Era la tarde del dos de abril cuando Simeón y Melecio llegaron a Constantinopla.
El viaje había durado más de tres meses. El amanecer rojo del día que dejaron la aldea al sur de Antioquía había pronosticado temporal, y cuando trataron de llegar a tierra hacia el mediodía, se les rompió el remo. Simeón supo que recordaría aquel momento durante el resto de su vida: el mar turbulento, de un verde negruzco festoneado de espuma, el cielo de un salvaje color cobrizo y la costa oscura; la Procne escoraba y las velas se agitaban como ropa colgada a secar, el remo roto, el mar sacudiendo la barca y Melecio, tras un grito, cayendo al agua. Por fortuna, el muchacho tuvo el buen tino de sumergirse y Simeón pudo girar la embarcación con el otro remo y rescatar a su hijo del agua. Pero no se habían animado a desafiar el viento y las olas para intentar otra vez llegar a la costa, todo el día y toda la noche navegaron a favor del viento. Cuando volvieron a ver tierra se encontraban ante la isla de Chipre, donde se tuvieron que quedar varios días reparando los daños del equipo y las velas. Luego el mal tiempo los retuvo dos semanas en un pequeño pueblo pesquero, cerca de Sida, y diez días más en Rodas y otros diez en Quíos; en Éfeso se vieron obligados a reabastecerse otra vez. El otro remo se rompió como consecuencia de una riña en el puerto de Rodas; se resquebrajó una de las tablas del casco, no lejos de Patara, y tuvieron que achicar agua desesperadamente durante toda la noche en medio de un furioso temporal; en Éfeso habían tenido que comprar velas nuevas. En Mitilene fueron atacados por ladrones y obligados a luchar para defender la vida; a la altura de Tróade se encontraron con una pequeña barca llena de supervivientes de un naufragio, a quienes salvaron. Y ahora, por fin, la Procne, remendada y gastada pero navegando tan maravillosamente como siempre, viraba luchando contra vientos contrarios para pasar la punta de la península de la ciudad, más allá del doble puerto de la flota, de los buques que transportaban cereales y de los muelles enlosados en mármol del Gran Palacio; y entraba suave como la seda en el Cuerno de Oro.
Las aguas de la ensenada estaban picadas, llenas de buques mercantes, de transbordadores y otras embarcaciones pequeñas. Simeón recogió la vela mayor hasta que la embarcación tuvo casi la velocidad necesaria para mantener el rumbo y se sentó empuñando los remos y mirando ceñudo el puerto atestado. En la proa, Melecio se movía entusiasmado, parloteando sin parar.
—¡Papá, hay una boya grande a estribor! Allí… allí. ¡Mira aquella estatua del león! ¡Es toda de oro! Cuidado, hay otro barco a babor, nos ha visto, ¡ha virado! ¿Ves el puente? ¡Cruza todo el puerto! El arco central está libre… no, no. Vira a estribor, papá, podemos pasar detrás de la barca. ¡Ah, mira, la ciudad continúa al otro lado del puente! ¡Es más grande que Éfeso! ¿Dónde crees que estarán las otras barcas de pescadores?
—El hombre de Heraclea dijo que había una playa al final de la ensenada —respondió Simeón virando bruscamente para evitar un transbordador y dando un poco más de vela para recuperar la dirección de la barca—. ¿Todavía no la ves?
—No… ¡mira, otro puente! ¡Ah, mira los caballitos de mar y los delfines de oro!
—¿Está libre? —preguntó Simeón impaciente, sin prestar atención a los delfines.
—El arco de estribor está… no, no,… ¡sí, está libre! ¿Crees que tendremos problemas en la aduana, papá?
—El hombre de Heraclea dijo que no les interesan los barcos pesqueros. Si nos interrogan, Meli, recuerda que hemos venido a vender salmonetes. Podemos tener problemas si les contamos que hemos venido a buscar a tu madre. Recuerda que, según ellos, tendríamos que habernos quedado en Tiro.
—Sí, porque somos esclavos… bueno, más o menos —dijo Meli, inquieto y entusiasmado—. ¡Mira! ¡Una playa! ¡Allí, a babor! Un montón de barcos pesqueros, ¡mira! Todos con velas de abanico. A mí las velas de abanico me parecen horribles. Y seguro que, además, están hechos de esa madera blanda de pino y no de buen cedro. Apuesto a que no pueden navegar tan lejos como la Procne.
—Cuidado —le advirtió Simeón volviendo a cargar la vela y llevando la embarcación hacia la playa—. No digas que venimos de tan lejos, aunque, de todas maneras, la Procne llama mucho la atención. Recuerda, Meli, debemos decir que venimos de Tróade y que queremos vender nuestro pescado y ver la gran ciudad. No menciones a tu madre a nadie. Estamos en aguas desconocidas y tenemos que andarnos con cuidado hasta saber cómo están las cosas.
Melecio asintió obediente y Simeón llegó a tierra firme en un espacio vacío de playa enfangada, bajó de un salto y terminó de sacar la embarcación del agua. Melecio corrió a popa para subir los remos y luego saltó de la barca para ayudar a su padre a atarlo. Los otros pescadores interrumpieron su trabajo y se quedaron inmóviles observándoles con recelo.
—Salud —dijo Simeón volviéndose a ellos con una sonrisa—. ¿Algún problema si atracamos aquí?
Uno de los pescadores escupió.
—Ese lugar es de Juan el Negro.
—Juan el Negro estará fuera toda la semana —dijo otro con amabilidad—. No le molestará que un extranjero ponga su barca ahí. ¿Te quedarás mucho tiempo, extranjero?
—Oh, no lo creo —dijo Simeón—. Mi hijo y yo teníamos ganas de ver la gran ciudad, de la que tanto hemos oído hablar, tenemos un poco de pescado para vender. Si lo podemos vender hoy pasaremos un día o dos viendo la ciudad y luego nos iremos.
El pescador cordial asintió. Constantinopla atraía muchos visitantes.
—¿Sois de costa abajo? —preguntó—. Habláis con un acento extraño… y la barca también es extraña. ¿Ha sido construida en las islas?
—Al sur de las islas —respondió Simeón suelto—. Mi padre era sirio y viajó con ella hacia el norte. Mi nombre es Simeón.
—¿Simón? —preguntó receloso el pescador antipático—. Es un nombre muy raro.
—No, Simeón —dijo el otro con cautela—, como aquel santo, el que vive en una columna. Bien, yo soy Mataio. ¿Qué tal navegan esas velas?
Simeón habló del mérito relativo de las velas latinas, de las velas de abanico y de los aparejos cuadrados durante unos momentos, luego le dijeron dónde vender el pescado, cuánto pedir por él y qué ver en Constantinopla una vez que lo hubiera vendido. Melecio esperaba con impaciencia, saltando de un pie al otro e interrumpiendo a sus mayores con el comentario de que las velas de abanico eran horribles. Al fin descargaron el cajón de mimbre con los salmonetes que habían pescado esa misma mañana y los llevaron al mercado junto al muro de la ciudad. Simeón colocó los pescados sobre la caja y se sentó en el suelo junto a ella.
—¿Cuándo buscaremos a mamá? —preguntó Melecio.
—Tenemos que averiguar en primer lugar cuál es la situación —le dijo Simeón—. Venderemos primero el pescado, atraeremos mucho la atención si dejamos que se pudra. Ya es tarde. Esta noche dormiremos aquí y mañana entraremos en la ciudad y veremos si podemos encontrar la casa de Aspar.
—¿No hay problema en dejar sola a la Procne?
—Creo que no. Esos hombres ya saben quiénes somos. Compraré una buena jarra de vino para acompañar la cena e invitaremos a nuestros vecinos. De esa forma continuaran siendo amables. Además, allí hay guardias. —Simeón señaló a los aburridos guardias que mantenían la vigilancia, al menos en apariencia, bajo la puerta del mercado del Pescado, apoyados en la muralla de la ciudad.
Melecio se enfurruñó y se sentó junto a su padre. El viaje había sido mucho más largo de lo que él hubiera podido imaginarse jamás: en Tiro pensaba que no se podía navegar tan lejos sin salirse del mundo. Pero había trabajado mucho en la barca, ayudando todo lo posible con las velas, con el remo y con los sedales, y había tratado de portarse bien, sabiendo siempre que, al final, llegarían a Constantinopla y encontrarían a su madre. Cada día, durante toda la semana anterior, había esperado ver Constantinopla antes de anochecer. Ahora estaban aquí, pero él tenía que seguir siendo bueno y esperar. Jugueteó con la correa de la sandalia. El cuero estaba gastado y manchado por el agua salada; probablemente se rompería si tiraba de ella y su padre se enfadaría. La dejó y enlazó las manos. Si cerraba los ojos veía a su madre, sólida, sonrosada, con los brazos abiertos para abrazarlo. No siempre contenta o de buen humor, pero siempre allí, con su consuelo, su amor, sus cuidados y tan necesaria como el alimento. Ahora el mundo se había roto; se la habían llevado y él y su padre habían salido de entre los fragmentos familiares que quedaban para buscarla y llevarla a su lugar. Y ella estaba aquí, en alguna parte de esta ciudad, encerrada en una de las casas detrás de este sombrío muro, esperándolos. Entonces, ¿por qué se quedaban aquí sentados, vendiéndoles pescados diminutos a personas desconocidas?
Melecio levantó la mirada, severo, y declaró:
—Quiero encontrar a mamá ahora mismo. Tú sabes el nombre del hombre que se la llevó. ¿Para qué tenemos que ver a Aspar? ¿Dónde vive Eulogio?
Simeón suspiró y repitió pacientemente una explicación que ya había dado muchas veces durante el viaje.
—No podemos hacer mucho sin la ayuda de Marciano, tenemos que hablar con él y con su jefe Aspar antes de verla. Eulogio tiene una escritura de venta, Meli, en la que dice que él es dueño de mamá, y alguien tiene que comprársela o anular la escritura antes de que podamos volver a casa a salvo.
Podemos buscar la casa de Eulogio, pero la persona a quien debemos ver es Aspar. Si tenemos tiempo, esta misma noche, después de vender el pescado, podemos preguntar cómo llegar a su casa… ¡sí, señor, salmonetes rojos frescos, pescados esta misma mañana, a sólo veinte dracmas la unidad!
A los habitantes de Constantinopla les gustaba el pescado, y Simeón no tuvo dificultad en vender todos los salmonetes, aunque fueran pequeños. Tenían tiempo para una incursión en la ciudad y para hacer algunas discretas preguntas antes de la cena y del descanso nocturno en la barca.
A la mañana siguiente se ocuparon de la seguridad de la barca y salieron hacia la ciudad. Simeón llevaba consigo su mejor manto pero no le gustaba ponérselo ante los pescadores locales, pues podrían pensar que sería un buen negocio robarle. Lo guardó con cuidado en una de las cestas de mimbre y se la dio a Melecio para que la llevara. El pergamino sellado con la promesa de Marciano se lo guardó, doblado, en la bolsa que llevaba en el cinturón.
Desde el mercado del Pescado la ciudad se levantaba en una escarpada colina. Un camino principal corría a lo largo del puerto, pegado al muro que daba al mar, pero de él salían sólo diminutas callejuelas. La noche anterior le habían dicho a Simeón que subiera la colina hasta la calle Central y que allí preguntara, de manera que padre e hijo tomaron la primera callejuela que encontraron y comenzaron a subir la colina. El camino, empedrado con cantos rodados, serpenteaba estrecho y oscuro bajo los balcones salientes de las casas. De vez en cuando salía a la fugaz luz del sol en alguna diminuta plaza pública, con una fuente, algunos plátanos y la escalera de piedra desde donde se distribuía el pan público, cada plaza era exactamente igual a las anteriores. Al poco rato estaban perdidos pero siguieron subiendo y al fin encontraron una calle más importante. Era una calle ancha, bonita, pavimentada con grandes baldosas y flanqueada por una columnata de mármol a un lado y la sombra de un imponente acueducto al otro. Bullía de compradores y vendedores en aquella tibia mañana de primavera. Tras comprobar que ésta era, por fin, la calle Central, Simeón preguntó por la casa del general Aspar, y le indicaron que fuera hacia la izquierda, hasta el mercado Tauro. Fue despacio, tratando de descifrar los rostros atareados e indiferentes que lo rodeaban. Melecio correteaba tras él, mirando encantado las tiendas que vendían espadas, especias o juguetes, y asombrándose de vez en cuando al ver la estatua de un héroe o de algún animal mitológico.
El mercado Tauro era una inmensa plaza en la que aquel día se celebraba un mercado de ovejas. Todo el espacio estaba atiborrado por los animales lanudos y sus dueños, se oían los balidos de los animales y los gritos y el regateo de los vendedores. Después de urgentes averiguaciones por parte de Simeón, se enteraron de que el primer hombre a quien le había preguntado no le había entendido: había una estatua de Aspar en la plaza, pero la casa del general quedaba a unas seis millas hacia el oeste, cerca de la puerta de Oro. La imagen de Aspar en bronce, con armadura y montado sobre un caballo de guerra, miraba desafiante hacia el oeste por encima de los rebaños de ovejas, amenazándolas con la espada desenvainada. Melecio no estaba acostumbrado a las largas caminatas. Puso la cesta a los pies de la estatua y se sentó sobre ella desconsolado. Simeón se agachó junto al niño y le dio una palmada en el hombro.
—Quiero ver a mamá —dijo Melecio con tristeza—. Me dijiste que estaba en Constantinopla, y yo creía que íbamos a verla. Pero todavía está muy lejos.
—La veremos pronto, Meli. Dentro de pocos días y algunas millas más. Es difícil para gente como nosotros luchar contra los dueños del mundo; cuesta su tiempo.
Meli movió la cabeza y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—¿Y si preguntamos si la casa de Eulogio queda cerca de aquí? —preguntó—. ¿Después podemos ir a ver a Aspar? Quiero ver a mi madre.
Simeón suspiró.
—Ni siquiera sabemos si Eulogio la tiene todavía. Dicen que iba a regalársela a su superior.
—¡Podemos averiguarlo! —dijo Melecio—. Por favor, papá.
Simeón vaciló mirando a su hijo: los ojos del muchacho estaban clavados en los suyos, rogándole. «No le hará daño a nadie que busquemos la casa —pensó—. No le hará daño que iniciemos una conversación con los esclavos, para averiguar dónde y cómo está Demetria. Tendremos algo más que contarle a Aspar, y a los dos nos pondrá de mejor humor.»
—Preguntaremos si la casa de Eulogio queda cerca —le dijo a Melecio—, y, si es así, veremos si alguien sabe lo que le pasó a tu madre. Pero recuerda que no debemos decirle a nadie quiénes somos. Si encontramos la casa de Eulogio y podemos entrar con facilidad, simularemos… simularemos que estamos vendiendo tinturas para un importador del puerto. Podemos decir que mi manto es una muestra de tela teñida con esos tintes. De esa manera podremos hablar con los esclavos de la casa sobre tejedoras sin que nadie sospeche quiénes somos.
A Melecio la cara se le iluminó como un faro, se levantó de un salto y miró nervioso a su alrededor. Simeón sonrió y comenzó a preguntar dónde quedaba la casa del agente Eulogio.
Las dos primeras personas a quienes les preguntó no tenían ni idea: un princeps de los agentes in rebus no era una figura pública tan importante como para que su casa fuera conocida en la ciudad. Sin embargo, resultó que la casa no quedaba lejos, y la tercera persona a la que Simeón interrogó, una mujer dueña de un puesto de venta de flores, conocía al agente.
—Es un desgraciado soberbio —le dijo a Simeón—. Pasa por aquí a caballo con sus bárbaros, vestido como un tetrarca, y ¡ay de quien se interponga en su camino! Uno de sus salvajes golpeó a mi hija en cierta ocasión porque se detuvo a recoger su muñeca. ¡Mal rayo le parta! ¿Para qué quieres verlo?
—He oído decir que podría estar interesado en comprar tintes —dijo Simeón con indiferencia—. ¿Dónde está la casa?
La mujer se lo dijo, Simeón le dio las gracias, cogió la cesta de Melecio, le dio la mano al pequeño y salió hacia el sur.
Cuando llegaron, vieron que la casa era impresionante. Un muro alto, sobrio y sin ventanas se erguía sobre la calle, y las grandes puertas de roble estaban cerradas. La única ventana que había en la caseta del portero estaba cerrada, como un ojo ciego clavándose amenazador en la calle tranquila. Simeón se detuvo un momento ante la ventana, mirándola sin moverse. Se había imaginado una amplia mansión con una puerta trasera por donde pudiera entrar como si pasara por allí, presentar su supuesta muestra al encargado de la casa y ponerse a charlar con los esclavos. El edificio reservado, con aquella mirada vacía y sin ojos le puso nervioso. Al mirar la ventana cerrada sintió de pronto que sería peligroso hacerla abrir. Era como si dentro estuviera encerrado un animal peligroso. Si aquellas puertas reforzadas con barras de hierro se cerraran tras él alguna vez, jamás volvería a salir.
Se estremeció y dio un paso para alejarse de la caseta. Podía llamar, podía inventar algún asunto legítimo que lo llevaba allí, pero no podía entrar como si tal cosa. El portero sabría su nombre, y sus idas y venidas serían registradas. ¿Y si alguien adivinaba la verdad? El esposo de la nueva esclava de Eulogio sería arrestado por fugitivo y enviado de vuelta a Tiro. «Lo arriesgaría todo —pensó—, sólo por verla unos días antes. No podemos. No vale la pena correr el riesgo.»
—¿No es ésta la casa? —preguntó Melecio expectante.
—No creo que podamos entrar —respondió Simeón—. No es seguro, y podrían darse cuenta de quiénes somos.
Meli miró a su padre por un momento. Entonces hizo un puchero y estalló en llanto.
—Pero yo creía… —empezó a decir.
—¡Silencio! —dijo Simeón alarmado, y cogió a su hijo de la mano.
Un cerrojo sonó al otro lado de la ventana: el portero estaba abriéndola. Melecio se tragó el sollozo y Simeón se volvió y comenzó a caminar de vuelta al mercado. Melecio lo siguió, a medias corriendo y a medias arrastrado por su padre, todavía tragándose las lágrimas. Una cara gris se asomó a la ventana y los siguió con la mirada, pero Simeón se limitó a apurar el paso. No se detuvo hasta que estuvieron a salvo en el mercado de enfrente.
—¡Yo quería ver a mi madre! —se quejó Melecio, entre sollozo y sollozo, cuando se detuvieron en la esquina—. Tú me dijiste que la veríamos en Constantinopla hace mucho tiempo, navegamos y navegamos, hemos cruzado el mundo entero, y ahora…
—¡Silencio! —volvió a decir Simeón—. No me parece prudente entrar en la casa de Eulogio. Es un hombre malo, Meli. Te aseguro que yo quiero verla tanto como tú, y voy a hacer todo lo que pueda para encontrarla. Mira, veremos a Aspar esta tarde, y él nos ayudará a sacarla de allí. Ahora iremos a la taberna y te compraré algo para beber y una torta.
Melecio sorbió aire por la nariz y siguió a su padre en silencio.
Encontraron una pequeña tienda de vinos en la esquina del mercado. El lado opuesto de la calle estaba ocupado por bancos, lleno de vendedores de ovejas cubiertos con mantos de lana y un grupo de hombres armados: los guardias privados de algún caballero local. Simeón cogió en brazos a su hijo y se abrió camino dentro de la tienda. Compró una jarra de vino bien aguado y una torta de miel para Melecio, entonces volvió a salir al sol de fuera, encontró un rincón en un banco y sentó a su hijo sobre sus rodillas. Melecio cogió la torta de miel, pero estaba todavía demasiado triste para comérsela. La olió y volvió a frotarse los ojos. Uno de los clientes lo vio y sonrió al niño. Melecio se lo quedó mirando asombrado: el otro cliente era un bárbaro con la cara deforme y llena de horribles cicatrices, cubierto con un manto sucio de piel.
El huno le dirigió una sonrisa más amplia, mostrando la falta de un diente.
—¡Caramba! —exclamó moviendo la cabeza y dirigiéndose a Melecio—. ¿Por qué no te comes rica torta, niño? ¿No gusta? ¿Quieres dármela para mí? —Melecio cerró la boca y agarró la torta. Miró a su padre, nervioso. El huno rió, se levantó y se acercó. El manto de piel, que se había aflojado por el calor del día primaveral, rozaba la vaina de la daga que llevaba en el costado. Pero debajo de las cicatrices su rostro era amable, con la expresión de un padre cariñoso que bromea afectuosamente con el hijo de otra persona. Sus compañeros, todos bárbaros armados, lo miraron molestos, como si consideraran que su actitud no estaba a la altura de su dignidad—. ¿No te gusta torta? —le preguntó de nuevo a Melecio agachándose junto a él.
Melecio volvió a mirar a su padre. El huno le sonrió a Simeón y éste le devolvió la sonrisa.
—Está desilusionado —le dijo Simeón al otro con la resignada aceptación de un padre ante los caprichos de los niños.
El huno asintió.
—¿Es grande desilusión? —preguntó—. Bien. Eres niño grande y bueno. Siéntate con tu padre y come torta, sé valiente.
—¡Pero yo quería ver a mi madre! —estalló Melecio olvidándolo todo ante la urgencia de su necesidad—. ¡Y no podemos!
—¿A tu madre? —preguntó el huno sorprendido—. ¿Por qué no ves?
—Porque ese Eulogio es un hombre malo —dijo Melecio con amargura—. No nos deja verla.
Ante esto, los otros guardias levantaron los ojos y su irritación con su compañero desapareció. Eran los guardias de Eulogio, y Simeón se dio cuenta en seguida, fuera de servicio y bebiendo algo en la taberna local. Le apretó el brazo a Melecio y el niño lo miró, sorprendido.
—¿Eulogio? —dijo el huno—. Es mi amo. No es tan malo. Tu madre, ¿trabaja en su casa?
Perplejo y angustiado, el muchacho ahora miró a su padre, sin saber qué decir.
—Trabaja en su casa como criada —le dijo Simeón al huno con calma aparente—, haciendo algunos trabajos cuando las esclavas están muy ocupadas. Teníamos la mañana libre y esperábamos que ella pudiera venir con nosotros, eso es todo. No fue nuestra intención ser ofensivos con tu amo.
Pero el huno había fruncido el entrecejo, y uno de los otros guardias se había acercado. Era un hombre de rostro duro con un collar de oro, muy alto y muy rubio.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó el huno—. Yo consigo permiso para ella venga contigo, ¿está bien? Ahora no hay mucho trabajo en la casa; es bueno si ella viene contigo.
Simeón apretó fuerte a Melecio.
—Su nombre es María —dijo tras un momento. Era casi seguro que hubiera alguna mujer llamada María en la casa de Eulogio; tenía que haber una mujer llamada María en cualquier casa con mucho personal. Sólo rogaba a la Virgen que fuera de la edad adecuada y que los guardias no la conocieran mucho. Era posible. Los guardias de un noble no podían conocer la historia de todas las criadas que su amo contrataba.
—¿Es casada María, la de los ojos negros? —preguntó sorprendido el otro guardia—. Me pareció que era demasiado joven para tener un hombre, y mucho menos un hijo.
—Es mayor de lo que parece —se apresuró a decir Simeón dando las gracias a la Virgen María.
Pero el huno seguía ceñudo.
—Podemos ir la casa ahora —dijo—. Preguntaré en tu nombre y haré salir a tu esposa. Es bueno. Yo puedo. Ven.
—Gracias, pero ya nos dijeron que está ocupada. No te molestes, amigo.
—No es molestia —dijo el huno levantándose y llevándose una mano al cinturón—. Vamos.
Simeón por un momento no se movió, agarrando a su hijo. «Es una taberna pública —pensó—. No pueden atacarme aquí.»
—No —dijo despacio—. No quiero molestarla. —Bebió un sorbo de vino tratando de aparentar indiferencia. El líquido aguado le supo amargo, no le fue fácil tragarlo y después lo sintió como un nudo en el estómago contraído.
—Es un espía —dijo en voz baja el otro guardia—. Fue a la casa a espiar al amo. El niño es una excusa. —Se oyó ruido de metales y, al levantar la vista de su bebida, Simeón se encontró ante una espada desenvainada y con los otros guardias que se habían levantado para formar un círculo a su alrededor, mientras que el resto de la multitud que colmaba la taberna observaba paralizada.
Con los ojos muy abiertos, Melecio se agarraba con fuerza a su padre.
—No soy un espía —les dijo Simeón a los guardias. Con cuidado, soltó los brazos de su hijo de su cuello y depositó al niño en el suelo junto a él.
—Ven con nosotros —dijo el guardia del rostro duro. Aunque era rubio con el pelo rizado y a todas luces un bárbaro, su griego era mucho mejor que el del huno, que había retrocedido, ceñudo y a disgusto por la situación—. Si no eres espía no tienes nada que temer.
Simeón negó con la cabeza.
—No creo que tu amo tenga ningún derecho a interrogarme. ¿Quién gobierna en esta ciudad, un princeps de los agentes o los magistrados? Si tienes alguna queja contra mí, puedes recurrir a ellos, y yo iré contigo. —No se animaba a mirar hacia un lado para ver si los vendedores de ovejas lo habían oído y lo aprobaban; no se animaba a apartar los ojos de los guardias.
—¡Vendrás con nosotros, espía, y responderás a nuestro amo, no a esos malditos magistrados! —exclamó el guardia—. ¡En pie!
Simeón bajó la cabeza. Apoyó las manos en el banco como para ayudarse a levantarse y saltó hacia atrás por encima de éste, lo levantó y lo arrojó contra los guardias. Agarró a Melecio y salió corriendo frenéticamente hacia la multitud asombrada de vendedores de ovejas. Detrás lo siguieron furiosos gritos de ira y un alarido de terror. Se abrió camino entre la muchedumbre, dirigiéndose al mercado; sentía que la gente se apartaba a sus espaldas a medida que los guardias se acercaban. Melecio lloraba. Oyó un súbito ruido, como un silbido, sus pies se enredaron en algo y cayó de bruces sobre las piedras del mercado, volviéndose instintivamente al caer para no aplastar a Melecio. Varios pies se acercaron a él; con un esfuerzo se puso de rodillas y se encontró rodeado de un círculo de espadas. Permaneció inmóvil, sin soltar al niño, respirando entre sollozos entrecortados. Melecio se aferraba a su cuello y lloraba.
—Levántate y ven con nosotros —dijo el guardia rubio.
Simeón no se movió. Una de las espadas subió y bajó, golpeándolo medio de canto, hiriéndolo casi sin cortarle, pero haciéndole sangre. Melecio gritó y escondió la cabeza en el cuello de su padre. Simeón contuvo el aliento y miró a su alrededor, al círculo de rostros airados encima de las espadas. Seis. Sólo seis. Sin embargo, la multitud no hacía nada, aceptaba la situación sin un rumor.
—¡No soy ningún espía, y tu amo no tiene ningún derecho a arrestarme! —dijo enfadado.
Uno de los hombres le dio salvajemente una patada en el costado; el golpe fue atenuado por el cinturón con el dinero que aún llevaba bajo la ropa, y logró mantener el equilibrio. Trató de incorporarse para enfrentarse a ellos, pero las piernas no le respondieron, algo seguía sujetándolas.
—No es bueno —dijo el huno acercándose entre las espadas—. Todavía tiene las boleadoras en las piernas, no puede tenerse en pie. Aquí, espía, toma asiento. Te las quitaré.
Simeón se inclinó hacia atrás, pero entre la extraña presión de sus piernas y el peso del niño en el cuello, cayó de costado. Uno de los guardias rió. El huno no le hizo caso y se puso a desenredar metódicamente una maraña de los tobillos de Simeón. Ésta resultó ser una cuerda de cuero con un peso en ambas puntas. El huno la enrolló y se la colgó de la cintura.
—Bonita arma, Chelchal —dijo el guardia más alto—. Y tu puntería ha sido tan hermosa como una prostituta siria.
Chelchal sonrió.
—Es buena arma. Entre los acatziros la usamos para atrapar ovejas y caballos. Ahora vienes con nosotros espía.
Simeón se había levantado, con Melecio aún agarrado a él, escondiendo la cara en el cuello de su padre. El muchacho temblaba. «Yo también», pensó Simeón: sentía las piernas flojas y el estómago revuelto. En cuanto llegaran a la casa, los guardias sabrían que les había mentido; el portero lo recordaría y les diría que simplemente había estado fuera, pero que no había preguntado por nadie. Y, si temían que hubiera espías, lo interrogarían.
—No soy ningún espía —volvió a decir furioso—. Fui a la casa de tu amo a ver a mi esposa, pero me arrepentí porque sé que tu amo es un desgraciado y un bandido. Exijo ver a los magistrados. ¡No tenéis derecho a hacerme esto!
El huno levantó las cejas y volvió a sonreír.
—Eso dices a amo —sugirió. Pero entonces sus ojos se posaron en Melecio y se le congeló la sonrisa—. ¿Qué hacemos con niño? —les preguntó a sus compañeros.
El guardia alto se encogió de hombros.
—Su eminencia no querrá ver a un niño chillón. A ti te gustan los niños, cuídalo tú. Y yo llevaré al hombre a la casa a que lo interroguen.
Chelchal asintió y, sin otra palabra, cogió a Melecio y lo arrancó de los brazos de su padre. El niño gritó y pataleó con desesperación pero el huno no le hizo caso, se lo puso sobre el hombro y lo llevó hacia la casa de su amo. Los guardias levantaron a Simeón y, pinchándolo con tres espadas en la espalda, lo hicieron caminar tras Chelchal. La multitud de Constantinopla observaba con ira pero sin presentar la menor resistencia. Los guardias de un hombre poderoso podían hacer lo que quisieran. Dios lo vengaría, pero sería una insensatez que un ciudadano interviniese. Además, tenían que vender las ovejas.
Las grandes puertas de hierro se cerraron y atrancaron detrás del grupo. Simeón tenía las manos atadas; lo llevaron a la casa para ser interrogado por el amo mientras Chelchal llevaba a Melecio al establo y lo dejaba sobre una parva de paja. Meli se levantó de un salto, llorando todavía, pero ahora de terror. Sacó el cuchillo con mango de asta que con tanto orgullo se había puesto a la cintura en Tiro. Lo había recordado mientras el huno lo llevaba a la casa, pero lamentablemente estaba apretado contra el hombro de Chelchal y el niño no había podido sacarlo. Entonces lo empuñó y gritó:
—¡Suelta a mi padre! ¡Suéltalo ahora mismo o te mato!
Chelchal dio un paso atrás y volvió a coger las boleadoras de cuero. Las hizo girar despacio, mirando a Melecio con gesto de aprobación.
—Eres un niño valiente —dijo con suavidad—, pero esto es inútil. No te haré daño. Deja cuchillo.
Melecio había perdido a su padre y a su madre, y estaba a miles de millas de su casa; sabía con certeza que estos hombres ya le habían hecho daño y que, si no se defendía, le harían todavía más. Se lanzó en un ataque desesperado y torpe contra su antagonista. Chelchal lanzó las boleadoras hacia el brazo del niño, dio un tirón y el cuchillo cayó al suelo, de donde lo recogió. Melecio comenzó a llorar otra vez y se echó sobre la paja a esperar la muerte.
—Caramba —dijo Chelchal comprensivo. Había iniciado la conversación en la taberna porque le gustaban los niños; le gustaba mucho este niño por su coraje al defender a su padre, le dio una palmada en el brazo. Melecio, enfadado, le apartó la mano y se cubrió la cabeza, para protegerse del golpe que esperaba. Chelchal se sentó sobre los talones.
—Sé valiente —dijo tras de un momento—. No es bueno llorar. No ayuda. —Melecio no le hizo caso—. Dime la verdad —continuó Chelchal levantando la voz para que Melecio lo oyera por encima de los sollozos—. ¿Tu padre es espía?
Melecio levantó la cabeza y lo miró con odio.
—¡Mi padre nunca ha espiado a nadie! —gritó casi sin poder articular las palabras por las lágrimas.
—Entonces, ¿por qué me mintió? ¿Por qué vino aquí y luego no quiso entrar?
—¡Porque vosotros sois malos! ¡Me dijo que erais malos y que no debíamos entrar! ¡Sois malos, malos, malos! ¡Os llevasteis a mi madre y ahora también os lleváis a mi padre! —Pensarlo le resultaba insoportable. Lo había perdido todo y a todos, presentía el peligro en todas partes y ni siquiera podía luchar. Meli se acurrucó en el suelo, abrazándose y gritando de angustia.
Chelchal lo miró pensativo. Esperó a que se apaciguara la violencia de los gritos y luego preguntó:
—¿Quién se llevó a tu madre?
—¡Eulogio! —respondió Melecio inmediatamente. Por el miedo y la ciega necesidad de desafiar a sus enemigos, olvidó la cautela y el prometido silencio—. Fue a Tiro y se la llevó. Todo fue por ese manto. Odio ese manto. Lo odio. Odio al procurador, y os odio a vosotros, ¡a todos vosotros!
—¿Tú eres de Tiro? —preguntó Chelchal atónito—. ¿Tú eres hijo de Demetria? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
El nombre de su madre penetró incluso en el dolor descontrolado del niño. Miró al huno con la cara contorsionada por el llanto. Los sollozos se hicieron irregulares, sofocados a medias. Era difícil dejar de llorar, con el terror y la pérdida tan patente e insoportable, pero lo intentó.
—¿Tú conoces a mi madre? —preguntó al fin—. ¿Está aquí?
Chelchal negó con la cabeza.
—No está aquí. Pero yo fui con amo mío a Tiro, este invierno, y volvimos con ella. Hablé mucho con ella en el viaje, ella es buena mujer. ¿Cómo llegasteis vosotros desde Tiro? Es muy lejos, mil quinientas millas. Y es invierno. ¿Cómo llegasteis? —Melecio lo miró con recelo, recordando tarde las instrucciones de su padre—. Es bueno que me digas —lo instó Chelchal—. Soy amigo de tu madre. Ayudaré, si puedo. Tú me dices cómo llegasteis aquí.
Melecio lo miró parpadeando. ¿Este monstruo deforme era amigo de su madre? No lo creía. Pero quería creerlo; necesitaba ayuda, y aquí se la ofrecían. Ya lo había perdido todo; decir la verdad no podía empeorar las cosas.
—Vinimos en la Procne —dijo al fin—. Puede navegar incluso en invierno. Es una barca muy buena, mucho mejor que las que tienen aquí.
Chelchal silbó.
—¿Robasteis una barca?
—¡Mi padre es el dueño de la Procne! —dijo Melecio con desprecio—. No somos ladrones. Vosotros robáis. Vosotros me robasteis a mi madre. No teníais derecho a hacerlo; somos esclavos del Estado y nadie puede vendernos.
Chelchal lo observó con admiración. Él era un jinete, nacido en una tierra de pastos cortos, de estepa seca y colinas; no había conocido el mar hasta llegar a Constantinopla. Encomendarse a la frágil protección de dos dedos de plancha y atravesar las aguas profundas a merced de los vientos requería, en su opinión, un coraje que rozaba la locura. Cada vez que se había visto obligado a realizar trayectos breves por mar, siguiendo a su amo, sólo había logrado quedarse quieto en la cubierta después de haberse fortalecido por el alcohol. Y sabía que hasta los navegantes experimentados temían navegar por el mar Mediterráneo en invierno. Sin embargo, este niño y su padre habían navegado nada menos que desde Tiro para buscar a una mujer. «Yo no habría podido hacerlo —pensó Chelchal—. Es más, no estoy dispuesto ni siquiera a ir a reclamarle mi mujer a Atila. Pero tendría que haber adivinado que una mujer valiente debe tener un esposo valiente, él también es un luchador, y esta mañana estuvo a punto de salvarse. El niño tiene el espíritu que era de esperar en un hijo de Demetria. Pero no la recuperarán, así como yo tampoco recuperaré a Kreka; aunque Eulogio la tuviera, no la entregaría. ¿Y qué va a ser ahora de ese hombre? ¿Él también es esclavo?»
—¿Qué hace padre tuyo? —preguntó.
—Es pescador de púrpura —dijo Melecio con orgullo—. Yo también voy a ser pescador de púrpura, cuando sea mayor.
—Tal vez —dijo el huno y se encogió de hombros. Las costumbres de los romanos seguían intrigándole, no sabía qué hacía un pescador de púrpura y mucho menos si era esclavo u hombre libre: el concepto mismo de esclavitud del Estado era para él un sinsentido. Pero sospechaba que el esposo de una esclava debía ser también esclavo. Si un esclavo hubiera demostrado semejante coraje entre su gente, se le habría recompensado con la libertad y el rango de guerrero. «Pero a los romanos no les gusta el coraje en los esclavos», pensó Chelchal resignado. «Prefieren la obediencia. Si el hombre es esclavo, probablemente lo devuelvan a su dueño. Bien, al menos se llevará al niño con él; la criatura no quedará huérfana»—. Tu padre es hombre valiente por venir tan lejos en busca de esposa suya —le dijo a Melecio, y luego, intrigado aún por los sucesos de la mañana, añadió—: Pero hicisteis un camino muy largo, llegasteis a esta casa y luego no entrasteis, ¿por qué?
—Mi padre dijo que si entrábamos nos enviarían otra vez a Tiro —dijo el muchacho con tristeza—. Dijo que era mejor que viéramos… no, no te contaré nada. Mi padre tenía un plan; iba a rescatar a mi madre y llevarla a casa. Pero ahora… —Se interrumpió pensando en lo terrible que era ese «ahora». No rescatarían a su madre, la perderían para siempre. Y su padre tampoco estaba a salvo, estaba atado y a merced de los hombres malos—. ¿Qué le van a hacer a mi padre? —le preguntó a Chelchal desesperado—. ¿Lo van a… matar?
Chelchal se encogió de hombros.
—Le harán muchas muchas preguntas. Luego… veremos. Creo que tiene razón: os enviarán a ambos a casa.
Melecio se secó la cara. Sentía los ojos hinchados y la cara caliente, y algo dentro de él no dejaba de temblar, amenazando con explotarle en la garganta. Pero al menos parecía que nadie iba a matarlos, ni a él ni a su padre. Trató de hacerse el fuerte, de estar preparado para ayudar a su padre si se le presentaba la oportunidad. «Ha sido por mi culpa —pensó sintiéndose muy desgraciado—, ha sido por mi culpa que haya pasado todo esto. Mi padre me dijo que primero teníamos que ir a ver a Aspar. No volveré a hacerlo, por favor, papá, me portaré bien.»
Pero su padre no estaba allí para oír su arrepentimiento. Tampoco su madre. Sólo estaba ese aterrador monstruo semihumano que, sin embargo, parecía realmente su amigo.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó nervioso—. Me has dicho que no estaba aquí.
El interés de Chelchal en Demetria había sido respetado; le habían contado lo que había sucedido con ella.
—Está a salvo —le dijo suavemente a Melecio—. Es esclava de la reina, Pulqueria augusta, en palacio de Hebdomón, fuera de la ciudad.
—Ah —dijo Meli. Esto no parecía demasiado espantoso, pero era intrigante—. ¿Por qué está allí? —preguntó lleno de dudas.
Chelchal rió.
—Mi amo se la regaló a su amo, Crisafio. Crisafio se la regaló al rey Teodosio. El rey Teodosio se la regaló a su hermana, la vieja reina Pulqueria. Hubo problema grande con eso aquí. Mi amo y su amo están muy muy enfadados. Quieren que la augusta les devuelva a tu madre para poder hacerle más preguntas. Pero no: la vieja es grande y nunca devuelve nada.
Melecio permaneció unos momentos en silencio, reflexionando. Había visto la estatua de Pulqueria en Tiro y en todas las otras ciudades en las que se habían detenido durante el viaje; su imagen le era familiar, y sabía vagamente que se la suponía muy santa. Si este monstruo le estaba diciendo la verdad, entonces era cierto que su madre estaba a salvo. Y una emperatriz santa se la devolvería, sin duda, a su familia, si sabía que la querían. Melecio se sintió mucho mejor.
—¿Cuándo volveré a ver a mi padre? —le preguntó a Chelchal.
—Iré a preguntar en seguida. ¿Puedes ser niño bueno y valiente y esperar aquí tranquilo? Si me prometes ser bueno y no escaparte, te llevaré ahora a cocinas y te dejaré con la encargada. Entonces puedo ir a preguntar por tu padre.
—Esperaré a que vuelvas si me cuentas lo que le está pasando a mi padre —prometió Melecio muy serio—. Lo juro por san Tiranio.
Chelchal aceptó el juramento y solemnemente escoltó a Melecio hasta las cocinas. Luego fue a ver a su amo.
• • •
Eulogio tenía una sala de recepciones junto al patio; era un recinto grande y decorado ostentosamente, como a él le gustaba. La decoración no era ningún éxito. Los paneles pintados de las paredes no hacían juego con el color de las imágenes colgadas en ellas; los delicados verdes del paisaje del mosaico del suelo se apagaban y estropeaban por culpa de los rojos y anaranjados, no menos delicados, de la alfombra de seda. Los muebles eran de una excelente manufactura, pero espantosos e incómodos, y las ventanas de buen cristal simplemente daban una luz inmisericorde sobre los peores defectos. No obstante, a Eulogio le gustaba la habitación. Estaba sentado a una pequeña mesa de oro revisando las cuentas de una de las casas de postas a su cargo, cuando sus guardias le llevaron al prisionero.
El agente estaba de malhumor. Hacía casi tres meses que estaba de malhumor. Cuando Filipo llegó a Constantinopla, Crisafio mandó a buscar a Eulogio y le ofreció «una última oportunidad» para redimir su fracaso anterior. Eulogio había ido nervioso al Hebdomón, de donde salió furioso y frustrado. El trabajo de registrar la casa de Nomos se había emprendido con pasión. El agente irrumpió, amenazó y golpeó a esclavos, pero no encontró nada. Cuando informó a Crisafio, el gran chambelán supo que Pulqueria se había llevado las pruebas de la traición de Nomos y que las usaría para chantajear a éste y para que informara en contra suya. Furioso, había despedido a Eulogio, que se había ido a su casa, haciéndole la vida imposible a sus esclavos, ni siquiera sus guardias se habían salvado de sus rabietas. Sin embargo, habían pasado tres meses y no había sucedido nada. Eulogio comenzaba a sentir que había superado lo peor: no había encontrado nada porque no había nada que encontrar; la presencia de Marciano en Tiro, con su regreso tras Filipo, no había sido más que una sencilla coincidencia. El manto era rojo: él lo había visto. «Tal vez —le había dado por pensar a medida que el tiempo se hacía más y más cálido—, tal vez Crisafio me llame hoy, admita que no cometí ningún error y me dé otro trabajo. No puede ser que me haya despedido para siempre. Tal vez pueda esperar una promoción pronto…»
Pero tal vez no. Las oficinas sagradas estaban llenas de hombres, y Eulogio tenía incómoda la conciencia por la facilidad con la que podía ser reemplazado. En cuanto a Chelchal, su contrato por un año terminaría en pocos meses y, a menos que específicamente se le indicara lo contrario, volvería al Gran Palacio y se reincorporaría a las fuerzas del gran chambelán. Eulogio tendría que vivir de su sueldo, protegido por sus guardias y sin posibilidad de promoción. «¡No fue culpa mía!», se repetía, y luego, irritable e impaciente, buscaba algún fallo en alguno de sus esclavos para poder ordenar que lo azotaran. Se alegró cuando sus guardias le llevaron a un hombre al que dijeron haber encontrando espiando.
—Vino a la casa y anduvo merodeando sospechosamente —le informó Berico, el jefe—. El portero lo vio. Después fue a la taberna del mercado. Chelchal se puso a conversar con su hijo y tanto él como el niño hablaron de tu eminencia en términos ofensivos, sin darse cuenta de quiénes éramos. Cuando se dio cuenta, trató de cubrirse mintiendo, y dijo que era el esposo de una criada contratada aquí, lo que es mentira. Cuando lo acusamos de ser un espía e insistimos en que viniera a dar explicaciones, trató de escapar y lo habría hecho si Chelchal no lo hubiera atrapado con las boleadoras. Se niega a explicar quién es y por qué andaba por aquí.
Eulogio miró a Simeón con satisfacción. «De manera que todavía a alguien le parezco merecedor de ponerme un espía. ¿Quién? ¿Uno de mis rivales? ¿Un rival de Crisafio? ¿Crisafio mismo? ¡Dios mío, eso no! Si es un hombre de Crisafio, tendré problemas por haberme metido con él. Pero ¿por qué iba Crisafio a tomarse esa molestia. Si es Crisafio, alguna razón tendrá. Mejor no propasarme con él hasta saber quién le paga.»
Simeón tenía las piernas amarradas, las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Sentía un miedo enfermo, desesperado. El miedo no tenía tanto que ver con los guardias ni, por cierto, con ese hombre ridículamente vestido que tenía enfrente: Eulogio parecía casi demasiado ridículo para merecer el odio que Simeón había sentido por él en Tiro. No, de una manera extraña le temía a la casa, a las ventanas cerradas que lo habían mirado como ojos ciegos, y a las puertas con rejas de hierro que se habían cerrado como los dientes de un tiburón a sus espaldas. No podía hacer nada para defenderse. Desde el momento en que las boleadoras de Chelchal se habían enrollado en sus piernas, había sido como una oveja atada en el mercado.
Apenas había tenido el tiempo suficiente para pensar en el camino desde el mercado a la casa, el tiempo suficiente para decidir que su única oportunidad de salvación radicaba en mentir. No le gustaba mentir y era malo haciéndolo, pero cualquier otro camino conduciría al desastre. Debía buscar una historia convincente para explicar todas las circunstancias que lo acusaban. «Dios Nuestro Señor —rezó desesperado—, dame una inteligencia rápida y una lengua dispuesta; ¡que me crea! ¡Y protege a mi pequeño Meli! ¡Ay de mí, y si no puedo salvar a Demetria, al menos no permitas que mi presencia aquí la perjudique!»
Se aclaró la garganta vacilante y, con el corazón saltándole en el pecho, se lanzó a imitar el lamento adulador de un mercader sidonio que una vez había intentado comprarle múrice ilegalmente.
—Tu eminencia —dijo—, lamento molestar a un caballero como tú, pero tus hombres han cometido un error. No soy ningún espía.
Uno de los guardias le dio un codazo en el estómago; Simeón se dobló en dos pero se enderezó otra vez.
Eulogio sonrió y les hizo un gesto a los guardias para que se abstuvieran de pegarle.
—Si no eres un espía no sufrirás ningún daño —dijo tranquilizador—. ¿Qué querías?
Simeón luchó por esbozar una sonrisa desagradable.
—Quería hacer negocios, excelencia. Quería hablar con los esclavos de tu bondad sobre unas tinturas, yo vendo tinturas, señor, de un proveedor del puerto, pero cuando vi lo cerrada que estaba la casa, decidí que tal vez no fuera bienvenido. No es ningún crimen, ¿no es verdad, eminencia?
El agente entrecerró los ojos.
—Tú no eres de Constantinopla, ¿no? —preguntó—. Tu acento es sirio. ¿Cómo viniste de tan lejos sólo para vender tinturas? ¿Y por qué necesitas mentir al respecto?
—Su hijo dice que vinieron a ver a una mujer —terció Berico—. Supongo que por eso no contó esta historia antes.
—Aja. Sirio, ¿para qué viniste aquí? —preguntó Eulogio.
—Para vender tinturas —dijo Simeón—. Muchos en mi pueblo se ocupan del comercio en todas las ciudades del imperio, señor; levantamos nuestros hogares donde podemos ganarnos la vida. Y admito que mi hijo tenía la fantasía de encontrar a su madre aquí. Ella… se fue hace un año, con otro hombre. En un tiempo trabajó para un Eulogio, tal vez fuera otro caballero. No me contaba lo que hacía, señor, supongo que no serían cosas buenas. La cuestión es que mi hijo quería buscarla. Yo no les dije todo esto a tus hombres porque no alardeo de ser un cornudo, y no hay nada extraño en eso. «Dios mío, estoy hablando como un esclavo, cuento mentiras como un esclavo. ¡Espero que me crea!»
—Eres un mentiroso muy convincente —le dijo Eulogio con un deje de ira en la voz—, pero yo quiero la verdad. Si estás vendiendo tinturas, has de tener algunas muestras.
—Las tengo —dijo Simeón en seguida, nervioso—. No de las tinturas, por supuesto, es engorroso llevarlas de un lado a otro. Pero tengo un manto en una cesta, teñido con las tinturas que vendo. Creo que lo tiene uno de tus hombres.
Eulogio lo miró irritadísimo, y luego miró a sus guardias. Uno de ellos alcanzó la cesta de mimbre que había recogido de la taberna. Eulogio la abrió y sacó el manto. «Rojo —pensó con amargura—, y teñido con… sí, creo que es quermes. Virgen María, ¡cómo me persigue ese color!» Clavó la mirada en Simeón.
—¿Eso es una muestra?
—Sí, eminencia —dijo Simeón casi gozoso. Cualquier trabajador de los talleres de Tiro sabía de tinturas y podía pasar por un vendedor del producto—. El azul es índigo; tengo un proveedor que puede conseguirlo, de la mejor calidad, ya preparado y muy barato, señor. Y el rojo es quermes… un color hermoso, ¿no?
—¡Un color horrible, una abominación! —gritó Eulogio. Hizo una bola con el manto y lo arrojó dentro de la cesta.
—Lamento haberte ofendido —dijo Simeón con humildad.
Eulogio volvió a clavarle la mirada.
—¿Por qué no les dijiste eso a mis guardias?
—Como dije, eminencia, no alardeo de ser un cornudo. Soy un hombre de carácter y pierdo los estribos cuando no debería. No me gusta recibir órdenes de bárbaros. Bien, ya me han hecho pagar por eso.
«Y pueden seguir haciéndotelo pagar —pensó Eulogio— por hacerme perder el tiempo.»
—Registradlo —ordenó sucintamente a sus hombres.
Berico captó la rabia en la mirada de su amo y sonrió. Se sentía humillado por cómo estaban saliendo las cosas y estaba ansioso por vengarse del sirio, vendedor de tinturas o espía o lo que fuera. Le dio una patada a Simeón en la canilla que lo hizo caer pesadamente de rodillas y luego le dio una bofetada. Otro de los guardias agarró a Simeón por el pelo para mantenerlo erguido, Berico le aflojó el cinturón y sacó de él la bolsa. Hizo una pausa y en seguida, con total deliberación, le dio una patada en el estómago antes de volcar el contenido de la bolsa sobre la mesa de su amo. Un puñado de monedas y una carta. Eulogio cogió la carta y la leyó en voz alta, sin esperar nada.
—«Yo, Flavio Marciano de Tracia…» —comenzó a leer, y se interrumpió. La voz ronca fue como la de un ángel leyendo el día del Juicio Final algún pecado secreto y largamente escondido. De rodillas y dolorido sobre la alfombra de seda, tratando de no vomitar, Simeón oyó la sentencia que lo condenaba. Levantó hacia Eulogio su rostro y no dijo nada—. Flavio Marciano de Tracia —repitió Eulogio con furia, con odio, con el triunfo en la voz—. Marciano. «Yo, Flavio Marciano de Tracia, he hecho los más fuertes juramentos de proteger a Simeón y a Demetria…» —Volvió a interrumpirse—. ¡Y a Demetria! Conozco a esa puta y Marciano parecía muy interesado en un asunto relacionado con ella. —Se levantó de un salto y se quedó en pie frente a Simeón, mostrándole los dientes en una parodia de sonrisa—. Ahora me vas a decir la verdad, me lo vas a contar todo. ¿Por qué Marciano os prometió protección a ti y a Demetria? ¿Eh? —Cogió a Simeón de la túnica, se la retorció y avanzó la cabeza para mirarlo a los ojos—. Será mejor que me lo digas rápidamente y sin que te lo pida otra vez o de lo contrario lo dirás en el potro de tormento —susurró. Soltó la túnica, pero como Simeón no dijo nada, le dio un par de bofetadas—. ¡Dime la verdad! No quiero más mentiras… Simeón te llamas, ¿no? ¿Ése es tu nombre? No esperes ayuda de tu superior. Marciano no tiene influencia aquí.
Simeón se mordió el labio. Tenía la cabeza atontada por el pánico y la única imagen que se le aparecía era la de Demetria. «Le he acarreado la desgracia —pensó desolado—. No debo decir nada. Cualquier cosa que diga puede incriminarla. Lo menos que puedo hacer ahora es protegerla. ¡Dios de los cielos!, ¿qué he hecho? Nos pondrán a los dos en el potro de tormento, y todo por mi obstinación, por mi negativa a admitir que había personas a quienes no podía enfrentarme. Mi arrogancia. ¡Dios mío, perdóname y dame ahora la fuerza necesaria para callar!»
Chelchal llegó a la habitación unos momentos más tarde. Iba a llamar cuando oyó el ruido de un golpe seguido por el ruido inconfundible de alguien vomitando. Vaciló sorprendido. Reconoció los ruidos al instante, pero no entendía por qué a su amo le parecía necesario castigar al marido de Demetria.
Llamó con fuerza a la puerta y entró. Habían enrollado y apartado la alfombra de seda y Simeón estaba tirado sobre el mosaico, doblado en dos sobre un charco de vómito, con las manos atadas todavía y jadeando. Le sangraba la nariz. Berico y los otros lo rodeaban y Eulogio estaba sentado en el diván esperando a que su víctima pudiera hablar.
—¿Qué es esto, señor? —preguntó Chelchal aprovechando su posición privilegiada en la casa para interrogar a su amo.
—¡Ah, Chelchal! —exclamó Eulogio sonriendo—. Tengo entendido que eres responsable de haber atrapado a nuestro espía: serás recompensado. Nuestro espía es reacio a hablar; trabajas para Marciano, ¿no?
Simeón sólo trataba de respirar. Tenía la nariz llena de sangre y vómito y casi no alcanzaba a entender lo que le decía Eulogio.
—¿Él? —preguntó Chelchal—. Es esposo de Demetria, la de Tiro. Vino aquí por mar con su hijo pequeño en busca de su esposa. No es un espía. No hay necesidad pegarle.
Eulogio lo miró y luego preguntó, enfadado:
—¿Tú qué sabes?
—Hablo con niño. Dice que vinieron a buscar a su madre y que tenían plan para rescatarla y llevarla de vuelta a Tiro.
—¡Un plan! —exclamó Eulogio agitado—. ¡Tiene un documento firmado por Flavio Marciano de Tracia en el que les promete protección, a él y a la esposa! ¡Ambos estuvieron todo el tiempo al servicio de Aspar!
Chelchal movió la cabeza dubitativo.
—Tal vez fue a Marciano a pedir ayuda cuando llegó a la ciudad y le prometió espiar después. Tal vez falsificó carta o la robó. Vino a buscar a su esposa. El niño no sabe decir mentiras grandes; es demasiado pequeño.
Berico había dicho que había un niño, pero Eulogio lo había olvidado. Le disgustó el tono de autoridad con que Chelchal aseguró la honestidad del niño y clavó los ojos en él; Chelchal respondió con su sonrisa usual. «Este bárbaro no tiene el menor respeto por sus superiores», pensó Eulogio furioso.
No obstante, tal vez el huno tuviera algo de razón. Un niño no tendría la habilidad de su padre para mentir, y no sería tan obstinado… Simeón no había dicho una palabra desde que encontraron la carta. Tal vez el niño fuera de utilidad.
—El niño parece más locuaz que el padre —dijo Eulogio secamente—. ¿Cuántos años tiene?
—Cinco o seis. Un niño muy valiente. Vengo a preguntar a tu excelencia si piensa enviarle con padre de vuelta a Tiro. Tal vez ahora no sirva de nada.
—Tráelo aquí —dijo Eulogio—. Yo hablaré con él.
Simeón gimió y trató de sentarse. A Chelchal se le borró la sonrisa. Miró la figura desvalida en el suelo y luego miró a su amo. Reconoció la expresión de impaciencia, con los labios blancos de tanto apretarlos. Eulogio no aceptaría ningún argumento, y cualquier intento de contradecirle no haría más que sumirlo en una de sus rabietas. Chelchal se encogió de hombros y se fue a buscar a Melecio.
El niño estaba sentado muy quieto en el suelo, en el rincón de la cocina donde lo había dejado Chelchal, abrazado a sus rodillas. Las esclavas estaban preparando la comida para la casa. Alguien había tratado de darle a Melecio un pedazo de pan tierno, pero él no estaba interesado por la comida, y el pan continuaba intacto y humeante en una repisa. Cuando apareció Chelchal, Melecio se levantó de un salto y miró al huno que se acercaba con una expresión casi de desesperanza. Chelchal se encogió. Nunca habría deseado que su hijo lo viera azotado por sus enemigos; pensaba que un niño debía creer en la fuerza y el coraje de su padre. Pero no se podía hacer nada. Había jurado servir a Crisafio para librarse de estar al servicio de Atila, y Crisafio le había dado instrucciones de que obedeciera a Eulogio.
—Silencio —dijo Chelchal en voz baja cogiendo al niño de la mano—. Ahora debes ser niño valiente. Mi amo sigue creyendo que tu padre es un espía y ordenó el asno Berico que golpeara tu padre. Tu padre es hombre valiente y no dijo nada. Ahora mi amo quiere preguntarte también sobre espías. Debes decirle la verdad. ¿Entiendes?
Melecio parpadeó.
—¿Eso ayudará a mi padre?
—Creo que sí. Ahora ven, y recuerda que debes ser valiente.
Cuando entró Melecio, Simeón había conseguido ponerse de rodillas. Pero no podía sostenerse. Le habían dado tres patadas en el estómago y estaba doblado en dos. De la nariz le salía sangre que caía sobre las hojas verdes del mosaico. Cuando la puerta se abrió con un crujido tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar. Éste no era lugar para Melecio. «¿Qué he hecho? —Volvió a pensar—. Tengo que pagar por mi estupidez, pero tengo que pagar yo solo. Sin embargo, he arrastrado a mi esposa y a mi hijo, y cualquier cosa que haga empeorará su situación.»
Melecio vio a su padre de rodillas, cubierto de sangre y vómito y, en un movimiento convulsivo, se alejó de él. Trató de salir de la habitación, blanco por el miedo. Chelchal lo cogió de un brazo y se inclinó para hablarle en un susurro.
—No es tan malo como parece —le dijo el huno con suavidad—. Le sale sangre de la nariz. No tiene nada roto.
Melecio se echó a llorar; se limpiaba la nariz en el dorso de la mano y miraba a su padre con desesperación. Simeón lo miró en silencio.
—Bien, muchacho —dijo Eulogio—. Ya ves lo que puede sucederle a los espías.
—¡Mi padre nunca ha espiado a nadie! —gritó Melecio súbitamente, colorado y furioso—. ¡Eres… eres un demonio! ¡Suéltalo!
—Lo soltaré si me dices a qué vinisteis aquí —respondió Eulogio sin piedad.
—Vinimos a buscar a mi madre para llevarla a casa —dijo Melecio—. ¡Tú la robaste! ¡Tú! No tenías derecho a comprarla, pero te la llevaste. Mi padre iba a llevarla otra vez a casa.
Eulogio le hizo una seña a Berico y el godo se volvió y tiró al suelo a Simeón de un puñetazo en la nariz, después volvió a darle patadas. Melecio gritó y trató de lanzarse contra el godo. Chelchal lo cogió del hombro y lo contuvo.
—Dime cuál era el plan de tu padre, muchacho —dijo Eulogio enfadado—, o haré que lo maten.
Melecio gritó histérico, luchando con Chelchal. El huno lo levantó en brazos.
—¡Haz lo que está diciendo! —le susurró al oído al niño—. Está pensando en cosas peores. Lo que digas puede ayudar. —Melecio dejó de gritar pero sollozaba violentamente y tenía los ojos bordeados de blanco. Chelchal lo dejó en el suelo—. Díselo —le instó.
—Mi padre tenía un pergamino con una promesa —balbuceó Melecio—. Se lo dio un hombre llamado Marciano, que tiene una casa grande en la Ciudad Vieja y es muy poderoso. Él prometió ayudar a mi padre si había problemas con el manto, pero no lo ayudó. Mi padre iba a enseñarle el pergamino a Aspar, que tiene una estatua grandota en el mercado, con una espada. Aspar es el amo de Marciano, y mi padre dijo que él obligaría a Marciano a cumplir su promesa, y que harían anular la… la escritura de compra… por mi madre, y mi madre volvería a casa con nosotros.
Simeón gimió tratando otra vez de levantarse. Melecio lo miró.
—¡Perdóname, papá! —dijo muy dolido.
—Meli —dijo Simeón escupiendo sangre—. Meli… tú perdóname… dile que tu madre no sabía nada del pergamino. ¡No lo sabía! —Miró a Eulogio—. Fui a ver a Marciano, pero no le dije nada a ella. Ella no sabía nada. No… no la toque, por favor… —Sintió las lágrimas que le inundaban los ojos y parpadeó para poder ver. Nunca antes había rogado en su vida, y se daba cuenta de que en aquel momento no serviría de nada, pero sentía los ruegos temblándole en la garganta. No le hagas daño a mi hijo. No le hagas daño a mi esposa. No fue culpa suya.
Pero a Eulogio no le importaba de quién era la culpa, y el hecho de que Demetria supiera o no lo de Marciano le era irrelevante. Lo único que quería averiguar era si había una conspiración o no, quería encontrar la prueba para agradar a Crisafio.
—Pero papá —dijo Melecio—, mamá no está aquí. Está en…
—¡Silencio! —gritó Eulogio—. ¡Esclavo asqueroso! ¡Te enseñaré a hablar sin que te pregunten! ¡Chelchal!
El huno se encogió de hombros, con una mano sobre Melecio.
—¿Qué dijo malo, señor? Respondió a tu pregunta.
Eulogio emitió un sonido iracundo.
—No respondió nada. Muchacho, ¿por qué Marciano le prometió protección a tu padre? Dímelo rápidamente.
Melecio lo miró aturdido y desorientado.
—Fue… fue por aquel manto, creo. ¿Verdad, papá?
Simeón apretó los dientes y no dijo nada.
—¿Qué manto?
—El manto que tejió mamá en las tintorerías. El procurador le ordenó tejer un manto y mi padre no estaba contento, porque el procurador es un hombre malo. Y ella trabajó muchísimo en él, todo el día hasta que oscurecía, durante mucho tiempo. Y… y creo que mi padre le dijo a Marciano lo malo que era el procurador, y Marciano prometió ayudarlo. Pero viniste tú, que también estabas enfadado por el manto, y te llevaste a mi madre…
—¿De qué color era el manto? —preguntó Eulogio con ansia.
—No lo sé —respondió el niño—. Lo tejió en las tintorerías. Por favor, señor, mi padre… —Eulogio le hizo una seña entonces a Berico, que le dio una patada en la ingle a Simeón. Éste se encogió y sofocó un grito de dolor. Melecio volvió a echarse a llorar—. ¡No lo sé! —continuó diciéndole a Eulogio con el rostro contorsionado por el llanto—. ¡No lo sé! ¡Papá!
Eulogio volvió a hacer una seña; esta vez el golpe fue a la cara de Simeón.
—¡Papá! —volvió a gritar Melecio y forcejeó para soltarse de Chelchal, que lo tenía sujeto con fuerza por los brazos.
—No lo sabe —dijo Chelchal enfadado—. Señor, esto es malo, es muy malo. No es bueno pegarle a un hombre frente a su hijo. Llevaré a niño de aquí.
—Dentro de un momento —respondió Eulogio—. El niño puede no saberlo, pero creo que el padre lo sabe. ¿De qué color era el manto que tejió tu esposa en las tintorerías? ¿Eh? No era de un color cualquiera, porque Marciano te ofreció protección a cambio de información sobre él. Habla.
Simeón yacía en el suelo, mareado por el dolor. «Si digo la verdad —pensó—, alguien hará sufrir a Demetria. Movió la cabeza y apretó los dientes.»
—Yo… no lo vi nunca —dijo jadeando—. Sólo supuse… tú tienes que haberlo visto… decidme el color…
Eulogio lo miró un momento y luego miró a sus guardias.
—Berico —dijo despacio—, coge al niño.
—¡No! —gritó Simeón luchando por levantarse—. ¡Por el amor de Dios! —Lloraba y no podía ver al godo, ni siquiera podía ver a Melecio.
Berico dio un paso hacia Melecio. Chelchal quitó la mano del hombro del muchacho y la apoyó en las boleadoras que llevaba en la cintura. Había luchado y había matado a muchos hombres; en escaramuzas, a ancianos y a mujeres; una vez, después de incendiar una aldea enemiga, lo habían obligado a matar a una huérfana de tres años. Pero aquello había sido en la guerra; la niña era demasiado pequeña para llevarla cautiva y habría muerto de hambre si la abandonaban. Pero él no contribuiría a la tortura deliberada de un niño por una ventaja política improbable y sin fundamento, y tampoco toleraría que nadie lo hiciera. Sus ojos se encontraron con los de Berico y negó con la cabeza. El godo se detuvo. Chelchal se volvió hacia su amo.
—No —dijo—. Señor, esto es muy malo. Es mala suerte, señor. No es bueno torturar a niño, señor, no es bueno. Conozco a hombres, hunos, que golpearon niños antes de matarlos. Todos murieron pronto. Es algo malísimo. No debes hacerlo.
Eulogio vaciló. Estaba seguro de que Simeón confesaría todo si torturaban al niño, pero probablemente Simeón confesaría de todas maneras. Tal vez fuera mejor esperar y dejar que Crisafio le sacara toda la verdad: eso le gustaría a Crisafio. Sí, probablemente fuera una muestra necesaria de tacto permitir que el gran chambelán en persona descubriera la verdad. Y tal vez diera mala suerte torturar niños, una arrogancia que invitaba a la venganza divina. Mejor evitarlo, ya que no era necesario.
—Muy bien —le dijo a Chelchal irritado—, quédate con el niño. Véndelo si quieres: será tu recompensa por capturar al padre. Berico, quiero que vayas al Gran Palacio e informes a su ilustrísima sobre el espía, te daré una carta para él. Y vosotros, sacad de aquí a este individuo y encerradlo en un almacén. Desatadle las manos y dadle de comer y beber: quiero que esté en buen estado para el interrogatorio de mañana. Y traed a las mujeres para que limpien el suelo… esto apesta.
Chelchal levantó a Melecio y lo sacó de la habitación mientras los otros se llevaban a Simeón a rastras. Eulogio se sentó a escribir la carta para Crisafio y las esclavas entraron para limpiar el suelo. «¡Qué buena suerte! —pensó contento afilando la pluma—. Su ilustrísima estará encantado. ¡Esta vez seguro que me asciende!»
Mojó la pluma con tinta y comenzó a escribir.
Melecio estaba histérico. Chelchal, sombrío, lo llevó de vuelta al establo y lo dejó con suavidad sobre la paja. Fue a las caballerías, a un lado del edificio bajo, y se dispuso a ensillar su caballo. Cuando el animal estuvo listo, lo llevó hasta donde estaba Melecio y se agachó junto al niño, con las riendas en el brazo.
—Ahora debemos irnos —le dijo.
—¡Mi padre! —dijo Melecio angustiado.
—Es muy malo, sí, lo sé. Pero no van a matar a tu padre. Ahora está bien, por hoy dejará tranquilo a tu padre. Esperará a mañana a que Crisafio diga qué hacer. Ahora nos vamos.
Melecio miró al huno. Tenía la cara hinchada y colorada por el llanto y moqueaba. Parecía un niño totalmente diferente al que Chelchal había conocido en la taberna del mercado, sentado sobre las rodillas de su padre.
—¿Dónde vamos? —preguntó tras de un momento—. ¿Vas a venderme?
—No —dijo Chelchal firme—. Yo tengo un hijo pequeño. Tenía tu edad la última vez que yo vi. Ahora es esclavo. No me gusta eso y no quiero venderte. No es bueno vender niños pequeños a hombres desconocidos en las grandes ciudades. Yo soy amigo de tu madre y no lo haré. Te llevaré… pronto. Vamos. —Melecio se levantó; Chelchal lo sentó en la parte delantera de la alta silla de madera y luego saltó detrás de él, cogió las riendas y el caballo salió trotando al patio. Melecio siempre había querido montar a caballo, pero ahora casi no se dio cuenta, envuelto en su desgracia—. Voy a la ciudad a hacer algo con el niño —le gritó al portero—. Volveré tarde, tal vez de noche.
Gruñendo, el portero abrió las puertas. Chelchal la cruzó al trote, salió a la calle y volvió al mercado Tauro. Melecio empezó a llorar otra vez.
—Mi padre… —repetía.
—Es muy malo —dijo Chelchal.
—Eulogio es un diablo —dijo Melecio con una chispa de su antiguo valor—. Es muy malo, malísimo. ¡Mi padre!
—Tu padre es hombre muy valiente —respondió Chelchal—. No dirá lo que mi amo quiere que le diga. Es mejor que tú estés lejos de él, porque entonces podrá ser más fuerte, no tendrá que tener miedo por ti.
—Fue por culpa mía —sollozó Meli—. Yo quería ver a mi madre. Le insistí para que fuéramos a aquella casa. Él sabía que era peligroso, ¡pero yo le insistí para que fuéramos!
—Pero él no entró en la casa —señaló Chelchal—. Fue mala suerte que yo me puse hablar contigo, eso es todo. No te preocupes. —Hizo girar el caballo hacia el oeste, dando un rodeo para evitar a los vendedores de ovejas, que ya se iban después de los negocios de la mañana.
—¿Dónde vamos? —preguntó Melecio tras un largo silencio marcado sólo por sollozos ahogados.
La sonrisa de Chelchal volvió a aparecer.
—Vamos al Hebdomón. Es bueno que los niños estén con sus padres y sus madres. No puedes estar con tu padre, entonces te llevo con madre tuya. Eso es todo.
—¿Con mi madre? —preguntó Meli sin atreverse a creerlo.
—Ya verás —respondió Chelchal—. ¿Estás bien sentado, cómodo? Es un camino largo, vamos a ir rápido.
Aseguró más al niño e hizo acelerar el paso al caballo, que se abría camino entre las multitudes de la calle Central en dirección a la puerta de Oro. Melecio se sujetó a la silla, con el aliento entrecortado. Iba a ver a su madre. Tal vez el mundo no fuera tan horrible y desalmado como parecía. Tal vez alguien pudiera liberar a su padre, destruir a los horribles diablos que tenían el poder y los tres podrían irse a casa, a Tiro, y todo volvería a ser como antes.
Pero la confianza de sus seis años había sido rota de raíz y él ya sabía, con certeza y sin la menor duda, que ya nada podría volver a ser como había sido.