Fueron algunos de mis compañeros, Mermoz entre ellos, quienes fundaron la línea francesa de Casablanca a Dakar, a través del Sáhara insumiso. Los motores de entonces resistían muy poco y una avería entregó a Mermoz en manos de los árabes, quienes no resolviéndose a matarlo, lo mantuvieron prisionero quince días, liberándolo después, a cambio de un rescate. Y Mermoz continuó transportando su correo por encima de esos mismos territorios.
Cuando se inauguró la línea de América, Mermoz, siempre en la vanguardia, fue encargado de estudiar el trayecto de Buenos Aires a Santiago. Y, del mismo modo en que había trazado un puente sobre el Sahara, hubo de señalar la ruta por encima de los Andes. Se le confió un avión cuya máxima elevación era de cinco mil doscientos metros. Como los picos de la Cordillera se elevan a siete mil, Mermoz despegó en busca de brechas. Así después de la arena, enfrentó la montaña. Aquellos picos que, con el viento, hacen flamear su velo de nieve. Aquella palidez de las cosas antes de la tormenta, aquellos remolinos tan violentos que, cuando se presentan entre dos murallas de rocas, obligan al piloto a una especie de lucha a cuchillo. Mermoz se dispuso a combatir sin conocer en absoluto al adversario, sin saber si lograría escapar con vida de aquellos abrazos. Mermoz «ensayaba» para los demás.
Al fin, cierto día, a fuerza de «ensayar», se descubrió prisionero de los Andes.
Varados a cuatro mil metros de altura, sobre una meseta de paredes verticales, él y su mecánico intentaron durante dos días evadirse de su cárcel. Habían sido apresados. Entonces jugaron su última carta: lanzaron su avión al vacío rebotando duramente contra el suelo desigual mientras caían hacia el precipicio, hasta alcanzar por fin la velocidad necesaria como para que los mandos fueran nuevamente obedecidos. Mermoz alcanzó a enderezar la nave frente a un pico que rozó y, con el agua saliéndose por todos los tubos reventados durante la noche a causa de la helada y, con el motor parado desde hacía siete minutos, descubrió por último la llanura chilena debajo de él, como una tierra prometida.
Al día siguiente, volaba de nuevo.
Cuando los Andes quedaron bien explorados y cuando la técnica de las travesías estuvo perfectamente a punto, Mermoz confió aquel trayecto a su compañero Guillaumet y se dispuso a explorar la noche.
El alumbrado de nuestras escalas no se hallaba aún organizado. En los campos de aterrizaje, completamente de noche, Mermoz aterrizaba con la débil iluminación de tres fogatas de gasolina.
Mas él se las compuso a su modo y abrió la ruta.
Y así cuando la noche estuvo bien amaestrada, Mermoz ensayó el océano. En 1931, el correo fue transportado por primera vez en cuatro días desde Toulouse a Buenos Aires. Al regreso, Mermoz sufrió una avería en el depósito del aceite. La cosa ocurrió en el centro del Atlántico Sur, con una marejada muy fuerte. Un barco le salvó a él, a su correo y a su tripulación.
Así Mermoz desmalezó las arenas, la montaña, la noche y el mar. Cayó más de una vez en las arenas, en la montaña, en la noche y en el mar. Sin embargo, cuando regresaba, era siempre para volver a partir.
Finalmente, después de doce años de trabajos, mientras sobrevolaba una vez más el Atlántico Sur, señaló, por medio de un breve mensaje, que fallaba el motor derecho de su aparato.
Después, se hizo el silencio.
La cosa no parecía demasiado inquietante. Sin embargo, después de diez minutos sin recibir nuevas noticias, todos los puestos de radio de la línea, desde París hasta Buenos Aires, comenzaron a mostrarse angustiados. Porque, si diez minutos de retraso no significan casi nada en la vida corriente, en la aviación postal adquieren un tremendo significado. En el corazón de ese tiempo muerto se halla encerrado un acontecimiento aún desconocido que, insignificante o desgraciado, ya ha sucedido. El destino ha pronunciado su sentencia y esa sentencia es irrevocable. Una mano de hierro ha conducido ya a un aparato hacia el amerizaje o hacia la catástrofe, pero el veredicto no ha sido comunicado aún a los que esperan.
¿Quién de entre nosotros desconoce esas esperanzas que se tornan cada vez más frágiles, ese silencio que empeora de minuto en minuto como una enfermedad fatal? Esperamos. Pero van pasando las horas y, poco a poco se hace tarde. Al fin tuvimos que convencernos de que nuestros compañeros ya no regresarían, que descansaban para siempre en aquel Atlántico Sur, cuyo cielo habían arado tantas veces. Mermoz, decididamente, se había atrincherado detrás de su obra, semejante al segador que, después de haber sujetado bien su gavilla, se acuesta a reposar en su campo.
Cuando un compañero muere así, su muerte se parece a un acto más de servicio y, al principio, causa quizá menos dolor que otra clase de muerte. Cierto es que se ha alejado, que ha sufrido su último cambio de escala, pero su presencia no nos falta aún con tanta intensidad como podía faltarnos el pan.
Estamos, en efecto, acostumbrados a esperar durante mucho tiempo los encuentros. Porque los compañeros de línea se encuentran dispersos por el mundo, aislados como los centinelas que casi no se hablan. Es necesario el azar de los viajes para que, en algún lugar, se reúnan los miembros de la gran familia profesional. Alguna noche, alrededor de una mesa, en Casablanca, en Dakar o en Buenos Aires, después de años de silencio, se reanudan aquellas conversaciones interrumpidas y se renuevan los viejos recuerdos. Después, se vuelve a partir. De esta forma, la tierra, es, a la vez desierta y rica. Rica en esos jardines secretos, escondidos, difíciles de alcanzar, mas a los cuales nuestro oficio nos conduce siempre, un día u otro. Acaso la vida nos aparta de los compañeros, nos impide pensar mucho en ellos. Sin embargo, sabemos que se encuentran en algún lugar, un lugar ignorado, más o menos silenciosos y olvidados, ¡pero tan fieles! Y si nos cruzamos en su camino, nos sacuden por los hombros con demostraciones cálidas de alegría. Nos hemos acostumbrado a esperar, claro…
No obstante, poco a poco, descubrimos que no volveremos a oír nunca la risa clara de aquél, comprendemos que este jardín se nos ha cerrado para siempre. Entonces, comienza nuestro verdadero dolor, que no llega a la desesperación, pero sí a la amargura.
En efecto, nada ni nadie podrá remplazar jamás al camarada perdido. Los viejos camaradas no se crean. Nada vale tanto como el tesoro de los recuerdos comunes, de tantas horas vividas juntos, de tantos enfados, de tantas reconciliaciones, de los movimientos del corazón. Esas amistades no se reconstruyen. Si se planta un roble, es inútil esperar cobijarse pronto bajo sus ramas.
Así transcurre la vida. Primero nos enriquecemos, después plantamos durante años. Pero vienen los años en que el tiempo deshace aquel trabajo y el bosque se aclara. Los compañeros, uno a uno, nos retiran su sombra. Y a nuestra tristeza se mezcla, en adelante, el íntimo pesar de envejecer.
Tal es la moral que Mermoz y otros como él nos enseñaron. Quizá la grandeza de un oficio consista, más que nada, en unir a los hombres. Sólo existe un lujo verdadero, y es el de las relaciones humanas.
Trabajando únicamente por conseguir bienes materiales, no hacemos sino construirnos nuestra propia prisión. Nos encerramos a solas con nuestra provisión de ceniza que no nos proporciona nada que merezca ser vivido.
Si busco entre mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquéllas que no me procuraron ninguna fortuna. No se puede comprar la amistad de un Mermoz, un compañero a quien las pruebas superadas juntos han ligado a nosotros para siempre.
No se puede comprar aquella noche de vuelo con sus cien mil estrellas, aquella serenidad, aquel poder absoluto sentido durante unas cuantas horas.
No se puede comprar ese aspecto nuevo del mundo después de una etapa difícil, esos árboles, esas flores, esas mujeres, esas sonrisas recién coloreadas por la vida que acaba de conducimos al amanecer, ese conjunto de pequeñas cosas que nos recompensan.
Ni tampoco aquella noche vivida entre rebeldes y de la que acabo de acordarme.
Al caer la tarde, tres tripulaciones de la Aeropostal nos encontramos aterrizados en la costa de Río de Oro. Mi compañero Riguelle había sido el primero en descender a consecuencia de una rotura de biela. Otro, Bourgat, había bajado a su vez para recoger su equipaje, pero una avería sin importancia le había dejado en tierra. Por fin llegué yo, cuando ya casi había caído la noche. Y decidimos esperar a que se hiciera de día y a que el avión de Bourgat quedara reparado.
Un año antes, nuestros compañeros Gourp y Erable, detenidos a causa de averías, aquí mismo, habían sido asesinados por un grupo de insurrectos. Sabíamos que, en aquel momento, una partida de trescientos fusiles acampaba en algún lugar cerca de Bojador, y que nuestros tres aterrizajes, visibles desde lejos, los habrían puesto sobre aviso. Así comenzábamos una velada que bien podía ser la última.
Nos instalamos, pues, para pasar la noche. Desembarcamos de los baúles de equipaje cinco o seis cajas de mercaderías que, después de vaciadas, colocamos en círculo. En el fondo de cada una de ellas, como en el hueco de una garita, encendimos una miserable vela, apenas protegida contra el viento. Así, en pleno desierto, sobre la cáscara desnuda del planeta, en un aislamiento como el de los primeros años del mundo, construimos un pueblo de hombres.
Agrupados para pasar la noche en aquella gran plaza de nuestro pueblo, en aquel retazo de arena donde nuestras cajas vertían una luz temblorosa, esperamos. Esperábamos el alba que nos salvaría, o, bien, a los árabes. Y no sé por qué había algo en aquella noche que le daba sabor de Nochebuena. Cambiábamos recuerdos, bromeábamos y cantábamos.
Saboreábamos un ligero fervor idéntico al que se experimenta en medio de una fiesta bien preparada. Y, sin embargo, éramos infinitamente pobres. Viento, arena y estrellas. Un estilo duro para monjes trapenses. No obstante, encima de aquel mantel escasamente iluminado, seis o siete hombres que no poseían ya nada en el mundo, sino sus recuerdos, compartían invisibles riquezas.
Por fin nos habíamos encontrado. Los hombres caminamos durante mucho tiempo juntos, pero encerrados en nuestro propio silencio, o intercambiando palabras que no transfieren nada. Mas cuando llega la hora del peligro, entonces nos ayudamos unos a otros. Comprendemos que formamos parte de la misma comunidad. Crecemos al descubrir otras conciencias. Nos miramos y sonreímos. Nos sucede lo que a ese prisionero liberado que se maravilla ante la inmensidad del mar.
¡Felicidad! Es inútil buscarla en otro lugar que no sea en la calidez de las relaciones humanas.
Nuestros sórdidos intereses sórdidos nos aprisionan dentro de sus paredes. Sólo un compañero nos puede agarrar de la mano y tirar de ella para liberarnos. Es indispensable crear esas relaciones. Se necesita el aprendizaje para saber desempeñar el trabajo. El juego y el riesgo son de gran ayuda. Cuando intercambiamos apretones de manos, cuando competimos en carreras, cuando nos unimos para salvar a alguien en problemas, cuando gritamos en busca de ayuda en la hora del peligro… sólo entonces comprendemos que no estamos solos en la tierra.
Cada hombre debe mirar en su interior para enseñarse a uno mismo el significado de la vida. No es algo que se descubra: es algo moldeado. Podemos romper los muros de esta prisión que la edad del comercio ha creado alrededor de nosotros. Todavía podemos correr libremente, llamar a nuestros compañeros, y maravillarnos de escuchar una vez más, en respuesta a nuestra llamada, el canto patético de la voz humana.
Guillaumet, viejo amigo, voy a decir ahora algunas palabras sobre ti. Aunque procuraré, para no molestarte, no insistir demasiado al hablar de tu valentía o de tu espíritu profesional.
Lo que yo desearía es otra cosa: voy a relatar la más bella de tus aventuras.
Existe una cualidad que no tiene nombre. Quizá podría llamársela «seriedad», mas la palabra no me satisface, ya que la cualidad a que me refiero viene acompañada a veces por la alegría más jovial. Se trata de esa actitud del carpintero que se instala frente a su pieza de madera, la palpa, la mide, y que no la trata a la ligera, sino que apela para trabajarla, a toda su sabiduría.
He leído en cierta ocasión, Guillaumet, una reseña en la que se elogiaba tu aventura, y tengo una vieja cuenta que ajustar con aquella descripción que no fue nada fiel. Se te presentaba allí lanzando exabruptos de bravucón, como si el valor consistiera en ponerse a gastar bromas de colegial en medio de los más arriesgados peligros y a la hora de la muerte. No te conocían, Guillaumet. Tú no sientes la necesidad de burlarte de tus adversarios antes de encararte con ellos.
Frente a una tempestad, te dices simplemente: «He ahí una tempestad». Y la aceptas y la sopesas.
Yo traigo aquí, Guillaumet, el testimonio de mis recuerdos.
Hacía cincuenta horas que habías desaparecido, en pleno invierno, durante una travesía de los Andes. Yo acababa de regresar desde lo más lejano de la Patagonia y me reuní con el piloto Deley en Mendoza. Uno y otro, por espacio de cinco días, escudriñamos desde nuestros aviones aquel amontonamiento de montañas, sin lograr descubrir nada. Nuestros dos aparatos no bastaban. Nos parecía que ni cien escuadrillas volando durante cien años acabarían jamás de explorar aquel enorme macizo, cuyos picos se elevaban hasta siete mil metros. Habíamos perdido ya toda esperanza. Ni siquiera los contrabandistas, esos bandidos que allá abajo cometen un crimen por cinco francos, se aventuraban a guiar expediciones de socorro por los contrafuertes de la cordillera: «Sería tanto como jugarse la vida.-Decían. Los Andes, en invierno, no devuelven a los hombres». Cuando Deley y yo aterrizamos en Santiago, también los oficiales chilenos nos aconsejaron suspender nuestra búsqueda. «Estamos en invierno. Aunque su compañero haya logrado salir ileso de la caída, no habrá sobrevivido a la noche. Allá arriba, cuando la noche pasa sobre el hombre, lo convierte en hielo». Y cuando, de nuevo, me deslizaba entre las murallas y los gigantescos pilares de los Andes, me parecía que ya no estaba buscándote, sino velando en silencio tu cuerpo en el interior de una catedral de nieve.
Por fin, al séptimo día, mientras yo almorzaba entre dos travesías, en un restaurante de Mendoza, un hombre empujó la puerta y gritó… ¡Oh!, poca cosa: —¡Guillaumet… vivo!
Y todos los desconocidos que ahí se encontraban se abrazaron.
Diez minutos después, yo había despegado, tras haber cargado a bordo a dos mecánicos, Lefevbre y Abri. Transcurridos cuarenta minutos, aterricé a lo largo de una carretera, habiendo reconocido, no sé cómo, el vehículo que te llevaba no sé adónde, por el lado de San Rafael. Fue un hermoso encuentro. Todos llorábamos y te estrujábamos entre nuestros brazos, vivo, resucitado, autor de tu propio milagro. Fue entonces cuando tú manifestaste, y aquélla fue tu primera frase inteligible, el admirable orgullo de un hombre: «Lo que yo he hecho, te lo juro, ninguna bestia habría sido capaz de hacerlo».
Más tarde, nos relataste el accidente.
Se debió a una tempestad que cubrió con cinco metros de nieve, en cuarenta y ocho horas, la vertiente chilena de los Andes, taponando todo el espacio. Los americanos de la Pan-Air habían dado media vuelta. Tú, sin embargo, despegaste en busca de una rendija en el cielo. Descubriste aquella trampa, un poco más al Sur, y, a seis mil quinientos metros de altitud, sobre las nubes que se cernían a seis mil y entre las cuales emergían únicamente los altos picos de la cordillera andina, pusiste rumbo a Argentina.
Las corrientes descendentes producen a veces en los pilotos una rara sensación de malestar. El motor va perfectamente, pero uno se hunde. Se intenta ascender para mantener la altura, pero el avión pierde velocidad y se torna blando. El hundimiento continúa. Se afloja la mano temiendo haber insistido demasiado en la subida, se deja derivar el avión hacia la derecha o hacia la izquierda para adosarse a la cresta favorable, la que recibe los vientos como un trampolín, pero el aparato sigue hundiéndose. Es como si todo el cielo descendiera. Como estar aprisionado en una especie de accidente cósmico. Ya no hay ningún refugio. Intentas en vano dar media vuelta, con objeto de recuperar, detrás, las zonas donde el aire te sostenía, sólido y lleno como una columna.
Pero ya no hay ninguna columna. Todo se descompone y te deslizas por un desquiciamiento universal hacia la nube que va subiendo blandamente, se levanta hasta ti y te absorbe.
“Había estado ya a punto de chocar. —Nos contabas.— Sin embargo, aún no quería convencerme.
A veces, se encuentran corrientes descendentes por encima de nubes que parecen estables, por la sencilla razón de que, a la misma altitud, se recomponen indefinidamente. Todo es tan raro en la alta montaña…”.
«¡Y qué nubes!».
En cuanto comprendí que me hallaba atrapado, solté los mandos y me agarré al asiento para no ser proyectado fuera. Las sacudidas eran tan fuertes que las correas me lastimaban los hombros y hubieran saltado. Además, la escarcha me había privado por completo de todo horizonte instrumental y me hizo rodar como un sombrero de los seis mil a los tres mil quinientos metros.
A tres mil quinientos, entreví una masa negra, horizontal, que me permitió enderezar el avión. Se trataba de un estanque que reconocí: la laguna Diamante. Sabía que estaba situada en una especie de embudo, en uno de cuyos flancos se eleva el volcán Maipú a seis mil novecientos metros.
Aunque me había desembarazado de la nube, continuaba todavía cegado por espesos torbellinos de nieve y no podía alejarme de mi lago sin estrellarme contra una de las paredes del embudo.
Fui dando vueltas alrededor de la laguna, a treinta metros de altura, hasta que se terminó el combustible. Después de dos horas de aquel picadero, descendí y capoté. Cuando logré salir del avión, la tempestad me lanzó contra el suelo. Me levanté y volvió a derribarme. No me quedó más solución que arrastrarme debajo de la carlinga y cavar un hoyo en la nieve. Me envolví allí en bolsas postales y, durante cuarenta y ocho horas, esperé. Después de lo cual, una vez que la tempestad se apaciguó, me puse en marcha. Caminé cinco días y cuatro noches.
¿Qué quedaba de ti, Guillaumet? ¡Te encontramos, sí, pero quemado y reseco, encogido como una vieja! Aquella misma noche, en avión, te conduje a Mendoza, adonde las sábanas blancas se deslizaron sobre ti como un bálsamo. Sin embargo, no te curaban. Te embarazaba aquel cuerpo torturado, que tú movías y removías, sin conseguir alojarlo en el sueño. Tu cuerpo no olvidaba ni las rocas ni las nieves. Ellas te marcaban. Yo observaba tu rostro negro, tumefacto, parecido a un fruto maduro que ha sido golpeado. Estabas muy feo y miserable habiendo perdido el uso de tus hermosos útiles de trabajo: Tus manos seguían entumecidas y cuando, para respirar, te sentabas en el borde de la cama, tus pies helados colgaban como dos pesos muertos. Ni siquiera habías terminado tu viaje. Todavía jadeabas y, cuando te volvías contra la almohada en busca de descanso, una procesión de imágenes que no eras capaz de detener, una comparsa que se impacientaba entre bastidores, comenzaba en seguida a danzar en tu cráneo. Y la procesión desfilaba. Y tú volvías a empezar veinte veces el combate contra los enemigos que resucitaban de entre sus cenizas.
Yo te atiborraba de tisanas:
—¡Bebe, hombre!
—Lo que más me asombró… ¿Sabes…?
Boxeador victorioso, pero marcado por los terribles golpes recibidos, revivías tu extraña aventura. Y te ibas liberando de ella por retazos. Y yo te veía, durante tu relato nocturno, andando, sin pico, sin cuerdas, sin víveres, escalando gargantas de cuatro mil quinientos metros, o progresando a lo largo de paredes verticales, sangrando de los pies, de las rodillas y de las manos, a cuarenta grados bajo cero. Vaciado, poco a poco, de tu sangre, de tus fuerzas y de tu razón, seguías avanzando con una terquedad de hormiga, volviendo sobre tus pasos para rodear el obstáculo, alzándote después de tus caídas o remontando por pendientes que sólo conducían al abismo, sin concederte el menor instante de respiro, porque sabías que no hubieras conseguido levantarte después de tu lecho de nieve.
En efecto, cuando resbalabas, tenías que ponerte de pie inmediatamente, para no convertirte en piedra. El frío te petrificaba de segundo en segundo y, por haberte permitido, después del aterrizaje, un minuto de descanso de más, te veías obligado, para levantarte, a poner en juego músculos muertos. Resistías a las tentaciones.
«En la nieve —me decías—, se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, tres, cuatro días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía a mí mismo: Si mi mujer cree que estoy vivo, me ve caminando. Los compañeros piensan asimismo que ando. Todos ellos tienen confianza en mí. Y seré un cerdo si no camino».
Y tú caminabas y, con la punta de tu navaja, abrías cada día un poco más el desgarrón de tus zapatos, para que tus pies, que se helaban y se hinchaban, pudieran resistir.
Me hiciste esta extraña confidencia:
«A partir del segundo día, ¿sabes?, mi mayor trabajo consistió en procurar no pensar. Sufría demasiado y mi situación era excesivamente desesperada. Para conservar el valor de seguir andando, era preciso no pensar en ello. Por desgracia, controlaba mal mi cerebro, que trabajaba como una turbina. No obstante, todavía podía escogerle sus imágenes. Lo arrastraba hacia una película, un libro. Y la película o el libro desfilaban en mi imaginación a toda velocidad. Lo malo era que aquello me conducía de nuevo a mi situación actual. De manera irremisible. Entonces lo lanzaba hacia otros recuerdos…».
En una ocasión, si embargo, en que resbalaste y te quedaste tendido boca abajo en la nieve, renunciaste a levantarte. Eras como el boxeador que, vaciado de repente de toda pasión, oye cómo los segundos van cayendo de uno en uno en un universo irreal, hasta el décimo, que es inapelable.
«He hecho todo cuanto he podido y ya no me queda ninguna esperanza, ¿para qué obstinarme en este martirio?». Te bastaba con cerrar los ojos para que el mundo te dejara en paz. Para borrar del universo las rocas, los hielos y las nieves. Apenas cerradas aquellas pupilas milagrosas, ya no habría golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni hielo que quemara, ni ese peso de la vida para arrastrar cuando uno camina como un buey y la vida pesa más que una carreta. Tu saboreabas ya aquel frío que se había convertido en un veneno y que, parecido a la morfina, te llenaba ahora de bienestar. Tu vida se refugiaba alrededor de tu corazón. Algo dulce y precioso se acurrucaba en el centro de ti mismo. Tu conciencia, poco a poco, abandonaba las regiones lejanas de aquel cuerpo que, animal hasta entonces atiborrado de sufrimientos, participaba ya de la indiferencia del mármol.
Incluso tus escrúpulos se calmaban. Nuestras llamadas ya no te alcanzaban o, más exactamente, se transformaban en las llamadas de un sueño. Tú respondías, feliz, con una marcha de ensueño, a zancadas fáciles que te abrían sin esfuerzo las delicias de las llanuras. ¡Con qué facilidad te deslizabas por un mundo que tan agradable se había vuelto para ti! .Tu retorno, Guillaumet, decidías, con avaricia, negárnoslo.
Los remordimientos llegaron desde el trasfondo de tu conciencia. Al sueño se mezclaron, de pronto, detalles precisos: «Pensaba en mi mujer. Mi póliza de seguro la libraría de la pobreza. Sí, pero la póliza…».
En los casos de desaparición, la muerte legal se retrasa durante cuatro años. Este detalle se te apareció con tanta claridad que borró todas las demás imágenes. Ahora bien, tu cuerpo estaba ahora tendido boca abajo, en una fuerte pendiente nevada. Y ese cuerpo, al llegar el verano, rodaría con aquel barro hacia una de las mil grietas de los Andes. Tú lo sabías. Pero sabías, asimismo, que una roca emergía a unos cincuenta metros delante de ti: «Pensé: si me pongo en pie, quizá pueda alcanzarla. Y si coloco mi cuerpo apoyado contra la piedra, cuando llegue el verano lo encontrarán».
Una vez en pie, caminaste durante dos noches y tres días.
Sin embargo, no pensabas llegar muy lejos.
«Muchos signos me presagiaban el fin. Por ejemplo, me veía obligado a detenerme cada dos horas, más o menos, para ensanchar un poco mi zapato, friccionar con nieve mis pies que se hinchaban o, sencillamente, para proporcionar un descanso a mi corazón. Hacia los últimos días, perdía a ratos la memoria. Cuando llevaba ya mucho rato andando, me daba cuenta de que había olvidado algo. La primera vez fue un guante y, con aquel frío, la cosa resultaba grave… Lo había colocado frente a mí y me marché sin recogerlo. Después fue el reloj. Luego la navaja. Más tarde, la brújula. A cada parada, me iba empobreciendo… Lo que salva es dar un paso. Y todavía un paso. Siempre es el mismo paso el que se recomienza».
«Te juro que ninguna bestia habría sido capaz de hacer lo que yo he hecho». Esta frase, la más noble que yo conozca, esta frase que sitúa al hombre en su verdadero lugar, que lo honra, que restablece las auténticas jerarquías, no se me borraba de la memoria. Tú, por fin, te dormías. Tu conciencia quedaba abolida, pero volvería a renacer al despertarse y dominaría de nuevo aquel cuerpo desmantelado, arrugado, quemado. El cuerpo, por consiguiente, no es más que un buen útil, el cuerpo no es más que un servidor. Y este orgullo de poseer un buen útil, tú, Guillaumet, sabías describirlo así:
«Privado de comida, ya puedes imaginar que, al tercer día de marcha…, mi corazón no latía ya muy de prisa… ¡Pues bien! Avanzaba a lo largo de una pendiente vertical, suspendido por encima del vacío, cavando agujeros para colocar mis puños, cuando mi corazón sufrió una avería.
Vaciló, volvió a latir. Por algún tiempo, anduvo a los saltos. Yo sentía que si vacilaba un momento más, me soltaría. Por lo tanto, permanecí inmóvil y escuché en mi interior. Nunca, ¿me oyes?, nunca había estado en mi avión tan pendiente de mi motor como me sentí durante aquellos minutos en que colgaba de mi corazón. Yo le decía: —¡Anda, haz un esfuerzo! Procura seguir latiendo… ¡Por fortuna, era un corazón de buena calidad! Vacilaba, pero siempre volvía a latir… ¡Si supieras qué orgulloso me sentí de mi corazón!».
En la habitación de Mendoza donde te velaba, te dormiste, por fin, agotado. Y yo pensaba: Si le hablaran de su valor, Guillaumet se limitaría a encogerse de hombros. Pero también supondría una traición ensalzar su modestia. Él está bastante más allá de tal cualidad mediocre. Si alza los hombros es por sensatez. Él sabe que, una vez metidos en la acción, los hombres ya no tienen miedo. A los hombres únicamente les asusta lo desconocido. Que para cualquiera que lo enfrenta, ya no es lo desconocido. Sobre todo cuando se observa con semejante seriedad lúcida.
El valor de Guillaumet es, ante todo, un efecto de su rectitud. Su verdadera cualidad no reside allí. Su grandeza consiste en sentirse responsable. Responde de sí mismo, del correo y de los compañeros que lo esperan. Sabe que tiene en sus manos la pena o la alegría de aquéllos.
Se siente responsable de todo lo nuevo que se construye allá abajo, entre los vivos, en lo cual él debe participar. Un poco responsable también del destino de los hombres, en la medida de su trabajo.
Él pertenece a ese tipo de hombres generosos que aceptan cubrir amplios horizontes con su sangre. Ser hombre significa, precisamente, ser responsable. Supone conocer la vergüenza frente a una miseria que no parecía depender de uno. Supone sentirse orgulloso de una victoria que los compañeros han conseguido. Supone sentir, al colocar su grano de arena, que se contribuye a construir el mundo.
Se pretende equiparar a tales hombres con los toreros o los deportistas. Se elogia el desprecio a la muerte de éstos. Me río del desprecio a la muerte. Si no arraiga en una responsabilidad aceptada, no es más que un signo de pobreza o de exceso de juventud. Conocí a un suicida joven. No recuerdo qué clase de mal de amores le empujó a dispararse cuidadosamente un tiro en el corazón. Ignoro qué tentación literaria le llevó a ponerse en las manos guantes blancos, pero recuerdo haber sentido frente a aquella triste mascarada una impresión, no de nobleza, sino de mediocridad. Detrás de aquel rostro amable, bajo aquel cráneo de hombre, no había existido nada, absolutamente nada. Sólo la imagen de alguna muchachita boba, como hay tantas.
Y frente a aquel destino vacío, recordaba la auténtica muerte de un hombre.
La de un jardinero, que me decía: «¿Sabe usted…? A veces sudaba al cavar. La pierna me dolía por culpa de mi reumatismo y yo maldecía aquella esclavitud. En cambio hoy, querría cavar, cavar sin tregua la tierra. ¡Cavar me parece ahora tan hermoso! ¡Se siente uno tan libre cuando cava! Y, además, ¿quién va a podar mis árboles cuando yo falte?». Sabía que abandonaba una tierra por desmalezar, que dejaba un planeta por desmalezar. Estaba ligado por el amor a todas las tierras y a todos los árboles de la tierra. ¡Él era el generoso, el pródigo, el gran señor!
Era, al igual que Guillaumet, un hombre valiente cuando luchaba, en nombre de su Creación, contra la muerte.