XI

A la mañana siguiente, Pulqueria tomaba un frugal desayuno después de las primeras oraciones, cuando apareció Teonoe muy agitada.

—¡Señora! —exclamó la anciana, que llegó corriendo, se tendió en el suelo junto a la mesa del desayuno, se incorporó hasta quedarse de rodillas y añadió—: ¡Señora! ¡Tu esclava Demetria se ha ido!

—¿Se ha ido? —repitió Pulqueria alarmada. Dejó sobre la mesa una hogaza de pan tosco. Todavía era temprano y ella sólo llevaba la túnica y unas medias negras; los finos cabellos grises le caían, como si hubieran llovido sobre sus hombros huesudos—. ¿Estás segura?

—Sí, señora. A Ágata la ha despertado su hijo, que está histérico. El niño dice que su madre se fue anoche diciendo que iba a ver al hombre de Aspar, Marciano, pero no ha vuelto. El niño cree que está muerta.

—¡Ay, qué estupidez! —exclamó Pulqueria apasionadamente dando un golpe sobre la mesa—. ¡Santa María, dame paciencia! ¡Qué muchacha tan tonta! ¡Cómo pude haber sido tan estúpida… por supuesto, se fue detrás del imbécil de su marido, cualquiera se hubiera dado cuenta de que era lo que iba a hacer! Teonoe, ve a buscar a Eunomia y a Mario, del cuerpo de mensajeros, ¡en seguida! ¿Dónde hay un pergamino? Tengo que enviar algo a Marciano a ver si podemos impedir esto… ¡gracias a Dios que a esa chica no se le ocurrió ir directamente a ver a Eulogio, como el idiota del marido!

Había escrito un mensaje breve pero imperioso a Marciano, se lo estaba entregando al más rápido de sus mensajeros cuando apareció la dama de compañía que hacía las veces de chambelán esa mañana.

—Señora —dijo después de postrarse—, acabo de ser informada de que Flavio Marciano está en la puerta con una de tus esclavas, solicita permiso para ser admitido ante tu serena presencia.

Pulqueria cerró los ojos un momento y exhaló un suspiro de alivio no muy sereno.

—Virgen Santísima, Madre de Nuestro Señor Jesucristo, gracias —dijo con fervor. Se hizo la señal de la cruz, abrió los ojos y miró el pergamino que tenía en la mano—. No te necesitaré, Mario —le dijo al mensajero—. Puedes volver a tus habitaciones a esperar mis órdenes. —El mensajero hizo una reverencia y ella se volvió hacia su dama de compañía—. Haz entrar a Marciano de inmediato. Le recibiré en el salón azul en cuanto termine de vestirme.

No hacía más que un momento que Marciano y Demetria esperaban cuando la soberana augusta hizo su entrada, envuelta en su manto negro y con la cabeza descubierta, con los finos cabellos recogidos en la nuca y sujetos sin mucho esmero. La seguían su chambelán, Teonoe y la secretaria. Los dos suplicantes se postraron de inmediato. Pulqueria los miró con el entrecejo fruncido y se sentó entre un silencio gélido.

—Bien —dijo, acomodándose con firmeza en el trono—, Demetria, te has ganado unos azotes cuando todo lo que has obtenido ha sido escaparte, aunque me temo que ésa sea la menor de tus ofensas. ¿Puedo saber el daño que se le ha hecho a nuestra causa, Marciano?

Marciano se inclinó.

—Nuestra causa no ha sufrido ningún daño, emperatriz.

Ella resopló.

—Me quedo profundamente aliviada. Esperaba que tuvieras el buen sentido de no dejarte arrastrar en ninguna empresa no aprobada, pero no me atrevía a confiar demasiado.

¿Mi esclava fue a verte y te pidió ayuda para liberar al idiota de su marido?

—Así es, emperatriz. Me dijo también que te habías negado a ayudarla en este asunto, y que le habías explicado por qué. Entonces ella me explicó un plan que había ideado para liberar a su esposo sin implicar a tu sagrada majestad y, como me pareció un buen plan, lo adopté, modificándolo ligeramente en interés de nuestra seguridad, y lo hemos llevado a cabo.

Pulqueria lo miró atónita. Le echó una rápida mirada a Demetria.

—¿Dónde está el hombre? —preguntó tras un momento de silencio.

—En mi casa, oculto —respondió Marciano con calma—. Permíteme asegurar a tu sagrada majestad que estoy completamente satisfecho porque nada de lo que hicimos anoche amenaza la seguridad de nuestro plan. Crisafio creerá que el prisionero de Eulogio sobornó a sus guardias y escapó, solamente castigará a Eulogio. En cuanto a Simeón, le había hecho una promesa y he hecho lo posible por cumplirla, pero devuelvo la esclava de tu providencia, dado que no debo robar a aquéllos a quienes profeso obediencia.

Pulqueria le dirigió a Demetria una mirada fulminante y clavó los ojos en Marciano.

—Dime exactamente qué ha pasado —le ordenó—, y permite que juzgue por mí misma sobre el tema de la seguridad.

Marciano no se movió mientras ordenaba sus pensamientos, luego levantó los ojos, se encontró con los de la emperatriz y comenzó su narración.

—Tu esclava Demetria me dijo que casi todos los guardias de Eulogio eran susceptibles al soborno pero que uno, un huno, no sólo mantenía buenas relaciones con ella sino que además estaba profundamente descontento con su posición al servicio del agente. Me dio a entender que él estaría dispuesto a ayudarnos, siempre que se le asegurara que no sería devuelto al rey Atila como desertor si lo hacía; Demetria añadió que odiaba al rey de los hunos y que estaría dispuesto a pelear en una guerra contra él. Fue este mismo hombre el que llevó a su hijo a tu palacio y le contó a ella lo que había sucedido. Demetria me explicó que, en aquella ocasión, él le había pedido que le hiciera un manto mejor del que había tejido para el rey de los hunos, y entonces ella sugirió que le enviáramos un mensaje al huno a la casa de Eulogio, supuestamente proveniente de un miembro del gremio de los tejedores, pidiéndole datos sobre el dibujo del nuevo manto que había encargado, un mensaje que él comprendería de inmediato pero que, para el resto de la casa, sería inocente. Ella quería llevar el mensaje en persona, pero se lo impedí y envié a uno de los esclavos de mi casa, considerando que no podía arriesgar a una mujer a quien tu habías honrado con tu confianza. —Marciano le dirigió a Pulqueria una cortés inclinación de cabeza.

La emperatriz resopló.

—Equivocadamente, según parece —comentó con amargura.

—No lo creo, emperatriz —respondió Marciano sereno—. La treta fué un éxito. Al parecer el huno ya les había mencionado a sus camaradas que había encargado un manto nuevo, y vino en cuanto recibió el mensaje.

—¿Dónde? —preguntó Pulqueria—. ¿Lo ha visto alguien?

—Tu nobilísima hermana Marina tenía una casa en el mercado Tauro que ha estado vacía desde su lamentado fallecimiento; nos encontramos con el huno en el patio y cerramos la puerta. Antes de hablar me aseguré de que nadie de la casa de su amo lo hubiera seguido. No nos vio nadie.

—¿La casa de Marina? —preguntó Pulqueria sorprendida—. ¿Cómo entrasteis?

Marciano tosió tapándose la boca con una mano.

—Forcé la cerradura… es una habilidad que aprendí de un ladrón que conocí en una prisión vándala en África; me ha resultado de suma utilidad en algunas ocasiones.

Pulqueria lo miró sin expresión.

—Ya veo —dijo por fin—. Muy bien, ¿y lograste convencer al huno de que os ayudara?

—Desde luego, emperatriz. Le convencí de que ningún enemigo de Atila puede servir a Crisafio, cuya política apoya al rey de los hunos, y le ofrecí una recompensa y un puesto en mi guardia si dejaba a Eulogio. De hecho, es un hombre muy valioso y me alegro de tenerlo como empleado. No obstante, yo no confiaba absolutamente en su buena voluntad, de manera que aposté a uno de mis arqueros en el techo de la casa de tu hermana, por si el huno resultaba indigno de confianza. Me alegró comprobar que la precaución fue innecesaria.

Demetria, que había estado observando a su aliado, apartó la mirada. Recordó la larga pesadilla en ese patio, esperando en silencio bajo la brillante luz de la luna junto a una fuente seca, mientras Marciano y Chelchal hablaban, horriblemente consciente del hombre oculto que esperaba para matar al huno si éste se negaba a ayudar. Marciano había insistido en poner al arquero. «Puede que tenga que decirle a tu amigo que pensamos deshacernos del gran chambelán —había dicho—. No puedo dejarlo volver y que informe a su amo.» Ella lo había aceptado. «El poder endurece a la gente —pensaba ahora mirando el rostro impasible de la emperatriz—. No solamente estás de acuerdo en pagar por lo que quieres; estás dispuesto a hacer que otros también paguen. Yo no lo habría hecho por nadie que no fuera Simeón, pero eso no habría sido ningún consuelo para Chelchal. ¡Bien, gracias a Dios, aceptó ayudar! ¿Podría haber vivido yo con eso en la conciencia si se hubiera negado?»

—Por el huno nos enteramos —continuó Marciano— de que Crisafio ya había enviado a un torturador profesional a interrogar al pescador de púrpura, pero que, al parecer, no tenía intenciones de llevarlo al Gran Palacio, temeroso de que alguien detectara lo ilegal del procedimiento si lo hacía. Los guardias de Eulogio deberían vigilar al prisionero por parejas; al huno y a un godo se les habían encomendado la segunda guardia, desde medianoche hasta el alba. Tu esclava instó al huno a suscitar por dinero una discusión con su amo, de forma que todo el mundo supiera que existía una causa que justificara su deserción, y sugerirle a su compañero que le preguntaran al prisionero si tenía dinero. Esta tarea se facilitó por el hecho de que ya habían descubierto que el prisionero tenía una cantidad considerable oculta en su cuerpo, y por la avaricia del godo. Escribí a Simeón una nota, que el huno le pasó en secreto, diciéndole que simulara tener un inmenso tesoro escondido en su barca con el cual recompensaría al hombre que lo liberara, y eso hizo. Luego el huno atacó al godo, lo ató, lo amordazó y lo dejó en el lugar del prisionero, para que le dijera a su amo que el huno había desertado a cambio de algún dinero que había en una barca en el puerto del mercado del Pescado. Simeón salió de la casa con el manto y el yelmo del godo y caminó hasta el mercado Tauro, donde teníamos un carro esperándolo. Habíamos pensado que tal vez no pudiera andar, y la verdad es que no podría haber ido mucho más lejos a pie.

«Lo habían torturado brutalmente», pensó Demetria con un destello del odio que había sentido entonces. Lo recordó tambaleándose al cruzar el mercado, apoyado en Chelchal como un abuelo que se apoya en su nieto; recordó su cara mirándola durante ese largo momento bajo la luz de la luna. La tenía hinchada por los golpes, con la barba apelmazada por la sangre y apestaba a vómito y a suciedad. Cuando ella lo ayudó a subir al carro él se había quedado muy quieto sobre la paja que lo cubría, temblando de dolor con cada sacudida. Entre la rabia por cómo lo habían hecho sufrir y la ansiedad por el resto del plan, ella no había sabido qué decirle. No fue el encuentro lleno de alegría y triunfo que ella había imaginado.

—¿Todo eso fue idea tuya? —le preguntó Pulqueria a Demetria.

—Sí, señora —dijo ella en voz baja.

La emperatriz la miró entrecerrando los ojos, mientras que con un dedo recorría la talla en espiral del brazo de la silla.

—¿Y tiene tu esposo una barca en el puerto del mercado del Pescado? —preguntó.

—La tenía, señora. Claro que no había ningún tesoro en ella: el dinero que encontraron los guardias era simplemente los ahorros que había traído para pagar nuestro viaje de vuelta a Tiro. Pero yo pensé que ayudaría si Eulogio sabía que la barca había estado allí y que había desaparecido.

—¿Y ha desaparecido?

—Sí, señora. Fuimos directamente al puerto del mercado del Pescado y uno de los esclavos de su honor Marciano ayudó a Simeón a llevarla al Cuerno.

Marciano sonrió.

—Simeón bajó del carro una manzana antes de llegar y se fue al puerto con el huno: los guardias de las puertas del mercado del Pescado los recordarán. Ambos hicieron muchos aspavientos al registrar la barca, lo cual muchas de las personas de las casas vecinas tienen que haber visto, y dejaron los aparejos de la embarcación desparramados por la playa, con otras cosas que había dentro. Cuando el pescador sacó la barca al mar, el huno volvió al carro por la puerta, cargando una caja grande que en realidad contenía ropa.

Demetria recordaba bien ese momento: la aparición de Chelchal, contento como siempre, alcanzándole una selección de sus ropas de Tiro. «¡Es una barca muy pequeña! —le dijo cuando volvían deprisa atravesando la ciudad—. ¡Pequeña, pequeña! Yo no quiero navegar por el Cuerno subido a esa cosa. ¡Y él ha venido de Tiro!»

—Simeón navegó rodeando la ciudad hasta el puerto de Psamatia, al otro lado —continuó Marciano—. Tal puerto está cerca de mi casa y, como sin duda tu sabiduría no ignora, se utiliza muy poco desde que tu hermano ordenó realizar mejoras en los cercanos muelles de Eleuteria. Mis esclavos esperaban cerca de allí con una barca más grande, que ese mismo día habían pedido prestado a mi superior con la excusa de pescar por la noche. Simeón y su asistente se pasaron a ésta, llenaron su barca de piedras, le hicieron un agujero y la dejaron hundirse en aguas profundas.

Demetria también recordaba aquello, aunque ella no había visto como la Procne se sumergía silenciosamente bajo las negras aguas, sólo un remolino blanco sobre la superficie del mar señalaba su descenso. Simeón había llorado y seguía llorando cuando los otros lo llevaron a la costa y lo colocaron otra vez en el carro que esperaba. «Era una buena barca», dijo con rabia. No dijo que la había querido; le daba vergüenza confesar su cariño por casi cinco brazos de madera de cedro, sogas y pintura. Pero Demetria recordaba cómo la había pintado, tocando con ternura la decoración de popa, cómo había navegado en ella, enorgulleciéndose de ponerla contra el viento y hacerla saltar sobre las olas. Ella le había tocado la mano bajo la media luz gris del alba, rogándole en silencio que comprendiera. Era importante que Simeón y su barca desaparecieran sin dejar rastro, de manera que Crisafio, al no poder encontrarlos, tuviera que aceptar que se habían ido navegando fuera de su alcance.

—Después volvimos a mi casa —dijo Marciano para terminar—. Hice que pusieran cómodo al pescador y recompensé al huno por su asistencia, y en seguida emprendí el camino hacia tu palacio para devolverte a tu esclava y para someter a tu sagrado juicio todo lo que he hecho.

Pulqueria permaneció en silencio un momento, ceñuda.

—¿Cuánto tiempo estuvo el pescador de púrpura en la ciudad antes de que Crisafio lo atrapara? —preguntó.

—Había llegado la noche anterior —respondió Marciano con satisfacción—. Crisafio podrá comprobar sin lugar a dudas que había pasado la noche en el puerto del mercado del Pescado y que no había tenido tiempo de contactar con nadie de la ciudad. El huno no le comentó a nadie su visita aquí la tarde siguiente. No habrá prueba alguna que lo relacione con ninguno de nosotros.

Pulqueria gruñó y permaneció en silencio otro momento.

—Estuvo bien planeado y bien llevado a cabo —dijo por fin—. Creo que tienes razón en estar satisfecho, Marciano. Engañará a Crisafio. —Marciano se inclinó—. Pero todavía me parece, sin embargo, que fue un riesgo innecesario.

—No hubo riesgo para el Estado, emperatriz. Mi nombre ya había sido mencionado con relación al pescador de púrpura y, de haber sido atrapados en cualquier momento, el plan habría sido responsabilidad mía. No involucré a ningún empleado de mi superior, y mucho menos de tu sagrada majestad.

—Excepto a Demetria. Que sabe más de lo que debería.

—No la habrían capturado, emperatriz —dijo Marciano en voz baja—. Ya que yo la hubiera matado antes.

Demetria lo miró atónita, recordando súbitamente que él había estado muy cerca de ella durante toda la larga noche, y que habían esperado juntos, amistosamente, junto a la fuente seca. Se estremeció.

Pulqueria parpadeó estudiando a Marciano.

—¿Y cómo habrías reconciliado eso con tu promesa? —preguntó.

Él bajó la cabeza e hizo un gesto de rendición abriendo ambas manos.

—Emperatriz, no habría podido reconciliarlo con mi promesa, y sería culpable de perjurio y asesinato. Pero no hacerlo habría ido contra mi juramento de lealtad a tu sagrada casa y habría quedado como un traidor y un perjuro. Últimamente mis promesas y mis lealtades se han visto enfrentadas. Ante esto, resolví que mantendría mi juramento privado de la mejor manera posible para guardar mi honor, pero que cuando entrara en conflicto con el bien público, debería sacrificarlo. Los monjes tienen razón cuando aducen que en la vida pública nadie puede mantenerse libre de pecado. El mundo es corrupto, nadie que trate de mantenerse sin pecado puede ostentar poder en él. No obstante, ¿cómo puede alguien a quien le interesa la justicia dejar todo el poder en manos de aquéllos que sabe malvados, que gobiernan de manera corrupta y arruinan y matan a los inocentes? Creí que debía actuar de la mejor manera posible y confiar en que Dios viera las intenciones de mi corazón y me juzgara con justicia.

—Bien dicho —respondió ella con suavidad. Estuvo sentada un rato más, observándolo con ojos entrecerrados y calculadores, y luego dijo bruscamente—: A lo mejor registran tu casa. Como has dicho, tu nombre ya ha sido mencionado con relación al pescador y, ahora que lo ha perdido, Crisafio puede intentar sonsacarte a ti. Tendrás que trasladar a Simeón y al huno a otro lugar.

—Deseaba pedir tu augusta ayuda en ese asunto, emperatriz.

Ella sonrió.

—Tengo una casa en la ciudad, cerca del Cuerno, que a veces utilizo cuando visito mis iglesias. Enviaré una carta al mayordomo; debes trasladar a tu gente allí inmediatamente y en secreto. Si lo deseas, puedo ordenar que una carreta llena de tapices para la iglesia de Blanquerna se detenga cerca de tu casa y después en la mía. Sería una manera discreta de trasladar… cualquier cosa que haya que trasladar.

Él hizo una inclinación.

—Eso sería sumamente apropiado, emperatriz. Gracias.

Ella hizo otra pausa y luego dijo con intención:

—Me has dicho que habías convencido al huno de que, como enemigo de Atila, no podía servir a Crisafio, cuyas políticas apoyan al rey de los hunos. Me gustaría que te explicaras en ese sentido.

Marciano se sorprendió.

—Soy tracio, emperatriz —dijo tras unos instantes—. He visto mi patria destruida. Odio al rey de los hunos y su imperio, y detesto la política de tributos que fortalece a nuestros enemigos. El gran chambelán Crisafio ha dado más con menos resistencia que cualquier gobernante de los romanos antes que él, esto es lo que le dije a Chelchal. Fue fácil convencerlo: todos los hunos saben lo esencial que es el dinero romano para el gobierno de Atila.

—Pero dejar de pagar los tributos llevaría de inmediato a una guerra contra Atila —objetó Pulqueria—. Ya peleamos antes del gobierno de Crisafio y perdimos batallas y a miles de hombres, y nos obligaron a pagar más para mantener a salvo nuestras provincias. Si fueras emperador, ¿de verdad interrumpirías los pagos para ver tus provincias, tu hogar, todo otra vez entregado a la espada?

—Hemos perdido batallas por muy poco —respondió Marciano impaciente—, y pagamos por holgazanería, porque no tenemos ganas de reunir más hombres y de continuar la lucha. En cuanto a entregar a Tracia a la espada… la espada ya la atravesó. El norte de la diócesis pertenece por entero al rey Atila, el centro es un desierto y, si la política actual continúa, no pasará mucho tiempo antes que el sur también desaparezca. Sí, si yo fuera emperador interrumpiría los tributos. Y haría más: cerraría todos los mercados donde los hunos compran nuestras armas con nuestro dinero, y castigaría con la muerte a cualquier mercader que negociara con ellos. ¡No saben forjar una espada solos! Eso sí, haría una buena oferta a los aliados de los hunos que quisieran aliarse con nosotros. Su tolerancia para con ellos se acabaría pronto cuando los hunos se quedaran sin dinero y ellos no pudieran comerciar con nosotros por causa de Atila. Reclutaría un nuevo ejército y utilizaría el dinero de los impuestos a los hunos para pagarlo. ¡Entonces veríamos lo dispuesto que está Atila a luchar contra nosotros! Si pudiéramos hacer que, al menos por unos meses, no tuviera una victoria decisiva ni pudiera saquear una ciudad, creo que Atila sufriría una gran rebelión en sus dominios.

Pulqueria lo miraba sonriendo.

—Una estrategia muy interesante —dijo al fin—. Me gustaría hablar más sobre ella, pero en otro momento. Pero tus asuntos ahora son urgentes. Teonoe —dijo mientras chasqueaba los dedos—, corre y haz que preparen un carro para llevar unos tapices a la iglesia de Blanquerna, los que estén listos; ordénale al conductor que salga inmediatamente hacia la ciudad y que pase por la casa del excelentísimo Marciano a buscar algunos artículos que ha de dejar en mi casa del Cuerno. Eunomia, te dictaré una carta dentro de un momento que Mario llevará a mi casa de la ciudad. Marciano, ¿necesitas un caballo de refresco para que te lleve a casa?

—No, gracias, emperatriz —dijo él inclinándose—. ¿Puedo preguntar si Demetria se quedará aquí? Mi interés en comprarla no se ha alterado.

—Por el momento se quedará aquí —respondió Pulqueria con firmeza—. Decidiré qué hacer con ella llegado el momento… pero no cambiara nada hasta que haya depuesto a Crisafio. Puedes irte.

Marciano se postró y se fue. Demetria, que no había sido despedida aún, permaneció en silencio y con las manos enlazadas ante la emperatriz. Se preguntaba dónde estaría Melecio, y si sabía que su madre estaba a salvo.

Pulqueria se desperezó, sonriendo satisfecha, bostezó y cerró las mandíbulas de golpe. Miró a Demetria con tolerancia.

—Bien, muchacha —dijo casi con afecto—, escapar fue realmente la menor de tus ofensas y, como ya te he dicho, te mereces unos azotes aunque sólo sea por eso, pero no se ha hecho ningún daño, de manera que pasaré el asunto por alto. Así que has rescatado a tu precioso esposo. ¿Qué voy a hacer contigo ahora?

Demetria miraba al suelo tratando de darles forma a sus pensamientos, desordenados por el agotamiento y los apasionados acontecimientos de la noche anterior.

—Señora —comenzó a decir muy despacio, levantando los ojos hacia el rostro duro y cínico de la mujer sentada en el trono—, una vez fuiste tan generosa como para confesarme que habías hecho voto de virginidad por razones sumamente inadecuadas, y sólo en parte por amor a Dios. Pero Dios te tomó la palabra, de manera que las otras razones ahora parecen sin sentido, y sólo el amor sigue importando. Señora, mi matrimonio fue muy parecido. Cuando accedí a él, había una parte de amor, pero también mucho temor, una imperiosa necesidad de seguridad y protección, una obediencia impotente a las expectativas del mundo. Supongo que podría igualmente haber abrazado la virginidad y haber elegido una vida como la que tu bondad me ha ofrecido. Probablemente habría sido feliz, habría aprendido a tener fortaleza. Pero hace más de seis años que estoy casada, mi vida se formó junto a la vida de Simeón. Ahora sé que no podemos ofrecernos protección el uno al otro, y que la obediencia no me servirá de nada. Pero el amor ha crecido. Me ha formado, señora, y ha pasado a ser lo mejor de mí; mientras mi esposo viva no podré abandonarlo. Si hago un manto en el telar con un borde sencillo y a mitad del trabajo alguien viene a mí y me dice: «Ese borde tendría que haber tenido un dibujo más complejo», ¿qué puedo hacer? No puedo empezar el borde cuando voy por la mitad del manto. Tendría que deshacerlo todo y comenzar de nuevo desde el principio. Yo no puedo deshacer mi vida: el borde sencillo ya está hecho, y el más elaborado no puede ser incluido. Soy una esposa y no puedo hacer votos como virgen. Y te ruego, señora, que me devuelvas a lo que soy y siempre seré y que nos envíes, a mí y a mi esposo a casa.

—No puedes ir a tu casa, muchacha —dijo Pulqueria con suavidad—. Tu casa ya no está donde estaba. Tu esposo dejó Tiro por ti, y creo que, si volvierais, los dos os encontraríais con que la vida que dejasteis se ha ido para siempre. Pero puedo, y lo haré, devolverte a tu esposo: que Dios no permita que yo separe lo que Su voluntad ha unido. En cuanto a la fortaleza, creo que ya has aprendido. Debes esperar a que deponga a Crisafio para evitar despertar sospechas, entonces podrás irte de palacio con tu hijo, quedarte con tu Simeón y terminar tu manto con borde sencillo en paz. Ahora ve. Tu hijo te ha echado de menos.

Demetria se postró y se fue. Ante la puerta se detuvo.

—Te doy las gracias, señora —dijo, y la emperatriz piadosa y terrible le sonrió dulcemente, como una chica joven.

Tres días después, Eulogio, enfermo de miedo, fue a visitar a su superior al Gran Palacio para informarle del resultado de la búsqueda de Simeón.

Lo hicieron pasar de inmediato al despacho del gran chambelán, y por primera vez no estuvo seguro de que ésta fuera una buena señal. El eunuco estaba sentado a su escritorio, leyendo un informe en voz baja. Ni siquiera levantó la mirada cuando su agente cerró la puerta; Eulogio esperó nervioso durante un rato, mientras su superior terminaba de leer.

Al fin Crisafio juntó las páginas del informe y lo miró fríamente.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Tienes noticias?

Eulogio se aclaró la garganta, incómodo.

—No hay rastro de ninguno de los dos, ilustrísima. He… ofrecido una recompensa…

—¡No hay rastro! —repitió Crisafio imitándolo con tono sarcástico—. ¡Y has ofrecido una recompensa! ¿Eso es todo?

Eulogio movió los pies.

—Ilustrísima, he hecho todo lo posible. Averigüé dónde estaba la barca; averigüé que los dos estuvieron allí y que el huno se llevó el tesoro de la embarcación y volvió a la ciudad, mientras que el pescador zarpaba. He enviado mensajeros a todas las poblaciones cercanas para preguntar si habían visto a cualquiera de los dos. He estado en persona en todas las puertas de la ciudad, preguntando por el huno. A él, al menos, lo recordarían; siempre llamaba la atención de la gente. Y el pescador no pudo haber ido muy lejos; apenas podía caminar.

—No tenía necesidad de caminar —respondió Crisafio—. Tenía una barca. ¡Tendrías que haberte apoderado de ella el día que lo capturaste! En cuanto al huno, ¿de qué sirve haber preguntado en las puertas? No es tonto; conoce más de una manera de entrar en una ciudad o salir de ella. Ahora estará a medio camino de Sárdica. Estos hunos viajan rápido cuando se lo proponen, y con la cantidad de dinero que tu godo dice que el pescador iba a darle pudo haber comprado todos los caballos que quisiera.

—¡No se me ocurrió que la barca fuera importante! —protestó Eulogio—. ¿Cómo iba a saber que tenía una barca? —Crisafio lo miró sin parpadear, sin expresión. La vehemencia de Eulogio aumentó—. Pero ilustrísima, ¿cómo podía saber yo que tenía un tesoro escondido en aquella barca? ¡El hombre me contó muchas mentiras la primera vez que hablé con él y después, cuando encontramos el papel, no dijo nada! ¡Ni siquiera tu experto en interrogatorios pudo sacarle una palabra! Toda la información que obtuve se la sonsaqué al niño, le perdoné la vida sólo para no desagradar al huno. Y en cuanto a éste, era tu hombre, tú me lo prestaste.

—¡Pero no para que lo perdieras! —respondió Crisafio—. ¡Eres un idiota incompetente, un infeliz, un animal ignorante! ¡Yo sé lo que tus subordinados piensan de ti! Les escamoteas un poco de dinero y pierdes los estribos y los amenazas, así que a nadie le extraña que terminen siendo desleales. El huno era un hombre valioso, merecerías un castigo aunque tu único error hubiera sido perderlo, ¡pero no es ni siquiera el menor! Tenía pruebas para atrapar a la augusta, casi las tocaba con la mano —dijo agitando ante la cara del agente su mano graciosa y de huesos delicados—, y ¡las dejaste escapar!

Eulogio permaneció inmóvil, con los hombros caídos por el miedo, y sin mirar al gran chambelán. «Tú dejaste al hombre en mi casa —pensó—; podrías haberlo traído a palacio, donde tienes miles de guardias en lugar de los seis que tengo yo, pero lo dejaste en mi casa porque no confías en tus sirvientes, pensaste que podrían ser leales a la augusta o contarle algo al emperador. Y, digas lo que digas, fue tu hombre y no uno de mis guardias el que lo dejó escapar. Además, aunque el pescador hubiera admitido que el manto tejido por su esposa era púrpura, y nosotros hubiéramos estado absolutamente seguros de que la emperatriz había ocultado el hecho, ¿de qué nos habría servido? No prueba nada. Él no sabía nada de Pulqueria. De haber sabido algo de ella ni se habría acercado a mi casa. Nadie puede presentar el testimonio obtenido bajo tortura de un esclavo como prueba suficiente para acusar a una augusta, y Pulqueria no nos habría devuelto a la mujer.»

Pero no le ayudaría expresar nada de aquello, de modo que no dijo nada.

—Registraste exhaustivamente la casa de Marciano —dijo Crisafio, tras un momento.

—Sí, ilustrísima —respondió Eulogio ansioso, animándose—. La desarmamos en pequeños pedazos, como se suele decir, y azotamos a los esclavos para darles un buen susto. Lamentablemente no sirvió de nada. Y él… ¿no te dio ninguna satisfacción? —Eulogio había registrado la casa el día anterior y había enviado al mismísimo Marciano a palacio, bajo custodia de la guardia, para ser interrogado por Crisafio.

El gran chambelán hizo una mueca despectiva. Era ilegal torturar a un hombre de rango senatorial, pero él había mandado a Marciano a prisión y lo había dejado allí hasta media tarde, sin comida ni bebida, luego apareció y mostrándole el pergamino que Eulogio le había quitado a Simeón le amenazó con la muerte si no decía la verdad sobre el asunto. Marciano, no obstante, no se había inmutado lo más mínimo.

—Me dijo que le había dado el pergamino al inquilino de una de las propiedades sirias de su superior —le contestó el gran chambelán a Eulogio—. Dijo que no tenía idea de cómo había llegado aquí. Le dije que había sido encontrado en manos de un criminal y un espía. Me preguntó que cómo sabía que el hombre al que se lo había quitado era un criminal y un espía. ¿Había sido condenado?, me preguntó. ¿Había sido al menos acusado ante los magistrados? ¿Quién era? ¿Y por qué no le preguntábamos a él por qué tenía ese papel? Sabía perfectamente bien que yo no podía probar nada, y no reveló nada. Y las cosas empeoraron. ¿Se le estaba acusando a él de algo? ¿Por qué había sido arrestado? Él no podía ser responsable de todos los ladrones con pedazos de papel con su nombre escrito. Es un senador, nuestro amigo Marciano, un caballero, como me lo recordaba cada dos palabras. Mi conducta al interrogarlo, me dijo, era impropia, ilegal e indigna del prestigio y del cargo que yo ocupaba, y daría un informe al respecto en el Senado. —Golpeó el documento que tenía en el escritorio—. ¡Y lo ha hecho! Esta misma mañana. —Enfadado, abrió el discurso por la mitad y leyó—: «Pero eso puede pasar. Finalmente fui liberado por la noche, y me enviaron a mi casa a pie, solo, como a un mendigo. Cuando llegué allí, la habían saqueado… y utilizo esta palabra pues he visto la guerra, Padres Conscriptos, la utilizo a sabiendas. Excavaron los setos del jardín y arrancaron los paneles de las paredes, podéis estar seguros de que se llevaron todo lo pequeño y de valor que encontraron. Todos mis esclavos, desde la criada de la cocina hasta mi mayordomo personal, habían sido golpeados; el jardinero tiene un brazo roto. Amenazaron a mi joven hija y la sometieron a un maltrato del que una niña de rango no debería ni siquiera enterarse de oídas. ¿Y por qué? ¡Porque un individuo desconocido a quien creen espía, ignoro con qué pruebas, tenía un pedazo de pergamino firmado por mí! ¿Se ha convertido eso ahora en un crimen por el cual los esclavos de un caballero, de un senador de Constantinopla, la Nueva Roma, pueden ser torturados? ¿Qué será de todos nosotros si podemos ser sometidos a tales horrores con excusas tan impertinentes y triviales? ¿Ignora la ley el gran chambelán? ¿O se ha vuelto loco? ¿O ha estado siempre loco, loco por la codicia insaciable e incontenible de un poder absoluto? Ah, sí, yo sé que compartís mi opinión al respecto, compañeros senadores. El gran chambelán debería recordar que el poder pertenece, en primer lugar, a Dios y en segundo lugar al emperador a quien Dios ha elegido, y que él es un esclavo de ese emperador y un sirviente del Senado; él se ha olvidado de esto. Cree que somos sus sirvientes, y el resto del imperio sus esclavos…» —Crisafio dejó en el escritorio el informe del discurso y miró a Eulogio—. Este parlamento ha causado una gran sensación —dijo con amargura—. El Senado está conmocionado. —Golpeó el escritorio de súbito—. ¡Te dije que no teníamos suficientes pruebas para acusar a Marciano de traición! —gritó—. ¡Sabes perfectamente bien que no podemos obtener ninguna prueba de los esclavos de un hombre por medio de la tortura y utilizarla en su contra a menos que haya sido acusado! Puedes hacerlo con la plebe, pero no con un senador. Perro, ¿qué has hecho?

—No los torturamos —protestó Eulogio—. Sólo los golpeamos un poco. El jardinero se rompió el brazo en un accidente. Y dijiste que podía llevar la ley hasta el límite, ilustrísima: querías resultados. Pero por otra parte, ¿qué importa lo que Marciano haya dicho en el Senado? Hace años que el Senado odia a tu ilustrísima y nunca ha tenido importancia.

Son un montón de viejos tontos, no tienen la menor autoridad en el gobierno.

El eunuco le clavó la mirada; sus ojos oscuros resplandecían de odio.

—¡Ese «montón de viejos tontos» sin ninguna autoridad siguen siendo los hombres más poderosos y más ricos del imperio! Puede ser peligroso ofenderlos, en particular ahora, con la emperatriz tramando algo. —Aspiró hondo; los dedos de una mano se tensaron y se aflojaron sobre la tapa lustrada del escritorio y luego, por un instante, se apretaron tan fuerte contra la madera que los tendones empalidecieron. Miró el informe y luego levantó rápidamente la cabeza, con expresión más tranquila. Cuando volvió a hablar había recuperado sus modales pulidos e insinuantes—. Y Nomos hizo un discurso muy similar hace unos meses. El Senado votó enviar una delegación al emperador para quejarse por el trato a sus miembros y exigir una indemnización. Es muy difícil, incluso para mí, impedir el acceso de una delegación de senadores, y será más difícil explicarle la situación a su sagrada majestad si tal delegación llega a hablar con él.

—Yo… lo siento —dijo Eulogio, espantosamente consciente de que las palabras carecían de significado. «Estoy acabado— pensó. —Seré degradado; seré expulsado del cuerpo de agentes.»

Crisafio asintió.

—Sólo podré solucionar este problema cediendo a la solicitud de indemnización de inmediato, pidiendo disculpas… diciéndoles que el responsable de los atropellos ha sido despedido y castigado…

—Y ése soy yo —dijo Eulogio desolado.

Ante esto Crisafio sonrió. La sonrisa asustó al agente más que la ira, más que el resplandor de odio en los ojos: había algo sobrenatural en ella que le hizo sentirse enfermo.

—Eso parece —dijo el gran chambelán suavemente—, y no sólo eso —dijo mientras recogía otro informe que había estado oculto debajo del primero—: parecerá también que has sido culpable de aceptar sobornos.

Eulogio lo miró atónito. Él estaba lejos de ser lo peor entre los agentes cuando se trataba de aceptar sobornos.

—No de tus enemigos, ilustrísima —dijo al fin, enfadado y aterrado al mismo tiempo—. Si alguien te ha dicho eso, mintió, señor, te mintió desvergonzadamente. Siempre te he considerado mi jefe y he trabajado para agradarte solamente a ti; jamás te traicionaría con la esperanza de obtener ganancias de ninguna otra persona.

La sonrisa del gran chambelán se convirtió en un gesto felino cuando mostró los dientes. Abrió el informe.

—Sin embargo has traicionado tus responsabilidades —dijo, en un tono de sorpresa herida, con la voz especialmente suave y meliflua—. Has traicionado los deberes que te había encomendado el Estado. Aquí tengo una declaración —dijo mirando hacia abajo— de un inspector de postas de Capadocia, que dice que el jefe de la casa de postas de un lugar llamado Naze, a veinte millas de Cesarea, ha estado comprando forraje de primera calidad en nombre del Estado, revendiéndolo luego para obtener pingües beneficios y alimentando a los caballos del Estado con una dieta inferior; añade que aceptaste un soborno de ocho sólidos para hacer la vista gorda.

—¿Qué? —Eulogio lo miró azorado tratando de recordar la casa en cuestión. Lo logró y quedó aún más azorado. El incidente había ocurrido exactamente como lo había narrado el gran chambelán, no había habido ningún desagradable doble sentido. ¡Ocho sólidos! La suma, y todo el asunto, eran triviales e irrelevantes si Crisafio iba a despedirle y a multarlo de todas maneras; no se daba cuenta de por qué había traído esto a colación.

—¿Lo niegas? —preguntó Crisafio sin dejar de sonreír.

—Bien… ilustrísima… seguramente…

—No puedo tolerar atropellos contra las casas y los esclavos de senadores, Eulogio, y no puedo permitir el soborno. Voy a tener que asegurarme de que pierdas tu posición y tu rango… y que sufras el castigo que fije la ley para funcionarios que aceptan sobornos.

Eulogio se puso pálido.

—Pero… pero ilustrísima, ¡eso significa la amputación de una mano! Nunca se ha hecho… nunca he visto que se cumpliera en el caso de un agente, mucho menos de un princeps, no puedes…

—Es el castigo que fija el código de leyes, Eulogio —respondió el eunuco, y ahora la sonrisa era de una maldad abierta y encarnizada. Se levantó rápidamente y salió de detrás del escritorio para ir a abrir la puerta del despacho.

—¡Pero ilustrísima! —Eulogio corrió hacia él—. Por favor, señor, por favor, no puedes…

Crisafio se volvió y le dio una bofetada en pleno rostro. Chasqueó los dedos y aparecieron los secretarios, rápidos y atentos como siempre.

—¡No! —gritó Eulogio. Se puso de rodillas—. Por favor, ilustrísima, la mano no, por favor; despídeme y múltame, me lo merezco, pero ¡Dios mío, eso no!

El chambelán alargó la mano y arrancó del cuello del agente la cadena de oro de la cual colgaba el sello oficial de ónix que distinguía a los de su rango. La hizo girar en círculos y la arrojó con fuerza contra las baldosas de mosaico del suelo partiendo el sello en dos; luego, le dio una patada despectiva, apartándolo a un lado.

—A mí no me perdonarán si fracaso —le dijo a Eulogio en un susurro silbante—, y yo no te perdonaré. Al menos tendré la satisfacción de verte llorar por lo que has hecho, y llorar amargamente. —Se volvió a sus secretarios y exclamó—: ¡Sacadlo de aquí!

Eulogio lloraba cuando se lo llevaron, sin oponer resistencia salvo con sus manos, que se aferraban la una a la otra frenéticamente, como para protegerse del cuchillo que las amenazaba.

Crisafio volvió a sentarse ante su escritorio. «Por lo menos me he librado de ese chapucero —pensó—. Nunca tendría que haberle confiado nada de importancia.»

Pero no encontró consuelo en el pensamiento. Tenía miedo.

«Aún tengo mi plan para matar a Atila —reflexionó—. Nadie podrá tocarme cuando haya tenido éxito. Y tal vez no hubo manto ni ninguna otra cosa que obligara a Nomos a darles pruebas. O tal vez Nomos no tenía nada que darles. Y si las tenía, ¿por qué la emperatriz ha esperado tanto para usarlas? Seguramente estoy a salvo… Cuento con el favor del emperador… Sí, seguramente estoy a salvo.»

Se dispuso a seguir trabajando, pero cuando su mirada se posó sobre el sello roto junto a la puerta, se sintió mal. La imagen de Eulogio con la mano atada al cepo se transformó de pronto en su imagen arrodillada, con la cabeza hacia delante, y rápidamente en su cabeza balanceándose, chorreando sangre en la pica de un soldado. Cerró los ojos, pero sólo consiguió que la imagen fuera más nítida.

«¡No sucederá! —se dijo a sí mismo desesperado—. El emperador no lo permitirá. No debo dejarme dominar por el pánico. Sé protegerme. Nadie puede llegar al emperador si no es a través de mí, y no permitiré que se le acerque nadie que pueda hacerme daño. Estoy a salvo.»

Dio una palmada para llamar a alguien que limpiara el suelo y volvió a dedicarse a su trabajo.