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Ya desde mi primer viaje descubrí el sabor del desierto. Riguelle, Guillaumet y yo habíamos tenido una avería cerca del fortín Nouakchott. Este pequeño emplazamiento de Mauritania estaba entonces tan aislado de cualquier ser viviente como un islote perdido en el mar. Un viejo sargento vivía allí, encerrado con sus quince senegaleses. Nos recibió como a enviados del cielo: - ¡Ah! No saben lo que significa para mí poder hablar con ustedes… ¡Para mí es muy importante!
Significaba mucho para él; estaba llorando.
—Son ustedes los primeros desde hace seis meses. Me abastecen cada seis meses. A veces viene el teniente, a veces el capitán. La última vez fue el capitán…
Nosotros todavía estábamos atontados. A dos horas de Dakar, donde nos están preparando el almuerzo, saltan las bielas y nuestro destino cambia. Ahora representamos el papel de una aparición celestial frente a un viejo sargento que llora.
—¡Beban! Para mí es un honor poder ofrecerles vino. ¡Miren! Cuando pasó el capitán ya no me quedaba ni para él.
He narrado esta escena en un libro, pero no era una escena novelesca. El hombre nos dijo: - La última vez ni siquiera pude brindar. Me dio tanta vergüenza que pedí el relevo.
¡Brindar! ¡Beber un buen vaso con el otro, que acaba de saltar del dromedario chorreando sudor!
Durante seis meses había vivido esperando ese momento. Hacía un mes que se lustraban las armas, que se adecentaba el puesto, del sótano al desván, y ya, desde hacía unos días, sintiendo la cercanía del día señalado, desde lo alto e la terraza oteaban el horizonte, incansablemente, para descubrir el polvo en el que envolverá, cuando aparezca, el pelotón móvil de Atar…
Pero falta el vino: no se puede celebrar la fiesta. No se puede brindar. Uno se siente deshonrado…
—Tengo prisa por que vuelva. Le espero…
—¿Dónde está sargento?
Y el sargento, señalando las arenas:
—No se sabe, ¡ese capitán está en todas partes!
También fue real la noche pasada en la terraza del fortín, hablando de las estrellas. No había otra cosa que vigilar. Estaban allí al completo, como en el avió, pero estables.
En el avión, cuando la noche es demasiado bella, te dejas llevar, casi no pilotas, y, poco a poco, el aparato se inclina a la izquierda. Crees que vuelas horizontal cuando bajo el ala derecha descubres un pueblo. En el desierto no hay pueblos. Otras ves, lo que descubres es una flota pesquera en el mar. Pero, en el mar del Sáhara no hay flotas de pesca. En esos casos te ríes de tu descuido y, suavemente, enderezas el avión. El pueblo vuelve a su sitio, se vuelve a colgar en la panoplia la constelación que se ha dejado caer. ¿Un pueblo? Sí, un pueblo de estrellas. Sin embargo, desde lo alto del fortín, solo se ve un desierto que parece helado, inmóviles olas de arena, constelaciones perfectamente ordenadas, y el sargento nos habla de ella: -¡Miren! Mis rutas me las sé muy bien… Rumbo a esa estrella, ¡directos a Túnez!
—¿Eres de Túnez?
—No. Mi prima.
El silencio se prolonga. Sin embargo, el sargento no se atreve a escondernos nada.
—Un día yo iré a Túnez.
Claro que sí, peor no siguiendo esa estrella, a menos que, en una expedición, un pozo seco lo entregue a la poesía del delirio, en cuyo caso la estrella, su prima y Túnez se confundirán y, entonces, alucinado emprenderá ese camino que los profanos creen doloroso.
—Una vez le pedí al capitán un permiso para ir a Túnez, a ver a mi prima. Y me contestó…
—¿Qué te respondió?
—Me dijo: «El mundo está lleno de primas», y, como quedaba más cerca, me mandó a Dakar.
—¿Era guapa, tu prima?
—¿La de Túnez? Claro, era rubia.
—No, la de Dakar.
Sargento, al oír tu respuesta un poco despechada y melancólica, te habríamos dado un beso.
—Es negra…
¿Qué era el Sáhara para ti, sargento? Era un dios caminando siempre hacia ti. Era, también, la dulzura de una prima rubia detrás de cinco mil kilómetros de arena.
¿Qué era el desierto para nosotros? Era lo u nacía en nuestro interior, lo que aprendíamos sobre nosotros mismos. Aquella noche también nosotros estuvimos enamorados de una prima y de un capitán…