Durante la sesión de trabajo de la tarde, Teonoe se acercó a Demetria y le comunicó que preguntaban por ella en la puerta.
Demetria clavó con cuidado la aguja de tapiz en la imagen recién comenzada de Las bodas de Cana y se persignó antes de ponerse en pie. El gesto era usual en el Hebdomón, la gente de Pulqueria se persignaba cada vez que terminaban una tarea y antes de comenzar otra: antes y después de comer y ante cualquier mención casual de Cristo o de Su Santa Madre. Demetria había adoptado la costumbre casi sin darse cuenta, era sencillamente otra insignificante muestra de su adaptación a la vida en el Hebdomón, una vida que ya no le resultaba ajena. Se había habituado a la ropa negra, al silencio y a la jerarquía de palacio. La rutina del trabajo y las oraciones era tranquilizadora, una quietud que le resultaba relajante después de los miedos que la habían precedido. Se le reconocía una posición de privilegio e influencia y, aunque a ella continuaba sin gustarle, estaba resignada. Al menos, las otras tejedoras seguían siendo amables. El trabajo era, como siempre, absorbente. Todos en el palacio habían admirado su tapiz de la Huida a Egipto. «Me duelen los huesos sólo con mirarlo», había sido el comentario de Ágata. «Las bodas de Cana —pensó— emanarán gozo en la cortina.» Otra vez volvió a sentir que la vida como esclava de Pulqueria sería tolerable, hasta que volviera a comenzar su verdadera vida. Pero estaba más segura que nunca de que el palacio de Pulqueria, incluso aunque muriera en él, jamás sería su hogar.
—¿Quién me busca? —le preguntó sorprendida a Teonoe.
La anciana frunció el entrecejo.
—Un hombre, un bárbaro me han dicho, que ha pedido verte con urgencia. Te escoltaré, muchacha, y oiré la conversación. Espero que no hayas hecho nada impropio…
—Por supuesto que no —respondió Demetria—. Nunca he hecho nada impropio por mi voluntad, y una de las razones por las que me gusta este lugar es que nadie me ha pedido que lo hiciera. —Volvió a persignarse. Teonoe se suavizó y asintió, salieron a través de los silenciosos pasillos hacia la puerta.
«Lo que dije es cierto —pensó Demetria incómoda—, aunque lo haya dicho para agradar a Teonoe. Pero me pregunto qué bárbaro ha venido a verme. Espero que no sea Chelchal. Ha sido bueno conmigo y no deseo ofenderlo, pero deberé hacerlo si insiste en querer algo de mí. Bien, pronto lo sabré.»
En realidad Chelchal no esperaba en la caseta de la guardia sino en el patio. El melocotonero estaba lleno de brotes y el azafrán había florecido, púrpura y dorado, en los parterres bajo la pared de ladrillos de aquélla. El huno estaba dándole agua a su caballo en la fuente, de espaldas a la caseta, pero Demetria reconoció al instante el sucio manto de piel de marmota. Miró a Teonoe y la anciana levantó las cejas en un gesto interrogativo. Demetria suspiró, se tapó con el manto y salió al sol de la tarde.
—¿Chelchal? —llamó.
Él se volvió y un niño apareció corriendo hacia ella por el otro lado del caballo. Se detuvo un momento al ver el manto negro y desconocido, pero la miró a la cara y volvió a correr hacia ella.
—¡Mamá! —gritó un instante antes de echarse en sus brazos.
Demetria cayó de rodillas para abrazarlo. Miró incrédula los ensortijados rizos castaños. Su pequeño cuerpo se estremecía contra ella, y los brazos la abrazaban con fuerza por el cuello. Ella había dado a luz ese cuerpo, lo había amamantado, acunado para que se durmiera, lavado y alimentado y lo había visto crecer. Cada palmo le era conocido y desconocido a la vez, había cambiado tanto en tan pocos meses. Sintió como si se hubiera roto un hechizo, y como si la tranquila mujer resignada que había salido hacía sólo un momento del palacio hubiera sufrido una metamorfosis, Procne transformada de ave en mujer.
—Meli —susurró—. Meli, cariño mío, mi amor, ¿cómo has llegado hasta aquí?
—¿Qué es esto? —preguntó Teonoe con voz gélida.
Sin moverse, Demetria le respondió a la anciana.
—Es mi hijo —dijo—. Éste es Melecio. Lo dejé en Tiro.
—¿Estás segura? —preguntó Teonoe aún con frialdad.
—¡Conozco a mi hijo! —replicó Demetria. Se apartó un instante y le cogió la cara con las manos—. Meli, mi amor, ¿cómo has llegado hasta aquí?
—Me ha traído Chelchal —le dijo Melecio—. Eulogio le dijo que me vendiera, pero no me vendió porque él tiene un hijo que es esclavo y le parece mal.
Demetria miró a Chelchal, que se había acercado sonriente. El huno asintió, avalando la descripción de su opinión.
—Los niños deben estar con sus madres y sus padres —dijo con autoridad.
—Pero… ¿cómo lo has traído aquí, a Constantinopla?
Melecio respondió antes de que el huno abriera la boca.
—¡No! Mi padre y yo hemos venido en la Procne. Pero yo quise ir a casa de Eulogio a ver si todavía estabas allí, mi padre no quiso entrar, pero se detuvo en una taberna para comprarme una torta de miel, allí había unos hombres malos que nos atraparon y nos llevaron a casa de Eulogio, dijeron que éramos espías y… y… —Melecio recordó a su padre gritando y se echó a llorar. Ahora, en brazos de su madre, podía llorar. Se acomodó en su regazo y lloró, sin luchar ya por ahogar los sollozos.
—Tu esposo tendrá grandes problemas —le dijo Chelchal. La miró con pena, viéndola arrodillada en el suelo ante las flores, con el sol de la tarde haciendo brillar sus cabellos dorados y los del niño que tenía en brazos, con los ojos verdes levantados hacia él, llenos de dudas y asombro. «Una hermosa mujer— volvió a pensar. —¡Cómo dejó a mi amo como un tonto! Sí, habría valido la pena desposarla, y supongo que su esposo lo sabe. Bien, no es para mí, ahora es para Dios o para el hombre que tienen encerrado en el depósito.»
Chelchal creía con firmeza que todas las mujeres deben casarse, cuidar a sus hombres y tener hijos. Después de todo era para lo que habían sido creadas. La admiración romana por la virginidad lo dejaba atónito. ¿Para qué quería Dios una mujer? Era verdad que si los romanos tenían razón a propósito de su Dios, Éste había tenido un hijo con una virgen, pero todos insistían en que era un hecho único y que no era probable que volviera a suceder. ¿Por qué todo el mundo aplaudía a una mujer hermosa que se encerraba y juraba no dormir nunca con un hombre? Demetria estaría mucho mejor casada, incluso con otro, que encerrada en el palacio del Hebdomón. «Pero dudo que el hombre de Demetria vuelva a ser libre —pensó con tristeza—. Mi amo y Crisafio lo interrogarán hasta dejarlo hecho un montón de piel y huesos rotos y luego lo matarán. Tendrán que matarlo. Lo que están haciendo ha de ser contrario a sus leyes, por eso no podrán dejarlo libre. Y Pulqueria no permitirá que Demetria vuelva a casarse: pasará los años aquí, en el Hebdomón, con la única compañía de Dios y de las ancianas, aparte del niño, que terminará de sacerdote o monje, con semejante compañía. ¡Qué desperdicio!»
—Cuando mi amo registró a esposo tuyo —continuó con pena—, encontró un pergamino que dice que Marciano prometió protegeros a ti y a esposo tuyo. Por eso hizo golpear a marido tuyo y le hizo muchas preguntas a hijo. Luego mandó avisar a su amo, Crisafio. Tú sabías por qué Marciano firmó ese documento. Tu esposo no dijo nada, y creo que no dirá nada, ni siquiera a Crisafio.
—¿Mi esposo está en casa de Eulogio? —preguntó Demetria ruborizándose—. ¿Está prisionero? ¿Le han hecho daño?
Chelchal asintió sobriamente, y echó las riendas sobre el cuello del caballo.
—Eulogio dijo que vendiera a hijo tuyo. Pero yo lo traje aquí. Ahora volveré a mi amo. —Puso un pie en el estribo.
—¡Espera! —Demetria se incorporó de un salto, aunque sin soltar a Melecio—. Yo… tengo que darte las gracias. Pero mi esposo… cómo…
«Leal a su hombre —observó Chelchal sin resentimientos—, daría lo mismo que yo no existiese.» Le sonrió pero montó a caballo.
—No hay problema. Ahora me voy. Le diré a esposo tuyo que estás a salvo aquí. Que no debe temer por ti.
—Sí… sí. Dile que encontraré la manera de ayudarle. ¡Ay, gracias! ¿Qué puedo hacer para darte las gracias?
—Algún día me harás un manto, ¿eh? ¡Uno mejor que el que hiciste para el rey Atila, ja! Eso es bueno. ¡Salud! ¡Meli, sé muchacho valiente! —Sonriendo, Chelchal hizo girar al caballo, salió del patio y se alejó, mientras el sol resplandecía sobre el repujado de plata del arnés.
—¡Bien! —exclamó Teonoe rígida por la ira y la afrenta—. ¿Qué intriga es ésta? ¿Qué tiene que ver ese bárbaro contigo, muchacha?
—Es uno de los guardias de Eulogio —respondió Demetria sin alterarse—. Estaba en el grupo que me trajo desde Tiro; fue el único que me trató con bondad. Y acaba de mostrarse más bondadoso todavía. —Abrazó a Melecio, que había dejado de llorar y apoyaba la cabeza sobre el hombro de su madre, un peso muerto en sus brazos. «Mi hijo», pensó ella triunfante. «Mío. Y Simeón está aquí, en Constantinopla; ha venido a buscarme. Eulogio lo ha capturado y torturado, pero yo cuento con alguien más fuerte que Eulogio, y todos dicen que tengo influencias. Muy bien, si tengo poder lo usaré, y Eulogio lamentará lo que ha hecho»—. Teonoe, ya oíste lo que dijo. Mi esposo ha venido aquí y ha sido capturado por la gente de Crisafio. No es sólo un asunto mío, sino que podría afectar… es decir, la augusta querrá saberlo. Debemos informarla de inmediato.
Teonoe la miró con gesto amargo.
—¿Y qué piensas hacer con el niño?
—Es mi hijo, se quedará conmigo.
—Es un hombre. No puede vivir en palacio.
—¡No seas absurda! —exclamó Demetria impaciente—. ¡No tiene más que seis años! Y no será el único niño en el Hebdomón.
Teonoe le clavó la mirada. Habían pasado tres meses desde la llegada de Demetria al Hebdomón, y ella había comenzado a tener esperanzas de que sus temores fueran infundados: que no existía ningún plan para que su ama recuperara un poder que consideraba inevitablemente corrupto. Pero he aquí una clara señal de que no se había equivocado, las noticias que había traído el bárbaro podían «afectar» a algo que tenía que ver con la emperatriz. Antes de que pasara un año, tal vez, tendría que dejar el silencio contemplativo del Hebdomón y volver al complicado y despreciable mundo del Gran Palacio. Más aún, Teonoe había llegado a sentir afecto por Demetria y tenía esperanzas sobre su futuro, pero ahora la muchacha parecía más determinada que nunca a dedicarse a los asuntos de las mujeres comunes, e incluso se proponía introducir a un chiquillo llorón en los sagrados pasillos del Hebdomón.
—Las criadas casadas viven fuera del palacio —dijo—, con sus encantadores esposos guardias o palafreneros. ¡Ése no es lugar para ti, muchacha!
—¡Entonces alguien tendrá que encontrar un lugar apropiado donde pueda tener a mi hijo conmigo! ¡Teonoe, por favor! Es muy pequeño y está asustado. Supongo que nadie nos separará. Ve a ver a la señora y cuéntale lo que ha sucedido: estoy segura de que ella lo arreglará todo.
Teonoe volvió a resoplar y bajó la cabeza. Pensara lo que pensase de los planes de la emperatriz, su primer deber era la obediencia.
—Pero quédate aquí —le ordenó—, y no lleves al muchacho a palacio hasta que yo vuelva. —Salió rauda, muy rígida y erguida con su ropa negra.
—No me gusta esa mujer —dijo Melecio observándola.
—Calla, cariño —le dijo su madre—, no debes decir eso. Es encargada y dama de compañía de la emperatriz Pulqueria. Y en realidad es muy buena, sólo que no le gustan los hombres ni los niños. —Se sentó en el suelo abrazando fuerte a Melecio—. ¡Meli! Escucha, espero que la emperatriz nos llame pronto. Es una mujer mayor y da un poco de miedo, pero nos quiere. Es muy poderosa. Para ella los procuradores y los prefectos son como tú y yo para los procuradores. Si te hacen entrar a verla, debes tirarte al suelo ante sus pies y luego levantarte y quedarte callado a menos que te pregunte algo, si lo hace debes responder la verdad y en seguida. Queremos ayudar a tu padre, pequeño, así que tienes que ser muy bueno cuando estés frente a ella. ¿Comprendes?
Melecio asintió con los ojos muy abiertos.
—¿Es más poderosa que Eulogio? —preguntó.
—Mucho más poderosa.
—¡Eulogio es un hombre muy malo! —exclamó el niño comenzando a temblar—. ¡Le pegaron y estaba cubierto de sangre, lloraba y a mí me preguntaban y me preguntaban por el manto, dijeron que matarían a mi padre si yo no les decía de qué color era, pero yo no lo sabía, mamá, no lo sabía!
—Tranquilo —dijo Demetria, y comenzó a mecerle para calmarlo. Pero la imagen de Simeón, cubierto de sangre y llorando, tomó una horrible forma en su mente y, mientras mecía a su hijo, sintió que un miedo espantoso se apoderaba de ella. ¿Simeón llorando? ¡Simeón! Dios santo, ¿qué le han hecho? ¿Qué le van a hacer?
La imagen de su marido sufriendo le provocaba una inmensa angustia que la llenaba de una impotencia y una rabia tan grandes que se dio cuenta, sorprendida, de que preferiría soportar ella misma la tortura antes que imaginarlo a él padeciéndola. «¡Ay, necio Simeón! ¿Por qué te acercaste a Eulogio? ¡Dios mío, por favor, que Pulqueria le ayude!»
Meció a Melecio hasta que el niño se tranquilizó; luego le limpió en la fuente la cara sucia y empapada de lágrimas, se sentó en el borde y logró obtener un informe coherente de los hechos del día. Melecio estaba terminando su historia cuando volvió Teonoe con la esperada llamada de la emperatriz.
Pulqueria estaba en la sala azul de las visitas, con su ropa negra. Le dictaba una carta a una de sus secretarias cuando hicieron entrar a Demetria, de inmediato se interrumpió y con un gesto de la cabeza y de la mano despidió a la secretaria. Demetria esperó a que la secretaria cerrara las tablillas, se inclinara y saliera, entonces se acercó y se postró. Estaba más pendiente de Melecio que de la emperatriz; el niño se tendió en el suelo como ella le había enseñado, luego se levantó y se puso a mirar a su alrededor con agudo interés. Demetria se levantó más despacio, justo a tiempo para percibir la sonrisa contenida en los labios de Pulqueria al ver al niño mirar su palacio con tanto asombro.
—Así que éste es tu hijo —dijo Pulqueria con sequedad—. No he entendido muy bien cómo ha llegado hasta aquí. Cuéntame.
Demetria aspiró hondo y le contó a la emperatriz lo que Melecio acababa de contarle a ella. Pulqueria permaneció impasible durante toda la narración, con los ojos entrecerrados y las manos delgadas y fuertes aferradas como garras a los brazos del trono. Cuando Demetria terminó, la emperatriz suspiró profundamente.
—Tu esposo es tonto —le dijo sucintamente a Demetria.
Demetria bajó la cabeza.
—Fue tonto por acercarse a la casa de Eulogio. Pero, señora, quería verme; mi hijo quería verme y lo instó a ir. Tenía planeado recoger información de los esclavos sin revelar quién era, no quiso entrar. Por favor, señora, no lo culpéis por eso.
—¡Fue culpa mía! —terció Melecio, en un doloroso susurro, olvidando las instrucciones de su madre de permanecer en silencio—. Yo quería ver a mi madre, pensaba que estaba allí.
—¡Es tonto sólo por salir de Tiro! —dijo Pulqueria impaciente—. Marciano había dejado a un hombre allí para hacerse cargo de este asunto. Ese hombre estaba dispuesto a hacer algo, pero no pudo actuar a tiempo: al parecer le prometió a tu esposo seguir hasta aquí a Eulogio y ver qué podía hacer por ti. Llegó hace seis semanas, Marciano me escribió contándome todo esto sobre ti y pretendiendo comprarte. Parece que le preocupa su promesa. ¿Tu esposo pensaba que podía conseguir lo que Marciano no pudo?
«Tal vez Simeón actuó como un tonto —pensó Demetria—, pero ¿qué derecho tiene nadie a reprochárselo ahora que está siendo torturado por lo que hizo?»
—¿Por qué iba a creer a Marciano? —preguntó Demetria tajante levantando la mirada y encontrándose con los ojos de Pulqueria—. Marciano se había ido y, si es que dejó a alguien en Tiro, esa persona no nos ayudó cuando lo necesitamos. Simeón creyó lo que tiene que creer todo esclavo: que no puede fiarse de ningún amo, que debe confiar en sus fuerzas en lo que respecta a su seguridad. —Luego se mordió un labio tratando de compensar la amargura de las palabras. Pero Pulqueria parecía satisfecha por su franqueza.
—A mí me parece que tu esposo confió en sus fuerzas más de lo que podía —observó—, pero supongo que no tenía otra opción si quería volver a verte. Y parece que te quiere tanto como tú a él, ya que estuvo dispuesto a navegar desde tan lejos para llevarte a tu hogar. Supongo que, si hubiera ido directamente a ver a Marciano, yo habría quedado tan impresionada por vuestra mutua devoción que te hubiera enviado a Tiro. —Demetria miraba a la emperatriz con ansiedad mientras el corazón latía con fuerza dentro de su pecho. Melecio dio un paso adelante y cogió la mano de su madre. Esperó impaciente a que ella dijera algo, que pidiera la libertad de su padre. Pero Demetria no decía nada, simplemente miraba a su señora con desesperación. Rogar era inútil. No se podía forzar a Pulqueria a hacer uso de su poder. Los ojos cansados de la augusta parpadearon en sus huecos óseos y la boca se torció levemente en una mueca fugaz que no fue ni sonrisa ni gesto de enfado—. Esperas que yo intervenga para liberar a tu esposo —continuó Pulqueria.
Demetria se inclinó hasta el suelo y se arrodilló sin dejar de mirar a Pulqueria.
—Señora, sólo ruego de tu bondad que nos salves. Todo lo que tengo para conmoverte es la plegaria y todo lo que tengo para ofrecerte es mi profundo agradecimiento.
Pulqueria suspiró. Comenzó a mover la cabeza y luego hizo un movimiento airado e impaciente con la mano.
—Muchacha, no puedo —dijo—. Me gustaría, pero no puedo.
Demetria la miró con una incredulidad espantada. Melecio avanzó otro paso y se detuvo, mirando a su madre, sin entender todavía que habían fracasado.
—Tú no eres tonta y tienes alguna idea sobre el asunto que tenemos entre manos —dijo Pulqueria—. Piensa un poco. Mi intención es deshacerme del gran chambelán de mi hermano. Él no tiene voluntad y es muy bondadoso y está bajo la influencia de Crisafio; nadie puede acercársele, ni siquiera yo, sin pasar por el despacho del gran chambelán. Si acudo a mi hermano con las pruebas que me ha dado Nomos de los crímenes del gran chambelán, Crisafio no podría detenerme, pero lo sabrá. Mucho de lo que me dijo Nomos son rumores, sin pruebas; las pruebas condenatorias están solamente en manos de Crisafio. Si él supiera lo que estoy haciendo las destruiría sin demora. Entonces pondría en práctica un elaborado plan de arrepentimiento por los crímenes de los que es incuestionablemente culpable, llorando y rogando, y mi pobre hermano lo perdonaría y lo dejaría en su lugar. Y después de eso, ¿te imaginas lo que nos sucedería a aquéllos de nosotros que conspiramos contra él? Pero tendremos una ocasión para atraparlo. Nomos fue maestro de oficios hasta la primavera pasada; hizo muchos contactos entre los bárbaros, y muchos de sus agentes entre los hunos han permanecido leales a él y no a su sucesor. Por boca de ellos, Nomos se ha enterado de que nuestro valiente gran chambelán sobornó a un hombre para que matara al rey Atila. Yo no encuentro nada objetable en eso, excepto que al parecer Crisafio utilizó su proverbial falta de criterio y eligió a quien no debía para hacer el trabajo; Atila se ha enterado de todo. Pronto estará mandando a un enviado a la corte, seguramente el próximo mes. Habrá una vista, por supuesto, y acusaciones; Crisafio será sin duda relevado de sus funciones mientras el enviado se encuentre en palacio y volverá, también sin duda, a su despacho en cuanto se haya apaciguado a éste con dinero y se le devuelva a casa. Pero mientras Crisafio esté suspendido de su cargo yo podré actuar. Deberé probar mis acusaciones de manera tan contundente que hasta mi hermano tendrá que deponer a Crisafio y exiliarlo por peligroso para el Estado. ¿Te das cuenta? Debemos esperar, no podemos hacer nada que perturbe el estado actual de las cosas antes de que llegue ese momento. Crisafio sospecha lo que he hecho con Nomos, pero no lo sabe y, además, no tiene nada de qué acusarme, no hay nada que pueda utilizar para ganarme por la mano. Por el éxito de nuestro plan, no debo cambiar esa situación.
—¡Pero Simeón sabe lo del manto! —exclamó Demetria enfadada—. Yo se lo dije, lo sabe todo… Seguramente…
—¡Claro que lo sabe! Me enteré por Marciano. Pero lo que él sabe no constituye prueba alguna. Un esclavo de Tiro dice bajo tortura que se le envió un manto púrpura a Nomos, ¿de qué sirve eso? Se ha registrado la casa de Nomos y no se ha encontrado ningún manto púrpura. Nadie tomará en serio la confesión de un esclavo. Por otro lado, si el esclavo dice bajo tortura que se hizo un manto púrpura y si después ese mismo esclavo es recuperado por la augusta, que fue la primera en registrar la casa de Nomos, eso le daría un matiz completamente diferente al asunto. Crisafio podría exigir que se registrara mi palacio y, si me niego, pedirle a mi hermano que me despoje de mis títulos y de mi rango por sospecha de traición.
—Me estás diciendo que acepte que mi esposo debe ser torturado hasta morir —dijo Demetria con voz sofocada—. Señora, seguramente puedes…
—¡Muchacha, tengo un imperio del que ocuparme! ¡No puedo arriesgar el gobierno de cientos de miles de personas por el esposo de una tejedora de seda! Lo siento, pero deberemos dejarlo a su suerte.
Melecio había llorado tanto ese día que ya no le quedaban lágrimas. Permaneció inmóvil, mirando a la emperatriz en silencio. Demetria lloró: podía ahogar los sollozos, pero las lágrimas calientes se resbalaron de sus ojos contra su voluntad. Se las secó con rabia. «Yo sabía, tan bien como Simeón, que no podía depositar la menor confianza en un ama —pensó—. Los esclavos son prescindibles. Pero no abandonaré a Simeón, no mientras siga con vida. Si Pulqueria no puede hacer nada, veré qué puedo hacer yo. Seguramente no estropeará su plan el que una tejedora de seda de Tiro se dedique privadamente a liberar a su esposo.»
—Al menos tienes a tu hijo —dijo Pulqueria con más suavidad—. Te doy permiso para que lo tengas aquí por el momento. Cuando sea mayor tendrás que irte de palacio con él, pero, por ahora, puede compartir tu habitación y recibir raciones con los otros esclavos. Seguramente podremos encontrarle algún trabajo apropiado. Ahora ve y ocúpate de él. Tienes el resto del día libre.
Demetria se postró en silencio y salió llevándose a Melecio. Pulqueria, arrepentida, la observó irse. «Le he contado demasiado —pensó—. Me dejé llevar por los sentimientos, a mi edad. Pero quise ayudarla. Pobre… la han usado y luego la han hecho a un lado, todos, incluida yo. Sin embargo, es hábil e inteligente y capaz de mucho más de lo que le han permitido en su vida. Quería que entendiera por qué le respondí como lo hice. Vaya pareja han de haber sido esos dos, ella y su esposo, ¡pero qué tonto ese hombre, ir a caer de bruces en manos de Eulogio! Virgen Santísima, ayúdalo en la hora de su dolor, y llévalo a la gloria a tu lado.»
Pulqueria hizo la señal de la cruz y luego dio una palmada para llamar a su secretaria y retomar la carta interrumpida.
• • •
Cuando Demetria terminó su audiencia con Pulqueria era ya el final de la tarde, pero casi todo el personal del palacio seguía trabajando, aunque algunos pocos se reunían para las oraciones. Llevó a Melecio a la cocina y pidió un poco de pan para él, luego llevó al niño a su habitación y le dijo que se sentara en la cama. Él la miró angustiado.
—¿Va a morir papá? —preguntó.
Ella le dio un beso.
—Criatura —le dijo con mucha suavidad—, yo no quiero que muera. Pero, para que viva, tendremos que ser nosotros quienes lo salvemos, porque la emperatriz no puede hacerlo.
—No entiendo —susurró el niño.
—No importa. No pienses en eso y no le digas a nadie lo que dijo, porque es un secreto. Ella no puede salvar a papá, pero yo tengo que intentarlo. Meli, quiero que te quedes aquí un rato, tú solo. ¿Puedes seguir siendo valiente?
El niño la miró asustado.
—¡No te vayas! —gimió—. ¡No me dejes solo, no vayas a casa de Eulogio, por favor, mamá, por favor!
—Quiero ver a Marciano —le dijo ella—, no a Eulogio. Papá le pidió ayuda y, por lo que dijo la augusta, él quiso ayudarnos. Tal vez pueda hacerlo ahora… Tengo una idea, Meli. Es la única oportunidad que tenemos de salvar a tu padre.
Melecio hizo un puchero y se abrazó a su madre con fuerza.
—¡No quiero quedarme solo! —gimió.
—Tranquilo, cariño. —Le acarició el cabello—. Te prometo que sólo iré a la casa de Marciano. Sólo está a unas tres millas de distancia, muy lejos de la casa de Eulogio. Le explicaré mi idea a Marciano y tal vez… tal vez pasado mañana, al despertar, podamos estar todos juntos otra vez, como si todo esto no hubiera sido más que una pesadilla. Trata de pensar que ha sido una pesadilla, mi amor. Come algo y duerme, que yo estaré aquí mañana por la mañana.
Estaba a mil seiscientas millas de su casa y en algún lugar estaban matando a su padre. No era una pesadilla, era la realidad: el mundo era un lugar espantoso en el cual no se podía confiar en el amor, y las personas que él había creído fuertes y prudentes habían resultado incapaces de protegerse, y mucho menos de protegerlo a él. Separarse de su madre en ese momento era terrible. Pero no podía retenerla. La vida de su padre estaba en juego y él sabía, sin entender cómo ni por qué, que ella estaba inexorablemente obligada a hacer lo que pudiera por salvarlo.
—¿Me prometes que volverás? —preguntó levantando muy serio la cara hacia su madre.
—Te lo prometo. Ahora hazme caso y acuéstate. Hay una bacinilla debajo de la cama por si la necesitas, y si tienes mucho miedo durante la noche puedes llamar a la habitación de al lado. La mujer que duerme allí se llama Ágata y es clasificadora de seda. Es muy buena, no tiene hijos y te cuidará con dedicación. Nadie en palacio te hará daño, así que estás a salvo, amor mío. Ahora me voy, mientras están en las oraciones. Apagaré la lámpara, y si alguien llama hazte el dormido.
—¿Y si alguien me pregunta dónde estás?
—Entonces debes decir la verdad. Nadie nos hará daño, cariño, no tienes por qué tener miedo. Pero si se enteran de que quiero ir intentarán impedírmelo, por eso es mejor que no hables con nadie antes de la mañana. ¿Serás valiente?
Melecio asintió no muy seguro. Demetria lo levantó y lo besó, casi con rabia, luego lo dejó en la cama, le acarició el cabello y, silenciosa y decidida, salió de la habitación.
Marciano tenía una casa cerca de la de su jefe, Aspar, en la región de Constantinopla llamada Psamatia, las Arenas, cerca de la gran fortaleza de la puerta de Oro. La mansión de Aspar ocupaba toda la manzana de enfrente; la de Marciano era más modesta, una más entre una hilera de grandes casas urbanas que pertenecían principalmente a oficiales del ejército cuyas tropas estaban acantonadas en la región. Tenía tierras en otros lugares y pasaba más tiempo fuera de Constantinopla que en la ciudad, pero seguía considerando esta casa su hogar. Su hija de dieciséis años, la menor y la única viva de sus descendientes, vivía allí: ella y el ama de llaves se ocupaban de la casa y de los diez esclavos durante sus frecuentes ausencias. Su esposa había desempeñado esa tarea antes de su muerte; ella había escogido las pinturas de las paredes, la alegre alfombra azul y roja del recibidor, y había trazado el jardín de atrás, plantando los setos bajos de romero y espliego con sus manos. A Marciano le gustaba sentarse en este jardín por las tardes, una vez terminado el trabajo del día, escuchando el canto de los grillos por encima del bullicio lejano de la ciudad, entre el aroma de las plantas y del carbón de las hogueras vespertinas. A pesar del frío de aquel atardecer de principios de primavera, estaba sentado allí, envuelto en su manto, cuando apareció uno de sus esclavos para decirle que una joven había llamado a la puerta y solicitado verle con urgencia.
Marciano suspiró reacio a dejar la paz del jardín.
—¿Qué quiere? —preguntó.
—Dice que es con relación al pescador de púrpura Simeón —dijo el esclavo, como disculpándose—. Dice que querrás verla.
Marciano se sobresaltó.
—Y tiene razón. ¿Dónde está? ¿En el recibidor?
Ante el asentimiento del esclavo se dirigió allí directamente.
Demetria estaba muy quieta en el centro de la alfombra azul y roja, mirando las pinturas de las paredes, cálidas y vividas a la luz de la hilera de lámparas. Marciano la reconoció al momento y se detuvo en la puerta; ella dejó de mirar las imágenes y le devolvió la mirada. Su expresión era tranquila y determinada, «como la de un soldado antes de la batalla», pensó él algo sorprendido.
—Tu nombre es Demetria —dijo al entrar en la habitación—. Es un placer para mí verte aquí. ¿Sabe tu señora que has venido? —Le señaló uno de los divanes de madera de cerezo y él se sentó en otro.
Ella negó con la cabeza e ignoró la invitación a sentarse.
—Si ella hubiera sabido que venía, me lo habría impedido —le dijo con calma—. Pero he sabido que tú aún tratas de cumplir la promesa que le hiciste a mi esposo. He venido a pedirte que lo hagas.
Él vaciló y le dio un vuelco el corazón. De modo que, después de todo, ella quería volver con su esposo. Pero pertenecía a la emperatriz, a quien él había jurado servir.
—No puedo robarte, si es lo que quieres —le dijo sintiéndose desdichado.
—No es eso —respondió ella tajante, pero luego hizo una pausa antes de decir muy despacio—: Esta tarde me he enterado de que mi esposo ha llegado a Constantinopla por propia iniciativa: navegando desde Tiro en su barca de pesca con la única compañía de nuestro hijo. Quería ir a verte y obligarte a cumplir tu promesa. —Marciano se quedó mirándola, perplejo. Demetria asintió y continuó con firmeza—: Pero primero fue a casa del agente Eulogio, con la intención de averiguar mi paradero, y allí fue capturado.
—Dios santo —murmuró, y cuando tomó plena conciencia añadió con urgencia—: ¿él les ha… les ha dicho algo?
El rostro de la mujer no perdió la calma, pero la voz adquirió un deje de ira.
—No les habría dicho nada, nada más que mentiras para despistarlos. Pero mientras lo interrogaba, Eulogio le encontró un pergamino firmado por ti, prometiendo tu protección. Ahora saben que estás involucrado y saben que esto tiene relación con el manto. Están torturando a Simeón por espía, tratando de hacerle hablar.
Marciano se encogió y permaneció quieto un momento, evaluando la situación. ¿Qué podía decir Simeón si lo decía «todo»? Sabía que el manto era púrpura y que Marciano y Aspar habían estado esperando a que llegara a Constantinopla antes de actuar contra Nomos. No sabía nada de la intervención de Pulqueria, ni de lo que Nomos le había dicho a ella, ni ningún detalle del plan. Después de sonsacarle «todo» a Simeón, Crisafio debería creer o que Simeón había mentido y seguía mintiendo sobre el color del manto o que lo que Nomos le había confesado a Pulqueria no era suficiente para que ella actuara en consecuencia: se preocuparía y sospecharía, pero casi seguro que no haría nada que amenazara el éxito del plan.
Pero ahora ese éxito dependía de abandonar a Simeón, y a su promesa, a una muerte vil.
—Lo siento mucho —dijo con voz baja y débil.
—Tu protección no nos ha causado más que sufrimiento —dijo Demetria con amargura—. Pero he venido a pedirte que cambies eso. —Sus ojos, clavados en los de Marciano, no tenían piedad, eran la Justicia, sopesando la promesa que él había hecho y observando en silencio cómo la balanza se inclinaba.
Marciano bruscamente apartó la mirada.
—Me sorprende que primero no hayas apelado a Pulqueria —dijo.
—Sí, apelé a ella —respondió Demetria al instante—, pero se negó a ayudarme. Probablemente entiendas por qué sin necesidad de que yo te lo diga, indudablemente ella te contó sus planes.
Marciano volvió a encogerse pero en seguida se esforzó por someterse a la mirada acusadora de Demetria.
—También le he hecho una promesa a ella —le dijo—. No puedo traicionar, ni siquiera por mi honor, la seguridad de nuestro plan y la seguridad del imperio.
—¡No tienes que hacerlo! —Ella dio un paso hacia él y repentinamente su quietud se transformó en un remolino de pasión—. ¡Tengo una idea, sólo te pido que me escuches! Creo que Simeón está todavía en la casa de Eulogio, que aún no lo han enviado a Crisafio. Si no lo encuentran mañana por la mañana y les hacemos creer que sobornó a sus guardias para que lo ayudaran, ¿no dejaría eso a salvo a él y al plan? ¿No se limitaría Crisafio a castigar a Eulogio por su ineficiencia, y dejaría de investigar?
Marciano la miró un momento. El rostro claro y bonito que se destacaba del manto negro estaba ruborizado, y los ojos brillaban con una luz dura. Era el rostro de un joven soldado a punto de liderar a sus tropas en su primera escaramuza, o el de un voluntario para una misión suicida. «Inteligencia —pensó Marciano juzgándola de pronto como sopesaría a un soldado—, fortaleza de espíritu y coraje. Pero no imprudencia, es de los que piensan, se retrasa en proponer algo, pero una vez que ha tomado una decisión, no se da por vencida. Ha sopesado las probabilidades y los costes, y no da palos de ciego. Si fuera hombre sería de la pasta con que se hacen los oficiales. La juzgué mal. Tendría que haberme dado cuenta de que cualquier mujer valorada por Pulqueria no podía ser una necia. ¿Llegué a dudar en algún momento de que quiere que le devuelvan a su hombre?
»Pero ¿es sensato ese plan? Puede que haya evaluado los costes, pero el precio que está preparada a pagar es alto, su vida y, por cierto, también la mía. Sin embargo, la idea básica parece bastante plausible. ¿Será alguno de los guardias susceptible al soborno? Ella ha de tener razones para creer que al menos uno lo es y ha de haber conocido a varios de los hombres de Eulogio en el camino de Tiro. Tal vez, tal vez haya una oportunidad.» Sintió renacer con ferocidad sus esperanzas de escapar de aquella maraña de lealtades encontradas con todos sus juramentos intactos y sus obligaciones cumplidas.
—¿Cuál es el plan? —preguntó—. Cuéntamelo todo, qué nos hará falta: si hay alguna posibilidad de que funcione, haré todo lo que pueda para ayudar.
Chelchal no llegó tarde de su expedición al Hebdomón; aunque se detuvo en el camino de vuelta para observar un espectáculo de lucha de perros contra un oso y una pelea de gallos cerca de la puerta, llegó a la casa de Eulogio antes de oscurecer, sólo un poco tarde para la cena. Todos, salvo dos de los guardias, habían ocupado sus lugares en el banco de la sala de los criados, pero acababan de servir la comida. Los demás guardias estaban muy contentos.
—¡El espía era rico! —le dijo Berico a Chelchal, en gótico, al sentarse en su lugar en el banco—. ¡Tenía sesenta y dos sólidos cosidos en un cinturón dentro de la túnica! ¡Y son para nosotros!
Chelchal lo miró sorprendido.
—¡Es mucho dinero! —exclamó—. ¿Cuándo lo encontraste? Creía que iban a dejarlo en el depósito toda la tarde.
Berico resopló.
—Cuando le hablamos al amo de este hombre, se puso loco de alegría, no podía esperar para ponerse a trabajar con él. En seguida envió a uno de sus expertos en interrogatorios, aunque quiere que el espía se quede aquí por el momento. Le preocupa que alguien pueda decirle al augusto lo que está sucediendo si se le lleva a palacio, supongo que no querrá caer dos veces en la misma trampa. A propósito, nosotros tenemos que vigilarle; tú y yo tenemos la segunda guardia, de medianoche al alba. Bien, pero la cuestión es que el verdugo montó el potro y esta tarde se lo hizo probar al espía. Cuando lo sacamos de allí le encontramos el dinero.
Chelchal gruñó y apartó la comida a un lado. «Pobre pescador —pensó—, pobre desgraciado, venir de tan lejos con los ahorros de toda una vida con la intención de llevarse de vuelta a la dulce Demetria, y que lo despojen, lo torturen y lo que venga… Si comparto la guardia con Berico no podré ni siquiera decirle que su esposa está a salvo sin que me castiguen: mi compañero me delataría al amo. Máximo o Atalarico serían más tolerantes. ¿Por qué siempre me emparejan con este godo animal y estúpido?»
—¿Dijo algo en el potro? —le preguntó a Berico.
El godo se encogió de hombros.
—Ni una palabra. Gritó un poco, eso es todo. Pero el experto en interrogatorios no lo torturó mucho rato, sólo quería prepararlo para mañana. Dice que funciona muy bien si uno los ablanda primero, se pasan la noche pensando en qué les sucederá al día siguiente. ¿Has vendido al niño?
Chelchal volvió a gruñir. No tenía intenciones de comentar lo que había hecho con Melecio, ya que sabía perfectamente que, a pesar del favor de que gozaba, sería castigado por su decisión.
—¿Te dieron mucho por él? —preguntó otro de los guardias—. Has tardado mucho.
Chelchal se encogió de hombros y movió la cabeza.
—Después de dejar a salvo al niño fui a encargar un manto nuevo. —Sonrió pensando que no mentía.
—¿Un manto nuevo? ¿Para qué quieres un manto nuevo?
Chelchal se miró las pieles sucias de marmota.
—Éste está viejo —dijo muy serio.
La afirmación era tan evidentemente cierta que los otros guardias sonrieron.
—¿Se consiguen mantos de piel aquí? —preguntó uno de ellos.
—Me compraré uno tejido —respondió Chelchal—. Uno muy bonito, de tapiz. Eso significa lo mismo aquí que las pieles de marmota entre mi pueblo.
—Si has ganado tanto con la venta del niño como para comprarte un manto de tapiz, entonces no querrás tu parte del dinero del padre —dijo Berico con un relámpago de codicia en los ojos.
Chelchal se limitó a sonreír.
—El niño fue una recompensa. Yo atrapé al espía, no tú. Además, no me preocupé de sacar mucho dinero por él, quería estar seguro de que lo tratarían bien. Quiero mi parte. Son… diez sólidos y un tremís.
Berico y los otros guardias se malhumoraron y movieron las cabezas.
—No, son sólo siete —dijo uno sombrío—. El verdugo quiso la parte del león. Por lo menos el amo no decidió quedarse con todo.
Chelchal se quedó mirándolos.
—¿El torturador se quedó con veinte sólidos? ¿Sólo por poner en el potro a un hombre atado que no podía defenderse?
Los otros asintieron. «A veces creo que el rey Atila sería mejor que Eulogio —pensó Chelchal con amargura—. ¡Veinte sólidos, además de su salario, por torturar a un esclavo! ¡Estos griegos!» Escupió.
—No saben valorar a los guerreros aquí —dijo en voz alta—. Tendríamos que recibir más que el verdugo; nosotros atrapamos al espía.
Los otros volvieron a asentir, todavía más sombríos.
Pero al menos los griegos eran neutrales, Atila era un enemigo; cualquier cosa era mejor que servirle, incluso estar por debajo de un torturador. Chelchal se encogió de hombros, dando por terminado el asunto, y cogió una porción de la cabra asada que constituía el plato fuerte de la cena de los guardias, una carne que era una extravagancia poco usual entre los romanos pero permitida como concesión especial al gusto de los bárbaros. La comió sin saborearla; no podía dejar de pensar en Simeón.
—Era mucho dinero para un esclavo —dijo tras un momento.
—Probablemente se lo dio Marciano —dijo Berico—. ¿Tendrá más?
Chelchal negó con la cabeza.
—Más es demasiado para cualquier esclavo.
—Pero él vino en una barca —dijo Berico obstinado—. Puede haber dejado otras cosas de valor en ella. Algunos de esos esclavos del Estado ganan una fortuna, y trabajar de espía para un hombre tan rico como Aspar ha de haber sido incluso mejor.
Chelchal bufó.
—¡Ve a buscar la barca, entonces! ¡Ve a navegar en ella! —Berico era tan hombre de mar como él.
El godo lo miró con rabia.
—¡No tienes derecho a burlarte de mí, huno! —le dijo—. Estabas chocho como una vieja con ese niño, babeando por él como si fueras su abuela.
Chelchal se limitó a sonreírle.
—Mi abuela no chocheaba, godo, aunque no sé cómo era la tuya. Las mujeres de los acatziros engendran guerreros. Ahora tu pueblo lo sabe. ¿Por qué no me iban a gustar los niños? ¡Me gusta engendrarlos!
Berico se llevó la mano a la espada pero la retiró.
—Yo también he tenido bastardos —dijo enfadado—. Pero no se me cae la baba al verlos y mucho menos cuando se trata de un mocoso hecho por una puta tiria y un pescador apestoso.
Chelchal rió y chascó la lengua.
—¡Por la cabeza de mi abuelo, qué bruto eres! Nadie diría que la puta te dio una patada en los huevos y que el pescador te tiró encima el banco de la taberna.
—A ti también te lo tiró —respondió Berico.
Chelchal se encogió de hombros.
—Así es. Pero yo los atrapé, a él y al niño. Le saqué toda la historia al niño. Lo único que hiciste tú fue pegarle al padre, pero cuando estuvo atado. ¿Cuál de los dos chochea?
Berico se tensó.
—¿Estás diciendo que tendría miedo de enfrentarme a ese hombre… un esclavo apestoso… en una pelea de igual a igual?
—No, no tendrías miedo —dijo Chelchal despectivo—. Ese pescador es presa fácil aun con las manos desatadas, probablemente nunca ha tenido una espada en la mano. Pero apostaría a que te señalaría primero; era muy rápido de piernas. A veces, Berico, me gustaría participar en una pelea igualada, una buena pelea, yo contra otro guerrero. —Sus ojos se encontraron con los del godo y le sostuvieron la mirada un momento. La mano de Berico volvió a apoyarse en la empuñadura de la espada y esta vez la dejó allí—. Estoy harto de pegar a esclavos —continuó Chelchal con voz tranquila—. Me gustaría volver a la batalla. Incluso a veces me gustaría ver qué tal resultan las boleadoras y el arco contra una espada. Así de chocho soy, godo. —Berico seguía reclinado hacia atrás en el asiento, esperando, pero había empezado a sudar. Había visto al huno disparando y tenía un profundo respeto por las boleadoras. Satisfecho al ver la reacción del otro, Chelchal sonrió y sus cicatrices se le retorcieron—. Pero —terminó tajante—, o soy un sirviente leal del amo, o sirviente del rey Atila. Con los debidos honores y respetos a los torturadores; no quiero enfrentarme a ellos, y no peleo con mis camaradas. —Arrojó a la fuente el hueso de cabra y se levantó—. Voy a ver el arnés de mi caballo; nos vemos en la guardia, Berico.
Simeón yacía de lado sobre el suelo del almacén, mirando la luz que entraba por debajo de la puerta y tratando de no moverse. Las articulaciones de las caderas y los hombros le ardían con un dolor espantoso cada vez que se movía, ése era el peor dolor, el legado del potro. También le dolían horriblemente el estómago, la ingle y la cara, en especial el lado izquierdo, donde un golpe le había aflojado los dientes; y le dolían las rodillas, pues había caído sobre ellas. «Sin embargo —pensó amargamente—, todavía no estoy tan mal. Mañana…»
Apretó la cabeza contra los ladrillos del suelo, tratando de no pensar en el mañana. El suelo era duro pero reconfortante, como la habitación que olía a polvo, aceite de lámpara, cera de abeja y jabón de sebo, los artículos que de ordinario se guardaban en ese lugar cuando no se utilizaba para los prisioneros. Todavía había trapos de limpieza, pabilos colgando de las paredes y una pila de escobas en un rincón. Parecía imposible que lo torturaran en un lugar tan común. Pero el experto en interrogatorios de Crisafio, el hombre pálido y totalmente calvo que había instalado el potro tan rápidamente, le había susurrado varias posibilidades mientras ajustaba los pesos de plomo a los brazos y piernas de Simeón: el látigo, los hierros, el fuego, el aceite hirviendo, la castración, la mutilación, la ceguera. «Ay, señor —pensó, recordando contra su voluntad todos los susurros—, no podré soportarlo. Si hablo, ellos torturarán también a Demetria. Dondequiera que esté. Meli iba a decirme algo, pero se lo impidieron. Mi pobre Meli. Espero que el huno lo haya vendido a una buena persona, alguien que lo trate bien. ¡Bendito sea ese hombre por haber impedido que su amo dejara que ese animal se encarnizara con mi hijo! ¡Cualquier lugar será mejor que éste para él!»
Cerró los ojos. Estaba exhausto de sufrimiento y pesar, pero el miedo y los dolores le impedían dormir. «¿Qué puedo decirles mañana? —volvió a preguntarse—. No debo decirles la verdad, pero tendré que contarles algo. Tienen que creer que Demetria es inocente; tienen que dejarla tranquila.» La cabeza se le llenó de imágenes: la luz reflejándose en su cabello, la soñadora felicidad de sus ojos cuando trabajaba, la suavidad de su piel bajo su mano y las delicadas curvas de su cuerpo contra el suyo. Las noches en su casa, el olor del pescado cocinándose en una salsa de vino y especias; caminar con ella hacia la playa por las mañanas, con el viento que dejaba blancas las olas y agitaba los mantos tejidos por ella. «Yo la quería allí —pensó desesperanzado—. Lo arriesgué todo para llevarla de vuelta, y ahora todo está perdido, pero no sólo para mí, también para ella y para Meli. Y probablemente ella ni siquiera quiera volver a casa. Le haya sucedido lo que le haya sucedido en el viaje, ahora hace meses que está a salvo. Ha de ser esclava de Crisafio, con una buena posición en la casa. Seguramente la valoran, cualquiera la valoraría, aunque sólo sea por su arte. Probablemente es feliz. A mí nunca me amó. Nunca pude darle nada que ella quisiera, pero tomé lo que ella odiaba dar. Vine a buscarla por mí, no por ella; vine porque ella era mía, aunque nunca lo fue, no de la manera que importa. Me casé con ella, me acosté con ella, viví y tuve un hijo con ella, pero nunca importó, a ella no la tuve nunca. No podría siquiera decir que la conozco. Y ahora he venido para volver a destruir todo lo que tiene. Dios mío, no debo hacerlo. ¿Qué puedo decirles?
»Dios Todopoderoso, Cristo Eterno, no pido mi libertad ni mi vida, sólo las fuerzas para inventar una buena mentira, aferrarme a ella y salvar a mi esposa.»
Se oyeron pisadas al otro lado de la puerta, y unas palabras en gótico: había cambio de guardia. Los nuevos soldados se instalaron con gruñidos ante la puerta y uno llamó.
—¿Estás ahí? —preguntó. Era la voz del huno. Simeón se incorporó dolorido sobre los codos.
—Estoy aquí —respondió—. ¿Eres tú, Chelchal? Por el amor de Dios, ¿puedes decirme lo que hiciste con mi hijo?
—Está seguro —dijo la voz, jovial y tranquila—. Me he asegurado de que lo cuiden. ¿Estás bien?
—Pero ¿dónde está?
—¿Qué importa eso? Está en la ciudad, está seguro y bien cuidado. Ahora descansa.
Simeón volvió a tenderse en el suelo, mirando hacia la puerta. El huno se puso a hablar en gótico con su compañero y la conversación continuó durante un buen rato.
«Puedo decirles que nunca vi el manto —pensó Simeón, volviendo a cerrar los ojos—. Es absolutamente cierto, nunca lo vi. Después puedo decirles que no sé de qué color era, que Demetria nunca me lo explicó; sólo puedo decir que actué como actué porque tenía celos del procurador, que quería crearle problemas, en eso también hay algo de cierto. Puedo decir que exageré mis sospechas ante Marciano para obtener su ayuda contra Heraclas. ¿Funcionará? ¿Dónde puede haber un fallo?» Se quedó quieto, medio dormido sin darse cuenta, inventando complicados defectos en su historia y buscando sin cesar alternativas cada vez más improbables; al otro lado de la puerta las voces de los dos guardias continuaban su murmullo.
Simeón despertó bruscamente cuando, por encima de las voces, oyó pisadas que se acercaban. Los dos guardias dejaron de hablar repentinamente. La luz cambió cuando ambos se levantaron y Simeón notó la existencia de un trozo de pergamino en el suelo, a un lado de la puerta. Lo miró atónito. ¿Estaba allí antes?
—Chelchal —dijo otra voz, una voz que hablaba en griego de Constantinopla, con el acento de la clase alta, con un deje sombrío: era la de Eulogio—, he estado pensando en lo que dijiste…
—¿Ah, sí? —dijo el huno receloso.
—Supongo que podría determinar un pago extra para ti, dado que sacaste tan poco con la venta del niño… digamos, por ejemplo, diez piezas de oro…
—¡No es bueno! —dijo Chelchal—. Capturé a espía con mis boleadoras, yo solo. Sin mí, hubiera escapado. Me dais niño para vender. Sabes que me gustan los niños y que no lo vendo a ningún hombre malo. Lo vendo barato, sólo por dos sólidos, para que tenga una buena casa. ¿Dónde está recompensa para mí por la captura? El espía tiene dinero, mucho dinero. Ese experto se llevó una parte doble, ¡triple, casi! ¿Por qué? ¡Por torturar a hombre a que yo atrapo, hombre que está atado y hombre que no puede defenderse! Es un trabajo de cobardes, de un hombre malo, de un esclavo. Yo soy un guerrero. Dame la parte del experto en interrogatorios.
—¡Pero es el verdugo de Crisafio! —objetó Eulogio—. No puedo quitarle el dinero. Si te doy once sólidos habrás ganado tanto como él…
—¡Tanto como él, tanto como él! ¡Yo valgo más! ¡Ja! Tanto como un cobarde torturador. No es bueno. Yo soy un bravo guerrero de los acatziros, yo capturé a espía, ¡yo valgo más!
—¡Vales más para Atila! —exclamó Eulogio perdiendo la paciencia—. No te olvides de que se te puede devolver a Tracia si consideras que aquí no se te valora lo suficiente… y el rey Atila estaría encantado contigo, aunque dudo de que te pague tan bien como yo.
Chelchal guardó silencio.
—Te daré una propina de diez sólidos como recompensa por haber capturado al espía —dijo Eulogio—. Y nada más. Buenas noches.
Las pisadas se alejaron y la luz disminuyó cuando los guardias se sentaron. Simeón alargó muy despacio el brazo y levantó el pergamino. Había algo escrito en él. Lo ladeó para que le diera la luz y las letras parecieron saltar hacia él, negras y nítidas.
Simula que tienes un gran tesoro en la barca y que le dirás cómo encontrarlo al hombre que te ayude a escapar. Destruye esto.
Simeón lo leyó dos veces murmurando despacio, luego se quedó mirándolo. «Antes no estaba aquí —pensó, todavía atontado por la sorpresa—. No estaba cuando se fue el verdugo. Uno de los guardias tiene que haberlo pasado por debajo de la puerta. ¿Quién? La letra… la letra me parece conocida. ¡Marciano!» El recuerdo de la otra carta le llevó un renacer de la esperanza tan violento que por un momento creyó que iba a vomitar. Se metió el pergamino en la boca y lo masticó con torpeza, por el dolor de la mandíbula; el sabor a lejía y tinta estuvo a punto de vencerlo. Chelchal y su compañero hablaban otra vez en gótico, más animadamente que antes. Sus voces se elevaban y caían como olas. De vez en cuando alcanzaba a distinguir el nombre de Eulogio dentro del mar de palabras ininteligibles. Simeón se tragó el montoncito de cuero empapado. Las voces subieron de volumen y la luz volvió a cambiar. Una sombra se movió y la otra se puso en pie. Simeón se sentó, con una punzada de agonía, justo en el momento en que se abría la puerta.
Reconoció al otro guardia, era el bruto de Berico, el que se había complacido tanto golpeándole. Ahora sonreía. Chelchal también sonreía, tenía en la mano las boleadoras de cuero y las mecía con indolencia de un lado a otro.
—Tenemos unas preguntas para hacerte, espía —dijo Berico. La lámpara del pasillo dibujaba la sombra del hombre, negra y amenazadora, incluso en los rincones más oscuros del almacén.
Simeón gimió y, rígido, se sentó sobre los talones.
—Todos tenéis preguntas —dijo con amargura.
—Tenemos preguntas personales —le dijo Berico—, que tal vez tengas ganas de responder. ¿De dónde sacaste todo ese dinero que tenías?
Simeón vaciló, sin poder decidir si mentir o decir la verdad.
—¿Qué importa? —preguntó para ganar tiempo.
—¿Era todo el dinero que tenías? —preguntó Berico agachándose frente a él. El godo sacó una daga y se puso a limpiarse las uñas con una sonrisa desagradable.
Simeón se pasó la lengua por los labios.
—No —dijo—, hay más. Pero ¿a ti qué te importa?
—Queremos el resto —le dijo Berico y le apoyó la daga en el mentón. Los ojos azules parecían de cristal, sin profundidad, a pocos dedos de los suyos—. Puedes decírnoslo a nosotros y quizá podamos ayudarte.
Simeón volvió a pasarse la lengua por los labios, tocándose los dientes doloridos.
—Guardé casi todo mi dinero en la barca —susurró—. Tiene que estar allí todavía. Tenía tres veces lo que me encontrasteis. Más todavía.
El godo abrió la boca, húmeda y roja, con dientes desparejos y muy blancos.
—¿Ciento cincuenta sólidos? ¿Doscientos? Marciano ha de haber sido muy generoso.
—¡No importa de dónde lo saqué! —exclamó Simeón, enfermo por el temor a que resultara ser una trampa—. Podéis quedaros con todo si me ayudáis a escapar.
—¿Dónde está la barca?
—Sacadme de la casa y os lo enseñaré.
—Puedes decírnoslo —susurró Berico con los ojos brillantes.
—No. Os quedaríais con el dinero y me dejaríais aquí. No soy tan estúpido.
Berico le dio un golpe en la mandíbula herida y sintió una punzada que le recorrió todo el cuerpo. Simeón mantuvo la cara alta, parpadeando; con el ojo izquierdo lo vio todo negro, luego unas pinceladas de luz cegadora.
—Dinos dónde está la barca —susurró el godo— o lo lamentarás.
—¿Qué podrías hacerme peor de lo que me van a hacer mañana? —preguntó Simeón enfadado—. Además, el hombre de Crisafio no se va a alegrar si usas ese cuchillo conmigo; tiene sus planes.
Berico se sentó sobre los talones para pensar, y volvió a sonreír.
—Dímelo —le dijo—, y te daré esto. —Le mostró la daga.
«Una muerte indolora —pensó Simeón mirando el metal que resplandecía con una luz dorada a la claridad de la lámpara—. Sí, eso bien vale doscientos sólidos. Yo haría ese trato si no me hubieran animado a esperar más.»
—La barca está en el puerto del mercado del Pescado —susurró—. Llévame allí y te diré cuál es.
—¿Cómo es? —preguntó Berico volviendo a inclinarse hacia delante, ansioso—. Dímelo, y puedes…
Hubo un movimiento y un ruido seco y en seguida el sonido de un cuerpo al chocar con otro. De pronto Berico estaba en el suelo y Chelchal sentado sobre él, con la daga rozándole la garganta.
—No grites —dijo el huno sonriendo—. No quiero matar a un camarada, Berico, pero nunca me has gustado.
Berico estaba atontado y miraba a Chelchal sin poder creerlo. Simeón se dio cuenta de que el godo tenía las manos amarradas por las boleadoras. Con dolor, se movió y se levantó. Chelchal lo miró sonriendo.
—Me llevas a la barca —dijo—. Sólo a mí. Yo te ayudo y tú me das todo el dinero, ¿eh?
—Sí —accedió Simeón con expresión de asombro. ¿De manera que había sido Chelchal el que había pasado el pergamino por debajo de la puerta? Si era así, ¿para qué toda esta pantomima?
—Busca cuerdas —le ordenó Chelchal— y trapos para una mordaza.
Deprisa, Simeón miró a su alrededor. Encontró un rollo de mechas, no era lo bastante fuerte para atar a un hombre, pero serviría para la mordaza. Había muchos trapos entre los artículos de limpieza, agarró uno fuerte. Había aproximadamente un brazo de una gruesa soga detrás de los trapos. La desenrolló, la sacó y se la alcanzó a Chelchal. El huno indicó a Berico con la cabeza.
—Primero la mordaza —dijo.
—Chelchal —murmuró Berico furioso—, no puedes…
—Nunca me has gustado, Berico. Y nunca me ha gustado Eulogio. ¡Que valgo lo mismo que un cobarde torturador! ¡Ja! No sabe valorar a un guerrero. Te quedas callado o te hago callar para siempre. Abre la boca.
Berico lo miraba con los ojos desorbitados. Chelchal le sonrió. En las largas sombras que proyectaba la lámpara parecía un monstruo, con su cabeza deforme y la cara llena de cicatrices tenía el aspecto de un mono metido en un cuerpo de hombre. Berico abrió la boca y Simeón le metió el trapo. Chelchal le quitó el yelmo al godo y Simeón ató la mordaza firmemente con el pabilo. Inmediatamente Chelchal cogió la soga y le ató los tobillos a Berico, luego le aflojó el cinto de la espada, desenvainó el arma y la pisó, sólo entonces le soltó las boleadoras que aún le sostenían los brazos. Le ató las manos con el cinto, tan fuerte que le cortó la carne, luego se sentó sobre los talones y miró a Simeón, observándolo.
—Toma su yelmo —ordenó, y comenzó a enrollar sus boleadoras—. El manto también. Saldremos en la oscuridad por la puerta de enfrente, nadie sabrá quién eres.
Simeón cogió el yelmo y se lo puso; era demasiado grande, pero no tanto como para que se notara. Le quitó el manto a Berico y se lo echó sobre los hombros. Era un manto de montar, por encima de las rodillas. Las piernas de Simeón, desnudas bajo la túnica, con las sandalias tirias resultaban ridículas. Chelchal lo observó con ojo crítico y movió la cabeza. Cogió la espada de Berico y la apoyó, significativamente, sobre la ingle del godo, luego le desató la soga que le amarraba los tobillos: Berico ni se movió. Chelchal le quitó las botas a su compañero, cogió su espada y le quitó los pantalones. Se los alcanzó a Simeón y volvió a atar la soga. Simeón se los puso y Chelchal asintió.
—Me llevarás a barca tuya —le ordenó—. ¿Sabes montar caballo?
—No he montado en mi vida y apenas puedo andar —respondió Simeón preocupado.
—Entonces deberemos caminar. De todos modos, nos costaría mucho tiempo ir buscar los caballos, podríamos encontrarnos con alguien. Vamos. —Chelchal salió de la habitación y Simeón, sin atreverse aún a creerlo, lo siguió. El huno cerró la puerta y echó el cerrojo sonriendo—. Nunca me gustó ese estúpido de Berico —confesó—. Vamos, vamos, rápido.
Simeón fue, aunque lo de rápido era más difícil: sentía las caderas como si llevara hierros candentes atravesados que se le clavaban a cada paso. La casa dormía. Siguieron por el pasillo, traspasaron una puerta y llegaron a un patio. El aire de la noche era helado y las estrellas brillaban muy blancas en el cielo claro. Simeón aspiró hondo, luchando por contener las lágrimas: no era momento de llorar.
Chelchal le tiraba del brazo para meterle prisa.
Llegaron a la caseta que se alzaba junto a las puertas. El huno llamó a la ventana y repitió la llamada. Después de un momento la ventana se abrió y apareció el portero, con los ojos irritados y furioso.
—¿Quién llama a estas horas? —preguntó.
—Berico y yo que vamos buscar putas —respondió Chelchal con tranquilidad—. ¡Abre!
El portero no tenía idea de los turnos de la guardia y estaba acostumbrado a las salidas nocturnas, aunque por lo general nunca eran tan tarde. Maldijo entre dientes pero salió y abrió la puerta. Chelchal y el otro pasaron. Medio dormido y apresurado por escapar del frío, no se dio cuenta de que Berico no era tan alto como de costumbre, ni de que caminaba rígido, como un viejo que trata de no resbalarse en una calle con hielo. Cerró las puertas, las atrancó y volvió a la cama.
Caminaron una manzana en silencio; Simeón apoyaba a ciegas un pie delante del otro, borracho por el aire limpio y frío y la visión de las estrellas. Las palabras se le amontonaban en la cabeza, una mezcolanza de los salmos que cantaban en la iglesia de Tiro: «Entonces las aguas nos alcanzaron, pero la corriente pasó por encima de nuestras cabezas. Bendito sea el Señor que no nos convirtió en presa para sus dientes». «¡Ah, Demetria, estoy vivo y, de alguna manera, te liberaré a ti también!» «Nuestra alma escapó como un ave escapa de la trampa de los cazadores; la trampa se ha roto y escapamos.» «Escapamos de la muerte, de la muerte segura, y llegamos a esta noche, a este aire, a esta libertad.»
La cadera se le aflojó con una punzada de inmenso dolor y Simeón se tambaleó. Chelchal lo agarró del brazo. El huno rió.
—Es bueno, ¿no? —dijo sonriéndole a Simeón.
—No tengo ni un dracma de cobre en la barca —le dijo Simeón con expresión tonta devolviéndole la sonrisa, aunque en seguida deseó haberse mordido la lengua—. Es decir… —comenzó, tratando rápidamente de corregirse.
Pero Chelchal volvió a sonreír.
—Lo sé. Está bien. Vamos rápido ahora, no tenemos mucho tiempo.
Más perplejo que antes, Simeón comenzó a avanzar más rápido, pero volvió a tambalearse y casi cayó. Chelchal le pasó el brazo a Simeón por debajo del hombro y le ayudó durante el resto del camino hasta llegar al mercado.
En el mercado todo estaba en silencio. Las tiendas estaban cerradas e incluso los noctámbulos estaban en sus camas. Las antorchas junto a las grandes mansiones ardían bajas. Chelchal ayudó a Simeón a cruzar la plaza, en dirección a una gran mansión; cuando llegaron al espacio iluminado ante la puerta, ésta se abrió y una figura envuelta en un manto negro corrió hacia ellos, seguida de la sombra de otra. Simeón se detuvo; la forma de negro se detuvo también, buscándole el rostro debajo del yelmo, entonces corrió hacia él y lo cogió del brazo libre.
—Simeón —susurró sin aliento—. Ven, debemos darnos prisa. Por aquí; tenemos un carro.
Era Demetria: su voz, su rostro bajo la capucha, su cuerpo instándolo ahora a avanzar, pero ¿cómo podía ser ella? Simeón volvió a detenerse.
—Demetria —susurró asombrado. Se soltó de Chelchal, la cogió de los hombros y la miró a los ojos. Había recorrido más de mil quinientas millas y había cruzado las profundidades del dolor y de la desolación hasta encontrarla, y ahora que lo había conseguido no sabía qué hacer.
Ella se estiró, le pasó las manos por el cuello y le besó con fuerza. Luego se quedó mirándolo. Tenía la boca apretada, con decisión y rabia, pero los ojos estaban abiertos, grandes y oscuros, clavados en los suyos con una intensa quietud. A Simeón se le desmoronaron las pocas fuerzas que le quedaban y cayó sobre ella, incapaz de tenerse en pie; las lágrimas que antes había podido contener ahora le ardían en los ojos, mientras susurraba su nombre sin poder creerlo.
—¡Rápido! —le dijo ella volviendo a cogerlo del brazo—. No sabemos cuándo descubrirán tu ausencia y todavía tenemos muchas cosas que hacer antes de la mañana.
La figura que la había seguido desde la puerta le hizo una señal a alguien invisible detrás de él y un carro salió de la mansión. Simeón reconoció a Marciano cuando éste lo cogió del brazo, y se dejó izar al carro que les esperaba.