que ellos creían seguros, a revolverse contra él. Y ahora, después de salvar Atar con esta aparición de arcángel, tras levantar su campamento en una elevada meseta calcárea, permanece allí, en pie, como una preciosa prenda, y su resplandor es tan grande que obliga a las tribus a ponerse en camino hacia su espada.
Mouyane me mira con más dureza y vuelve a hablar.
—¿Qué dice?
—Dice: «Mañana saldremos de avanzada contra Bonnafus. Trescientos fusiles».
Yo ya me había imaginado algo. Esos camellos que, desde hace tres días, están llevando a pozos, esas deliberaciones, ese fervor. E da la impresión de que están aparejando un velero invisible y de que ya sopla el viento del mar que se o llevará. Gracias a Bonnafous cada paso hacia el Sur se convierte en un paso rico en gloria. Y yo ya no sé distinguir qué parte de odio o de amor hay en esas marchas.
Tener en el mundo tan excelente enemigo que asesinar es un lujo. Ahí donde surge, las tribus cercanas pliegan sus tiendas, recogen sus camellos y huyen, pero las tribus más lejanas se sienten atrapadas por el mismo vértigo que en el amor. Se desprenden de la paz de las tiendas, de los abrazos de las mujeres, del sueño feliz; después de dos meses de agotadora marcha hacia el Sur, de ardiente sed, de acechos en cuclillas bajo los vientos de arena, descubren que no hay nada en el mundo que valga tanto la pena como caer por sorpresa, al alba, sobre el pelotón móvil de Atar y allí, si Dios lo permite, asesinar al capitán Bonnafous.
—Bonnafous es fuerte. —Me confiesa Kemal.
Ahora conozco su secreto. Como esos hombres que desean a una mujer y en cuyos sueños ella se pasea con aire de indiferencia, que dan vueltas en la cama, heridos, abrasados por esos andares con que ella sigue paseando por su sueño, a ellos los lejanos andares de Bonnafous les atormentan. Al atraer los rezzous contra él, este cristiano vestido de moro, al frente de sus doscientos piratas moros, ha penetrado en territorio rebelde, allí donde hasta el último de sus propios hombres, liberados de las obligaciones francesas, podría despertarse de su servidumbre y, con toda impunidad, sacrificarlo a su Dios en los altares de piedra, allí donde sólo su prestigio los retiene, donde incluso su debilidad les espanta. Esta noche él ronda en su ronco sueño, y el sonido de sus pasos llega hasta el corazón del desierto.
Mouyane medita; sigue inmóvil al fondo de la tienda, como u bajorrelieve de granito azul. Sólo brillan sus ojos y ese puñal de plata que ya no es un juguete. ¡Cómo ha cambiado desde que se ha incorporado al rezzou! Experimenta, como nunca lo había hecho, su propia nobleza y me aplasta con su desprecio; va a subir hacia Bonnafous, se marchará al alba, empujado por un odio que tiene visos de amor.
Una vez más se inclina hacia su hermano, habla muy bajo y me mira.
—¿Qué dice?
—Dice que te disparará si te encuentra lejos del fuerte.
—¿Por qué?
—Dice: «Posees aviones y radio; posees a Bonnafous, pero tú no posees la verdad».
Mouyanne, al igual que una estatua, envuelto en los pliegues de sus velos azules, me está juzgando.
—Dice: «Comes ensalada como las cabras y cerdo como los cerdos. Tus mujeres enseñan el rostro sin pudor: él las ha visto. Nunca rezas». Dice: «¿De qué te sirven los aviones, la radio, los Bonnafous si no posees la verdad?».
Admiro a este moro que no defiende su libertad porque en el desierto siempre se es libre; que no defiende tesoros visibles, porque en el desierto está desnudo, que defiende un reino secreto. En el silencio de las olas de arena, Bonnafous conduce a su pelotón como un viejo corsario y, gracias a él, el campamento de Cabo Juby ya no es un hogar de pastores ociosos. La tempestad de Bonnafous golpea su flanco y, por esa razón, se cierran bien las tiendas por la noche. ¡Qué angustioso es el silencio del Sur! ¡es el silencio de Bonnafous! Y Mouyanne, viejo cazador, lo escucha caminar en el viento.
Cuando Bonnafous vuelva a Francia, sus enemigos, en vez de alegrarse, lo llorarán como si marcha hubiera privado al desierto de uno de sus polos, de un poco de prestigio a su existencia.
Y ellos me dirán:
—¿Por qué se va tu Bennafous?
—No lo sé…
Se ha jugado la vida contra la de ellos durante años. Ha hecho suyas las reglas de ellos. Ha dormido con la cabeza apoyada en sus piedras. Durante las persecuciones interminables ha conocido, como ellos noches de Biblia, hechas de estrellas y viento. Y ahora, al irse, demuestra que o jugaba un juego esencial. Abandona la mesa con desenvoltura, y los moros, a los que deja jugando solos, dejan de confiar en un sentido de la vida que ya no compromete a los hombres hasta la médula. A pesar de todo, quieren seguir creyendo en él.
—Tu Bonnafous volverá.
—No lo sé.
Volverá, piensan los moros. Los juegos de Europa ya no podrán satisfacerle, ni los Bridges de guarnición, ni el ascenso, ni las mujeres. Volverá anhelando la nobleza perdida; volverá aquí, donde cada paso hace latir el corazón como un paso hacia el amor. Había pensado que aquí sólo vivía una aventura, que lo esencial lo encontraría allí, pero, con desagrado, descubrirá que es aquí, en el desierto, donde ha poseído las únicas riquezas verdaderas: ese prestigio de la arena, la noche, ese silencio, esa patria de viento y estrellas. Y si Bonnafous regresa algún día, la noticia se difundirá por todo el territorio rebelde desde la primera noche. En cualquier lugar del Sáhara, los moros sabrán que él está durmiendo entre sus doscientos piratas. Entonces, en silencio, conducirán los dromedarios al pozo. Preparará las provisiones de cebada. Verificarán los cerrojos de los fusiles. Llevados por ese odio, o por ese amor.