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Pero lo auténticamente maravillosos era que allí, erguida sobre la redonda espalda del planeta, entre el lienzo magnético y las estrellas, había una conciencia de hombre en la que aquella lluvia podía reflejarse como en un espejo. Un sueño sobre un fondo de conchas es un milagro.
Recuerdo ahora otro sueño…
Estaba esperando la llegada del alba, perdido, una vez más, en una región de espesa arena.
Colinas de oro ofrecían su luminosa ladera a la luna, mientras lienzos de sombra se alargaban hasta los linderos de la luz. En aquella cantera desierta, de luna y sombra, reinaba una paz de trabajo interrumpido, pero también un silencio de emboscada en cuyo corazón yo me dormí.
Cuando desperté sólo vi la laguna del cielo nocturno, pues estaba tumbado sobre una cresta, con los brazos en cruz, frente a aquel vivero de estrellas. Como todavía no había comprendido aquella profundidad, sentí vértigo, sentí que, desligado, arrojado en un descenso semejante al del buceador, necesitaba una raíz a la que agarrarme, un techo, una rama de árbol que se interpusiera entre la profundidad y yo.
Pero no me caí. Me sentí clavado a la tierra, de la cabeza a los pies, y, cuando le entregué mi peso, una cierta sensación de paz se apoderó de mí. Como el amor, la gravedad se me antojó soberana.
Notaba que la tierra apuntalaba mis riñones, que me sostenía, que me levantaba, que me transportaba a través del espacio nocturno. Me descubrí pegado al astro por una fuerza semejante a la que, en las curvas, empuja contra los lados del coche, y saboreé aquel apoyo admirable, aquella solidez, aquella seguridad, adivinando bajo mi cuerpo la curva de la cubierta de mi navío.
La conciencia de ser transportado era tan clara que no me hubiera sorprendido oír elevarse, desde las entrañas de la tierra, la queja de la materia que se fuerza y se reajusta, el gemido de los viejos veleros en busca de su morada, el largo y áspero grito de las gabarras contrariadas. Pero en el espesor de las tierras reinaba el silencio. Me daba cuenta de que el peso sobre mis hombros era armonioso, uniforme, el mismo de toda la eternidad, de que yo habitaba aquella patria como los condenados a galeras que han muerto y que, lastrados con plomo, habitan el fondo del mar.
Y medité sobre mi condición, perdido en el desierto y amenazado, desnudo entre la arena y las estrellas, alejado de los polos de mi vida por demasiado silencio. Sabía que, si ningún avión me encontraba, necesitaría días, semanas, meses, para hallarlos, en el caso de que los moros no me mataran al día siguiente. Allí yo ya no poseía nada, sólo era un mortal, perdido entre la arena y las estrellas, al que sólo le quedaba el consuelo de respirar.
Y, sin embargo, me descubrí repleto de sueños.
Llegaron sin ruido, como agua de fuente y, en un primer momento, no fui consciente de la dulzura que me inundaba. No hubo voces ni imágenes, sino el sentimiento de una presencia, de una amistad muy próxima que ya comenzaba a adivinar. Después lo comprendí y me dejé llevar, con los ojos cerrados, por el embrujo de mi memoria.
En algún lugar existía un parque repleto de abetos negros y de tilos, así como una vieja y querida casa. No importaba que estuviera lejos o cerca, que, reducida a simple sueño, no pudiera darme calor, ni protegerme: bastaba con que existiera para que su presencia llenara mi noche. Yo ya no era un cuerpo varado en una playa, yo ya me orientaba. Era hijo de aquella casa y me sentía colmado por el recuerdo de sus olores, repleto del frescor de sus vestíbulos, de las voces que la animaban. Podía incluso oír el croar de las ranas en el estanque. Yo necesitaba de esos mil puntos de referencia para encontrarme conmigo mismo, para descubrir las ausencias que daban sabor a aquel desierto, para encontrarle un sentido a aquel silencio hecho de mil silencios, en el que incluso las ranas callaban.
No, ya no vivía entre la arena y las estrellas. De aquel decorado sólo recibía un mensaje frío e, incluso, me daba cuenta del origen del sabor a eternidad que había creído recibir de él. Volvía a ver los solemnes armarios de la casa, mostrando, entreabiertos, montones de sábanas blancas como la nieve; mostrando, entreabiertos, provisiones heladas de nieve. La vieja ama de llaves se apresuraba como un ratón de uno a otro, siempre revisando, desplegando, volviendo a doblar, contando la ropa blanca, exclamando: «Dios mío, ¡qué desastre!», corriendo, a la menor señal de deterioro que pusiera en peligro la eternidad de la casa, a quemarse la vista bajo una lámpara para zurcir la trama de los tapetes de altar, para remendar aquellas velas de barco de tres palos, para servir a no se qué cosa mayor que ella, a un Dios o a un navío.
¡Claro qué te debo una página! Cuando volvía de mis primeros viajes, Señorita, te encontraba con la aguja en la mano, sepultada entre sobrepellices blancas hasta las rodillas, un poco más arrugada cada año, un poco más pálida, preparando siempre con tus manos aquellas sábanas sin arrugas para nuestros sueños, aquellos manteles sin costuras para nuestras cenas, acontecimientos de cristalería y de luz. Te visitaba en tu lavandería y me sentaba frente a ti. Te contaba los casos en los que había estado en peligro de muerte para que te emocionaras, para abrirte los ojos al mundo, para corromperte. Me decías que yo no había cambiado, que ya de niño me hacía agujeros en la camisa —¡qué chico!—, que me despellejaba las rodillas y luego, como esta noche, volvía a casa para que me curaras. ¡Ahora no, Señorita, esta vez no!, esta vez no venía del parque, sino del otro lado del mundo, y conmigo traía el acre olor de la soledad, los torbellinos de los vientos de arena, el resplandor de las lunas del trópico. Claro, me decías, los chicos corren, se rompen los huesos y se creen que son muy fuertes. ¡Le digo que no, Señorita, que este vez he visto lo que hay más allá del parque! Si supieras lo poquita cosa que son estas enramadas, lo lejos que uno las siente cuando se encuentra entre las arenas, las losas de granito, las selvas vírgenes, las marismas de tierra. ¿Sabes, al menos, que existen territorios donde los hombres, en cuanto nos ven, nos encañonan con el rifle? ¿Sabes, Señorita, que hay desiertos donde, durante la noche, con un frío glacial, dormimos sin techo, sin cama, sin sábanas…?
¡Pillastre!, me llamabas.
Yo no conseguía hacer mella en su fe más de lo que hubiera logrado con la fe de una monja. Y su destino humilde, que la volvía ciega y sorda, me apenaba…
Sin embargo, aquella noche, desnudo entre la arena y las estrellas le hice justicia.
No sé lo que me ocurre. Esta gravedad me ata al suelo, a pesar de la fuerza magnética de tantas estrellas. Otra gravedad me atrae hacia mí mismo. ¡Siento que mi peso me arrastra hacia tantas cosas! Mis sueños son más reales que estas dunas, que esta luna, que estas presencias. ¡Ah!, lo maravilloso de una casa no estriba en que nos abrigue o en que nos proporcione calor, ni en poseer sus paredes, sino en que ella, lentamente, ha ido depositando en nosotros tales provisiones de amor, ha ido formando, en el fondo de nuestro corazón, ese macizo oscuro del que brotan, como el agua de una fuente, los sueños…
¡Sáhara mío, mi Sáhara, una hilandera de lana te ha embrujado!