Una semana después, Aspar y Marciano estaban en el Hebdomón con la augusta Pulqueria.
La comida fue sencilla pero prolongada. Habían hablado de las teorías de Marciano sobre la mejor manera de llevar a cabo una guerra contra los hunos; de las reformas fiscales y teológicas, ahora caducas, del prefecto pretorio Antíoco. Era ya media tarde y Aspar estaba disfrutando de su copa de vino tras un discurso sobre la estupidez de negar la consustancialidad del Padre y el Hijo, mientras Pulqueria y Marciano denunciaban acaloradamente las resoluciones del segundo concilio de Éfeso, convocado por Crisafio, y estaban de acuerdo en la absoluta necesidad de convocar otro Concilio en cuanto Crisafio y sus asesores religiosos hubieran sido depuestos. La emperatriz había averiguado que las opiniones de Marciano con relación a la humanidad y divinidad de Jesucristo eran, en sus palabras, piadosas y devotas: es decir, coincidían exactamente con las suyas.
—¿Has reorganizado tu casa? —le preguntó Aspar a su representante cuando por fin hubo una pausa en la conversación que pudo utilizar para cambiar de tema.
Marciano lo miró y la animación de los instantes anteriores lo abandonó y lo dejó sombrío.
—No —dijo brevemente. Su casa seguía siendo una ruina; en el jardín, los arbustos de romero y espliego arrancados yacían moribundos, y las raíces cortadas a hachazos se estaban poniendo blancas por el sol. Se había trasladado con su familia al otro lado de la calle, invitados por Aspar.
—Lamento lo de tu casa —dijo Pulqueria tras de un fugaz silencio—. Crisafio ha de estar más desesperado de lo que pensábamos para estar dispuesto a ofender de esa manera al Senado. Pero creo que te ha dado una indemnización, ¿no es así?
Marciano asintió.
—Pero todavía no la he utilizado. Era la casa de mi esposa. Para mí sería mejor comprar una casa nueva que decorar ésta otra vez.
—Entiendo. Dime, ¿ha valido la pena el precio que has tenido que pagar para cumplir con tu promesa?
Él sonrió.
—Claro que sí, emperatriz. La información que le compré al pescador ya ha dado muestras de su valor, para mí y para mi jefe, al menos; Dios mismo ha puesto el asunto en tus manos. Y si el coste ha sido mayor del que yo esperaba, no puedo quejarme aduciendo que está más allá de mis posibilidades. —Ella asintió con aprobación—. Queda pendiente aún el asunto de la mujer… —continuó Marciano mirando a Pulqueria con una mirada interrogativa.
Pulqueria se rió.
—A ella se le ha dicho que puede irse con su esposo en cuanto hayamos depuesto a Crisafio. Espera con impaciencia, pero al menos espera, que es más de lo que puede decirse del niño. ¿Estás satisfecho ahora?
Marciano inclinó la cabeza.
—Gracias, emperatriz. Sé que valoras a la mujer y te doy las gracias por tu generosidad.
Pulqueria resopló. Miró la mesa y se puso a juguetear con el pie de la copa de vino.
—De manera que ahora todos debemos esperar a los enviados de Atila —dijo—, y entonces nuestro camino estará despejado.
—A menos que el gran chambelán esté tan asustado que destruya las pruebas —le advirtió Marciano.
—Todavía no las ha destruido —respondió Pulqueria. Le dirigió una sonrisa ácida a Marciano—. Tengo fuentes de información en palacio. —Marciano inclinó la cabeza con admiración—. Sin embargo, caballeros —prosiguió la emperatriz—, queda un asunto que aún no hemos resuelto: un colegario para mi hermano.
Aspar se encogió de hombros.
—¿Necesita un colegario, emperatriz? Si conseguimos que mantenga contentos al Senado y al ejército, yo me conformo con recibir órdenes de tu serenidad.
—Soy vieja —exclamó ella—. Mi salud no es buena y, ya que hablamos del tema, mi hermano siempre ha sido delicado y enfermizo. Además de estas consideraciones, no deseo arriesgarme al nombramiento de otro Crisafio. A mi hermano le encantaría elegir a un hombre de letras, un hombre culto, algún filósofo nada práctico incapaz de diferenciar la empuñadura de la punta de una espada y cuya idea de las finanzas sea asegurar una provisión segura de pergaminos para las bibliotecas de palacio. Necesitamos escoger a nuestro candidato para la púrpura, y cuanto antes mejor.
Aspar sonrió.
—¿Nosotros, emperatriz? Creo que recientemente se me ordenó que dejara tales asuntos a tu augusta decisión. Puedes decirme a quién has elegido, que yo me quejaré si no me gusta.
—¿Tu hermano aceptaría a un colegario elegido por ti? —preguntó Marciano.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Hace tiempo podría habértelo asegurado; hubo una época en que te hubiera dicho que sí, que mi hermano se habría dejado guiar por mí. Y en cambio, en otra te hubiera dicho que no, mi hermano no escuchaba a nadie que no fuera su esposa o su gran chambelán. No puedo decir cómo me recibirá después de que haya destruido su opinión sobre su amado gran chambelán y con el recuerdo aún vivo de mis peleas con su esposa. No obstante, debemos elegir a nuestro candidato y, si no podemos convencer a mi hermano de que lo acepte, entonces tendré que conferirle yo misma la púrpura. Como observaste, general, hay una manera para que yo pueda hacerlo, aunque prefiero convencer a mi hermano.
Aspar sonrió.
—Y bien, ¿a qué adinerado senador se propone tu sagrada majestad ofrecer tu mano en matrimonio?
Pulqueria lo miró severamente.
—¡Ése es el último recurso, general! No deseo cambiar mi modo de vida, y exigiría que cualquier esposo que elija respete mi juramento. Pero como colegario para mi hermano, he elegido a un hombre: Marciano.
Marciano dio un respingo, se enderezó en el asiento y se quedó mirándola. Aspar le dirigió una mirada sorprendida que se tornó reflexiva, calculadora.
—Tu serenidad elige bien —comentó el general tras un momento de silencio—. Nada puedo objetar a mi representante. —Volviéndose hacia Marciano, dijo—: Estás en una buena posición con el Senado después de ese discurso, Marciano, y el ejército te conoce. Al pueblo se le puede convencer, podrías fundar un hospital o algo parecido. La augusta tiene razón, es astuta: sería fácil y beneficioso para todos.
Marciano se ruborizó.
—¿Va en serio esta sugerencia, augusta? —preguntó.
—Por supuesto —respondió ella impaciente—. ¿Te horroriza la idea?
—Emperatriz, cuando llegué a esta ciudad tuve que pedirle dinero prestado a un oficial amigo para comprar una casa. Mi familia no carece de distinción, pero nuestras tierras habían sido saqueadas y ahora están destruidas. He comprado más tierras desde entonces, con lo obtenido por mis servicios con tu general, pero no soy rico, y sólo soy el representante de otro hombre.
—Tonterías —respondió Pulqueria—. Sabes que el Senado y el ejército te aceptarían y, con mi ayuda, el pueblo puede ser convencido fácilmente. Sólo falta tu consentimiento para que pueda encargar el manto y la corona. ¡Recházalo, si lo deseas! —dijo tendiéndole el ofrecimiento con un elaborado movimiento de la mano—. Puedo elegir a otro hombre, si ofende tu conciencia o si tienes miedo. Pero ahórrame falsas protestas de modestia y simulacros de rechazo; eso guárdalo para la plebe. Has demostrado ser un hombre de principios, y al mismo tiempo práctico y dispuesto a la flexibilidad; has demostrado agudeza, inteligencia y ciertos… recursos inesperados. —Le dirigió una sonrisa impenetrable; los ojos le resplandecían y él se dio cuenta de que a la emperatriz le había divertido que él hubiera forzado la cerradura de la puerta de la casa de su hermana—. Creo que podrías gobernar bien, y creo que yo podría trabajar contigo. Puedo darte la corona y la púrpura sagrada, la herencia de mi casa, que está en mi poder otorgar. ¿Quieres recibirlas?
Él la miró sombrío.
—¿El poder para dirigir el Estado y la guerra como yo desee?
—Una vez que tengas la púrpura es muy difícil que nadie te la quite. Una vez que te la hayas puesto, ni siquiera yo podré impedir el rumbo que tomes.
Él guardó silencio por un momento. Luego, con gesto decidido, se hizo la señal de la cruz.
—Acepto.
Un atardecer, dos semanas más tarde, Simeón jugaba a los dados con Chelchal. Habían jugado mucho desde su fuga: tenían muy poco más que hacer, excepto mirar por la ventana. Los dos estaban encerrados en tres habitaciones de la mansión de Pulqueria que daban al Cuerno de Oro, atendidos por una vieja criada adusta, y recibían de vez en cuando la visita del mayordomo de la casa, que era un viejo eunuco regordete e insoportablemente jovial. Pero el mayordomo sabía de dónde habían escapado y, dado que era un chismoso entusiasta, al menos les traía todas las noticias.
Al principio había tenido muchas noticias que narrar: el inútil registro de Eulogio, el arresto y la liberación de Marciano y su discurso ante el Senado, el despido y castigo de Eulogio. El Senado, apoyando a uno de los suyos, votó para Marciano el rango de cónsul aunque, como no había vacantes para aquel año, tendría que esperar un tiempo para asumir el cargo. Y también, les dijo el mayordomo a Chelchal y a Simeón dándose aires de importancia, Marciano parecía contar con el favor de su señora, pues casi todos los días era convocado al Hebdomón para hablar con ella.
—Ha visto y comprobado su coraje y resolución —dijo el mayordomo con aire aprobador—, y lo recompensa… mi señora sabe cómo recompensar el mérito. Lo que es más, se ha enterado de que Marciano tiene las opiniones correctas en lo relativo a la naturaleza de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y ella es devota de la ortodoxia y de la piedad.
—Bien, nadie la había creído arriana —dijo Simeón irritado—. Aspar sí lo es.
El eunuco le dirigió una mirada perdonavidas.
—Claro que no es arriano, pero tampoco es alejandrino, ni siquiera nestoriano: apoya la fe correcta en lo que hace referencia a la relación de la naturaleza humana y divina en la persona de Nuestro Señor, y abomina de ese Concilio de ladrones de Éfeso que impuso la herejía de una sola naturaleza en nuestras sagradas iglesias.
—Ah —dijo Simeón vencido. Había seguido la batalla teológica con menos interés aún que su esposa. El mayordomo, como su señora, era extremadamente devoto y, al ver que Simeón no tenía muy claros los temas teológicos en disputa, le propinó un largo discurso sobre éstos. Simeón entendió poco o nada. Chelchal escuchaba con una amplia sonrisa, sin entender nada en absoluto, aunque asentía cortés cada vez que el eunuco hacía una pausa. Su gente adoraba los espíritus de los muertos o de la tierra y ocasionalmente al dios de la guerra, dador de la victoria; a él le resultaba considerablemente difícil entender la diferencia entre espíritus, dioses y demonios, ni qué decir de las complicadas distinciones entre la encarnación y la Trinidad. La teología griega le resultaba admirablemente ininteligible y a menudo había pensado en convertirse, si es que alguna vez podía llegar a entender algo. Pero esta conversación lo convenció de que dicho día aún tardaría en llegar. Sin embargo, estaba claro que Marciano debía comprenderlo, y que ese hecho lo había elevado considerablemente en la estima de Pulqueria y eso, pensaba Chelchal, era extraordinario.
Pero todo aquello había sucedido durante la primera semana después de la fuga, cuando Simeón todavía estaba recuperándose de la tortura. Por aquel entonces el mayordomo de la casa solía aparecer dos o tres veces al día, riendo encantado con el último chisme y ofreciéndole al inválido una serie de pociones de sabor asqueroso que en teoría aliviaban sus articulaciones doloridas. Ahora no había noticias, Simeón estaba otra vez bien, e incluso un discurso teológico comenzaba a parecer una diversión interesante. Pero el mayordomo aparecía cada vez con menos frecuencia y no había nada que hacer más que pasearse de un lado a otro de la habitación, mirar el puerto por la ventana y jugar a los dados con Chelchal.
—Tres —dijo Simeón declarando sus tantos con aire adusto.
Chelchal cogió los dados, los movió en la mano y luego los arrojó. Sonrió.
—Seis —replicó contento.
Ésa era la otra cosa irritante de jugar a los dados con Chelchal: casi siempre ganaba. Simeón se levantó, impaciente, y se acercó a la ventana; si ponía la cabeza de determinada manera alcanzaba a ver el puerto del mercado del Pescado. Era un atardecer luminoso con brisa y quedaban sólo dos o tres barcas en la playa, pero las aguas del Cuerno estaban salpicadas de velas que volvían. Un barco avanzaba hacia uno de los puertos de mercaderes cargado de carbón; los remos golpeaban despacio contra el viento y avanzaba sobre las aguas resplandecientes como un gran escarabajo negro. Simeón suspiró.
—¿El viento es bueno? — preguntó Chelchal, contento a pesar del juego abandonado, dando pie al comentario que sabía que Simeón haría. «Este maldito huno está siempre contento —pensó Simeón amargado—. No creo que se haya puesto de malhumor ni una sola vez en toda su vida.»
—Firme del este —respondió—. Les va a dar mucho trabajo sacar mañana del puerto los barcos grandes si el viento se mantiene así. —Se apartó de la ventana: qué importaba el viento. Él ya ni siquiera tenía barca—. ¿Cómo estará Meli? —dijo como si la pregunta importara…
Chelchal se encogió de hombros.
—Está con su madre en el Hebdomón. Ya te lo decí… te lo di–je—. Chelchal le había pedido a Simeón que corrigiera su griego, y luchaba con el pretérito.
—Pero ¿se quedará allí? ¿Vendrá conmigo? Un palacio lleno de mujeres no es un buen lugar para un muchacho.
—Por supuesto que vendrá. Tu esposa también vendrá. Marciano lo di–jo.
—Marciano también dijo que la emperatriz la tiene en gran consideración —le dijo Simeón sintiéndose desdichado—. ¿Querrá ella dejar el Hebdomón?
Chelchal no le encontraba sentido a esas continuas e infructuosas incursiones en el futuro.
—¿Por qué no va a querer venir? —preguntó—. Es tu esposa.
Simeón se recostó, triste, contra la ventana.
—En Tiro nunca fue feliz conmigo. En el Hebdomón tiene todo el trabajo que quiere y, además, el favor de la emperatriz, con todo lo que eso implica en honor y poder. ¿Para qué querría venir conmigo?
—Me sorprendió primera vez que di–jis–te eso, que ella no fue feliz en Tiro —dijo Chelchal impaciente—. Durante todo el camino desde Tiro a Constantinopla ella no dejó de decir «Quiero ir a mi casa, con mi esposo, en Tiro». Berico trató de usarla como una puta; ella pateó a él y salió corriendo. Yo le ofrecí casamiento. «No», me dijo, sin esperar para pensar. «Tengo esposo.» Y cuando yo le decí que estabas prisionero, ella en seguida pensó un plan para liberarte y lo ejecutó. Bien. ¿Cómo puedes decir que no quiere volver contigo?
—Ya no la conozco —respondió Simeón angustiado—. Creo que nunca he entendido nada de lo que le pasaba.
—Nadie entiende a las mujeres —le dijo Chelchal con firmeza—. Nadie entiendendo nunca a las mujeres. No llores.
—Ha entendido —corrigió a Chelchal—. Puede ser. ¿Pero no te das cuenta de que, para colmo de males, he actuado como un tonto? Salí a rescatarla, y es ella la que acaba rescatándome a mí. ¿Cómo puede siquiera respetarme después de aquello, y mucho menos amarme? —Profundamente avergonzado, recordó cuando el carro lo recogió antes del alba aquel día gris, en el puerto de Psamatia. Había estado agotado, llorando por la Procne y por el dolor, incapaz hasta de caminar, después del dolorosísimo viaje a través de la ciudad; los hombres de Marciano lo habían cargado desde la barca y lo llevaron hasta el carro, como a una criatura. Demetria los había ayudado y luego se había sentado junto a él. Estaba pálida pero decidida y, sobre todo, según le pareció a él, muy enfadada. A excepción de unas palabras susurradas con Marciano sobre el plan, no había dicho nada en toda la noche. Le había besado otra vez antes de irse hacia el Hebdomón, pero ¿qué podía significar eso? También había habido un momento, cuando se encontraron, en que a él le pareció que le había mirado como nunca lo había hecho antes, como él siempre había soñado que lo mirara, pero había sido sólo un momento, y él estaba tan aturdido por el dolor y el inmenso alivio, que fácilmente pudo haberse imaginado cualquier cosa—. Ya no sé qué hacer —le dijo a Chelchal desolado—. He perdido mi barca y todo mi dinero, estoy endeudado con uno de tus amigos, no tengo manera de llevarla a casa y ni siquiera de mantenerla aquí, y no quiero ni imaginarme lo que pueda estar pensando de mí.
Frunciendo el entrecejo, Chelchal arrojó los dados al aire y los atrapó.
—¿Tú quieres que vuelva o no?
—¡Claro que quiero que vuelva! De lo contrario ¿por qué iba a estar torturándome todo el tiempo pensando en eso?
—¿Entonces? Está bien que quieras que vuelva. Ella parecía querer lo mismo. Marciano dijo que vendría. Y Marciano te hació una promesa: te va a comprar un nuevo barca, pagará todas deudas tuyas y se ocupará de que quedes bien instalado. ¿Y? ¿Jugamos a los dados?
Simeón se sentó pesadamente y recogió los dados. Llamaron a la puerta y los soltó. El mayordomo irrumpió en la habitación.
—¿Cómo estáis? —preguntó con su voz aguda y dulzona, y dirigiéndoles una gran sonrisa—. ¡Mis queridos amigos, no os imagináis las noticias que traigo! ¡Crisafio ha sido suspendido de su cargo!
La sonrisa de Chelchal se ensanchó tanto que dejó al descubierto los dientes que le faltaban.
—¡Es bueno! Cuéntanos todo.
El mayordomo se sentó en el suelo junto al huno, estremeciéndose de alegría.
—¡Lo sabe toda la ciudad! —exclamó gozoso—. Anoche llegaron a Constantinopla unos enviados del rey Atila y esta mañana el emperador los ha recibido en audiencia. Su sagrada majestad los recibió en el Gran salón del Trono del palacio Magnaura, sentado en un nuevo trono mecánico que le regaló Crisafio… ¿sabéis cuál?, ése que sube en el aire.
—No lo he visto —dijo Chelchal apenado—. Pero oí de él. Es muy bonito, ¿no?
—¡Ah, ni el rey Salomón hubiera podido tener algo tan espléndido! Tiene leones de oro en la base, que rugen y mueven las colas cuando el trono asciende por el aire, y los pájaros de oro de los postes para las lámparas cantan. Crisafio podría haber provisto una docena de iglesias con lo que costó ese trono. Pero a los bárbaros les impresiona mucho, con todo respeto, por supuesto. Pero la cuestión es que a los enviados de Atila no los impresionó. ¿Para qué creéis que habían venido?
Chelchal y Simeón negaron con la cabeza. Como el mayordomo, no tenían ni idea de las complejidades del plan de Pulqueria.
—¡Parece —dijo el mayordomo sin aliento por el entusiasmo— que Crisafio intentó sobornar a uno de los enviados que vinieron el año pasado para que matara al rey de los hunos!
Se hizo un silencio. Chelchal se llevó la mano a la daga, lleno de envidia.
—Pero no funcionó —dijo y soltó la daga desilusionado.
—No. Eligió mal al asesino; el enviado le contó todo a Atila y le dio el dinero con el que Crisafio lo había sobornado. ¡Cuando esta mañana los nuevos enviados fueron introducidos en la sala de audiencias, uno sacó la bolsa que había contenido el soborno, la arrojó a los pies del gran chambelán y le preguntó si la reconocía!
—¡Dios inmortal! —susurró Simeón.
La sonrisa del mayordomo se hizo más amplia.
—No podía inventarse ninguna excusa. El enviado entonces se volvió a su sagrada majestad y le reveló todo el plan. ¡Y entonces —la sonrisa desapareció—, le espetó un discurso vil, vulgar y sacrílego al mismo augusto, injuriándolo y diciendo que era un esclavo perverso, por conspirar en secreto contra su amo! ¡Su amo! ¡Atila! ¡Como si el religiosísimo augusto no fuera señor del mundo y el elegido de Dios! Nuestro sagrado emperador se retiró muy compungido y les dijo a los enviados que hablaría con ellos después de comprobar la veracidad de las acusaciones. ¡Pero ha suspendido a Crisafio de su cargo hasta que se aclare su conducta! —La sonrisa volvió a aparecer y a desaparecer con la misma rapidez—. Aunque en la ciudad dicen que Crisafio no tendrá dificultades en convencer incluso al augusto de que el plan de matar a Atila era bueno y virtuoso, y que lo único a lamentar es que haya fracasado.
Chelchal mostraba otra vez la dentadura incompleta.
—Pero tu señora… ella va… fue… a ver al rey Teodosio, ¿no? Le contará todas las maldades de Crisafio, ¿no?
—Mi señora, en efecto, ha estado consultando con el sagrado augusto durante toda la tarde —respondió el mayordomo sorprendido—. Pero no creo que haya pruebas… es decir… —Se detuvo—. ¿Tú sabes algo de esto?
Chelchal se encogió de hombros sin dejar de sonreír.
—Marciano lo sabe, creo. Sabe por Nomos, pues ayudó a registrar su casa. Es bueno. —Dirigió la sonrisa a Simeón—. Es muy bueno. Creo que veremos a Marciano mañana, tal vez, y se nos permitirá volver a la ciudad. —Sonrió y las cicatrices se unieron en nudos, o al menos eso le pareció al irritable Simeón; estaba tan satisfecho con su impecable uso del verbo permitir como con la perspectiva de recuperar la libertad.
La predicción de Chelchal fue correcta: al día siguiente por la tarde, llegó Marciano.
No se parecía mucho al soldado sencillo y práctico que Simeón había conocido en Tiro. Vestía una túnica larga, blanca y dorada, y un manto blanco con la estrecha franja vertical púrpura del rango senatorial; parecía un noble romano de épocas anteriores, más austeras. Lo primero que hizo al entrar en la habitación fue sentarse en el diván junto a la ventana y levantar los pies con un aire de agotamiento que no era característico en él.
—¿Has hablado hoy con el rey Teodosio, señor? —preguntó Chelchal con una sonrisa confianzuda.
Marciano lo miró secamente.
—He estado presente en una audiencia, sí —dijo con un extraño deje de recelo en la voz. Miró a Chelchal y entonces pareció tranquilizarse—. Crisafio ha sido depuesto de su cargo —añadió como de pasada—. El augusto le ha permitido retirarse a su casa en la ciudad y le ha dado el título de gran chambelán a Ireneo, antiguo tesorero de los bienes reales. La augusta Pulqueria lo eligió como el único eunuco del personal de su hermano capaz de… cumplir con sus obligaciones correctamente.
—¿Eso quiere decir el menos proclive a permitirle a Crisafio tener acceso al emperador? —preguntó Simeón.
Marciano negó con la cabeza.
—No, en realidad, el menos arrogante. Ninguno de los otros chambelanes quería a Crisafio. En cuanto vieron que había perdido su poder se abalanzaron para revelar algún que otro delito menor en los que él los había involucrado. Me dio pena ese desgraciado. Si me hubieran encomendado su castigo, lo habría hecho decapitar de inmediato, no se puede confiar en ese hombre a menos que esté muerto, pero me dio pena. Lloró como una niña y le rogó al augusto que no lo despidiera.
—¿Pero el augusto lo echó? —preguntó Chelchal con ansiedad.
—Lo echó —dijo Marciano asintiendo—. No podía hacer otra cosa. Ayer le dimos las pruebas y hoy todo ha sido corroborado por los archivos del propio Crisafio. Desfalco, aceptación de sobornos, exacción de impuestos por medio de amenazas, venta de oficios (eso casi no cuenta, por supuesto, aunque casi todo era ilegal), conspiración para pervertir la justicia en múltiples ocasiones, tanto para dejar libre a un culpable como para castigar a un inocente que lo había ofendido, simonía, uso indebido de las oficinas sagradas, en especial de agentes in rebus, y ocultación de información dirigida a su amo. Esto último, creo, fue lo peor de todo. Tenía un archivo de cartas dirigidas al emperador por la ex emperatriz Eudoxia. El augusto nunca las había visto. Ahora no le van a servir de nada a la pobre mujer, pero su esposo se retiró a llorar al leerlas. No, ni siquiera Teodosio quiere quedarse con Crisafio ahora. Ha perdido su cargo para siempre y sus finanzas serán investigadas durante mucho tiempo. Ahora todo está más o menos terminado.
—¿Iremos a luchar contra Atila, señor? —preguntó Chelchal contento.
Marciano sonrió pero negó con la cabeza.
—No será tan pronto como yo esperaba. Había exagerado la rapidez con que puede alistarse el ejército; las tropas están en un estado lamentable. Necesitaremos unos meses para reclutar y adiestrar más hombres antes de arriesgarnos a una guerra. Pero, amigo mío, utilizaré tu ayuda para la instrucción. Quiero que les cuentes a los reclutas cómo pelea tu gente. Los enviados de Atila aún esperan la respuesta del emperador a su queja. Piden la cabeza de Crisafio, mil libras de oro además del canon anual y la devolución de todos los desertores hunos. Vamos a enviar a algunos enviados para hablar con Atila. Le ofreceremos pagar el tributo habitual y no cerrar los mercados si retira a toda su gente del norte del Danubio y se olvida de los desertores y de Crisafio. ¡Veremos qué responde a eso! La diplomacia nos hará ganar un poco de tiempo. A propósito, vamos a enviar a Nomos como principal negociador; la augusta cree que es muy hábil para las intrigas. —Volvió a sonreír.
—¡Es bueno! —exclamó Chelchal—. Es muy bueno. La guerra empezará este año, ¿no?
—Este año o el próximo —dijo Marciano—. Espero que el próximo, pues para entonces tendremos más probabilidades de ganar. Pero no he venido aquí a hablar de la guerra contra los hunos. He venido para deciros que Crisafio ya no detenta ningún poder, ni tampoco sus agentes y seguidores, y que ya no hay razones para que vosotros dos permanezcáis ocultos. Probablemente hayáis oído que se había ofrecido una recompensa a quien aportara noticias sobre vosotros, pero se ha retirado. Chelchal, si sigues queriendo servirme, estoy dispuesto a darte el rango de jefe de mi guardia; el sueldo es de treinta y cinco sólidos al año, más gratificaciones. ¿Es aceptable para ti?
—Es bueno, señor —dijo Chelchal con su acostumbrada sonrisa—. Mejor que el de Eulogio.
—Yo elijo a mis hombres con más cuidado que él —respondió Marciano—, y cuando encuentro alguno de mérito, creo que lo valoro y lo recompenso mejor que él. Me gustará tenerte, Chelchal. Bien, entonces, enviaré a mi segundo, Dalmacio, a que venga a buscarte mañana por la mañana. —Aspiró hondo y miró a Simeón. Simeón le devolvió la mirada, débil y silenciosamente—. Tu posición es más complicada —le dijo Marciano tras una pausa—. Técnicamente eres un esclavo del Estado y deberías ser devuelto al taller en Tiro como fugitivo. Yo soy de la opinión de que mi promesa hacia ti exige que me asegure de que, por lo menos, no te quedes en peor situación de la que estabas cuando te conocí. Con tiempo, podría arreglar que tu procurador considerara tu ausencia con indulgencia, y puedo reemplazar la barca y el dinero que perdiste viniendo a Constantinopla. La augusta ha prometido liberar a tu mujer y a tu hijo; podrías irte a tu casa en cuanto hayas hecho los arreglos necesarios para el viaje. Sin embargo, hay otra posibilidad que espero que consideres. Tengo la impresión de que tus habilidades se están desperdiciando en la pesca de púrpura.
—¿Por qué? —preguntó Simeón cortante—. Hay muchos hombres que me envidiarían; es un buen trabajo. Y a mí me gusta.
—No eres muy buen esclavo —le replicó Marciano igual de cortante—. Pero has demostrado un grado de coraje, ingenio, fuerza de voluntad e independencia que serían de considerable valor en un soldado o, aunque sé poco de la armada, en un marino. Yo preferiría emplear esas cualidades en defender al Estado y no desperdiciarlas pescando moluscos. Podría obtener tu emancipación y conseguirte la capitanía de un pequeño navío de guerra. Ahora, en el nuevo gobierno tengo influencia, y… y se me ha dado a entender que mi influencia pronto se desarrollará desde un cargo elevado. La augusta considera que podría trabajar conmigo. Necesitaré hombres en quienes pueda confiar en todos los servicios y, por supuesto, los ascenderé y recompensaré a medida que me demuestren sus méritos.
Simeón guardó silencio unos instantes.
—Quiero irme a casa —dijo por fin cansado—. ¿Qué sé yo de la armada, o de personas que ocupan altos cargos? Tú me pareciste muy elevado y poderoso, como representante de Aspar, ¿para qué necesitaría yo los favores de un jefe del ejército, o cualquiera que sea el nuevo título que te han prometido? ¡Estoy cansado de intrigas, conspiraciones y guerras, no quiero tener nada más que ver con los dueños del mundo! Quiero irme a mi casa; quiero que todo sea como era antes, y eso ya es imposible. Has dicho que podrías reemplazar mi barca, pero eso tampoco es posible. Ninguna barca podría reemplazar a la Procne; he pasado la mitad de mi vida en ella y ahora está en el fondo del puerto de Psamatia. Mi esposa y mi hijo serán liberados, pero casi no sé qué decirle a Demetria y, en cuanto a mi hijo, me ataron y golpearon en su presencia y no sé qué piensa ahora de mí, pero no será lo mismo que pensaba hace un mes. Si ahora vuelvo a Tiro… Dios mío, ¿qué puedo decirle a la gente? ¡Allí estaría, con mi nueva barca, mi esposa propiedad de una emperatriz, una bolsa llena de tu dinero y un documento suscrito por los augustos mismos ordenándole al procurador que no me golpee! Ya no tengo un lugar allí. ¡Seré un extranjero entre los míos; todos mis antiguos amigos me dejarán de lado y no me hablarán hasta que yo les dirija la palabra!
Marciano suspiró.
—Estás enfadado —observó—. Confiaste en mí y te fallé. Lo siento; estoy tratando de compensarte lo mejor que puedo.
—Oh, te creo… y lamento lo de tu casa y los problemas que les causé a tus esclavos. Pero tu hombre, Paulo, ni siquiera intentó ayudarme. Tenía hombres y dinero, pero no hizo nada en absoluto. ¡Creyó que estaba por encima de un par de esclavos del Estado, que no valía la pena arriesgar un dracma, y mucho menos la posibilidad de problemas entre su persona y las autoridades!
—No tenía mucho tiempo —objetó Marciano tranquilo—. Me informó de lo que le había sucedido a tu esposa, aunque su carta viajó más lenta que ella, e intentó seguir a Eulogio y asegurarse de que no le hacían daño. Estoy de acuerdo en que podría haberte recibido con más atención, haberte explicado la situación con más cuidado y haber hecho más para ayudarte; le he reprendido por aquello, pero era muy poco más lo que podría haber hecho por tu esposa con el poco tiempo del que disponía. ¿Considerarás mi ofrecimiento?
Simeón frunció el entrecejo. Buques de la armada imperial, trirremes esbeltos y delgados con sus hileras de remos resplandecientes al sol, las velas adornadas con dragones y águilas y proas recubiertas de bronce reluciente como el oro, habían visitado alguna que otra vez Tiro y, de niño, los había admirado enormemente. A medida que creció, había aprendido a despreciar cualquier barco que no pudiera navegar contra el viento y desdeñaba las cubiertas poco profundas de los trirremes, tan propensas a llenarse de agua en una tormenta. Pero en lo más profundo de su corazón todavía los amaba. Tenían velocidad y belleza; venían de otro mundo, más sofisticado que el suyo. Como pescador de púrpura, a lo máximo a que podía aspirar era a un lugar en el consejo de la ciudad, a menos que lo rechazaran por esclavo, y a un modesto grado de comodidad en su casa y de respeto de sus conciudadanos. Un capitán de navío exitoso podía aspirar a mucho más. Sí, pero ¿qué tipo de vida se llevaba en la marina? Meses, incluso años alejado de casa, la soledad y los viajes largos, el peligro no sólo de las tormentas y de los vientos contrarios, sino de los enemigos: las embestidas, los incendios, la muerte. Él no quería más peligro; quería paz. Y, sin embargo, pensar en una capitanía…
—¿Qué tipo de buque? —preguntó.
—Sé muy poco de barcos. Hay unos, como los que usábamos en el Danubio, con una tripulación de alrededor de una docena de hombres, que navegan a vela y a remo y que son muy maniobrables. Los hombres los llamaban cazadores de ranas. Eran muy valiosos para que un general explorara una porción de territorio o para llevar mensajes, porque podían viajar hasta casi cualquier parte independientemente del tiempo que hiciera. Hay otro tipo de barcos que utilizan en el mar Mediterráneo, un poco más grandes pero parecidos a aquéllos; creo que se llaman «corredores». Pensaba en uno de ésos.
Simeón se pasó una mano por el pelo. Había visto los «corredores» en el viaje desde Tiro, y los había admirado. Eran una especie de cruce entre un trirreme y un barco pesquero de vela cuadrada. «Se le puede colocar fácilmente una vela latina en el palo de trinquete —pensó—, y navegar contra el viento; la quilla es lo bastante profunda como para sostener la tensión. Es un barco muy bonito, además, con esas proas altas.» Contra su voluntad comenzó a imaginarse dueño de uno, viendo cómo navegaba, aprendiendo a utilizar los remos; se obligó a detenerse.
—No quiero rechazar tu oferta —dijo por fin—, pero no puedo aceptarla. Necesito tiempo para pensar.
Marciano extendió las manos con un gesto de resignación.
—Puedes tomarte tu tiempo, por supuesto. No hay prisa. Quédate aquí quince días más, creo que la emperatriz dijo que podías quedarte con tu esposa todo el tiempo que quisieras. La augusta enviará a Demetria aquí mañana por la mañana, con el niño. Háblalo con ella y comunícame tu decisión cuando la tengas.
En realidad, fue un cortejo largo y magnífico el que llegó a la casa a la mañana siguiente: la emperatriz Pulqueria había decidido visitar la iglesia que había fundado en Blanquerna para la Santísima Virgen María, y se detuvo en su mansión de la ciudad para descansar a medio camino. Simeón, liberado de las tres habitaciones que daban al Cuerno, vio desde una ventana alta cómo el carruaje entraba en el patio, seguido y precedido por los relucientes soldados de la guardia imperial. Chelchal ya se había ido. El principal guardia de Marciano lo había recogido esa mañana temprano. Simeón se sorprendió despidiéndose del bárbaro con tanta calidez y tanta pena, como si se tratara de un viejo amigo íntimo.
—Vas a aceptar barco de Marciano, ¿no? —había dicho el huno estrechándole afectuosamente la mano a Simeón y mostrando el agujero dejado por un diente—. ¿Vas a entrar en la marina? Eres hombre valiente, para haber hecho por mar un recorrido tan largo en ese barco tan pequeño; no es bueno que te quedes como esclavo cazando peces. Te veré en la ciudad; vendré a comer a tu casa a enseñarle a tu hijo a usar las boleadoras. Será un gran guerrero cuando sea mayor. ¿Está bien?
—Puede ser —había respondido Simeón devolviéndole la sonrisa—. Ya veremos. ¡Buena suerte!
«Puede ser —pensaba ahora, mientras los guardias imperiales desmontaban y formaban firmes y el mayordomo corría hacia la puerta del carruaje dorado y la abría—. Pero no quiero ese barco en la armada. Quiero vivir en paz con mi familia. Ojalá pudiera creer que es posible volver a casa, pero no es así.»
El mayordomo se postró sobre las baldosas mientras la emperatriz, una figura fuerte y enjuta espléndidamente ornamentada en púrpura y oro, descendía con dignidad del carruaje. Simeón permaneció junto a la ventana, observando. Al momento, otra anciana descendió del carruaje, ésta vestida de negro: la chambelán de la emperatriz. El mayordomo se levantó y comenzó a guiar el camino de su señora hacia la casa. Sólo cuando las personas importantes habían desaparecido hubo otro movimiento ante la puerta del carruaje: bajó otra mujer, una mujer joven con un manto de lana rosa. Se detuvo y ayudó a bajar a un niño pequeño. Miraron inseguros a su alrededor y la mujer cogió al niño de la mano y siguió a la emperatriz dentro de la casa.
Simeón sintió un doloroso nudo que le apretaba la garganta. Era difícil moverse; las rodillas le temblaban. Se apartó de la ventana y bajó a ciegas la escalera hacia la magnífica sala de recepción en la planta baja. «¿Qué le diré? —se preguntó—. ¿Habrá entrado en la sala de recepciones, con la emperatriz, o estará buscándome? ¿Quiere esto, me quiere a mí, o me desprecia y ha venido sólo por su sentido del deber?»
Ella no había entrado en la sala de recepciones; esperaba fuera, hablando muy seria con una de las esclavas de la casa. Él se detuvo al pie de la escalera, para mirarla: el cabello, castaño y oscuro a la luz del interior de la casa; el rostro, más delgado de lo que él lo recordaba; el cuerpo, sensual, grácil y suave, bajo el manto rosa con flores tejidas en el borde, echado sobre un hombro. Melecio miraba a la esclava, solemne, ansioso y mucho más reconocible. Miró a su alrededor y vio a su padre. Durante un momento no supo de quién se trataba, pues sólo vio a un hombre al final de la escalera, pero de pronto lo reconoció y su rostro se iluminó como una antorcha.
—¡Papá! —gritó, se soltó de su madre, salió corriendo sobre el suelo de mosaico del vestíbulo y abrazó a su padre como la ola de una tormenta, mitad abrazo y mitad golpe.
—¡Meli! —exclamó Simeón, arrodillándose para recibirle e incorporándose con el niño entre sus brazos.
—¡No te han matado! —dijo Melecio agarrado a su padre—. Mamá me dijo que no te habían matado. ¡Le han cortado una mano al malo de Eulogio! ¡Se ha ido para siempre, y mamá me dijo que los tres íbamos a estar juntos otra vez! ¡Y es cierto! Estamos juntos, ¿no?
—Sí, estamos juntos —respondió Simeón. Demetria se había aproximado y él la miraba por encima de la cabeza de su hijo. Ella también lo observaba, sin sonreír.
«He esperado tanto este momento —pensó ella—. He imaginado tantas veces cómo sería, y ahora no sé qué decir. No me había dado cuenta de cuánto ha cambiado todo. ¿Sigo siendo la misma mujer a la que él amaba en Tiro? ¿Estará enfadado conmigo? Le he costado tanto: meses de viaje, todo nuestro dinero, la tortura por mantener silencio, la Procne y creo que también su orgullo. Y el futuro sigue siendo un misterio. Pero estamos juntos, el hombre que me amaba y yo. ¿Qué puedo decirle?»
—Tienes mejor aspecto —le dijo—. Pero ¿cómo estás? ¿Se te han curado las heridas?
—Sí, casi completamente —respondió él, aferrándose ansioso a cualquier palabra que acortara la distancia que los separaba—. Aunque alguna que otra vez siento pinchazos.
Se miraron. Melecio le dio un beso a su padre.
—Pero estás mucho mejor, ¿no? —preguntó contento.
—Sí, Meli, estoy mejor —respondió Simeón paciente, y le acarició el cabello al niño sin apartar la mirada de Demetria.
—Me han emancipado —le dijo ella bruscamente—. Ahora soy una mujer libre… la augusta mandó redactar la escritura. Y ahora es mi protectora, no mi ama.
—Oh. —«La mujer emancipada por la emperatriz», pensó con un vuelco del corazón. «Casi un título: "La emancipada por la emperatriz". ¿Qué puede hacer una mujer así en un taller de Tiro?»—. ¿Qué significa eso? —preguntó vacilante—. Si yo sigo siendo esclavo, ¿tu condición volvería a la mía?
—No lo sé, no lo pregunté. —Ella vaciló—. La emperatriz me dijo que si nos quedamos en Constantinopla me inscribirá como miembro del gremio de tejedores y podré trabajar por dinero. Me dijo que podía conseguirme encargos en seguida.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó él.
Ella bajó la mirada. Había tratado de imaginárselo. Una tejedora de seda con los favores de la emperatriz podía poseer un gran piso o una pequeña casa en la ciudad, más tres o cuatro esclavas para cuidarla; obtendría encargos sólo de los más adinerados de la resplandeciente nobleza de Constantinopla; viajaría en una litera para ir a comprar seda directamente de los importadores, y negociaría con ellos y con otros miembros del gremio los precios y provisiones con un tono aburrido y superior. Le parecía una manera de vivir tan extraña, tan diferente de todo lo que había sido y conocido, que en todas sus fantasías no había podido imaginarse a esa tejedora con su rostro. Sin embargo, la idea de la libertad, de no ser esclava de nada ni nadie, sin un capataz al que agradar, ni un procurador de qué hablar, pudiendo aceptar o rechazar un encargo y proyectarlo ella sola… era de un atractivo casi irresistible.
—No lo sé —repitió—. Es… difícil imaginarse de vuelta en Tiro, después de tantas cosas. No sé si podría encontrar un lugar en el taller, aunque lo echo de menos.
—Marciano me ofreció la libertad —dijo él— y la capitanía de un pequeño barco en la armada. Puedo elegir entre eso o volver a Tiro.
—Ah —dijo ella, como había susurrado él antes, observando su rostro como él observaba el suyo, nerviosa y dubitativamente—. ¿Qué harás?
—Aún no lo he decidido. Quería verte primero. ¿Quieres quedarte aquí? Quiero decir, ¿quieres volver conmigo?
—¡Sí, desde luego! —Ella abrió los ojos, vividamente verdes en su rostro pálido. «¿Sorprendida?», pensó él sin aceptarlo del todo. «¿Puede ser que se sorprenda de que se lo pregunte?»
—¿Desde luego? —preguntó él probándola con temor.
—He estado rogándole a la augusta que me enviara contigo desde que me entregaron a ella. No he querido otra cosa. ¿Qué piensas que quería?
—No lo sé… quedarte con ella, tomar el hábito tal vez. Demetria, yo sé que en realidad nunca quisiste casarte; sólo me aceptaste para librarte de los otros. Si alguna vez tuve algún derecho sobre ti, ya debo de haberlo perdido. He hecho todo mal desde que te ordenaron hacer aquel maldito manto. No tienes por qué mentirme. Soy un hombre, si no quieres quedarte conmigo, podré soportarlo.
Ella negó con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas. Simeón estaba serio, la miraba de aquella manera intensa que había recordado tan a menudo. «¿Y por qué va a creer que lo amo? —se preguntó—. No lo amaba antes. ¿Por qué va a confiar en mí, quererme, amarme, si todo lo que le he dado en el pasado ha sido frustración y dolor? Pero me quiere, aunque sólo signifique más dolor para él, me quiere. Ha hecho una oferta generosa de lo último que yo querría sobre la tierra, pero está aterrado de que yo acepte. Es tonto, como dice Pulqueria, ¡gracias a Dios que lo es!»
—Sé que no he sido muy buena en el amor —le dijo, esforzándose por mantener la voz serena—. Lo sé… pero he aprendido. Puedo seguir aprendiendo… a amarte.
Los ojos que se encontraron con los de Simeón no tenían la mirada que él siempre había recordado, la quietud calma y silenciosa. La intensidad de la mirada era la misma, pero él nunca había visto esta expresión en su rostro, y era, inequívocamente, amor. Simeón bajó a Melecio, la abrazó y la besó. No hubo frialdad, no hubo una obediente resignación; ella le rodeó con sus brazos y le besó. Él se apartó y la miró, parpadeando asombrado. «¿Por qué? —pensó—. ¿Por qué ahora, que lo he hecho todo mal? ¿Por qué me da por nada lo que durante tanto tiempo y con tanto esfuerzo traté de ganarme? Chelchal tenía razón: es inútil intentar siquiera entender a las mujeres. ¡Loado sea Dios!»
Melecio cogió a sus padres del brazo y tiró de ellos.
—¡Yo también quiero un beso! —dijo.
Los dos rieron, aliviados de alejar las lágrimas y la pasión demasiado fuerte del reencuentro; y los dos se agacharon para levantarlo y besarlo, de modo que él les sonrió, orgulloso y feliz: el mundo estaba otra vez en orden, con sus padres y él en el centro. Entonces se oyó una palmada y, al volverse, se encontraron con la dama de compañía de Pulqueria que esperaba, con gesto de desaprobación, en la puerta de la sala de recepciones.
—La sagrada augusta desea hablar con vosotros —dijo—. Con los dos.
Pulqueria estaba reclinada en el diván dorado de la sala, flanqueada por su secretaria y otra de sus damas de compañía; el mayordomo estaba detrás de ella, atento y orgulloso, y a su lado tenía una mesa cubierta de exquisiteces y buen vino, todavía sin probar. Hizo disimuladamente un gesto burlón con los labios al verlos entrar juntos, con el niño dando saltos de alegría entre sus padres y haciendo la postración ritual como si fuera parte de un juego.
—Bien —dijo Pulqueria cuando estuvieron otra vez en pie. Miró con ojos críticos a Simeón—. Tú eres el hombre que ha causado tantos problemas.
Simeón se inclinó.
—Augusta, hice lo que creí que era correcto —respondió él, sintiendo la inmensa felicidad recién encontrada—. Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora me lo habría guardado para mí solo, pero lo desconocía, y finalmente el asunto no ha causado gran perjuicio ni a Marciano, ni a Aspar ni al Estado.
—Es decir, a mí —terminó ella secamente—. Supongo que tienes razón. Bien, tienes una esposa leal e inteligente; si no la tratas bien te harás merecedor de cosas peores de las que ya has sufrido. Creo que Marciano te ha hecho una oferta sumamente generosa para tu futuro; supongo que la habrás aceptado.
—No lo ha decidido aún, señora —se apresuró a decir Demetria—. Por mi parte, sólo puedo aceptar tu bondadoso ofrecimiento si él acepta el de Marciano.
Pulqueria frunció el entrecejo.
—¿Y por qué no lo ha decidido? Se te ofrece la opción entre la esclavitud y la libertad, hombre: ¿en serio quieres elegir la esclavitud y arrastrar a tu esposa contigo? Si se queda en la ciudad tengo trabajo para ella, un empleo adecuado a su arte. ¿Te obstinas en volver a Tiro y llevártela contigo?
Simeón tragó saliva y miró a Demetria.
—Tenemos una casa en Tiro, amigos, familia… —Miró a la augusta. «Aquí estoy, discutiendo con una emperatriz— pensó incrédulo. —Conoce a mi esposa, sabe mi nombre y tiene expectativas con respecto a mi vida.»
Tuvo una visión más reveladora que cualquiera de las palabras que ella le había dicho: no había vuelta posible. No habría posibilidad de recuperar el lugar dejado en Tiro. Sería incapaz de soportar la tensión provocada por las miradas de reojo de los otros pescadores, la desconfianza de los capataces y el cauteloso favoritismo de los procuradores. Demasiadas cosas habían cambiado a su alrededor para continuar con la vida que habían llevado antes. Tendrían que empezar una nueva vida juntos.
—Supongo que podríamos escribirles —dijo débilmente para terminar.
La emperatriz se reclinó en su asiento satisfecha.
—Excelente. Has tomado la decisión correcta. Demetria, deseo encargarte un manto en seguida. Comienza a trabajar en él en cuanto puedas: es urgente. Tendrás unos meses para terminarlo, tal vez menos. Es para el hombre a quien he elegido como colegario de mi hermano.
—Sí, señora —dijo Demetria inclinando humildemente la cabeza—. ¿Puedo preguntar si éste se hará con la aprobación de tu hermano?
Ella esbozó una sonrisa seca.
—No temas, éste será completamente legal, y hecho con mi autoridad, que es suficiente para darte garantías, incluso contra mi hermano. Pero no, mi hermano no sabe todavía que le he elegido un colegario, y es posible que tenga que darle tal título sin su consentimiento. Pero si es necesario, puedo hacerlo y lo haré. Sí. El manto será púrpura, un paludamentum, con dos piezas de tapiz, uno que represente al rey David derrotando a los filisteos y el otro al rey Salomón en su trono, en toda su majestad. Manténlo en secreto hasta que esté terminado, muchacha.
Demetria alzó la mirada y se encontró con los ojos cínicos y astutos de Pulqueria. La emperatriz se divertía, completamente consciente de la ironía de lo que estaba haciendo: encargar un manto, otro manto, que sería tejido en secreto. Junto a ella, Simeón mostraba una expresión obstinada y estaba agitado, como enfadado. Demetria se sorprendió sonriendo.
—¿Y las medidas, señora? —preguntó—. ¿De qué largo debe ser?
—Tendrás que consultar a Marciano —respondió Pulqueria con satisfacción.
—¡Marciano! —exclamó Simeón.
—Es el adecuado —respondió la augusta—. Ortodoxo y capaz, y en la actualidad muy respetado por el Senado y el ejército. He hablado con él y ha aceptado mi propuesta. —Recogió sus ropas púrpura, se levantó y buscó con la mirada a su secretaria—. Eunomia, encuéntrales a Demetria y su familia un piso en la ciudad, un lugar amplio y apto para una trabajadora cualificada y que pueda albergar un telar. Consigue uno en palacio, y también la seda que vaya a necesitar. Quiero que empiece con esto lo antes posible. Demetria, Simeón, podéis quedaros aquí, en mi casa, hasta que Eunomia os haya encontrado un lugar apropiado. Ahora me iré a mi iglesia en Blanquerna a dar las gracias a la Virgen por haber escuchado mis plegarias y haber vencido al enemigo del buen gobierno y la verdadera religión; pero vosotros podéis quedaros aquí, pues no me cabe duda de que tenéis mucho que contaros.
La emperatriz salió de la habitación, seguida por su séquito de acompañantes y guardias, y los dejó a los tres solos. Demetria se volvió a Simeón.
—¡Marciano será emperador! —repitió Simeón incrédulo—. Mi superior… —Se interrumpió—. Superior —repitió despacio—. Ahora hablo como corresponde: superior y subordinado. La transferencia de poder. ¡Yo no quería nada de esto!
—Yo no quería tocar otro manto púrpura en la vida. Pero parece que lo haré.
—Pero esta vez no será un manto malo, ¿verdad? —preguntó Melecio preocupado.
—No, Meli, será un manto bueno —le dijo Demetria. Pero estaba triste. No se repetiría el ciclo de intriga y violencia, pero no era garantía de seguridad. Otras cosas podían suceder: otras conspiraciones, otras guerras.
«Pero supongo que en Tiro también pueden pasar cosas —pensó—. Después de todo, allí empezó. Y aunque no hubiera más intrigas, tendría los riesgos de siempre: procuradores lujuriosos, tormentas en el mar que destrozan barcas y hombres, enfermedades, muertes por parto. No hay garantía de seguridad en ningún lado; simplemente somos más o menos conscientes de los riesgos que nos acechan en cada momento de nuestras vidas.»
Cogió la mano de Simeón y él se la apretó mientras se volvía hacia ella para observarla.
—Podemos acostumbrarnos —le dijo ella—, con el tiempo.
—Supongo —respondió él. Y mirándose, igualmente titubeantes, sonrieron.