VIII

Vista desde el Hebdomón, la casa de Nomos se encontraba en el lado opuesto de Constantinopla, en la tercera de las siete colinas que daban a la bahía del Cuerno de Oro. Por esta razón, Pulqueria y su escolta no entraron directamente en la ciudad, sino que fueron bordeando los grandes muros terrestres a lo largo de varias millas. El sol de enero brillaba espléndido en la gruesa capa de nieve que cubría la llanura y las puntiagudas almenas de las sólidas murallas de la ciudad resplandecían por el hielo. Pulqueria llevaba una escolta de unos cincuenta jinetes que, uniformados de rojo y púrpura, desfilaban junto a su carroza dorada: la luz resplandecía sobre las armaduras y la cimera de los yelmos se agitaba al ritmo del paso de los caballos. Aspar y Marciano habían llevado al Hebdomón veinte hombres cada uno, de modo que el cortejo era largo y espléndido. Las tropas que guardaban las murallas de la ciudad se agolpaban en las puertas y las almenas; la gente del campo que acudía al mercado y los mendigos y pastores que vivían extramuros corrían al camino para vitorear a la emperatriz y a su general. Algunos de los hombres de Aspar espoleaban sus cabalgaduras para hacerlas caracolear; mientras que los de Pulqueria cantaban un himno a la Virgen y sus sonoras voces resonaban, fuertes y melodiosas, a través del nítido aire invernal. «Todo el mundo parece contento —pensó Demetria con desolación acurrucada en la carroza frente a la emperatriz—, y supongo que yo también tendría que estarlo. Creo que hice bien en confiar en Pulqueria: mis amigos y yo estamos a salvo, y ella espera vencer a todos aquéllos a quienes yo temía. Pero Dios mío, ¡ojalá todo hubiera terminado ya!»

Se envolvió más en el manto; deslizó los dedos por los bordes sin adornos, buscando en vano las flores de seda que ya no tenía. Sentada a su lado, Eunomia, la secretaria de Pulqueria, le dirigió una mirada severa. Demetria enlazó los dedos y trató de quedarse quieta. La emperatriz miraba por la ventanilla de la carroza y sonreía a los soldados apostados en las murallas. Tenía la cara colorada y sus ojos resplandecían de placer. «Está en su elemento —pensó Demetria—. Como el pescador que vuelve al mar después de una larga enfermedad. Pero ¿por qué me ha traído a mí? ¿Qué piensa hacer conmigo cuando todo esto termine? Dios mío, yo no tengo nada que hacer aquí, ¡ojalá todo hubiera terminado!»

Mirando sin ver las murallas de Constantinopla, Demetria se imaginaba el puerto egipcio de Tiro, los trabajadores volviendo a paso lento del taller a sus casas, la Procne puesta a secar en la playa al final del día, Melecio bailoteando en la proa y Simeón descargando la pesca. ¿Qué estarían haciendo en aquel momento? ¿Habría viento en Tiro? ¿Habrían sacado la barca o estarían aún pintándola y reparando las velas? Apretó las manos sobre la falda. «Tranquila —se dijo a sí misma—, tranquila. Ahora eres esclava de la emperatriz y su poder es absoluto. No habrá esperanza si la disgustas. Baja la cabeza y acepta lo que venga, como corresponde a una buena esclava.

»Simeón no se resignaría; Simeón lucharía contra esta fuerza que me lleva tan rápido, tan lejos de todo lo que era. Simeón no permitiría que lo usaran como prueba de una traición ni del favor divino; Simeón se plantaría en sus trece y sería destruido. Ya ha causado bastantes problemas luchando contra el destino. ¿Por qué deseo desesperadamente que esté aquí? Es mejor someterse y buscar una salida sólo si se presenta la oportunidad. Después de todo, eso es lo que he hecho durante toda mi vida. —Sintió una oleada de desprecio por sí misma y bajó la cabeza para eludir los agudos ojos de Eunomia—. Toda mi vida, excepto cuando salí de Tiro; y he tratado de dar la cara desde entonces. Pero fue porque tenía que hacerlo, porque si me hubiera sometido entonces habría perdido más que mi casa, mi esposo y mi hijo: me habría perdido a mí misma.

»Tal vez era esto lo que sentía Simeón en Tiro. Él siempre me amó; no soportó ver que el procurador me utilizara, aunque yo me había obligado a aceptarlo. Tal vez me amaba más de lo que yo lo amaba a él. ¿Por qué no me preocupé nunca?»

Recordó con dolor cuando él había entrado en su habitación tras el nacimiento de Melecio. Ella no quería tener hijos; los hijos no significaban otra cosa que vómitos y dolor de espalda durante el embarazo, y algo peor después. Pero era parte de su deber de esposa, parte del precio que pagaba por la protección de un esposo: darle un hijo; aunque cuando nació y la partera le puso aquel montoncito rojo, chillón y húmedo en los brazos, ella se sintió invadida por una inesperada ternura. Allí estaba, una nueva vida, recién nacida, totalmente indefensa y completamente dependiente. Si ella no lo cuidaba, moriría; tenía que amarlo. Acunó al niño con torpeza y, con orgullo, le indicó a la partera que hiciera pasar a Simeón. Su esposo había estado en la taberna casi toda la noche pero ya hacía horas que estaba sentado junto a la puerta. Entró, sucio y agotado, con los ojos muy abiertos entre un revoltijo de cabellos, con olor a vino y a mar. Se sentó en el suelo junto a la cama, le cogió la mano, la miró, y no dijo nada.

«Tienes un hijo», le anunció ella. Él casi no miró a la criatura; volvió los ojos a ella y susurró con la voz rota: «¡Ay, Demetria!», y ocultó el rostro contra una pierna de ella.

Su madre había muerto durante un parto y él había estado muy asustado. Pero en aquel momento su angustiado alivio no había significado nada para Demetria. Le había parecido una soberana ingratitud que, después de todo el sufrimiento por el que ella había pasado para darle un hijo tan hermoso, sólo se interesara por ella.

«No debo pensar en él —se dijo ahora parpadeando para apartar las lágrimas—. Tengo que mantenerme tranquila. Sean cuales fueren las virtudes de la lucha, éste no es el momento.»

Cuando por fin el coche entró en la ciudad, la escolta se puso a dar voces y a apartar el tráfico, y Pulqueria pudo avanzar por las calles atiborradas de gente hacia la mansión de Nomos.

Demetria nunca había visto la casa, pero no tuvo dificultades en darse cuenta de cuál era. La emperatriz había enviado a un grupo de su guardia a primera hora de la mañana y cuando llegó se encontró con una enorme multitud de hombres armados y de mirones, que iba desde la casa a la iglesia de los Santos Apóstoles, a manzana y media de distancia. Pulqueria se incorporó levemente del asiento, frunció el entrecejo al ver el uniforme de algunos de los soldados y volvió a sentarse con una sonrisa satisfecha.

—Escolarios del Gran Palacio —comentó sin dirigirse a nadie en particular—. Crisafio se ha enterado y ha enviado a sus hombres. ¡Demasiado tarde! —Sonrió, pero en seguida se puso seria, se hizo la señal de la cruz y se quedó sentada, muy quieta, mientras su escolta se abría paso entre la muchedumbre.

El carruaje se detuvo por fin en una callejuela junto a un muro alto, delante de unas puertas de bronce. Uno de los soldados desconocidos se aproximó en un magnífico bayo, gritando para atraer la atención. Los hombres de Pulqueria comenzaron a empujarlo, pero la emperatriz abrió la ventanilla y dijo que hablaría con él. Se le permitió acercarse a un lado de la carroza; Demetria vio que llevaba al cuello el collar de oro de los capitanes. El guardia miró a Pulqueria indeciso.

—¿Qué deseas? —preguntó ella con frialdad.

El guardia desconocido se desconcertó ante una pregunta tan directa.

—¿Eres la augusta? —preguntó al cabo de un momento.

Ella lo miró sin decir nada, pero formando con los labios un gesto de censura.

—Ésa es una pregunta muy tonta —dijo al fin—. Habría esperado algo más de un capitán de la guardia Escolaria. Si yo no fuera la augusta, cuya imagen sin duda has visto antes, ¿cómo podría llevar la púrpura y la corona?

El hombre se puso colorado.

—Emperatriz, debo preguntarte… ¿Con qué autoridad has tomado esta casa?

Ella lo miró de arriba abajo con inmenso desprecio.

—¿Qué autoridad tienes tú, señor —respondió con calma—, para interrogar a una emperatriz? Además, ¿eres de rango consular, que omites saludarme de la manera usual?

Él se puso aún más colorado, vaciló y en seguida bajó del caballo de un salto y se inclinó, de mala gana y fastidiado, en mitad de la calle. A pesar del cuidado con que lo hizo se manchó de barro el manto, y al incorporarse vio que la emperatriz lo miraba desde el carruaje. El caballo intentó alejarse y uno de los hombres de Pulqueria, sonriendo, lo cogió por las bridas. El capitán escolario parecía cada vez más desdichado, pero se cuadró y declaró:

—Me ha enviado el ilustrísimo Crisafio, en nombre del emperador Teodosio augusto, para investigar la toma de esta casa. Su ilustrísima ha tenido esta casa vigilada y es su deseo saber por qué has ignorado todas las leyes y procedimientos ordenando a tus hombres que entraran en ella. Me ordenó que expulsara a tus tropas y ocupara la casa con mis hombres. Pero tus guardias me han desafiado y se han negado a permitirme el acceso.

—Me alegra oírlo —dijo Pulqueria seca—. Yo también he tenido esta casa bajo vigilancia y, ahora que he decidido interrogar a su dueño; ordené a mis hombres que no admitieran a nadie sin mi consentimiento. Si mi hermano tiene alguna objeción, que venga y me lo diga en persona, y le explicaré que estoy actuando en aras de sus más altos intereses. Pero no tengo ninguna obligación de recibir órdenes del gran chambelán de mi hermano… puedes decírselo a Crisafio, dado que él parece haberlo olvidado. Más aún, si tus hombres intentan entrar en la casa por la fuerza, mis guardias se opondrán también por la fuerza… y tendrás que explicarle a mi hermano por qué has usado la violencia contra su hermana, una augusta soberana. Lo mejor sería que te llevaras a tus hombres al mercado más cercano a esperar órdenes. ¡Cochero! —Chasqueó los dedos y sus guardias le abrieron la puerta de la casa de Nomos y el coche avanzó.

—Pero ¡emperatriz! —exclamó el capitán de Crisafio—. Me han ordenado…

La puerta se cerró sobre sus órdenes. El carruaje se detuvo en un pequeño patio cubierto de nieve que ya estaba lleno de hombres y caballos. Aspar saltó del caballo y abrió la puerta del carruaje a la emperatriz que, recogiéndose las faldas, bajó con toda tranquilidad al patio de Nomos. Miró a su alrededor y el capitán de las tropas que había enviado salió de la columnata que rodeaba el patio y comenzó a hacer la postración.

—¡No en la nieve! —le dijo ella rápidamente—. No estropees tu mejor manto, Kalinikos.

El capitán, un hombre delgado con cara de caballo de unos cuarenta años, sonrió.

—Sí, emperatriz.

—¿Has registrado la casa?

—El registro se está llevando a cabo, emperatriz. Hemos encontrado una gran cantidad de cartas que todavía estamos clasificando. Pero no hemos encontrado ni rastro del manto que habéis mencionado.

—Sin duda tiene un buen escondite. Supongo que las cartas que has encontrado hasta ahora son completamente inocentes. Nomos es un hombre con experiencia y tendrá mucho cuidado de no dejar objetos comprometidos donde pudieran verlos los esclavos. Pero tiene alma de burócrata y ha sido maestro de oficios, de manera que tendrá toda la correspondencia de su traición a salvo en algún lugar y clasificada cuidadosamente por nombres y fechas, y con ella estará el manto. Probablemente tenga una habitación secreta en algún lugar de la casa, algún lugar privado donde pueda llegar con facilidad. Busca paredes falsas en su dormitorio y su estudio. ¿Dónde está su personal?

—Hemos encerrado a los esclavos de la casa en el taller, emperatriz, con dos hombres vigilando la puerta. Los guardias están bajo custodia en el establo. Dos de los guardias se resistieron; el resto se sometió con tranquilidad a tu autoridad. De los dos que presentaron batalla, uno murió y el otro está herido, y uno de mis hombres se hirió una pierna en la lucha. Di instrucciones para que se ocuparan de los dos heridos.

—Bien. Deja a los esclavos y los guardias donde están por el momento. ¿Y él, dónde está?

—Retenido en el comedor, junto con su invitado, el prefecto de Fenicia. ¿Deseas que te lleve con ellos, serenidad?

Pulqueria asintió graciosamente y su capitán la escoltó, junto a sus seguidores, dentro de la casa.

El comedor de Nomos daba a otro patio más pequeño, donde un árbol ornamental, pelado y medio seco, se erguía junto a una fuente en medio de la nieve. La habitación era amplia, caldeada por el suelo por medio de un hipocausto, y adornada profusamente con pinturas y mosaicos. En el diván central, de los tres que flanqueaban la mesa de comedor de palo de rosa, estaban sentados dos hombres. Demetria reconoció al prefecto Filipo, alelado y disminuido bajo la firme mirada de los guardias de Pulqueria; eso quería decir que el otro era Nomos.

No parecía digno de todos los problemas que había ocasionado. Era un hombre alto, con la cara redonda y fofa como la de su estatua, nerviosos ojos azules bajo cejas finas, cabello grisáceo, y la ropa sencilla de quien es muy rico y más ahorrador que rico: un manto blanco con la ancha franja horizontal en púrpura y una larga túnica blanca y púrpura. Se levantó de un salto cuando entró Pulqueria y se la quedó mirando boquiabierto. Ella avanzó unos cuantos pasos hacia él y se detuvo, para darle tiempo a su escolta de abrirse en abanico a su alrededor. Los ojos de Nomos se posaron un instante en Aspar; Filipo miró a Marciano con el entrecejo fruncido pero en seguida vio a Demetria y abrió enormemente los ojos.

Durante un largo momento hubo un inmenso silencio en la habitación, «como en el hipódromo unos instantes antes de comenzar la carrera», pensó Demetria. Entonces, lenta y deliberadamente, Nomos se inclinó pronunciadamente ante la augusta. Filipo se incorporó de un salto cuando su superior comenzó la reverencia y, correctamente, hizo la postración de la que Nomos estaba exento, antes de quedarse en pie, muy rígido, detrás de su amigo.

—Honras mi casa, emperatriz —dijo Nomos con pomposa dignidad—, pero no comprendo por qué has creído necesario tomarla con soldados. Siempre he sido un leal sirviente de la casa de Teodosio.

Pulqueria lanzó un leve suspiro y le indicó a uno de sus guardias que moviera un diván para sentarse. Se instaló, muy erguida frente a Nomos, se ajustó los pliegues del manto púrpura y tensó la frente bajo la corona.

—Nomos —dijo con calma—, vamos a entendernos rápidamente: el tiempo es precioso. Sé que planeabas traicionar mi casa. Tú sabes que mi poder, que en un tiempo abarcaba todo el estado, se ha reducido ahora a mi palacio y algunos guardias. He tirado de los hilos que me quedan, y es por esa razón que los hombres de Crisafio están fuera, en la calle, y no aquí interrogándote en mi lugar. Estoy dispuesta a ignorar tu traición si puedes ayudarme contra el gran chambelán; de lo contrario, me retiraré y permitiré la entrada de sus hombres. Te darás cuenta de que es más difícil tratar con ellos que conmigo.

Nomos parpadeó como un búho. Después de un rato, aspiró rápidamente y dijo con tono ofendido:

—No alcanzo a comprenderte, emperatriz. ¿Puedes creer seriamente que yo sería capaz de un crimen semejante contra ti?

Pulqueria volvió a suspirar.

—¿Tenemos que perder el tiempo de esta manera? —Y tras una pausa añadió—: Kalinikos, ve a inspeccionar el registro de las paredes falsas. Como te dije, los lugares más probables son el dormitorio y el estudio.

El capitán de la guardia se inclinó hacia ella y salió de la habitación.

Nomos tragó saliva. Filipo le susurró algo al oído. Nomos miró a Demetria y palideció.

Pulqueria también miró a Demetria.

—Sí —dijo volviéndose a Nomos—, tengo a la esclava que tejió el manto que habrías usado como emperador. Dios ha hecho que tu conspiración me fuera revelada; el mismo Dios que defendió a mi abuelo y le aseguró la victoria sobre sus enemigos, también me ha defendido a mí. ¿Quieres que mis hombres echen abajo las paredes o podemos llegar ahora a un acuerdo?

Filipo tomó la palabra.

—Los esclavos son capaces de decir cualquier cosa si creen que sacarán algún provecho de ello —declaró con toda confianza—. No sé qué hace aquí esta mujer, pero la conozco de Tiro, era una alborotadora, trabajaba en el taller y el procurador Heraclas tuvo que disciplinarla por lasciva y mentirosa pertinaz. Espero que tu sagrada majestad no acuse a un caballero como mi superior basándose en la palabra infundada de alguien como ella.

Pulqueria lo miró entrecerrando los ojos.

—Tú eres Filipo, supongo —dijo—, hijo de Antemio Isidoro. Antemio el Regente fue tu abuelo, ¿no?

Filipo perdió de inmediato la confianza en sí mismo y tragó saliva.

—Mi tatarabuelo —murmuró. Marciano tomó nota de que, al parecer, la historia que le había contado Aspar sobre el regente era verdadera.

—Tu tatarabuelo, por supuesto. Siendo descendiente de Antemio, comprenderás que no puedo tener una opinión muy buena de la lealtad de tu familia.

Filipo se puso tenso.

—¡Nadie en mi familia ha sido culpable de traición!

—Antes de ti, ¿no? —sugirió Pulqueria con suavidad. Lo miró un momento con indiferencia y se encogió de hombros—. Mi esclava guardó muy bien tu secreto. Sólo me contó a mí la verdad, aunque su esposo fue más suelto de lengua y le vendió toda la historia al representante de mi general a cambio de una inútil promesa de protección. Ella llegó a convencer al agente de Crisafio de que el manto que había tejido era rojo, ¡y presta atención, hombre, que el agente querrá verlo! Tendrás que enseñarle un manto teñido con quermes con dos paneles de tapiz; le han dicho que es eso lo que debe buscar. Si no tienes ningún manto que se ajuste a esa descripción veré si puedo conseguirte uno. Y tendrás que explicar por qué no fuiste a visitar a tu madre enferma, ya que fue tu preocupación por su salud lo que te hizo partir de Tiro antes de que terminara tu misión allí. Como ves, estoy dispuesta a ayudarte, si podemos llegar a un acuerdo.

Kalinikos, el capitán de la guardia, volvió y se postró ante Pulqueria.

—No hay paredes falsas, emperatriz, pero a juzgar por la forma de la casa, hay una habitación más encima del estudio a la cual no hay acceso.

Pulqueria sonrió.

—Gracias, Kalinikos. Eres muy observador, serás recompensado. —Se volvió a Nomos—. ¿Dónde está la entrada?

—¡No sé de qué me hablas! —dijo Nomos, pero su voz sonó como un chillido, estaba sudando.

—Haced un agujero en el techo del estudio —ordenó Pulqueria volviéndose a Kalinikos.

—¡No! —Nomos dio medio paso hacia Kalinikos y volvió—. No, no es necesario.

—¿Dónde está la entrada? —volvió a preguntar Pulqueria, cambiando de postura en el diván.

Nomos la miró angustiado.

—Tiene —comenzó a decir, pero se le cortó la voz—… Es… Hay un picaporte escondido. —Pulqueria asintió y esperó pacientemente—. Está detrás del panel que hay encima del escritorio, en el estudio —susurró Nomos—. El panel superior de la pared se mueve para poder empujar el del techo; hay una escalera en la habitación de arriba…

Pulqueria le hizo una seña a Kalinikos, que se inclinó y salió. Nomos tragó saliva varias veces, luego volvió despacio a su diván y se sentó pesadamente. Ocultó la cara entre las manos. Filipo corrió hacia él, le apretó el hombro y miró a Pulqueria. Ella sonrió con una sonrisa amarga.

—Tráele vino a ese hombre —le ordenó Aspar a uno de los guardias con gesto burlón—, ¡si lo permites, eminencia!

Nomos lo miró boquiabierto y luego, bruscamente, miró al guardia y dijo:

—Hay una jarra de vino de Lemnos en aquella repisa.

—¡Trae para mí también! —dijo Aspar.

En silencio, el guardia sirvió el vino en el recipiente de oro situado en el centro de la repisa, añadió un poco de agua y con un cucharón sirvió la bebida en las copas de oro alineadas alrededor del recipiente. Ofreció el vino primero a Pulqueria, que lo rechazó, luego a Aspar y a Marciano, que aceptaron, y finalmente a Nomos y a Filipo. Nomos vació la copa de un trago y la tendió para que le sirvieran más. Pulqueria le hizo una seña al guardia autorizándolo.

—Ahora —dijo Pulqueria mientras Nomos bebía otro sorbo de vino—, vamos a lo que nos ocupa. Me llevaré conmigo lo que Kalinikos encuentre en esa habitación tuya, y lo mantendré en secreto todo el tiempo que me sirvas bien. Tu conspiración está acabada, por supuesto: si necesitas enviar mensajes a cualquiera de tus aliados, cancelando arreglos que hayas hecho con ellos, me llevaré a tus mensajeros con mi escolta y me ocuparé de que nadie interfiera en su tarea. Supongo que será urgente.

Nomos asintió débilmente.

Pulqueria sonrió satisfecha.

—Termina el vino; luego escribirás las cartas que sean necesarias. Cuando yo haya salido de esta casa no podré impedir que entren los hombres de Crisafio, de manera que no debe quedar la menor prueba de tu traición. Cuando me vaya iré directamente al palacio de mi hermano a explicarle lo que he hecho aquí. Le diré a mi hermano, y a Crisafio si me pregunta, que estaba preocupada por una historia que me contó ayer Eulogio, el agente de Crisafio, y que resolví investigar por mí misma haciendo registrar tu casa, pero que no he encontrado nada. Mi hermano se ocupará de que tus esclavos no sean torturados para hacerles confesar y mantendrá la paz aquí. —Hizo una pausa y, dirigiéndose a Filipo, añadió—: Tienes que tener un manto rojo para mostrarle al agente de Crisafio. ¿Tienes alguno adecuado?

Filipo negó con la cabeza, como atontado. Nomos se pasó la lengua por los labios.

—Yo tengo un manto rojo —susurró—. Lo he usado muy poco y está en excelente estado. Es un buen manto.

—Bien —dijo Pulqueria haciéndole una seña a uno de los guardias—. Ve al taller de los hombres y suelta al mayordomo de su eminencia; dile que su eminencia quiere su manto rojo, el de seda, que lo traiga aquí. —El guardia hizo una reverencia y se fue. Pulqueria se volvió a Filipo—. Tienes que decir que el manto te lo dio el procurador… ¿Cuál era su nombre? ¿Heraclas?… como regalo de despedida cuando te fuiste de Tiro. También debes decir que recibiste noticias de que tu madre se había recuperado de su grave enfermedad cuando todavía estabas en camino desde Tiro, por eso te detuviste para visitar a tu amigo y superior para ver las posibilidades de otro gobierno. —Se detuvo pensativa, y le preguntó a Aspar—: ¿Servirá eso para encubrirlos?

Aspar se inclinó sonriente.

—No se me ocurre nada más que pueda inquietar a Crisafio.

—Estaba preocupado por tu representante —dijo Pulqueria cortante—, y debemos hacerle saber que Marciano salió de Tiro después que el prefecto porque ya no tenía nada más que hacer en la ciudad. Y siguió el mismo camino de vuelta…

—Porque casi todos los caminos estaban cerrados por la nieve. —Aspar abrió los ojos—. ¿Qué otros caminos pudo haber tomado? emperatriz, es una delicia volver a verte como antes. Pensaba que le habías perdido el gusto al juego.

Pulqueria le dirigió una mirada dura.

—El juego, como tú llamas a esta traición, es algo brutal, algo abominable para Dios. Sólo ruego al Cielo que se me ahorren este tipo de cosas. Nomos, a cambio de estos favores que te hago me ayudarás a arrancar a esa sanguijuela de Crisafio del palacio de mi hermano.

Nomos la miró, le temblaba el labio inferior.

—Yo no sé cómo deshacerme de Crisafio —susurró—. Si lo supiera, habría conspirado contra él y no contra tu hermano.

Ella levantó las cejas.

—Tal vez —dijo en un tono que demostraba cuan improbable le parecía—. Pero seguramente sabes algo que te será útil contra el gran chambelán. Tú eras íntimo de sus secuaces hasta el verano pasado… y no creo que él sea honrado.

Kalinikos volvió a entrar en la habitación con aire alegre, llevando un pequeño baúl de madera de sándalo en un brazo y una caja en el otro. Depositó ambos en la mesa, abrió el baúl y sacó el manto que Demetria había tejido. Lo extendió y volvió a introducir las manos en la caja para sacar una gruesa pila de cartas y un sello de arcilla.

—Hay otra caja con cartas —le dijo a Pulqueria—, todas ordenadas por nombres y fechas, como predijo tu sabiduría. Pero creo que son copias de éstas, y el manto ya habla por sí solo.

—Así es —dijo Aspar. Cogió una punta del manto y estudió el tapiz. Era la Victoria coronando a Alejandro—. ¿Se supone que éste eres tú? —le preguntó a Nomos—. ¿Matando a tu emperador? ¡Y siendo coronado por un ángel! ¡Mejor se diría que fue un demonio quien te puso semejante idea en la cabeza!

—Yo no encargué los dibujos —objetó Nomos quejándose—. Estos tapices fueron idea del procurador, y esa mujer que está ahí los tejió, no yo. —Le dirigió una mirada llena de odio a Demetria—. ¡Nunca tendría que haber confiado en ese idiota de Heraclas!

Pulqueria examinaba la elección de Hércules, el otro motivo del tapiz; pasó sus dedos de huesos grandes por la ladera de la montaña de seda resplandeciente; luego miró a Demetria y le dirigió una inusual sonrisa llena de dulzura.

—Es un hermoso trabajo, muchacha —dijo con suavidad—. Ruego que jamás tengas que volver a hacer algo tan hermoso para una mala causa.

—Yo también ruego por eso, señora —respondió Demetria en voz baja y conmovida.

Pulqueria suspiró e hizo un amplio gesto con la mano.

—Llévatelo todo —le dijo a Kalinikos— y ponlo en mi carruaje, junto con las otras cartas comprometedoras. Nomos, ¿hay algo más que pueda traicionarte?

Éste negó con la cabeza.

—Estaba todo en mi estudio… mi estudio secreto.

—Bien. Kalinikos, vuelve a revisar la habitación secreta, lleva todo lo que huela a traición a mi coche y luego deja la habitación como estaba. —Kalinikos se inclinó, volvió a guardar las cartas en la caja y recogió el manto. Lo sacudió y comenzó a doblarlo. Los ojos de Nomos estaban clavados en él con expresión de asombrada añoranza—. Ese manto jamás será para ti —le dijo Pulqueria, con serena ferocidad—. Jamás. Créeme, y olvida que una vez pensaste lo contrario. Sírveme bien, y podrás mantener el manto que llevas en este momento. Podrás volver a casarte si quieres, y formar una familia que tendrá riquezas y grandes honores. Sírveme mal y perderás la cabeza, y tus parientes se vestirán con harapos.

Nomos hizo una inclinación con la cabeza. Kalinikos guardó cuidadosamente el manto doblado en el baúl de madera de sándalo, volvió a inclinarse y salió de la habitación. En la puerta se tropezó con un esclavo de mediana edad que traía en el brazo un manto de seda roja, éste bajó la cabeza disculpándose y Kalinikos salió.

Nomos le indicó al hombre que entrara y el esclavo, confundido, le llevó el manto a su amo. Nomos lo miró y lo extendió sobre la mesa donde un momento antes había estado el manto púrpura. Era de un rojo brillante, profusamente adornado con oro en los bordes y decorado en los hombros, con dos dibujos pequeños que mostraban a Eros y a Afrodita con Príapo, el arte del tejedor mostraba la crudeza de las escenas con gran detalle. Pulqueria miró las imágenes, por un instante, como si se mirara la punta de la nariz y luego apartó los ojos aparatosamente.

Aspar rió.

—¡Si existe un manto para salir a putañear, es éste! —exclamó—. Entiendo que no lo uses a menudo.

—Es muy apropiado como regalo de un joven procurador para un joven prefecto —dijo Pulqueria con tono ofendido—. Y está en buen estado. Servirá perfectamente.

Nomos asintió y le devolvió el manto a su esclavo.

—Esto pertenece a mi amigo Filipo —le dijo—. Ponlo en su habitación, con su equipaje. —Se volvió a Pulqueria—. ¡Si lo apruebas, emperatriz!

Pulqueria sonrió y el esclavo salió.

—Nos queda poco tiempo —le dijo a Nomos—. Escribe las cartas que tengas que escribir y luego dime rápidamente todo lo que sepas del gran chambelán que pueda serme útil.

Pulqueria habló con Nomos durante una hora y después, cuando Kalinikos entró a informarla de que habían llegado más tropas imperiales a las puertas de la casa, y de que Eulogio estaba con ellas exigiendo el derecho de entrada que tenía como agente, la emperatriz le ordenó a Nomos que preparara a sus mensajeros y les dijo a sus guardias que le llevaran su carruaje. Al poco rato las puertas de la casa volvieron a abrirse y el carruaje de Pulqueria salió dando tumbos a la calle. Eulogio y el capitán escolario esperaban fuera, y Pulqueria le ordenó al conductor que se detuviera para poder cambiar unas palabras con ellos. Demetria, que iba sentada inmóvil, hecha un ovillo, en el asiento de delante de la emperatriz, con una caja llena de cartas que confirmaban una traición a un lado y el baúl de madera de sándalo con el manto bajo los pies, oyó cómo Pulqueria, sonriente, le dio a Eulogio la versión oficial de lo sucedido en la casa y le advirtió que no se diera a ningún exceso de rudeza en su registro. Después, la emperatriz chasqueó los dedos, el conductor hizo restallar el látigo y el carruaje inició el camino hacia el Gran Palacio. En cuanto estuvieron lejos de la vista de las tropas imperiales, los mensajeros de Nomos salieron al galope hacia la ciudad para cancelar la rebelión.

La llegada de Pulqueria al Gran Palacio causó una considerable conmoción. La guardia se arremolinó alrededor del carruaje; el personal de palacio salía de la Magnaura y volvía a entrar y finalmente un chambelán de rango apareció para invitar a la augusta a conversar con el augusto. Pulqueria aceptó graciosamente y descendió de su carruaje para encontrarse en medio de la multitud bulliciosa de los eunucos de su hermano.

—Probablemente me quede a comer —le dijo a Kalinikos—, pero no es necesario que me esperéis todos. Mi hermano podrá, supongo, prestarme un carruaje para llevarme a casa; no necesitaré más que una escolta pequeña. Escoge treinta hombres para que se queden, lleva a los otros a casa y ocúpate de que sean recompensados por el día de trabajo.

El capitán hizo una pronunciada reverencia y Pulqueria avanzó hacia los dorados pasillos del palacio Magnaura. Kalinikos escogió a los hombres que se quedarían para escoltarla de vuelta a su palacio, montó su caballo y dio la señal para que el resto se reagrupara. El conductor del carruaje puso en movimiento con el látigo su aparatoso vehículo: los sirvientes de Crisafio no tendrían oportunidad de inspeccionar su contenido.

Demetria fue acurrucada en un lado del carruaje durante todo el movido viaje de vuelta al Hebdomón. En la calle, los ciudadanos de Constantinopla vitoreaban a la emperatriz, pero Demetria estaba demasiado cansada para prestar atención, demasiado cansada incluso para darse cuenta de lo extraño de la situación; las aclamaciones de alegría resbalaban por el tapizado oscuro donde ella y la secretaria Eunomia iban sentadas en silencio. «Me siento como si hubiera estado corriendo todo el día —pensó—, o no, no corriendo. Sosteniendo algo. Sosteniendo algo tan pesado como el mundo. Y lo único que he hecho ha sido observar, y haber sido exhibida una o dos veces como prueba. ¡Bien, ahora todo ha terminado, gracias a Dios! Y tal vez me mande a casa después de todo; tal vez incluso acceda a la petición de Marciano y me envíe pronto. Mi casa. Si pudiera verla, quedarme en pie junto a la vid que crece al lado de la puerta, mirar adentro y ver a Simeón sentado bajo la lámpara haciendo una trampa para múrices, y a Meli jugando con su cuchillito… si tan sólo pudiera ver eso y luego morir, me contentaría.»

Había oscurecido cuando el carruaje llegó al Hebdomón, y la casa estaba sumida en las plegarias. Eunomia se hizo cargo del baúl de madera de sándalo y de las cajas con cartas, tras requerir la ayuda de Demetria para llevarlas a las habitaciones privadas de la emperatriz, antes de ir a reunirse con el resto de la casa en la capilla. Demetria la siguió despacio a través de los oscuros pasillos. En la capilla, Eunomia se dirigió en silencio a ocupar su lugar en el frente y se puso a escuchar, con la cabeza baja, a uno de los eunucos que leía las Escrituras. Demetria se quedó fuera, en el pasillo oscuro y frío, mirando el lugar de oración. Las inmensas lámparas de aceite brillaban sobre los mosaicos y los iconos dorados que adornaban las paredes, pero el personal de la casa estaba rígido y callado, vestido de negro, sombrío, y sólo los ojos fijos brillaban entre tanta magnificencia. «¿Qué tengo yo que ver con ellos? —se preguntó—. ¡Dios mío, permíteme irme de este lugar!»

—¿Quién ha metido las aguas en el hueco de su mano —leía el eunuco—, y medido los límites del cielo?… ¿Quién ha dirigido el espíritu del señor, o ha sido su consejero para instruirlo?… Atended, las naciones son una gota en un cubo, y se cuentan como el polvo…

«Sí, ¿y quién ha dirigido el espíritu de la emperatriz, o sido su consejero para instruirla? —se preguntó Demetria con amargura—. "Atended, que los poderosos de la tierra son como el polvo ante ella. " Incluso Aspar y Nomos. Ella es como Dios, un dios humano, severo e inmisericorde. No quiero pertenecer a ella; Dios de los cielos, ¡no quiero! Y sin embargo, ¿tengo derecho a pedirle a Dios que me envíe a casa? ¿Para volver a una vida centrada en cosas terrenales, en el trabajo y los chismes del taller y en mi familia? Estas personas están dedicadas a Dios y a la emperatriz. Pero yo no quiero esa dedicación. Son demasiado elevados para mí y me aterrorizan. Dios tiene un universo, y Pulqueria quiere recuperar su imperio, ¿por qué tienen que preocuparse por mí? No soy pagana, y soy un súbdito tan leal como me es posible. Nunca he sido muy buena en lo referente al amor. Me doy cuenta de ello ahora; nunca seré una mártir, ni por Dios ni por la emperatriz, pero ¿es que alguno de los dos espera eso de mí? Nunca podría luchar por ganar el favor divino, ni la gloria, ni siquiera la felicidad. Me contentaría si pudiera evitar la miseria. Pero amo a Simeón. Y si mi amor no puede ser más grande y más amplio, seguramente, señor Dios, señora emperatriz, ¿no es mejor que lo use a que se desperdicie aquí, en la oscuridad?»

Las oraciones terminaron y el personal del palacio rompió filas, asintiendo y charlando felices, aunque en voz baja, mientras se dirigían a cenar. Teonoe vio a Demetria de pie junto a la puerta y se dirigió nerviosa a ella.

—¡Habéis vuelto! —exclamó la anciana—. ¿Dónde está nuestra querida señora?

—Fue a visitar a su hermano al Gran Palacio —respondió Demetria—. Creo que volverá después de la cena.

Teonoe asintió, pero frunció el entrecejo como si la respuesta no le hubiera gustado.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Ya no te necesitaba?

—No hay lugar para mí en una cena con la emperatriz en el Gran Palacio —respondió Demetria haciendo un esfuerzo por sonreír.

—Sin embargo —dijo Teonoe amarga—, tampoco lo ha tenido la distinguida Eunomia, todavía. Espero que ninguna de nosotras tenga jamás un lugar allí. Pero no creo que te esté permitido contar lo qué ha pasado.

Demetria vaciló. «Más que eso —pensó sintiéndose desdichada—, ahora estoy al tanto de tantos secretos, tan peligrosos, que probablemente tenga que hacer como que no existen. Ni siquiera se me permite decir que no se me permite decir nada.»

—Sería impropio hablar de los asuntos de nuestra señora —le dijo a Teonoe contemporizando.

—Bien me lo merezco por preguntar —exclamó resoplando—, pero estoy segura de que tu reserva es correcta, y que así lo quiere nuestra sagrada señora. Bien, ve a cenar. —Le dio la espalda y se fue hacia el comedor de la encargada; su manto negro crujía con enfado a cada paso corto y decidido.

—No le hagas caso —dijo Ágata, la clasificadora de seda, apareciendo detrás de Demetria y sonriéndole con alegría—. Ella cree que los asuntos públicos son malos y corruptores, y no quiere que la señora tenga nada que ver con ellos. Piensa que nuestra augusta tendría que haberse convertido en diaconisa. Ven a cenar conmigo, por favor, y ¡me explicarás lo que te hayan permitido contar! A mí me encantaría que ella recuperara el poder, nada me gustaría más que verla reinando en el Gran Palacio otra vez, como se merece.

—No sé de qué hablas —respondió Demetria. Pero se dejó llevar por la otra al comedor de las esclavas, donde el personal de la cocina había servido una cena de pan y sopa de cebada. En seguida se encontró siendo el centro de una pequeña multitud de compañeras, todas ansiosas por obtener información, todas mirándola con una atención aguda y curiosa. «¿Cómo han sabido que había una conspiración?— se preguntó. —No se les ha dicho nada; sólo saben que el carruaje fue a la ciudad y que se enviaron guardias a la casa de Nomos. No obstante, quieren que les diga si su señora se mudará al Gran Palacio y si tomará el control de las oficinas del Estado.»

Respondió a las preguntas que las otras esclavas le lanzaban con frases cortas y escuetas. Sí, habían estado en casa de Nomos. Sí, la augusta la había hecho registrar. No, no creía que el registro hubiera tenido éxito. No sabía qué era lo que buscaban los guardias; creía que todo había sido una falsa alarma. No, Nomos no había sido arrestado. No, no sabía para qué la habían llevado.

Las otras esclavas se miraban incrédulas, pero no la cuestionaron. Avergonzada, sintiéndose desesperadamente sola, apartó el pan y miró directamente a Ágata, deseando conseguir que lo entendiera. La clasificadora de seda era una trabajadora experimentada, unos diez años mayor que ella, una mujer animosa y jovial, muy dada a los chismes y las risas. Pero bajó los ojos ante la mirada de Demetria y agachó la cabeza; se hizo un silencio repentino y profundo alrededor de la mesa. Si bien Demetria era una esclava como ellas y una extranjera, nueva en el Hebdomón, también era una preferida de la señora, una privilegiada a quien se le confiaban secretos que no estaba dispuesta a compartir: las esclavas comunes debían tratarla con respeto.

«¡Oh, no! —pensó Demetria desesperada entendiendo demasiado bien el gesto—, no quiero eso. No, por favor. Soy como vosotras, no como la emperatriz; si pertenezco a algún lugar en este palacio es aquí. No soportaría que me dejarais completamente sola.»

Una de las otras tejedoras habló.

—Me encantaría volver al Gran Palacio —dijo con nostalgia.

Otra estuvo en desacuerdo.

—A mí me gusta más éste. Es tranquilo, cómodo y ordenado. Una puede trabajar sin que la molesten. No me gustaría que tuviéramos que irnos.

—¡Ah, pero es tan aburrido! —exclamó Ágata—. Nunca pasa nada. En el Gran Palacio siempre pasaba algo… si no era recibir a un embajador era a un general.

—Una nunca sabía dónde estaba —se quejó la mujer a la que le gustaba el Hebdomón—. Nos sacaban continuamente de nuestras habitaciones para dejar espacio para los esclavos de algún visitante. Y no había la menor posibilidad de terminar un trabajo, siempre cambiaban de idea sobre qué era urgente y qué no. Y todo era siempre tan complicado… Yo nunca pude saber cuáles eran las prioridades.

—Sí, ¡pero era tan emocionante! ¡Conocer a aquellas personas! Y estábamos en el centro de la ciudad. Podíamos ir a las carreras y al hipódromo en vacaciones, y a las tiendas…

—¿Y podías coquetear con el personal del emperador?

—Bien, ¿por qué no? —preguntó Ágata riendo—. Hablar no le hace daño a nadie. Me encantaría volver. —Volvió a mirar a Demetria y esta vez había una súplica en sus ojos—. Si la señora regresa, al menos a ti te llevará con ella —comenzó a decir vacilante—, aunque a las demás nos deje aquí. ¿Crees que podrías…?

—¡Yo no sé nada de eso! —la interrumpió Demetria, sintiéndose otra vez muy desdichada, antes de que la otra terminara—. ¿Cómo puedo pedirle algo a la emperatriz? Yo lo único que quiero es volver a mi casa, a Tiro.

—Por supuesto —dijo Ágata, y volvió a bajar los ojos con humildad. Volvió a hacerse el silencio.

Demetria tragó saliva y miró la sopa, ya fría, que no había terminado, enferma por una repentina sensación de vergüenza. Ágata había sido solidaria y amable con ella, y ella se había negado a su petición sin ni siquiera esperar a oírla.

—¿Por qué piensa Teonoe que la augusta debería hacerse diaconisa? —preguntó, tratando con desesperación de iniciar una conversación, cualquiera, para llenar el vacío que se había hecho a su alrededor.

—¡Ah, eso! —dijo la clasificadora de seda con una alegría forzada que fue casi peor que su silencio—. Bien, porque, como te he dicho, para ella el poder secular es corrupto, y cree que sería mejor que se mantuviera alejada de él. Y los hábitos de diaconisa son los que la emperatriz Eudoxia sugirió que tomara. Aunque dicen que en realidad fue sugerencia de Crisafio.

—La señora y Eudoxia están enemistadas —informó otra mujer cuando vio que Demetria no entendía.

—Eudoxia adoptó la herejía monofisita —dijo la defensora del Hebdomón encantada—, que niega la absoluta y clara naturaleza humana de Cristo.

Demetria parpadeó.

—He oído hablar de eso —dijo con cautela. Tenía conciencia de la furiosa controversia teológica sobre la naturaleza humana de Cristo. Un obispo de Tiro había sido exiliado recientemente por haber adoptado una opinión con la que ninguna de las otras partes estaba de acuerdo, pero ella no había hecho el menor esfuerzo para entenderlo. Le había parecido demasiado abstracto y académico, demasiado alejado de la vida en el taller. ¿Cómo puede nadie determinar cuál era la naturaleza divina, ni tampoco la naturaleza humana, para decir cómo las dos podían relacionarse o no relacionarse? Pero sí sabía que Pulqueria había aceptado una de las dos teorías en discusión, y Eudoxia la otra.

—Eudoxia ni siquiera era cristiana antes de su matrimonio —explicó Ágata—. En realidad, no creo que le importara un bledo la teología, simplemente buscaba una excusa para discutir. Crisafio es monofisita, por supuesto, y ya se había aliado con ella: dicen que le recordaba continuamente a Eudoxia que nuestra señora tenía más rango que ella, que tenía control sobre sus despachos y su chambelán para administrarlos, mientras que Eudoxia no. Ésta declaró públicamente que la augusta debía tomar los hábitos sagrados, pues esto estaba más acorde con su piedad que gobernar un estado. Nuestra señora decidió que no podía enfrentarse a Eudoxia y a Crisafio juntos, le envió a Eudoxia su chambelán y se retiró aquí. Por supuesto que después Crisafio se las arregló para deshacerse de Eudoxia, en menos de dos años, y ahora tiene todo el Gran Palacio para él solo.

«Pero Pulqueria no aceptó ordenarse diaconisa —reflexionó Demetria—. Claro que no. A cualquiera que se hubiera ordenado le estaría prohibido tener poder secular… y la emperatriz siempre, siempre, ha tenido la intención de recuperar el poder a su debido tiempo. Me gustaría saber qué plan tendría originalmente contra Eudoxia, y por qué le falló.»

—Pero tal vez no por mucho tiempo —dijo otra de las mujeres dirigiendo a Demetria otra mirada de curioso ruego.

Demetria apartó la mirada.

—¿Quién sabe? —dijo vengativa.

Se sintió aliviada cuando sonó la campana llamando a la iglesia y salvándola de más mentiras. Las esclavas tragaron el final de la cena deprisa, hicieron la señal de la cruz y salieron del comedor hacia el servicio vespertino.

Cena, iglesia: la rutina diaria volvió a su vida. Pero el silencio del Hebdomón volvió a parecerle opresivo, se sentía amargada y desesperadamente sola. «Mañana por la mañana será mejor —se dijo cansada, mientras se desvestía para acostarse en su diminuto y frío cubículo—. Mañana volveré al trabajo y trataré de olvidarme de los poderosos del mundo, por un tiempo al menos.» Se quitó la túnica y apagó la lámpara.

Estaba quedándose dormida cuando oyó que llamaban a la puerta de su dormitorio y, seguidamente, la voz de Teonoe.

—¡Demetria! ¡Su sagrada majestad desea verte!

—¿Qué? —preguntó Demetria tontamente, sentándose en la oscuridad y mirando el hilo de luz que se veía debajo de la puerta—. ¿Ahora?

—¡Ahora! —respondió Teonoe impaciente—. ¡Date prisa, muchacha, vístete y ven conmigo!

Pulqueria estaba en su dormitorio, reclinada en el diván junto a la cama con sábanas color púrpura, remojándose los pies en un recipiente de oro con agua caliente mientras una de sus damas le deshacía las elaboradas trenzas de finos cabellos grises. La corona yacía a un lado, sobre el tocador de marfil, pero el manto púrpura aún la cubría, cayéndole desde los hombros. Cuando Demetria entró y se postró, la emperatriz sonrió.

—Aquí estás, muchacha —observó—. Quería hablar contigo. Teonoe, puedes irte a la cama, es tarde.

Teonoe se inclinó irradiando desaprobación, y se fue. Demetria permaneció en pie ante la emperatriz, con la cabeza inclinada y las manos enlazadas. Pulqueria sacó un pie huesudo del recipiente y se restregó un lado concienzudamente. Miró las sandalias de oro que había usado todo el día y suspiró.

—Hace tanto tiempo que no estoy en el poder —dijo—, que mis zapatos buenos me producen ampollas. Bien, criatura, ¿qué te parece lo que has visto hoy?

—¿Señora? —preguntó Demetria confundida con la pregunta.

Pulqueria la miró con expresión cínica.

—Te he preguntado qué te ha parecido lo que has visto hoy. Vamos, muchacha, eres lista, por más que simules ser la esclava ideal, sin una idea en tu bonita cabeza, sólo respeto por las órdenes de tu amo. Engañaste a Eulogio, estuviste a punto de engañar a Crisafio, engañaste a mi hermano y me engañaste a mí con tus mentiras sobre ese manto. Se necesita cierto grado de habilidad para engatusar a mentirosos tan hábiles como nosotros. Tienes una opinión y quiero oírla.

Demetria se mordió un labio.

—Señora —dijo despacio—, mi opinión no tiene importancia.

—En otras palabras, tienes miedo de ofenderme. Claro que tu opinión no tiene importancia y no cambiará nada. Pero de todas maneras quiero oírla.

Demetria miró el pie, dentro del recipiente, rojo de tanta friega. Podría haber pertenecido a cualquier anciana, cansada e impaciente tras un día de trabajo tejiendo, cocinando o vendiendo en el mercado.

—Señora —dijo—, hoy te he visto humillar al mayor general y al mayor ministro del imperio. Ambos eran hombres de gran poder y autoridad, y tú los arrastraste por el polvo con la misma facilidad con la que manejas el huso. Me has dado miedo.

—Ah —dijo Pulqueria con una especie de satisfacción. Volvió a meter el pie en el agua y movió los dedos—. ¿Y por qué te he dado miedo?

—Porque yo no tengo poder, señora, y porque soy tu esclava y para ti debo de ser menos que el agua de ese recipiente.

—¿Para ser usada y tirada? —preguntó Pulqueria volviendo a mirarla y a sonreír—. ¿Qué te hace pensar que no tienes poder, muchacha? Después de hoy ya verás que te buscarán por tu influencia. Tal vez ya lo hayas descubierto. ¡Ya veo que sí! Y eso te asusta, ¿no? Además, yo me negué a entregarte a Marciano, ¿no? Para que volvieras a ese tonto esposo tuyo, para volver a instalarte en la existencia insignificante y oscura que tenías antes. Eso te dio todavía más miedo, ¿no? —Se desperezó haciendo sonar las articulaciones rígidas y se pasó las manos por el pelo. Su dama, impasible, cogió un cepillo y reanudó su tarea en las trenzas enredadas—. Para decirte la verdad, creo que Marciano fue el elemento más interesante en los asuntos del día. Fue más que evidente que Aspar no le había dicho ni una palabra de sus planes, y a él no le gustó nada. Eso resultó interesante; y más aún que Aspar supiera que no le gustaría y que no hubiera confiado en su autoridad para superar ese disgusto. Y la preocupación de ese hombre por cumplir su promesa me pareció singular. Un hombre a tener en cuenta, ese Marciano, si alguna vez vuelve a haber necesidad de poner en vereda a Aspar… Lo cual sucederá… No, querida, yo no lo humillé; estoy por encima de eso. Le indiqué que no había tenido en cuenta sus planes más allá de lo inmediato, él se sintió aliviado de que su vieja protectora no hubiera perdido su instinto político y se rindió graciosamente. A su manera Aspar es un hombre leal, pero le gusta hacer las cosas a su modo, se imagina hacedor de reyes. Ahora bien, Crisafio… —Pulqueria inclinó la cabeza hacia el cepillo— Crisafio considera a Aspar un bárbaro, bruto y sin educación, que sólo comprende la guerra, y eso es precisamente lo que éste quiere que piense la gente. El mayor problema de Crisafio es que no tiene habilidad con las personas y no sabe juzgarlas. No sabe en quién confiar ni hasta qué punto, y termina no fiándose de nadie. Hay que confiar en alguien para poder gobernar de manera eficiente. Yo puedo fiarme de Aspar, siempre y cuando él recuerde quién de los dos está al mando. Y puedo confiar en Nomos de ahora en adelante, porque puedo destruirlo con unas pocas palabras. ¿Así que te resulto aterradora, muchacha? ¿Cruel, cínica y sedienta de poder? Bien, tal vez tengas razón.

Demetria apretó las manos.

—No he dicho eso, señora.

—No es necesario. —Pulqueria suspiró y echó la cabeza hacia atrás. Su asistente seguía cepillándole el cabello—. Hice un voto hace mucho tiempo —dijo Pulqueria en voz muy baja, más para sí misma que para Demetria—, hace ya muchísimo tiempo. Entonces pensaba que lo hacía por amor a Dios. Me costó casi veinte años darme cuenta de que lo había hecho por amor al poder, pero al final lo hice; tenía que darme cuenta. Dios debió escucharme y me tomó la palabra: ahora, después de haberlo usado, el poder parece no tener sentido, o, al menos, ¿qué sentido tiene tiranizar a esclavos y asustar a viejos senadores estúpidos como Nomos? Sin embargo, disfruté viéndolo asustado ante mí, ante la sagrada majestad de la casa de Teodosio. ¡Sagrada majestad! La única mujer con verdadero derecho a ese término fue la esposa de un carpintero, en Palestina. «Él ha arrojado a los poderosos de sus tronos, y ha elevado a los humildes; ha llenado de buenos alimentos a los hambrientos y a los ricos los ha echado sin nada.» —Pulqueria se incorporó bruscamente y la dama dejó el cepillo. La emperatriz se desabrochó el prendedor de esmeraldas del manto y se levantó para que pudieran quitárselo. La asistente sacudió la prenda y comenzó a cepillarla—. La púrpura sagrada también —añadió Pulqueria—. Me dieron el manto que perteneció a la Virgen. Lo hemos guardado en un baúl de oro y joyas, y tú estás ayudándonos a adornar la iglesia que he hecho construir para honrarla entre púrpura, pero el manto, su manto, es de sencilla lana azul. Azul como el cielo. Aspar tiene razón: estoy cansada del juego. No obstante, no puedo dejarlo.

Se hizo un largo silencio. La asistente dobló el manto y lo guardó, luego colocó la colcha de la cama.

—¿Por qué me cuentas esto, señora? —preguntó Demetria.

Pulqueria se encogió de hombros.

—Porque eres joven e inocente y parecías muy desdichada esta mañana. Y quería, además, hablar de tu posición aquí, a la luz de lo que ha sucedido. ¿Quieres hacer votos como virgen consagrada?

—Ya estoy casada —le recordó Demetria rápidamente.

Pulqueria levantó las cejas.

—Sí, y el tonto de tu esposo te ha echado encima esta cadena de calamidades entrometiéndose donde no debía.

—Le dijo la verdad a Marciano. Pensé que tu sabiduría estaba enfadada porque yo había mentido.

—Tú hiciste un análisis racional de las posibilidades de que te creyeran y de tu destino probable, y actuaste en consecuencia. Cuando viste que conmigo estabas a salvo, estuviste en seguida dispuesta a hablar. ¿Por qué iba a enfadarme por eso? Tú, diría yo, tienes derecho a estar enfadada con tu esposo. ¿O te sometes a él porque es el deber de una esposa cristiana?

Demetria miró al suelo un momento, y luego levantó la mirada.

—Lo admiro. Tal vez se haya equivocado, pero al menos no se rindió sin presentar batalla. Y pienso que se corren riesgos cuando se quiere a alguien, no pensando sólo en la propia seguridad y calculando cada paso que se da.

—¡Caramba! Un hombre prudente sabe cuándo pelear y cuándo rendirse. Muchacha, me gusta la discreción de que has dado muestras, me gusta tu sentido común, y tengo un altísimo concepto de tu arte. Te mereces algo más que una vida estrecha como esclava del Estado, casada con un hombre sin inteligencia suficiente para saber cuándo debe tener la boca cerrada.

Demetria aspiró hondo.

—Señora, no hay ninguna vergüenza en una vida estrecha. Tú misma has dicho que la madre de nuestro señor era la esposa de un carpintero.

Pulqueria chasqueó la lengua.

—¡Buena respuesta! Pero de igual manera creo que tenemos el deber de conducirnos con prudencia en la vida y de utilizar de la mejor manera posible las virtudes que Dios nos ha dado. Mira a mi pobre hermano. Es un buen hombre y no es tonto, pero como tiene miedo de obrar le ha causado más problemas al imperio que si hubiera sido una mala persona. No estoy diciendo que un hombre malo sea un buen gobernante, pero a menudo el diablo tiene tanto que ver en el mundo como Dios. Yo podría, incluso, tolerar el gobierno de Crisafio, si no fuera tan fanático de los herejes, y si pudiera utilizar el poder con la mitad de la habilidad que demostró para conseguirlo. Pero ese individuo piensa sólo en sí mismo y no termina de salir de un grave problema cuando ya se mete en otro. Bien, pronto veremos su fin. —Demetria bajó la cabeza, otra vez con temor. La voz de Pulqueria siguió resonando, ahora más suave—. Pero tú no naciste para heredar ninguna gran autoridad, mucho menos un imperio. Sólo te tienes a ti misma, y por préstamo del Estado. Pero lamentaría ver que te desperdicias. Te lo diré con claridad: puedes esperar mi favor si decides quedarte y hacer los votos aquí. ¿Sigues insistiendo en irte a tu casa?

Demetria levantó la cabeza. La expresión de Pulqueria era amable, incluso afectuosa.

—Sí, señora —dijo con calma—. Lamento no ser digna de tu favor.

La emperatriz suspiró.

—Esperaba esa respuesta. Bien, la lealtad también es una virtud. Dejaremos las cosas como estaban: tienes tres años para pensarlo.

Demetria hizo una reverencia.

—¿Y Marciano, señora? Él quería…

—El momento en que Marciano debió cumplir su promesa fue cuando estabas en Tiro. Ahora que se ocupe de tu esposo, si lo desea: mi casa es asunto mío. Ahora ve a tu cama, muchacha, y duerme. Tu parte en estos asuntos ya ha terminado, puedes descansar tranquila esta noche.

Demetria se postró y salió. La emperatriz tenía razón: durmió tranquila. Sólo en sus sueños navegó… navegó con Simeón y Melecio a través de un mar azul como el manto de la Virgen, siguiendo a un delfín que saltaba feliz de entre las aguas resplandecientes. Incluso cuando despertó, sola en el frío cubículo, con el sonido de las campanas de palacio que llamaban a oración, la alegría del delfín la acompañaba y, extrañamente, se sintió feliz.