VII

El Hebdomón, la región de la planicie costera situada en las proximidades de Constantinopla, a once millas del Gran Palacio, tradicionalmente había sido el campo de entrenamiento del ejército. Teodosio el Grande había construido un pequeño palacio y una capilla para poder estar cerca de sus hombres, y su nieta Pulqueria había ampliado ambos al elegirlo como lugar adecuado para una vida retirada. La iglesia había sido agrandada más que el palacio: la augusta era famosa por su piedad. A los dieciséis años ofreció públicamente su virginidad a Dios, para lo cual donó a la Gran Iglesia de Constantinopla un lingote de oro con piedras preciosas en el que estaban grabados los términos de su juramento, en su nombre y en el de sus dos hermanas. Ninguna de las princesas se había casado y no se admitían hombres en el palacio, donde se decía que llevaban una vida dedicada a la oración, al ascetismo monástico y, en el caso de Pulqueria, a la alta política. Su única distracción, según se había dicho siempre, era tejer. Las dos princesas más jóvenes, Arcadia y Marina, habían muerto, pero Pulqueria seguía viva, sin poder, pero ni caída en desgracia ni olvidada, una seria presencia piadosa en los límites de la turbulenta danza política, tejiendo y orando en el Hebdomón.

Poco después del mediodía el carruaje de Demetria llegaba al patio del palacio del Hebdomón. Demetria no había visto mucho de la zona mientras se acercaban. La lluvia de la mañana se había convertido en nieve, en pesados copos que se derretían al tocar el suelo mojado, pero que llenaban el aire de ráfagas blancas que revoloteaban bajo el fuerte viento proveniente del mar. Había cerrado las ventanillas del carruaje y el mundo exterior se había vuelto un borrón desdibujado, el ahogado sonido de los cascos y el crujido de ruedas en el camino, y algún que otro grito o palabras confusas de los guardias. Cuando el coche se detuvo, oyó ruido de cascos y arneses producido por la escolta que se alejaba, abrió la puerta esmaltada y bajó de un salto. Nevaba copiosamente y el patio embaldosado en el que se encontró estaba blanco, aunque la nieve se había derretido sobre los arbustos, y los caballos exhalaban vapor al aire. El capitán de su escolta, a quien le habían encomendado entregarla sana y salva, la cogió de un brazo y la acompañó rápidamente a una caseta de piedra, oscura por la nieve derretida. Dentro, la oscuridad era casi absoluta en contraste con la blancura de fuera, habían cerrado las ventanas para evitar el frío y la débil luz que se colaba por las ranuras se perdía entre los paneles rojo oscuro y las cortinas negras que cubrían las paredes. El único sonido era el crepitar de un brasero de carbón. Por un momento Demetria pensó que la habitación estaba vacía, hasta que reparó en un eunuco cubierto con un manto negro que estaba sentado junto al brasero y los miraba fijamente con sus ojos oscuros.

El guardia le hizo una inclinación, le susurró unas palabras a modo de explicación y le entregó la carta del emperador. El eunuco asintió y se fue sin decir una palabra, dejando a Demetria y al guardia solos en la oscura habitación de la entrada, oyendo el ruido de los copos de nieve que se derretían en el techo y el murmullo permanente del brasero del portero.

Tras un buen rato, volvió a aparecer con una anciana de aspecto severo también vestida de negro que, tras dirigir una mirada desaprobadora al manto rosa, los pendientes y el collar de oro de Demetria, le hizo un gesto al guardia. Éste se inclinó ante ella, sonrió a Demetria y volvió al patio exterior. Demetria oyó como gritaba a su tropa, ordenándoles que montaran y emprendieran el camino de vuelta a la ciudad.

—¿No va a entrar conmigo? —le preguntó Demetria a la anciana confundida—. Creí que iba a presentarme a la augusta.

—En este palacio no se permite la entrada de hombres —respondió con severidad la otra.

Era lo que Demetria había oído decir, pero seguía sorprendiéndola: un capitán de la guardia imperial tendría que cabalgar once millas para volver a la ciudad, en medio de la nieve, antes que pasar más allá de la caseta del guardia.

—Pero… pero han de tener algunos hombres —tartamudeó—, guardias, palafreneros…

—Para los guardias hay un barracón en el camino, has pasado a su lado, y los palafreneros tienen los establos; para los invitados hay una casa de visitas. Pero no se permite la entrada de hombres más allá de estas paredes a menos que la sagrada augusta en persona los invite. Te llevaré ante ella. Espero que sepas cuál es el protocolo que debes utilizar con una emperatriz.

A Demetria se lo habían enseñado el día anterior; en silencio siguió a la anciana dentro del palacio.

El palacio estaba tan oscuro como la caseta de la guardia. Contenía muchas de las cosas que habían adornado el Gran Palacio —tapices de seda púrpura, espléndidas alfombras, magníficos suelos de mosaico—, los colores predominantes eran el púrpura oscuro, el negro y el índigo, y las únicas imágenes y estatuas eran de santos. Las pocas mujeres que vieron al caminar por el laberinto de pasillos vestían de negro y ninguna les dijo ni una palabra, ni a Demetria ni a su guía; incluso entre ellas no intercambiaban ni un susurro. Sólo una vez, al pasar por un pasillo lateral, oyó que en algún lugar del palacio alguien cantaba. Era una canción conocida, un himno a la Virgen María, con un marcado ritmo lleno de gozo; en Tiro los trabajadores lo cantaban sentados ante sus telares. Demetria se detuvo un momento y miró hacia aquel lugar que estaba tan oscuro como el resto.

—Aquél es el camino hacia los telares —le dijo su guía en un tono algo más suave y haciendo una inclinación de cabeza para indicar el lugar de donde provenía el canto—. Tengo entendido que eras tejedora; ya iremos allí. Ahora, sigamos.

La anciana se detuvo al fin ante una puerta y llamó dos veces. La abrió otra mujer envuelta en un manto negro que inclinó la cabeza y se hizo a un lado.

La habitación era bastante grande, abovedada y embaldosada con un mosaico de dibujo geométrico en diferentes tonalidades de azul. La calentaban una serie de braseros colocados a lo largo de las paredes, y estaba iluminado por tres pesadas lámparas de plata además de la luz mortecina de las ventanas bordeadas de nieve, pero el aire seguía siendo frío y húmedo. En las paredes había tapices púrpura. Tampoco aquí era el púrpura imperial vívido que se hacía mezclando el jugo del múrice con el del buccino, más pequeño, que daba un rojo encarnado, sino el color que se conseguía tiñendo sólo con el múrice, una tintura más valiosa pero oscura y fúnebre. El marco de oro de una gran pintura de la Virgen María era lo único luminoso en la habitación. En el medio de ésta había tres mujeres sentadas en sillas bajas, hilando lana púrpura en una rueca, mientras un eunuco leía sentado bajo una de las lámparas; el libro parecía una obra de teología. Todos iban vestidos de negro.

La guía de Demetria se dirigió al grupo de mujeres al llegar y se inclinó profunda y lentamente, mientras sus huesos crujían a causa de la vejez. El eunuco interrumpió la lectura, marcó el lugar en la página con el dedo índice y lo apoyó en las rodillas. La anciana se levantó rígidamente:

—Ésta es la esclava que tu hermano te ha enviado, señora.

Demetria se acercó e hizo la postración, sin saber muy bien ante cuál de las mujeres se estaba inclinando. Sintió el suelo frío y húmedo en la cara. Permaneció inmóvil un momento, esperando.

—Puedes levantarte —dijo una voz, y Demetria se puso en pie. La mujer que había hablado estaba sentada en el centro del grupo y, una vez reconocida, se dio cuenta de que su rostro le era familiar por los cientos de monedas y estatuas que lo reproducían. El tiempo y el ascetismo lo habían dejado más delgado que el de la imagen divulgada, con los ojos cansados en el fino encuadre de los huesos e inclinado hacia abajo las comisuras de la boca, pero los rasgos macizos y marcados eran los mismos. Llevaba el cabello gris peinado hacia atrás y sostenido por un sencillo tocado negro, y ahora el huso descansaba quieto sobre sus grandes manos cuadradas. Parecía mucho mayor que su hermano, aunque en realidad se llevaban sólo dos años.

—¿Tu nombre es Demetria? —preguntó Pulqueria—. ¿Eres una tejedora de Tiro?

—Sí, señora —respondió ella en voz baja y humilde bajando los ojos.

Pulqueria suspiró.

—Bien. Parece que eres un regalo para mí de parte de mi hermano. —Comenzó a girar otra vez el huso con un rápido movimiento de los dedos y a recoger una hebra de lana púrpura a medida que ésta caía—. ¿Por qué te ha traído de Tiro para obsequiarme contigo?

—No fue él quien me trajo de Tiro, señora. Un agente llamado Eulogio me compró en el taller como regalo para su superior Crisafio.

La emperatriz levantó rápidamente la mirada. Paró el huso y comenzó a moverlo despacio entre las manos.

—Para Crisafio —dijo, y sonrió. Era una sonrisa sin alegría, una sonrisa que respondía a alguna broma particular no muy agradable—. ¿Y por qué quiso comprarte ese Eulogio, y por qué Crisafio te regaló a mi hermano?

Lentamente, eligiendo las palabras con cuidado, Demetria le contó lo que le había contado a Teodosio. La emperatriz escuchó en silencio aunque, al cabo de un momento, reinició el hilado.

—Muchacha —dijo Pulqueria cuando Demetria hubo terminado—, eres un regalo mucho más interesante de lo que creía. —Miró a Demetria con expresión reflexiva—. ¿Qué dijo Crisafio cuando mi hermano anunció que iba a dejarte en mis manos?

—Dijo que era una excelente idea, señora, pero recomendó que el sagrado augusto no te visitara para entregarme él mismo. Sugirió que su sagrada majestad viniera otro día, un día de sol, después de haberte avisado con tiempo.

Pulqueria volvió a sonreír.

—En otras palabras, nunca. Crisafio no quiere que mi hermano me vea, y por lo general es fácil disuadir a mi hermano de sus planes de visita. La cuestión es que yo no lo halago. Mi voz es como la de una vieja arpía después del canto de esa dulce sirena de Crisafio. —Cogió el huso y lo puso otra vez en movimiento—. Pero hay un bonito juego en marcha del que yo no sabía nada. ¿Por qué estaba Crisafio tan convencido de que el manto de tu procurador era púrpura?

—Fue… fue hecho en secreto, señora. Y después el prefecto se llevó el manto, y el ilustrísimo gran chambelán no llegó a verlo nunca. Además dijo que sospechaba de otro caballero que había prolongado su visita en Tiro durante la misma época.

—¿Otro caballero? ¿Quién?

—Creo que el nombre que mencionó fue Marciano y, por cómo hablaron de él, estaba relacionado con el general Aspar.

—Flavio Marciano, el domesticus de Aspar, un tracio y, por lo que se dice, un hombre muy astuto. ¿Qué estaba haciendo en Tiro?

—No lo sé, señora. No sé nada de él. Fue todo un error.

—Pero Crisafio se lo tomó en serio. Es muy interesante. —Pulqueria apretó los labios, luego movió la cabeza y volvió a hacer girar el huso—. Ese individuo se está poniendo nervioso. Sabe que ha estropeado muchas cosas. Bien, Demetria, de manera que es gracias a Crisafio que te tengo para que tejas para mí. ¿Qué tejes?

—En Tiro, señora, sobre todo tejía tapiz.

—Si te encomendaban esa tarea en Tiro, está de más preguntar si eres buena. Muy bien. Me alegra tener otra buena trabajadora. Teonoe —dijo dirigiéndose a la anciana guía de expresión adusta—, te encargo a esta muchacha. Enséñale el palacio y los telares, y encuéntrale ropa negra. —Se volvió a Demetria y explicó—: Estamos todos de luto por mi hermana Marina que murió en julio. Teonoe te explicará nuestras reglas y te asignará tus tareas. Vivimos una vida de oración y ayuno, pero las cargas más pesadas de ascetismo son voluntarias y no tienes por qué asumir más que las que desees. Espero que seas cristiana ortodoxa.

—Sí, señora.

—Bien. ¿Eres virgen?

Demetria contuvo la respiración. Sabía que la emperatriz hacía la pregunta pensando en cómo encajaría Demetria en esa comunidad de vírgenes; y si podía, incluso, tomar el hábito algún día. Pero lo sintió como un golpe sobre una herida abierta. Ella quería a Simeón, no un puesto servil en un sombrío palacio entre lúgubres ancianas.

—No, señora —dijo secamente—. Estoy casada. Tengo esposo y un hijo en Tiro.

La emperatriz volvió a interrumpir el hilado. Miró a Demetria seriamente.

—Aja —dijo tras un largo silencio, y comenzó a girar el huso otra vez.

Aquel rostro tranquilo e impertérrito, de pronto llenó a Demetria de desesperación. Cayó de rodillas ante la emperatriz y alargó la mano para tocar sus rodillas cubiertas de negro.

—Por favor, señora —comenzó a decir casi sofocándose con la urgencia de las palabras—, por favor, mi hijo tiene sólo cinco años y mi esposo…

—Si vas a pedirme que te envíe a tu casa, no sabes lo que dices —la interrumpió Pulqueria bruscamente—. En cuanto te alejes de mi palacio Crisafio te atrapará para interrogarte, y esta vez se asegurará de que mi hermano no se entere, para luego deshacerse de ti. Está fuera de toda consideración, por lo menos durante unos cuantos años.

Demetria le soltó las rodillas y bajó la cabeza. Le ardían los ojos. «No voy a llorar —se dijo enfadada—. Ya es bastante malo pasar de uno a otro como un manto de segunda mano que no le gusta a nadie; bastante es haber suplicado una misericordia que nadie está dispuesto a darme; no permitiré que me vean llorar.» Miró a Pulqueria con los ojos secos. La emperatriz la observaba con una expresión inesperadamente amable, y a Demetria volvió a encogérsele el corazón al darse cuenta de que en realidad Pulqueria no había dicho que no.

—Pero ¿dentro de unos años? —susurró casi sin voz—. ¿Si complazco a tu sagrada majestad, puedo tener alguna esperanza?

Pulqueria la miró; con la cabeza inclinada hacia un lado esbozó una sonrisa diferente, una sonrisa parecida a la de su hermano, dulce y amable, aunque, por lo demás, no se parecía en nada a él. Luego se encogió de hombros.

—¡Pero piensa en qué depositas tus esperanzas! —exclamó—. El placer carnal es un alto precio a pagar por las penurias que el mundo le asigna a una esposa. La situación de una virgen sagrada es mucho mejor y, además, más agradable a los ojos de Dios.

—Pero yo ya estoy casada —dijo Demetria con las manos enlazadas. Pulqueria seguía sin decir que no.

—Pero el azar te ha liberado. ¡Piensa de lo que te ha liberado! Los dolores de parto, la carga diaria de la obediencia, del cuidado de un hombre y de los niños cuando terminas las tareas que te corresponden como esclava. Y, por encima de eso, como dice el Santo Apóstol, la mujer casada busca complacer a su esposo, pero la mujer célibe busca complacer a Dios. Fue por esa razón, y no por miedo a la carnalidad, que el santo prefirió la virginidad al matrimonio. Desde joven comprendí que si una mujer se somete una vez a un hombre jamás será mejor que una esclava; está por debajo de ella, por ser esclava de un esclavo, y sus deseos, su voluntad y sus habilidades son ignorados por todo el mundo. Por otro lado, libre del hombre, fue la Mujer quien dio a luz a Dios. Piensa en eso, muchacha. Sin duda tu esposo encontrará otra mujer. La Iglesia aprobaría que utilizaras tu libertad para elegir su disciplina, abandonando los placeres de la carne, cambiándolos por las riquezas del espíritu.

Demetria se pasó la lengua por los labios temblando, tratando de pensar en argumentos que la emperatriz aceptara.

—Pero yo estoy casada, y la Iglesia bendijo mi matrimonio, señora. ¿Cómo puedo tomar otros votos si los que hice entonces siguen vigentes? —Pulqueria seguía imperturbable, y Demetria continuó, a trompicones pero con firmeza—. Y los placeres de la carne, nunca… quiero decir, para mí no había placer. Sólo amaba a mi esposo y a mi hijo. No me di cuenta de cuánto hasta que los perdí. Había un huno en la escolta en el camino desde Tiro que quería casarse conmigo, a mí no me resultaba desagradable, pero la mera idea representaba una tortura, todo lo que yo quería era Simeón. —El nombre de su esposo le cerró la garganta, y tuvo que interrumpirse y luchar consigo misma para poder continuar—. Por favor, señora. Dios no da a todos la misma vocación. Yo admiro a aquellos capaces de amar a Dios lo suficiente para renunciar a todo lo demás, pero me conformo con cosas menos elevadas. Sólo aspiro a la bendición de tener trabajo para mis manos, y lo suficiente para vivir en paz con mi esposo y mi hijo. Si tu gracia me devuelve a mi casa, alabaré tu bondad sólo después de la de Dios para el resto de mis días.

La emperatriz suspiró.

—¡Ay, criatura! ¿Bondad, si te devuelvo a un esposo? Nunca he podido entender por qué las mujeres desean rebajarse tanto. Lo que está claro es que eras una esposa virtuosa. Nuestro Salvador nos enseñó que el hombre no debe separar lo que Dios ha unido; Él aprueba el matrimonio, aunque en un rango menor que el celibato. Pero te he dicho que por el momento no podemos ni considerarlo. Si después de tres años continúas con la idea y tu esposo se muestra merecedor, continuando célibe en tu ausencia, te doy mi palabra de que te devolveré a tu casa. Hasta entonces, espero que vivas y trabajes en mi palacio, y que sigas nuestras costumbres con humildad. Puede que esta vida llegue a gustarte más que la anterior, en cuyo caso, te daré la libertad y podrás hacer voto en nuestra comunidad.

«Tres años —pensó Demetria atónita—. Sólo tres años. Meli aún será un niño… y seguramente Simeón me esperará. ¡Seguramente me espere si le escribo! ¡Sólo tres años!»

Se inclinó hasta apoyar la cara otra vez en el frío suelo, ardiendo de felicidad.

—Te doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón, señora —dijo—. Haré todo lo posible por complacerte.

—Muy bien —dijo Pulqueria dirigiéndole otra vez su amable sonrisa—. Ahora, Teonoe, muéstrale el palacio a Demetria y búscale algún trabajo. Las manos habilidosas no deben permanecer ociosas.

La anciana guía, Teonoe, le encontró a Demetria una túnica y un manto negros en los almacenes de palacio y, después de hablar con otra mujer, la llevó por un largo pasillo hasta un piso superior y le asignó un dormitorio.

—Debes cambiarte en seguida —dijo susurrando mientras abría la puerta.

—Pero… —comenzó a decir Demetria.

—¡Silencio! —susurró Teonoe con severidad—. No se permite hablar en los pasillos ni en los dormitorios.

Demetria bajó la cabeza y entró en la habitación. Era pequeña, limpia y sencilla, con sólo una cama y una pequeña cómoda de madera de sándalo para guardar la ropa. Tenía una ventana con cristal, una alfombra y una colcha de lana, ambas blancas con el crismón, el emblema signográfico de Cristo, en azul. Demetria tuvo la súbita sospecha de que todas las habitaciones a lo largo de aquel pasillo serían exactamente iguales, con las mismas colchas, las mismas ventanas y las mismas mujeres con mantos negros vistiéndose a la misma hora todas las mañanas y sin poder hablar. Se estremeció y se desvistió muy despacio, quitándose el manto rosa y la túnica de lana azul con dibujos en las mangas y en el borde y los dobló cuidadosamente. Se alegraba de que no hubiera una túnica interior negra: pensar en ese color lúgubre en contacto con su piel la hizo estremecerse nuevamente. Se puso la nueva ropa y guardó sus cosas en la cómoda. Cuando salió al pasillo, Teonoe la esperaba. La anciana movió la cabeza.

—Los pendientes, muchacha —le susurró reprobándola—. Son objetos mundanos, no aptos para una casa que está de duelo.

Demetria se los quitó sin decir una palabra, volvió a la habitación y los puso sobre la túnica y el manto. Eran los que Simeón le había elegido aquel día en Ptolemaida. Los tocó con amor. «Tres años —prometió—. Tres años como máximo, si me porto bien aquí.» Cerró el baúl y volvió a salir. Ahora Teonoe asintió.

—Bien —dijo susurrando—. ¿Has comido? ¡Muy bien, ven por aquí!

Bajaron varias escaleras y pasaron por otro pasillo que las llevó a través de una serie de puertas macizas. Teonoe las abrió y le enseñó a Demetria las cocinas de palacio. Había mucho ruido, lo que resultaba sorprendente después del silencio anterior, y aroma a pan tierno y sopa de algarrobas. El lugar estaba repleto de mujeres que reían y charlaban mientras preparaban la cena en grandes hornos y calderos. Teonoe llamó a la puerta para llamar la atención, y una mujer robusta y de cara colorada se acercó, oyó lo que querían, lanzó una sonora carcajada y las llevó a la mesa de un rincón.

—Te traeré un poco de leche y pan, querida —le dijo a Demetria dirigiéndole una amplia sonrisa—, y después comerás como es debido, dentro de un par de horas, cuando esté lista la cena. ¡En seguida vuelvo!

—¿A las cocineras se les permite hablar? —le preguntó Demetria a Teonoe, levantando la voz para que la oyera por encima del barullo.

Teonoe dirigió una mirada de desaprobación hacia éstas.

—Se permite hablar durante el trabajo y en las comidas —dijo precisando—, aunque sería preferible que la charla fuera dirigida a la edificación del alma y la piedad, no a la frivolidad y lo licencioso. —Miró seria a la mujer de cara colorada que volvía con una bandeja con pan tierno, miel, leche de cabra y frutos secos. La cocinera robusta no le hizo caso, simplemente le dirigió otra espléndida sonrisa a Demetria y volvió a sus tareas, mientras le explicaba a una de sus compañeras un incidente sucedido esa mañana en el mercado.

—Y yo le dije: «Bien, me alegro de no ser tu esposa… Y él me respondió…».

Lo que él había respondido se convirtió en una carcajada. Demetria bajó la cabeza para ocultar una sonrisa. Tal vez el palacio del Hebdomón no fuera tan sombrío como le había parecido al principio.

Teonoe carraspeó, le dirigió una mirada severa a Demetria y comenzó a explicarle la estructura jerárquica del palacio y el orden de la vida diaria. La organización del Hebdomón era similar a la del Gran Palacio, con la diferencia de que se dedicaba mucho más tiempo a la oración y a los ejercicios religiosos y que, a excepción de algunos eunucos de alto rango, todas las funciones eran ejercidas por mujeres. La misma Teonoe estaba a cargo de los telares, aunque este título parecía más elevado y honorable en el Hebdomón que en el Gran Palacio.

—Estoy, por supuesto, al corriente de muchos de los trabajos que se han realizado en Tiro —dijo la anciana dirigiéndole a su pupila otra severa mirada—. Sé que son de un nivel muy elevado. Pero antes de asignarte un puesto, quisiera saber con mayor exactitud en qué has trabajado.

Demetria recitó una lista de los encargos sobre tapiz en los que había trabajado y la anciana escuchó en silencio casi hasta el final, cuando se mencionaron las cortinas para el palacio y se sobresaltó.

—Fueron entregadas el mes pasado —dijo—. Yo estaba en el Gran Palacio, había ido a llevar unos tapices que la augusta había encargado para la capilla del bendito mártir Esteban, y las vi. ¿Las hiciste todas?

Demetria negó con la cabeza.

—Hice a Cristo dándole la visión al ciego de nacimiento. Después tuve que dedicarme a otro encargo.

—¡Esa parte era la mejor! —dijo Teonoe con algo muy parecido al entusiasmo—. Vi los ojos ciegos con el brillo de la vida y le pedí al encargado de los telares que me permitiera estudiar toda la cortina. Estaba muy bien hecha, pero ese panel era lo mejor que he visto. ¡Bien! —La adusta anciana estuvo a punto de sonreírle con el mismo brío que la cocinera—. Tendremos que poner semejante talento a trabajar sin pérdida de tiempo.

Llevó a Demetria al taller del palacio, una inmensa habitación alargada con ventanas en la pared norte; le pareció, a medida que la recorrían, que se extendía a lo largo de todo el edificio. Había telares a ambos lados de la habitación, algunos vacíos, muchos ocupados. Había grupos de mujeres sentadas hilando o tejiendo a la luz transversal; cien voces hablando, cantando, riendo; mientras los braseros exhalaban un humo fragante, cálido y azul. Al final del salón, Teonoe se detuvo ante un grupo de telares de seda, uno de los cuales se elevaba, lleno de joyas, por encima de su cabeza. Varias tejedoras vestidas de negro que trabajaban en los telares más pequeños levantaron la cabeza.

—Ésta es Demetria, una excelente tejedora de tapiz de seda de Tiro, que ha sido regalada por el augusto a nuestra sagrada señora —anunció Teonoe—. Trabajará en las cortinas del altar para Blanquerna: la Huida a Egipto, creo. Ágata —dijo dirigiéndose a una mujer que estaba separando seda—, le he dado la habitación de Sofrosine, junto a la tuya. Enséñale el palacio. Yo tengo que volver a mi trabajo.

El resto de la tarde pasó de manera borrosa. Demetria encontró un sitio en uno de los telares pequeños, donde le dieron un cartón con un dibujo de la Huida a Egipto para un tapiz circular. Blanquerna resultó ser un lugar donde se iba a construir una iglesia: Pulqueria había fundado allí un magnífico edificio para albergar el manto de la Virgen, una reliquia especialmente sagrada que había adquirido. Era, al parecer, un gran honor que se le permitiera trabajar en las cortinas del altar; casi todas las mujeres a las que se les había asignado ese trabajo eran damas de compañía y muy pocas eran esclavas altamente calificadas. Pero Demetria pudo comprobar que el talento para tejer era valorado en todo el Hebdomón y ni siquiera estas grandes damas ponían reparos a su presencia. Casi todo el mundo tejía en el palacio, desde la dama de compañía más vieja y el eunuco más distinguido hasta la más joven trabajadora de la cocina, y un buen talento para el trabajo se admiraba tanto como la piedad. La emperatriz misma, le dijeron las damas, trabajaba dos o tres horas todos los días en la esquina de un gran mantel de altar para adornar la misma iglesia de Blanquerna. Éste colgaba del gran telar del final de la habitación. Era un trabajo magnífico, aunque, en opinión de Demetria, demasiado recargado, pues tendía a la profusión de oro y piedras preciosas en lugar de a la delicadeza del arte. Pero tras examinarlo con más detalle, Demetria llegó a la conclusión de que aquel estilo grandilocuente se adecuaba bien a la augusta, y que la delicadeza del arte no haría más que dejar a la vista otros defectos: como que Pulqueria era demasiado impaciente para rectificar. Pulqueria, pensó Demetria, era una mujer de carácter fuerte e impaciente, y aunque podía disimularlo en su rostro, no era tan eficaz para ocultarlo en su tejido.

Como había dicho la cocinera de cara colorada, la cena estuvo lista en seguida, y Demetria tuvo poco tiempo para verlo todo antes de que sonara una campana llamando al personal de palacio a las oraciones y a la comida de la noche. La que separaba seda, Ágata, vino hacia ella y la llevó a la sala de los criados, explicándole que si bien todas trabajaban juntas en los telares, a la hora de las comidas el personal superior y las trabajadoras comunes se separaban.

—Ellas se conforman con sopas ligeras y largas oraciones —le dijo jovial a Demetria—, mientras que nosotras nos quedamos con comidas más sustanciosas y con la oportunidad de charlar.

Y realmente la comida era sencilla pero sustanciosa, y las mujeres charlaban. Demetria se sintió muy bien recibida. De alguna manera las otras esclavas se habían enterado de que ella había comenzado su estancia en el Hebdomón alabando el matrimonio ante la emperatriz, y recibieron la noticia con gran algarabía pidiéndole detalles con encantada admiración. Algunas de las esclavas estaban casadas con palafreneros o guardias, y tenían casa e hijos fuera del palacio, e incluso algunas de las mujeres solteras tenían dudas sobre la superioridad de la virginidad. La anterior ocupante de su dormitorio había sido, al parecer, una de éstas: ahora estaba embarazada, casada con un guardia y viviendo fuera de palacio.

—Teonoe estaba furiosa con ella —le confió Ágata—, y no dejaba de decir que no sabía cómo había conseguido Sofrosine salir de palacio y encontrarse con su hombre, pues nunca le había dado permiso. Claro que todo el mundo sabe que ella jamás le da permiso a nadie para salir de palacio, y menos para ir a un lugar donde se encuentran hombres. ¡Por eso nadie se lo pide nunca!

Una de las otras susurró:

—Pero todas sabemos que hay una salida por el muro, detrás de las letrinas; sólo hay que trepar al techo y dejarse caer al otro lado. Todas lo hacen.

—Yo no creo que lo haga —respondió Demetria pensando en el largo camino entre Constantinopla y Tiro, pero al ver que los rostros de sus compañeras se habían vuelto de pronto recelosos, añadió—: pero gracias por decírmelo.

Cuando terminó el día y pudo volver al pequeño dormitorio que le habían asignado, se tendió en la cama, en la oscuridad, palpando el borde de su manto negro. No había dibujo de flores, y sus dedos se deslizaron a tientas por el tejido suave.

«No será tan malo, sólo son tres años —se dijo a sí misma—, tratando de sacudirse el profundo sentimiento de tristeza. Tejer será interesante… una Huida a Egipto; yo tendría que ser capaz de ponerle sentimiento a un viaje como ése, después de haber hecho yo misma uno tan largo. Y las personas parecen buenas y felices. Estaré tranquila durante un tiempo. No tendré nada que hacer más que tejer… ni cocinar, ni traer agua ni limpiar. No tendré que tejer ropa para la familia, ni darle lecciones a Meli, ni estará Simeón.»

Ante este pensamiento la oscuridad pareció acentuarse. Se quedó quieta, angustiada por su añoranza de Simeón, sintiendo su cuerpo vacío. «Tres años —se repitió desolada, pero en seguida se corrigió con decisión— sólo tres años… tal vez menos, incluso, si consigo gustarles.»

A menos que fracasara el plan de Nomos, y se descubriera que ella había mentido y se la llevaran por traidora y encubridora. Se sentó y sus dedos se agarraron desesperados al borde del manto negro. Con los acontecimientos de los últimos días casi se había olvidado de ese peligro.

¿Dónde estaría ahora el manto? ¿Ya en Constantinopla? Filipo no podía haber viajado tan rápido como Eulogio, pero había salido de Tiro dos semanas antes: si todavía no había llegado a la capital, lo haría pronto. ¿Qué sucedería entonces?

«No matarán al emperador —volvió a decirse Demetria tratando de convencerse y apartar el terror—. Nadie aceptará a Nomos si consigue la púrpura mediante el derramamiento de sangre.»

Pero ¿y si Nomos había arreglado las cosas para que otra persona fuera culpada de la muerte, para que nadie lo relacionara con él? Si mataba a Teodosio, no dejaría viva a Pulqueria. Habría otro asesinato, secreto o no, y las sonrientes esclavas de Pulqueria serían entregadas al nuevo emperador o a alguno de sus esbirros, ella incluida. Los «tres años» se convertiría entonces en «para siempre».

«Podría decirle la verdad a Pulqueria —pensó Demetria con un atisbo de esperanza—. Ella puede comprender por qué tuve que guardar silencio antes, y es evidente que odia a Crisafio, no me entregaría a él.» Ella era poderosa; tal vez lo bastante para vencer por sí sola a Nomos.

Pero ¿y si no es así? Seguro que acudiría a Crisafio antes que ver muerto a su hermano. Y si la investigación quedaba en manos de Crisafio, Demetria no sería la única en sufrir. Volvió a serle demasiado fácil imaginar a Eulogio volviendo a Tiro para interrogar a los trabajadores del taller con la ayuda del látigo y el potro de tormento: Filotimos, Daniel, Eugenio, Laodiki y otros terminarían mutilados o muertos porque Demetria había hablado. «¡No puedo traicionarlos! —pensó Demetria angustiada—. ¡No puedo!»

Pero si el plan de Nomos fallaba —estaba claro que el gran chambelán sospechaba de él y estaba en guardia— era seguro que sufrirían igual. Después de todo, ¿ofrecía Pulqueria una mayor seguridad?

Demetria estuvo despierta casi toda la noche, dándole vueltas a todas las posibilidades, hasta que por fin se quedó dormida en la oscuridad, con dolor de cabeza, los ojos irritados y la mente agotada en medio de sueños turbulentos.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, sólo había silencio. Lo que había sido opresivo el día anterior le pareció de pronto una maravillosa paz. Era posible flotar en la serena oscuridad, dejarse llevar sin pensamientos hacia el trabajo del día. Casi consiguió olvidarse de que estaba involucrada en una conspiración contra el emperador y de que pronto se enteraría de su éxito o de su fracaso.

Durante los dos días siguientes siguió la rutina del palacio inmersa en el silencio y la charla amable y fácil. Al tercer día se dio cuenta de que podía encajar perfectamente en esa rutina, casi sin pensar: despertar, orar, desayunar, trabajar, orar, comer, trabajar, orar, cenar e ir a la iglesia. El trabajo era en sí mismo un remedio para todas las miserias; mientras elegía el suave color de la hierba del camino bajo los pies de María y José, no tenía que recordar el manto que había tejido, ni preguntarse dónde estaría en ese momento, ni si había llegado a las manos del hombre a quien estaba destinado o si se había perdido en manos ajenas.

«¿Debo contárselo a Pulqueria? —volvió a preguntarse sentada con la cabeza inclinada durante una de las interminables sesiones de oración—. Presiento que ella haría algo para detener a Nomos y mantener el hecho en secreto o asumir el mérito para sí misma; no querría compartir la gloria con Crisafio. Pero sólo sé de ella lo que he podido entrever en una sola conversación, lo que he visto en los telares y lo que han dicho sus esclavas. No puedo estar segura. ¿Y cómo sé si me salvará aunque pueda oponerse sola a Nomos?

»Sin embargo, hay una posibilidad de que pueda y quiera… una buena oportunidad. La mejor oportunidad que tengo, no, la única. Debo hacerlo; debo hablar con ella. Mañana.»

A la cuarta mañana de su estancia en palacio, le dijo a Teonoe que deseaba hablar en privado con la sagrada augusta. La adusta anciana sonrió.

—Estás cambiando de idea, ¿eh? —le preguntó con satisfacción—. No creías que las mujeres pudieran arreglarse sin hombres, ¿no? Y ahora que has visto que nos arreglamos mejor sin ellos, estás reconsiderando tu situación con tu esposo. Bien, le preguntaré si desea verte, y espero que sí. Le gustas, muchacha; tienes control sobre ti misma.

Después de las oraciones matinales, Teonoe volvió para anunciarle que la emperatriz la vería en la sala azul de visitas durante la sesión de trabajo de la tarde. Después de comer, Demetria se dirigió a la habitación donde Pulqueria la había recibido por primera vez. Pero la anciana guardiana de la puerta había puesto su silla fuera del salón y, cuando Demetria se acercó, negó con la cabeza.

—Tiene visitas del mundo —dijo la mujer desaprobadora—. Hombres. Espera a que se hayan ido.

Demetria esperó apoyada en la pared. Tras un rato, oyó voces que se elevaban dentro de la habitación, voces masculinas y airadas. Las respuestas de la emperatriz eran inaudibles pero, al parecer, eficaces: de pronto la puerta se abrió de par en par y dos hombres salieron por ella retrocediendo con expresión de ira pero también de temor. Uno de ellos era Eulogio.

Demetria se apretó contra la pared y se acurrucó dentro del manto. Los ojos del agente pasaron por encima de ella sin verla… pensando que era sólo otra mujer del palacio envuelta en sus ropas negras y merodeando en un pasillo a oscuras. El portero eunuco apareció tras él, oscuro e implacable, y lo llevó a la salida.

—Ahora podemos entrar —dijo la guardiana de la puerta, y cogiendo su silla y entró en la habitación. Demetria vaciló un momento, tratando de recomponerse, y luego la siguió.

Pulqueria y sus dos damas preferidas estaban sentadas en sus lugares habituales. Las damas hilaban plácidamente pero la emperatriz estaba sentada con el huso en la mano como si fuera una daga. Parecía, de alguna manera, más joven, y sus mejillas gastadas estaban ruborizadas, aunque era imposible saber si de rabia o de entusiasmo. Cuando vio a Demetria le brillaron los ojos.

—Bien —dijo—, creo que puedo adivinar la razón por la que querías verme.

Fue la noche de aquel día, el seis de enero, cuando Flavio Ardaburio Aspar (ex jefe del ejército para Oriente, para Tracia y para el palacio; ex general en jefe para África e Italia; senador y ex cónsul, y simple civil desde hacía seis años) recibió una carta de la augusta Pulqueria.

El mensajero, uno de los eunucos de Pulqueria, llamó a la puerta del comedor mientras Aspar, reclinado, disfrutaba de una cena con su representante Marciano. Aspar era un hombre grande, rubio, de ojos azules y con barba, como sus antepasados bárbaros; estaba tumbado cuan largo era sobre su diván, con una copa de vino en la mano y una sonrisa jovial en su tosco rostro rubicundo. Marciano estaba tendido con más elegancia y también sonreía. Había llegado de Tiro no hacía aún dos horas y ya se había enterado de que Filipo había llegado aquella misma tarde y estaba siendo estrechamente vigilado.

El eunuco de Pulqueria entró, se inclinó hasta el suelo, se incorporó y le tendió a Aspar una carta sellada con la púrpura imperial.

—De la sagrada augusta —dijo sencillamente.

Aspar se sentó bruscamente. Cogió la carta, miró el sello por un momento y, consternado, dirigió la mirada a Marciano. Marciano movió la cabeza y se encogió de hombros. Aspar frunció el entrecejo como enfadado, revisó el sello, abrió la carta y la leyó con su voz clara y profunda:

Aelia Pulqueria augusta a Ardaburio Aspar le desea salud y larga vida. General, me complacería que tú y tu domesticus Marciano pudierais presentaros ante mí en mi palacio del Hebdomón mañana lo más temprano posible. Hay asuntos de grave importancia para el Estado que debo hablar contigo.

Aspar se quedó ceñudo por un momento, mirando las esmeradas letras negras, y luego miró al mensajero.

—¿Asuntos de grave importancia? —preguntó—. ¿Qué asuntos?

—Eso es algo que mi señora podrá decirte —respondió con suavidad el eunuco—. ¿Qué respuesta debo darle a su serenidad?

Aspar bufó y se encogió de hombros intrigado, luego dobló la carta con cuidado. Miró un instante el sello roto; ahora su ira se había mezclado con otra emoción. Deliberadamente inclinó la cabeza y se llevó el sello a los labios.

—Dile a su sagrada majestad que es un privilegio para mí servir a mi soberana y emperatriz. Marciano y yo estaremos mañana en el Hebdomón, en cuanto nos sea posible.

El eunuco sonrió.

—Mi señora no esperaba otra respuesta y me dio instrucciones para que te diera las gracias por tu lealtad. —Volvió a inclinarse hasta el suelo y se fue sin decir una palabra más.

Aspar permaneció callado un momento, mirando la puerta, con los ojos entrecerrados en una expresión muy parecida al odio. Luego comenzó a sonreír con una sonrisa extraña. Echó hacia atrás su cabeza de cabellos rizados y lanzó una estentórea carcajada.

—¡Nuestro Señor de los Cielos! —exclamó volviéndose a Marciano—. ¿Cómo demonios se ha enterado?

—Puede ser otro asunto grave —le advirtió Marciano frunciendo el entrecejo.

—Podría ser… pero ¿te habría invitado a ti, a ti particularmente, en ese caso? No, se ha enterado del juego de Nomos y quiere participar en la diversión. Cómo puede vivir en ese convento, con todas esas viejas rezando e hilando, y arreglárselas para saber tanto como yo de las conspiraciones de los ministros de su hermano, es algo que ignoro. —Volvió a encogerse de hombros asombrado—. Hace treinta y cinco años que conozco a esa mujer, desde que era sólo un muchacho colgado de la mano de mi padre, y sigo subestimándola. Sería de esperar que, a estas alturas de mi vida, la conociera. ¡Nuestro Señor de los Cielos, esa mujer es una maravilla!

Marciano no se movió, con la mano tensa apretaba la copa de vino. Conocía bien a su jefe. Se había unido a Aspar como teniente en Tracia hacía ya veinte años, y había luchado junto a él en una docena de guerras. Había visto a Aspar planeando una campaña; borracho después de una batalla; lo había sacado de un burdel con la urgente noticia de una derrota. El general podía sonreír, pero por debajo de la sonrisa, seguía enfadado… enfadado y algo más. ¿Inseguro? ¿Receloso? ¿Temeroso? ¿Por qué? ¿Qué diferencia había en que la emperatriz supiera lo que se traían entre manos?

—¿Interferirá la augusta? —preguntó por fin.

—¿Interferir? —preguntó Aspar—. ¿Qué quieres decir con eso? —Hizo a un lado la pregunta con su gran mano—. Ella es la emperatriz; nosotros somos sus sirvientes: hagamos lo que hagamos es, en última instancia, por ella, y ella puede ordenar lo que le plazca. Pero no te preocupes. Si quiere cambiar nuestros planes, no hará otra cosa que mejorarlos.

—Eso tengo entendido por su reputación —dijo Marciano con cuidado—. En realidad, pensaba que tú querrías incluirla en nuestro plan.

Aspar movió la cabeza a ambos lados, pero los ojos se clavaron en su subordinado con una mirada dubitativa y calculadora.

—Quise incluirla cuando me escribiste por primera vez —dijo finalmente—, pero Crisafio la ha hecho vigilar aún más estrechamente que a mí. Además, estos últimos años, después de la muerte de sus hermanas, se ha aislado mucho; no ha tenido el gusto que solía tener por el juego de la política.

Marciano dejó la copa de vino.

—Tú estás vigilado —dijo cortante—. Ella está vigilada. Si la vamos a ver ¿no quedará el juego al descubierto? —No hubo el menor movimiento en el rostro de Aspar, nada que mostrara a Marciano si había dado en el clavo del origen de su preocupación o no. Continuó—: Si la visita puede acarrear problemas, seguramente podremos excusarnos de hacerla por el momento. No nos conviene tener contratiempos. Ya será bastante difícil atrapar a Nomos y a Zenón, en especial ahora que el gran chambelán está tan receloso. Si cree que Pulqueria intervendrá, ¿no es probable que haga arrestar a Nomos de inmediato, por si acaso?

Aspar movió la cabeza, pero su expresión daba miedo. Sin embargo, cuando habló, su voz sonó jovial.

—Si Pulqueria lo creyera, no nos habría mandado buscar —dijo, y al ver que su representante no quedaba satisfecho, hizo a un lado la copa y dio un golpe sobre la mesa—. ¡No te preocupes! —añadió—. Pulqueria nació sabiendo cómo llevar estos asuntos. ¿Nunca te he contado cómo consiguió su título?

Marciano negó con la cabeza sorprendido.

—Es la hija mayor de su padre… supongo que…

—¡Nadie convierte en augusta a una hija mayor! ¡Nadie le da la regencia a una niña sólo dos años mayor que el hermano sobre el que hará de regente! No, cuando su padre murió, ella era sólo «la nobilísima» y nadie esperaba que hubiera cambios en ese sentido. Su hermano tenía ocho años, pero ya era augusto, y lo había sido desde su nacimiento. Antemio era regente, ¿lo recuerdas?

—Construía muros —dijo Marciano secamente.

—Una nota en su contra en tu lista negra.

—Yo no tengo nada en contra de las murallas —respondió Marciano sin alterarse—, siempre que no se las utilice para sustituir a los hombres. El Senado aún adora la memoria de Antemio, y tal vez haya gobernado bien. Pero en Tracia no lo queríamos.

Aspar bufó.

—En el ejército tampoco lo queríamos mucho. Recuerdo que mi padre maldecía a Antemio y su política cuando yo aún era un niño. Pero nadie podía hacer nada. Antemio tenía el poder agarrado por las astas y todas las intenciones de retenerlo. Te contaré algo que no creo que hayas oído antes: quería emparentar a su familia con la casa imperial. Cuando Pulqueria tenía dieciséis años quiso arreglar su matrimonio con su nieto. Cuando su plan falló no quiso que nadie lo supiera y ella ocultó toda la historia: no era la más adecuada para una virgen sagrada. Pero parecía cosa hecha en aquellos días. Antemio era regente, ejercía el poder de un emperador, nadie podía esperar que una piadosa princesita le ganara la partida. Pero como te he dicho antes, ella nació sabiendo cómo hacer las cosas. Cuando se enteró de los planes de Antemio no lloró ni se negó ni fue a quejarse ante él; simplemente le dijo que necesitaba tiempo para rezar y prepararse. Él, obviamente, se lo concedió y ella lo utilizó para acudir a mi padre y a otros importantes ministros que no querían al regente: les dio a entender cosas, les hizo medias promesas sin comprometerse a nada, y los dejó convencidos a todos de que se casaría con alguien de sus casas, ya fuera con ellos, con sus hijos o con sus sobrinos, y que algún día ellos usarían la púrpura si la apoyaban contra el regente. —Aspar se rió—. Yo tenía doce años en aquel entonces, y mi padre tuvo la estúpida creencia de que se casaría conmigo. Tendría que haberse dado cuenta. Cuidado, no estoy diciendo que yo no habría estado dispuesto… en realidad, hubo una época en la que habría estado más que dispuesto… pero si la princesa se casaba con alguien, no sería con un hereje arriano. Si todavía me sermonea sobre la consustancialidad de la Santísima Trinidad y la doctrina de Atanasio de Alejandría cada vez que nos vemos. Y sabes que le prometí a mi madre que jamás me convertiría. Pero Pulqueria hizo creer a mi padre lo que él quería creer, y así obtuvo su apoyo. Tiempo después, durante la siguiente celebración de unos juegos en el hipódromo, Pulqueria convenció a su hermano de que se quedara en casa rezando, y ella apareció en el palco real llevando la púrpura y la corona de su padre. Ya sabes cómo es la plebe: levantaron los ojos y vieron a una princesa de la casa de Teodosio, famosa ya por su piedad, y se volvieron locos: «¡Viva Pulqueria augusta! ¡La piadosa, la santa! ¡Que reine para siempre!». Le dieron sus títulos libremente, casi no fueron necesarios los ajustes que ella había preparado. Y el mismo día, el Senado y las tropas de palacio le confirmaron el título. Sus seguidores lo habían arreglado todo, por supuesto. Luego mandó reunir el Consejo imperial, y ante él se levantó y anunció con toda dulzura que Antemio era demasiado anciano para la pesada carga de su puesto y que por su profundo cariño por el leal sirviente de su padre había decidido permitirle que se acogiera a un bien merecido retiro. Ella ya era mayor de edad, dijo, y podía cuidar los intereses de su hermano. —Aspar lanzó una carcajada—. Claro que a Antemio no le gustó nada, pero pronto se dio cuenta de que no tenía otra opción más que darle las gracias y retirarse graciosamente de la escena. ¡Expulsado de la regencia por una muchacha de dieciséis años!

Aspar bebió un sorbo de vino y volvió a sonreír.

—Pero aquello no fue más que el principio. En cuanto tuvo firmemente el control, hizo su famoso juramento de no casarse jamás, y convenció a sus hermanas de que hicieran lo mismo, pobres niñas. Luego reunió a sus seguidores y los felicitó por su lealtad y piedad. ¡Me habría encantado verlo! Recuerdo que mi padre volvió a casa echando espuma por la boca. Salió al campo de prácticas y arremetió contra las dianas hasta que el caballo quedó medio reventado. Después me llamó y me dijo: «Hijo, recuerda esto. Jamás confíes en una mujer». Ella había dejado muy claro que, si él no le era leal, quedaba fuera. No iba a darle el poder a nadie por medio de un lecho nupcial envuelto en púrpura: se reservaba el derecho exclusivo de utilizar ese color. ¡Y eso cuando tenía dieciséis años! Hace treinta y cinco que está en el juego, y lo que ella no sabe sobre el arte del poder es un misterio reservado sólo a Dios. Si se ha interesado en este asunto nuestro, no puedo más que alegrarme.

Marciano permaneció unos momentos en silencio. «Eso dices ahora —pensó—, pero no te alegraste nada cuando recibiste su carta. Tienes miedo de lo que pueda decirte, aunque no la retarás, y me has contado la historia tanto para consolarte tú como para tranquilizarme a mí. ¿Tendrás algún otro plan, del que yo no sepa nada, que temes que ella desbarate?»

Sonrió. Bien sabía que Aspar no le contaba todo. Aspar era arriano y bárbaro de nacimiento; Marciano, ortodoxo y romano: había límites a la confianza mutua. Pero a Marciano las limitaciones nunca lo habían arredrado. Si Aspar trabajaba para una nueva iglesia de sus correligionarios o en la promoción de uno de sus coterráneos, ése no era asunto de su representante, y no tenía nada que ver con la cuestión que tenían entre manos, en la que la augusta sólo podía fortalecerles.

Había visto a la augusta una o dos veces, respetaba su fama, pero lo único que había observado era una piadosa anciana de rostro torvo. Ahora se imaginaba a una muchacha conspirando para acceder al poder, y pensó en la anciana que había descubierto una fisura en la armadura de oro del enemigo que la había obligado a retirarse.

—Creo que la reunión de mañana va a ser muy interesante —dijo divertido.

Aspar sonrió.

—No me la perdería por nada del mundo.

Aspar y su representante llegaron al Hebdomón a media mañana. Cuando el portero informó a Teonoe, ésta fue de inmediato a los telares de palacio. Demetria estaba sentada ante la parte de cortina que le habían asignado, tejiendo rápida y competentemente. Estaba pálida y ojerosa por la falta de sueño pero no dejaba que influyera en su trabajo. «Esto es algo que hay que reconocerle —pensó Teonoe—. Algo que compensa todos los problemas que está causando.»

—¡Demetria! —dijo secamente la encargada. Demetria se sobresaltó, miró nerviosa a su alrededor, pinchó la aguja de tapiz en su trabajo y se quedó esperando atenta con las manos cruzadas en el regazo. El manto negro la hacía parecer pálida como la niebla; sus ojos se veían inmensos y vivos en su rostro tenso. En contra de su voluntad, Teonoe se conmovió. Después de todo, los asomos de intriga y engaño, las visitas de ministros mundanos y corruptos, y el trastorno de la rutina de palacio no era algo que Demetria deseara.

—Los… visitantes… han llegado —dijo Teonoe con desagrado—. Su sagrada majestad desea que la acompañes.

Demetria inclinó la cabeza. Pulqueria le había dicho que su presencia sería necesaria en la reunión con el general. El día anterior le había contado a la emperatriz todo lo que sabía sobre el manto; Pulqueria no preguntó por qué había guardado silencio antes, y no le dio información alguna sobre la razón de la visita de Eulogio ni sobre las medidas que iba a tomar, sólo le comunicó que llamaría a Aspar. Ahora Aspar había llegado, y en pocos momentos Demetria sabría si ella o sus amigos sufrirían por lo que había dicho y hecho. Respiró hondo y miró su sector de tapiz recién comenzado. El trabajo era simple. La seda, como las conspiraciones políticas era resbaladiza, sutil, variada, cogía con facilidad el color, pero se deslizaba del lugar donde se la colocaba. Sin embargo, se podía atar, dominar, fijarla en un dibujo elegido libremente, o se la podía arrancar y volver a colocar, si no era lo que el corazón quería que fuese. Sus acciones parecían cambiar y mudar de color cada día que pasaba, y sin embargo seguían inalterables como piedra.

Tocó suavemente la urdimbre de seda, se levantó y siguió a Teonoe.

Pulqueria no tenía intenciones de recibir a su mejor general en la sala azul de las visitas, ni se vistió de negro para recibirlo. Teonoe escoltó a Demetria a una sala de palacio conocida sencillamente como la Sala del Trono. Era una pequeña basílica, bordeada a ambos lados por columnas de pórfido; las paredes estaban adornadas con un rico mosaico con escenas de las victorias de Teodosio el Grande. Al otro extremo del salón, bajo una pintura de Nuestro Señor Jesucristo, había un trono de oro, con los brazos en forma de leones recostados, y en él estaba sentada la emperatriz. Su manto púrpura estaba adornado con imágenes de la Virgen María, y en la cabeza lucía la corona imperial, una tiara de seda púrpura con incrustaciones de oro y piedras preciosas. Estaba tan quieta y rígida como la figura de la pintura a sus espaldas. El brillante sol del invierno, que entraba por las ventanas, dibujaba rayos angulares a través de las nubes de humo que se elevaban de los braseros que bordeaban las paredes y en los que se quemaban carbón e incienso. A Demetria el breve trayecto a través de la sala le pareció una eternidad, sintió el corazón saltándole en la garganta cuando por fin llegó a los escalones que llevaban al trono ante el que se postró.

Pulqueria hizo una inclinación de cabeza indicándole un lugar a su izquierda. Demetria fue a instalarse, en silencio, donde le habían indicado. A Teonoe se le indicó, sin palabras, que abandonara la sala. A la anciana pareció no gustarle, pero se fue humildemente. Demetria notó que, aparte de la presencia de la secretaria de Pulqueria, Eunomia, y de un eunuco, el resto de la sala estaba vacía. Pulqueria le hizo una seña al eunuco, que se inclinó y fue a abrir la puerta para hacer pasar a Aspar y a Marciano, cerrándola después sin hacer ruido a espaldas de ellos.

El general y su representante avanzaron con paso rápido por la basílica y se detuvieron gallardamente ante la emperatriz. Aspar hizo una profunda reverencia: a los ex cónsules se les eximía de la postración, que Marciano sí hizo.

Pulqueria sonrió.

—Aspar —dijo con su voz áspera de siempre—, cuánto tiempo.

—Más del que yo habría deseado, emperatriz —respondió el general sonriéndole—. He intentado interesarte en algunos asuntos en los últimos años, pero no he recibido respuesta a mis esfuerzos.

Ella resopló.

—He descuidado a mis amigos, pero no he descuidado a Dios. Estoy más obligada con Él que contigo. Y las intrigas que me has sugerido eran triviales e indignas de ti.

—¿A diferencia de la actual? —preguntó él abriendo sus ojos azules.

Ella volvió a resoplar.

—¿Sabes por qué te he mandado llamar?

Él se rascó la barba sin dejar de sonreír.

—Marcelo Filipo, prefecto de Siria–Fenicia, llegó ayer por la tarde de Tiro— dijo, —y creo que tu providencia sabe adonde fue y qué compró allí.

Ella sonrió e inclinó graciosamente la cabeza.

—Me complace comprobar que no me equivoqué con tu diligencia. Pero siento curiosidad por saber cómo te tropezaste con este asunto.

Aspar rió.

—¡Yo podría hacerte la misma pregunta, emperatriz!

—Pero siendo emperatriz, no estoy obligada a responder. Adelante, Aspar.

—Dejaré esa historia a mi representante —dijo Aspar contento—. ¡Adelante, Marciano!

Marciano se inclinó y miró rápidamente a su alrededor: había un eunuco en la puerta y dos mujeres, una anciana y una joven, a ambos lados del trono. Sus ojos se posaron sobre la joven, pues de alguna manera le resultaba familiar. Pero no pudo recordar dónde podía haberla visto antes. De todas maneras, estaba claro que la emperatriz era consciente del peligro de los criados chismosos, y había confiado sólo en pocos de los suyos para oír su historia.

—Estaba en Tiro por negocios relacionados con una de las posesiones de mi eminente jefe —comenzó a decir—, cuando se me personó un pescador de púrpura que dijo poseer cierta información de valor que me daría a cambio de una promesa de protección…

Hubo una exclamación a su derecha y, cuando miró, Marciano vio a la joven apretando el borde de su manto y mirándolo con una mezcla de asombro y dolor. La había visto antes, seguro, la había visto antes, pero… ¿dónde?

—Continúa —ordenó la emperatriz secamente.

Marciano se encogió de hombros y, muy a su pesar, apartó la mirada de la joven y retomó la narración.

—Interrogué al hombre y, cuando estuve seguro de que no deseaba de mí nada que comprometiera mi honra, le di mi promesa de protegerlos, a él y a su familia contra sus enemigos. Entonces me confió que a su esposa, una tejedora de seda del taller imperial, el procurador le había encargado tejer en secreto un manto púrpura para el distinguidísimo Nomos, el ex maestro de oficios. Me dijo que ella no quería hacer ese trabajo, pero que sabiendo que el prefecto de Tiro también apoyaba a Nomos, había estimado que no tenía más opción que terminarlo lo antes posible. Él era leal al emperador, además de estar preocupado por su esposa, y había decidido traer el asunto a mi consideración. Yo juzgué que la mejor oportunidad para vencer a Nomos y sus aliados radicaba en esperar a que el manto estuviera efectivamente en sus manos, pero preocupado por mi juramento, me quedé en Tiro para asegurarme de la seguridad de mi pescador. Cuando el manto estuvo terminado y fue entregado, el prefecto Filipo dijo que su madre había enfermado y emprendió el viaje hacia Constantinopla. Lo seguí con algunos de mis guardias, manteniéndome a medio día de distancia del prefecto, pero observando, a medida que avanzaba, a quién visitaba y si había dejado algo en el camino. Vino directamente a Constantinopla y es en estos momentos huésped en la casa de su superior, Nomos. Creemos que Nomos ha enviado mensajes a sus seguidores, pero la casa está siendo estrechamente vigilada por los hombres del gran chambelán, además de los nuestros, y es difícil estar seguro.

Pulqueria golpeaba un brazo del trono con un dedo inquieto, y recorría con él las volutas de la oreja del león.

—¿Y qué pensabais hacer? —preguntó tras un reflexivo silencio.

Aspar inclinó la cabeza a un lado.

—Emperatriz, ¿es necesario preguntarlo? íbamos a visitar a Nomos esta misma mañana, rodear la casa, y apoderarnos de todas las pruebas disponibles. Luego se las presentaríamos al prefecto de la ciudad para que el traidor pagara por su traición. Con tu permiso, seguiremos ese plan esta tarde.

—Nomos no es tu enemigo —dijo ella en voz baja—. ¿Por qué te preocupan sus planes?

—Yo soy un sirviente de tu sagrada casa —respondió Aspar—. Mi padre recibía órdenes de tu siempre victorioso abuelo, de tu padre y de ti, y yo, como él, haré todo lo que esté en mis manos por la casa de Teodosio. Además, lo confieso, espero ser nombrado jefe del ejército otra vez, en lugar de Zenón, si podemos desacreditarlo junto con su amigo Nomos.

Pulqueria sonrió con amargura.

—Sigue soñando, amigo mío. Te darán las gracias y te ignorarán, si tus intenciones son en verdad las que declaras.

—¿Sí? —preguntó Aspar aunque pareció más nervioso que sorprendido—. ¿Qué otras intenciones podría tener, augusta?

Ella volvió a esbozar una sonrisa amarga.

—Podrías ir a ver a Nomos, contarle lo que sabes, y arrancarle promesas a cambio de tu silencio… y tu colaboración. A mí me has servido bien, pero ambos sabemos cómo está la situación en lo que respecta a mi hermano.

Aspar se puso colorado. Marciano lo miró rápidamente, sorprendido y atónito, pero súbitamente convencido. «Y sin embargo —pensó—, ¿por qué he de creerlo? Nunca se ha mostrado desleal.» Miró a Pulqueria, inmóvil en su trono, observándolos con expresión cínica.

—Dice que deseaba reclamar tu ayuda antes en este asunto —dijo Marciano con voz tranquila—, y ahora ha respondido de inmediato a tu llamada. ¿Tienes alguna razón para cuestionar su lealtad?

—Tengo razones para cuestionar la lealtad de cualquier hombre —respondió Pulqueria con la misma calma—, y si mi estimado general fuera menos perceptivo para darse cuenta de dónde están sus mejores oportunidades, no lo valoraría tanto como lo valoro. Aspar, amigo mío, conozco tu lealtad hacia mi casa, pero también sus límites. Soy vieja, he estado fuera del poder, y mi hermano y su protegido te han dado de lado y han insultado al ejército. Vamos, cuéntame, ¿qué habrías hecho? Ibas a ir a ver a Nomos. Y ¿después?

—Pensaba visitar a Nomos —respondió Aspar con rudeza—, y hacer registrar su casa. Después decidiría qué hacer.

Pulqueria volvió a inclinar graciosamente la cabeza.

—Eso pensaba.

—No te habría traicionado —declaró Aspar mirándola fijamente—. Habría incluido eso como parte del trato… tu hermano depuesto pero ileso, tú reinando otra vez, conmigo como jefe del ejército y Nomos como tu colegario.

—Y mi esposo, claro. A eso te refieres cuando dices «colegario» ¿no? Nomos no tendría necesidad de matar a nadie si yo le diera el prestigio de la casa de Teodosio contrayendo matrimonio con él. Él es viudo, no habría objeciones legales a un arreglo semejante, y él te daría las gracias de corazón si le prometieras tu influencia conmigo para conseguirlo. Lograría una transferencia de poder sin derramamiento de sangre y mucho más segura, en vez de una sangrienta y peligrosa. Y tú has pensado que sería fácil convencerme de cooperar si la elección era entre eso o ver a mi hermano muerto.

Aspar enrojeció aún más y clavó los ojos en sus pies, luego levantó la mirada.

—Tu hermano no está preparado para gobernar —dijo—. Si pudieras reinar sola, yo trataría de deponerlo en tu favor. Pero sabes que ni el Senado ni el pueblo, ni siquiera mis soldados, tolerarían a una mujer como única augusta: habría una rebelión tras otra. Y que una emperatriz confiara como consorte en un general bárbaro y arriano sería igualmente nocivo. Quieren a alguien como Nomos, un senador, un funcionario, un caballero romano, un cristiano ortodoxo. Sí, yo le habría ayudado a deponer a tu hermano y luego te hubiera instado a aceptarlo, al menos como colegario y sigo siendo de la misma opinión. Haced lo que os plazca, emperatriz. Pero no me disculpo por considerar un plan que sigue pareciéndome prudente.

Pulqueria resopló.

—Por supuesto que seguirás instándome a aceptar ese disparatado plan. ¡No estarías aquí si no creyeras que puedo considerarlo! Pero te lo diré claramente: tu plan es una estupidez. Nomos no es un emperador. Era un aceptable maestro de oficios, y tiene una mínima habilidad como diplomático, pero haría su trabajo peor que Crisafio si llegara al poder. Es un ciego adorador del Senado, las viejas tradiciones al puro y antiguo estilo romano. ¿Crees que haría lo que tú le dijeras una vez que se colocara la púrpura? Descubrirías, viejo amigo, que es más fácil hacer un emperador que deshacerlo. Podría dejarte hacer por un tiempo, por respeto a tu trato, ¡pero llevaría a cabo una gran purga de jefes bárbaros del ejército! Reduciría tus tropas a algunos pocos armenios y tracios, y escogería especialmente a los que te fueran leales. Y pronto se encontraría con que tendría que seguir pagándoles a los hunos para salirse con la suya. Tampoco tiene cabeza para las finanzas. Reduciría los impuestos al Senado y obligaría al resto del país a morirse de hambre.

Aspar palideció, hizo ademán de hablar, pero guardó silencio. Frunció el entrecejo y se mordió un labio. Pulqueria se reclinó en el trono y apoyó el mentón en una mano. Tras un momento, Aspar bajó la cabeza.

—Augusta —dijo con humildad—, creo que tienes razón.

—¡Por supuesto que tengo razón! —exclamó ella con impaciencia—. Y, a propósito, no me gusta que hombres arrogantes y entrometidos arreglen matrimonios para mí a mis espaldas. Cualquier repetición de esto, Aspar, y me olvidaré de nuestra amistad, y te enterarás de lo que es tenerme como enemiga. —Él volvió a agachar la cabeza. Pulqueria ladeó la suya, asintió y dijo, con más suavidad—: El plan en sí era bastante sólido… fueron las consecuencias lo que no mediste bien. Incluso la idea del matrimonio, por poco que me guste la perspectiva, no sería una tontería si no pudiéramos convencer a mi hermano de adoptar un colegario más apropiado. Pero si eso llega a ser necesario en algún momento, yo elegiré al hombre, Aspar, no tú. ¿He sido clara?

Aspar hizo una profunda reverencia.

—Sí, emperatriz.

—Bien. Ahora te diré cómo llegué a enterarme de este asunto y lo que pienso hacer al respecto. Dios, caballeros, ha puesto este asunto en mis manos. Tú, Marciano, te enteraste por boca de un pescador de púrpura, casado con una tejedora de Tiro; yo me enteré por boca de la tejedora misma, a quien la Providencia Todopoderosa trajo aquí, a mi palacio. Marciano recordó dónde había visto a la joven cuando ella se adelantó e hizo la postración: le había sacado la lengua a la estatua de Nomos en Tiro y había salido corriendo por el pórtico de la prefectura. La miró incrédulo. La había dejado en Tiro hacía casi un mes, desde entonces él había estado viajando, y ahora aquí estaba ella, en el palacio de la emperatriz, ante él. Si la Providencia la hubiera tomado y la hubiera plantado en cuerpo y alma frente a sus ojos, no se habría asombrado más.

—¿Tienes algo que añadir a lo que me has contado antes? —le preguntó Pulqueria a Demetria con severidad—. Me has dicho que no sabías nada de este caballero.

—Os he dicho la verdad, señora —respondió Demetria sin perder la calma—. Mi esposo no me contó lo que había hecho.

—¿No? —preguntó Pulqueria con interés mirando a Marciano.

—No, sabía que estaba corriendo un riesgo, y no quiso involucrarte. — Demetria bajó la cabeza. Apenas Marciano habló, se dio cuenta de que Simeón había hecho eso, que se había visto obligado a hacerlo. No pudo ni siquiera enfadarse con él, aunque sin duda él había llamado la atención sobre ella y la protección había resultado inútil. «Él nunca ha podido aceptar que es un esclavo —pensó con cariño—, y se niega a aceptar que yo también lo sea». —¿Cómo…— trató de continuar Marciano, tragó saliva y lo intentó de nuevo —emperatriz, cómo pudo esta mujer… cómo ha podido llegar aquí? Cuando salí de Tiro…

Pulqueria se reclinó en el trono y le sonrió.

—Después de que salieras de Tiro, llegó Eulogio, agente de Crisafio. Al no encontrar ninguna prueba de traición, compró esta mujer al Estado para tranquilizar a su amo, y volvió a Constantinopla con toda la velocidad que le permitían las postas imperiales. Su amo no se tranquilizó mucho y te diré que una de sus principales preocupaciones era tu prolongada presencia en Tiro, que le pareció lo suficientemente sospechosa para exigir más investigaciones. Te conocen demasiadas personas y tus habilidades se respetan lo suficiente para que tu estancia en Tiro no pasara inadvertida. Con su proverbial arrogancia, Crisafio amenazó a la tejedora con torturarla en su despacho, pero ella se puso a pedir socorro gritando tan fuerte que llamó la atención de mi hermano. El gran chambelán lo apaciguó regalándole la esclava, y el emperador me la dio a mí. Ayer, Crisafio se enteró de que Filipo estaba en Calcedonia camino a Constantinopla y de que tú lo seguías de cerca. Así fue como se convenció de que sus sospechas eran fundadas y envió aquí a su agente ofreciéndose a comprarme a Demetria. Como me negué a venderla, añadió amenazas a las promesas y finalmente confesó la verdad de los temores de Crisafio. Pero la esclava ya se había ofrecido a contarme toda la verdad, y le exigí a Eulogio que saliera de mi casa de inmediato. Yo puedo proteger a mi hermano; no necesito la ayuda del gran chambelán. —Pulqueria se levantó y se alisó los pesados pliegues del manto. Sonrió a sus generales—. Creo que probablemente Crisafio deje tranquilo a Nomos hasta esta tarde, para darle una buena oportunidad de ponerse en contacto con sus aliados antes de arrestarlo, esperando, de esa manera, descubrir más pruebas de la traición. Pero esta mañana he enviado a mis hombres a casa de Nomos y en estos momentos ya la habrán tomado en nombre de mi autoridad, la cual seguramente está todavía por encima de la de Crisafio. Y he ordenado que preparen mi carruaje y mi escolta. Están esperando en el patio en este momento. Si deseáis, caballeros, podemos ir todos a visitar a Nomos al mediodía, y yo haré mi propio trato, Aspar. Le permitiré vivir y mantener su rango si nos ayuda a destruir a Crisafio.

Una vez que el gran chambelán quede fuera del camino, encontraré a alguien para compartir el trono con mi hermano.

Aspar se quedó mirándola y luego lanzó una sonora carcajada.

—Tu sagrada majestad —dijo levantando un brazo a modo de saludo—, eres digna nieta de tu abuelo. —Extendió el saludo para incluir la imagen en el mosaico de Teodosio el Grande, armado para la batalla, con los brazos elevados en oración y mirando un viento milagroso que le daba ventaja sobre sus enemigos.

Pulqueria miró la imagen un instante y esbozó su amarga sonrisa.

—Mi madre también tuvo algo que ver —dijo—. ¿Vamos?

—¡Un momento! —dijo Marciano muy serio apartando los ojos de Demetria—. En lo que hace referencia a la tejedora, yo hice los juramentos más solemnes para protegerla, a ella y a su familia, hasta el límite de mis posibilidades. Bien veo ahora que mis juramentos fueron en vano. Te ruego que me permitas rectificar ahora de la mejor manera posible. El pescador quiere recuperar a su esposa; pagaré cualquier precio que fijes para que se me permita devolvérsela.

Pulqueria lo miró con frialdad.

—La mujer no pertenece a su esposo, ni a ti, sino a mí, y yo he hecho mis planes para ella. No permitiré que la lleven de un lado a otro para complacer a ese idiota esposo suyo, ni para tranquilizar tu conciencia con respecto a tus juramentos. Si se la devuelve a Tiro, seré yo quien la devuelva; si ella elige quedarse aquí, puede hacerlo.

—¡Pero juré por el Espíritu Santo y por la cabeza de tu hermano! —exclamó Marciano alarmado—. Perdona, emperatriz, por insistir, pero temo involucrarme en una empresa tan seria como ésta siendo culpable de blasfemia y traición.

Pulqueria frunció el entrecejo, vacilando, pero en seguida negó con la cabeza.

—El peligro que amenazaba a esta mujer ya ha pasado y ahora está a salvo aquí, sin tu protección. Aunque te la regalara, eso no te devolvería tu juramento intacto. No sé qué medidas tomaste para protegerla en Tiro. Pero si juraste protegerla hasta los límites de tus medios, y lo que la amenazaba estaba más allá de aquéllos, entonces tu juramento no ha sido roto. Ahora mi escolta espera fuera. ¿Quieres venir o no?

Marciano dudó pero hizo una pronunciada inclinación.

—Iré, por supuesto. Pero tengo esperanzas de que tu sagrada majestad me permita volver otra vez al tema. Siempre he sido un hombre de palabra.

Pulqueria le dirigió otra de sus sonrisas, bajó del trono y con gesto rápido llamó a Demetria y a su secretaria para que la siguieran. Los ojos de Demetria se encontraron con los de Marciano un instante antes de pasar junto a él y de que éste echara a andar tras ellas. La mirada no era de ruego, sino de interrogación; había esperanza y angustia en ella, pero también rabia. A pesar de su gran habilidad para interpretar la expresión de los rostros, no pudo conseguirlo con éste, y la siguió con los pensamientos hechos un remolino. Había jurado solemnemente y de alguna manera, a pesar de su honestidad, no había podido cumplir su promesa. Tal vez debería alegrarse de aquello, pues si la tejedora no hubiera sido sacada de Tiro y caído milagrosamente en manos de Pulqueria, se habría enfrentado a un dilema mucho peor. Su superior había estado contemplando seriamente la traición contra el emperador y él no se había dado cuenta, aunque ahora le parecía una obviedad. ¿Qué habría hecho? Había jurado lealtad tanto a Aspar como a la casa de Teodosio.

«Habría escogido al emperador —pensó— o, al menos, a esta emperatriz que se ha mostrado tan digna de sus títulos. Pero doy gracias a Dios por que se me haya ahorrado la elección de a quién traicionar. Ya es bastante malo tener que maquinar cómo mantener mi promesa con el pescador. La augusta tiene razón: el peligro que amenazaba a la mujer ya no existe, ¿cómo voy a protegerla entonces? El pescador la querrá de vuelta, pero ¿querrá ella volver? ¿Cuál fue la pregunta que vi en sus ojos? Juré proteger a un hombre y a su esposa, a una familia; ahora están separados, y yo no sé qué hacer. Dios misericordioso, dame sabiduría… Dios mío, ayúdame.»

Demetria seguía a la emperatriz en silencio, con la cabeza baja, consciente de cada paso que daba Marciano detrás de ella. Simeón había acudido a él, y había recibido su promesa de protección. «Si hizo un juramento, tendría que haberse tomado más molestias para cumplirlo —pensó enfadada—. ¿Dónde estaba cuando Eulogio me metió dentro de aquel coche? ¡No ha hecho más que crear más problemas!

»Pero eso no hace que las cosas sean diferentes; la única pregunta que interesa es: ¿está todavía dispuesto a ayudarnos? ¿Todavía piensa que su juramento está vigente? Ay, señor, Simeón y yo no somos nada aquí, entre los dueños del mundo. Somos hilos sueltos que hay que sacar de la urdimbre y arrojar a un lado. ¿Se acordará de nosotros mañana? ¿Recordará la emperatriz su promesa? Ella es piadosa y querrá que él mantenga un voto tan solemne, si vuelve a pedírselo seguramente le ayude. Santa María, Madre de Dios, que vuelva a pedírselo, que ella acepte lo que él le suplique, ¡permite que regrese a mi casa, con Simeón, y que jamás vuelva a salir de Tiro!»