Tanto os hablé del desierto que, antes de seguir hablando de él, me gustaría describir un oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sáhara. Otro milagro del avión es que te sumerge directamente en el corazón del misterio. Eres un biólogo, estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideras, fríamente, esas ciudades asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado en el manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Eres prisionero de un campo de hierba en un parque adormecido.
No es la distancia lo que mide el alejamiento. La pared de un jardín doméstico puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio, que lo están los oasis saharianos por el espesor de las arenas.
Voy a contaros una breve escala realizada por ahí, en alguna parte en el mundo. Tuvo lugar cerca de Concordia, en Argentina, pero hubiera podido ser en cualquier otro lugar: en todos los lugares existe el misterio.
Había aterrizado en su campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. El viejo Ford en el que iba, no ofrecía nada de particular ni tampoco la familia que me había recogido.
—Pasará usted la noche en nuestra casa.
Detrás de un recodo del camino surgió, a la luz de la luna, un bosquecillo y detrás de esos árboles, una casa. ¡Era tan extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo de leyenda que ofrecía, al franquear el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan protegido como un monasterio.
Entonces aparecieron dos muchachas. Me examinaron con seriedad, como dos jueces apostados en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca de enojo y golpeó el suelo con una varilla de madera verde. Una vez presentado, ellas me tendieron sus manos en silencio, con un aire de curioso desafío, y desaparecieron.
Aquello me divertía y me encantaba. Todo era simple, silencioso y furtivo como la primera palabra de un secreto.
—Ya lo ve. Son ariscas —dijo el padre con naturalidad.
Y entramos.
Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que asoma la nariz entre el pavimento de la capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, viene a ver si los hombres mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas esas piedras. Me gustaba esa forma de deterioro que no expresaba sino una riqueza demasiado grande. Pero allí, de verdad, quedé maravillado.
Pues todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente, a la manera de un viejo árbol cubierto de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco, a la manera del banco de madera en el que los enamorados van a sentarse desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban ajados, los batientes estaban raídos, las sillas patizambas. Pero si aquí no se reparaba nada, en cambio se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, encerado, brillante.
El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad como el de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las grietas de las paredes, las desgarraduras en el techo y, por encima de todo, ese piso hundido aquí, bamboleándose allá, como una pasarela, pero siempre bruñido, barnizado lustrado. Curiosa casa que no dejaba ver ninguna negligencia, ningún abandono, sino un extraordinario respeto. Cada año añadía, sin duda, algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su atmósfera amiga, como por lo demás a los peligros del viaje que era preciso emprender para pasar de la sala al comedor.
—¡Cuidado!
Era un agujero. Se me hizo observar que en semejante agujero me hubiese roto, fácilmente, las piernas. Nadie era responsable de ese agujero: era la obra del tiempo. Este menosprecio por dar cualquier explicación les confería un aire de grandes señores. No decían: «Podríamos tapar todos esos agujeros, somos ricos, pero…». Tampoco decían, aunque era cierto: «Hemos alquilado esto a la ciudad durante treinta años, a ellos les compete repararlo. Pero, son unos cabezotas…».
Desdeñaban las explicaciones y esa pachorra me encantaba. A lo más se me hizo observar: - Ya lo ve. Esto está un poco estropeado…
Pero, con un tono tan ligero, que yo sospechaba que mis amigos se entristecían poco ante el hecho. ¿Se imaginan ustedes a un equipo de albañiles, de carpinteros, de ebanistas, de revocadores instalando, en semejante pasado, su sacrílega utilería y rehaciéndonos en ocho días, una casa que uno nunca hubiera conocido y donde uno se creería de visita? ¿Una casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies, sin escondrijos? ¿Una especie de salón municipal?
De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación. ¡Cómo debían de ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero! Se adivinaba que, de la menor alacena entreabierta, caerían paquetes de cartas amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna. Llaves maravillosamente inútiles que confunden la razón y que hacen soñar con subterráneos, con cofres enterrados, con luises de oro.
—¿Le parece bien que nos sentemos a la mesa?
Pasamos a la mesa. Aspiraba, de una a otra pieza, esparcida como incienso, ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Y, sobre todo, me atraía el trajín de las lámparas. Auténticas lámparas pesadas, que se acarreaban de una pieza a la otra, como en los más profundos tiempos de mi infancia y que componían en las paredes, maravillosas sombras: negras palmeras y abanicos de luz. Luego, una vez en su sitio, se movilizaban las playas de claridad y esas vastas reservas de noche, en derredor, donde crujían las maderas.
Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y saboreado en el viento de la noche el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con el rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el catálogo de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrenal.
Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándolos con las caricias de sus pequeñas manos, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la mangosta a las abejas, todos escuchaban.
Yo ya contaba con ver a las dos jóvenes tan vivaces poniendo en juego todo su espíritu crítico, toda la finura de que eran capaces para formular un juicio rápido, secreto y definitivo sobre el ser masculino que las enfrentaba. En mi infancia mis hermanas atribuían, del mismo modo, notas a los invitados que por primera vez honraban nuestra mesa. Y cuando la conversación decaía se escuchaba, repentinamente, en el silencio, resonar un: - ¡Once!
Cuyo encanto nadie, salvo mis hermanas y yo, podía saborear.
Conocer las reglas de ese juego me turbaba un poco. Me sentía más molesto al sentir tan despiertos a mis jueces. Jueces que saben distinguir los animalitos que engañan de los animales ingenuos; que saben leer en los pasos del zorro si está o no de humor abordable, que poseen un grandísimo conocimiento de los movimientos interiores.
Amaba esos ojos tan agudos y esas almitas tan rectas, pero cómo hubiera preferido que ellas cambiasen de juego. Sin embargo, bajamente y por miedo al «once», servilmente, yo les alcanzaba la sal, les servía vino, pero encontraba, al alzar la mirada, su dulce gravedad de jueces que no se venden.
Hasta la misma lisonja hubiera sido inútil: ellas ignoraban la vanidad. La vanidad pero no el hermoso orgullo. Ellas, sin necesidad de mi ayuda, tenían un concepto de sí mismas mucho más alto de lo que yo me hubiera atrevido a expresar. No pensaba siquiera en extraer prestigio de mi oficio, pues es también audacia el trepar hasta las últimas ramas de un plátano y ello simplemente para controlar si la nidada de pájaros crece sin tropiezos o para saludar a los amigos.
Mis dos silenciosas hadas vigilaban tan bien mi comida, con tanta frecuencia hallaba sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una intrigada mirada. Entonces, sin duda, satisfecha de su examen, utilizando su último recurso y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó simplemente con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro si acaso yo era uno de ellos:
—Son las víboras.
Y se calló, satisfecha, como si la explicación hubiera debido bastar a cualquiera que no fuera demasiado tonto. Su hermana lanzó una rapidísima mirada para juzgar mi primer movimiento y ambas inclinaron sobre sus platos los rostros más dulces e ingenuos del mundo.
—¡Ah!… Son las víboras…
Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Algo se me había deslizado por mis piernas, había rozado mis pantorrillas, y ese algo eran las víboras.
Afortunadamente, sonreí. Y no por obligación: pues ellas lo hubiesen descubierto. Sonreí porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida que pasaban los minutos, y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más acerca de las víboras.
La mayor acudió en mi ayuda:
—Ellas tienen su nido en un agujero bajo la mesa.
—Alrededor de las diez de la noche vuelven. —Añadió la hermana.— Cazan de día.
A mi vez, a hurtadillas, miré a las jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de los rostros apacibles. Admiré la majestuosidad con la que gobernaban su reino…
Ahora, me parece un sueño. Todo ello queda muy lejos. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes?
Sin duda se han casado. Pero, entonces, ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de muchachas al de mujer. ¿Qué estarán haciendo en su nueva casa? ¿Qué se ha hecho de sus relaciones con los hierbajos y las serpientes? Ellas formaban parte de algo universal. Pero llega un día en que la mujer se despierta dentro de la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez, la aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Si el imbécil hace versos, creen que es poeta. Se cree que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados de la ciudad. Y el imbécil se lleva, como esclava, a la princesa.