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Habitamos un planeta errante. De vez en cuando, gracias al avión, nos muestra sus orígenes: un estanque que mantiene relaciones con la luna nos revela ocultos parentescos, peo he descubierto otros signos de esa relación.
En la costa del Sáhara, entre Cabo Juby y Cisneros, se sobrevuelan, de trecho en trecho, mesetas cónicas cuya anchura oscila entre varias centenas de pasos y una treintena de kilómetros. Su altura, extrañamente uniforme, es de trescientos metros, pero además de tener el mismo nivel, estas mesetas tienen el mismo colorido, el mismo grano de suelo, el mismo tipo de acantilado.
Así como las columnas de un templo, al emerger de la arena, solas, muestran todavía los vestigios de la techumbre que se derrumbó, estos pilares solitarios dan testimonio de una vasta meseta que antaño los unía.
Durante los primeros años de la línea Casablanca-Dakar, cuando el material era frágil, las averías, las búsquedas, los salvamentos a menudo nos obligaban a aterrizar en territorio rebelde.
Ahora bien, la arena es traicionera: uno se cree que está en el suelo firme y, de sopetón, se hunde. Por lo que respecta a las antiguas salinas, cuya superficie parece rígida como el asfalto y suena a maciza cuando se la golpea con el talón, ceden algunas veces bajo el peso de las ruedas.
En estos casos, la blanca costra de sal se quiebra sobre la hediondez de una ciénaga negra. Por ese motivo y cuando las circunstancias nos lo permitían, escogíamos las lisas superficies de aquellas mesetas: nunca escondían ninguna trampa.
Tal garantía se debía a la presencia de una arena resistente, de granos compactos formados por un amasijo de conchas minúsculas. Intactos aún en la superficie de la meseta, se podían apreciar, fragmentados y aglomerados, cuando se descendía por una arista. En el depósito más antiguo, en la base del macizo, ya sólo era pura piedra caliza.
Durante el cautiverio de Reine y de Serre, unos camaradas habían sido apresados por los disidentes. Después de aterrizar en uno de esos refugios para depositar al mensajero moro, antes de dejarlo, miramos juntos si había un camino por el que pudiera bajar. Pero, fuera cual fuera la dirección tomada, nuestra terraza terminaba siempre en un acantilado que, arrugado como un retal, se desplomaba verticalmente sobre el abismo. Evadirse era imposible.
Sin embargo, antes de despegar para buscar una pista de aterrizaje en otro lugar, me entretuve allí. Me sentía contento, un poco como un niño, al caminar sobre un territorio que hasta ahora nadie, hombre o animal, había hollado. Ningún moro hubiera podido asaltar esa plaza fuerte.
Nunca ningún europeo había explorado aquel territorio. Recorrí una arena infinitamente virgen.
Yo era el primero que dejaba escurrir aquel polvo de concha, precioso como el oro, entre los dedos de mis manos. En aquella especie de témpano polar que nunca jamás había albergado una sola brizna de hierba, yo era, como grano acarreado por el viento, el primer testimonio de la vida.
Una estrella ya había comenzado a brillar; la contemplé. Pensé que durante cientos de miles de años aquella blanca superficie sólo se había ofrecido a los astros. Mantel sin mácula, desplegado bajo el cielo puro. Así que, cuando a quince o veinte metros, encontré un guijarro negro, me emocioné como si me encontrara en el umbral de un gran descubrimiento.
Descansaba sobre una capa de conchas de trescientos metros de espesor. Aquel enorme asiento impedía la presencia de cualquier piedra. Tal vez algunos fragmentos de sílex dormían en las profundidades subterráneas, fruto de las lentas digestiones del globo, pero ¿acaso no hacía falta un milagro para que una de ellas pudiera emerger hasta la superficie mucho más reciente? Así, con el corazón palpitante, recogí mi hallazgo: un guijarro duro, negro, grande como el puño, pesado como el metal y fundido en forma de lágrima.
Un mantel desplegado bajo un manzano sólo puede recoger manzanas; un mantel bajo las estrellas sólo puede recibir polvo de los astros: nunca un aerolito había mostrado tan claramente su origen.
Y; de forma natural, levanté la vista y pensé que otros frutos debían de haberse desprendido del manzano celeste. Los encontraría en el mismo punto donde cayeron ya que durante cientos de miles de años nada les había podido alterar y, además, no podían ser confundidos con piedras de otro tipo. Así que me puse a explorar enseguida para verificar mi hipótesis.
Ésta se confirmó. Fui coleccionando mis hallazgos al ritmo aproximado de una piedra por hectárea. Todas tenían el mismo aspecto de pasta amasada, la misma dureza de negro diamante.
Así fue como presencié desde lo alto de mi pluviómetro, durante un breve y sobrecogedor paseo, el lento aguacero del fuego.