A la mañana siguiente, en cuanto despertó, Eulogio envió un mensajero al despacho del gran chambelán, en el Gran Palacio. Acababa de terminar de desayunar cuando volvió el mensajero para decirle que Crisafio lo recibiría alrededor de la hora cuarta del día, inmediatamente después de las consultas matinales con el emperador. Era lo que Eulogio esperaba, pero la torta de miel que se estaba comiendo le supo a polvo y tuvo dificultades para tragarla. Había vuelto rápidamente para demostrarle su celo, pero ahora tendría que admitir que tal celo había sido situado en un lugar donde no correspondía, y a Crisafio no le gustaban los errores.
Claro que iba a darle lo que tendría que haber sido un hermoso regalo… aunque ahora tenía muchas dudas sobre aquello. No había solución: la tejedora no se comportaba con la humildad propia de una esclava, de una mujer decente. En Tiro lo había puesto deliberadamente en una situación difícil y ahora lo había hecho quedar como un tonto delante de sus esclavas. Se estremeció al recordar la escena de la noche anterior. Para colmo de males ni siquiera la había mirado bien. ¿Y si tenía una inmensa cicatriz, o una marca de nacimiento, o algún otro defecto? Crisafio se sentiría insultado si le regalaban una esclava defectuosa. Claro que podría haber ordenado que la desnudaran la noche anterior, pero después de lo que ella había dicho, le había parecido un castigo tan leve que no había sido capaz de ejecutarlo, y no podía ordenar que la azotaran si pensaba dársela a Crisafio. Si…
«No la mantendré en mi casa —pensó enfadado— para que haga que mis esclavos se rían de mí a mis espaldas.»
Por debajo de su ira había una incomodidad mayor producida por las palabras de ella. La Iglesia decía que todas las almas eran iguales ante Dios y predicaba, si bien no siempre lo practicaba, la caridad para todos. «Recordad —les decía a los dueños de esclavos— que vosotros también tenéis un amo en el Cielo, y que con la vara que uséis para medirlos se os medirá.» Por más que Eulogio condenaba la debilidad de carácter, había sido criado y educado como cristiano, y sabía que era un mal amo. No tenía intenciones de cambiar y no quería que le recordaran lo que esto podía significar. Ahora deseaba haber dejado a esa desgraciada en Tiro.
«Bien —se dijo a sí mismo—, si es insolente con su ilustrísima, aduciré que yo no podría haberlo sabido, que conmigo se había portado bien. Y en realidad creo que así habría sido de no ser porque la mitad del tiempo estuvo medio loca por el cansancio y el sueño. Ninguna esclava en sus cabales llamaría "hijo del demonio" a su amo.»
Dio una palmada y mandó a buscar a su vieja ama de llaves, Arete, quien llegó, como siempre hacían todos, rápida y sumisa.
—Esta mañana veré a su ilustrísima —le dijo—. Espero que la tejedora haya descansado y recuperado el juicio.
Arete hizo una inclinación.
—Sí, amo. Ella… no recuerda casi nada de lo sucedido anoche, pero teme haberte hablado con impertinencia, excelente generosidad, y lamenta amargamente la demente fatiga que pudo haber provocado semejante maldad por su parte. —Por supuesto que Demetria no sentía ningún remordimiento, pero Arete era hábil, gracias a su larga experiencia, en el necesario arte de «apaciguar al amo».
Eulogio no creyó una palabra, pero aceptó el informe porque le convenía.
—La mujer no… —Vaciló sin saber cómo hacer la pregunta sin recordar su humillación—. No tiene marcas ni defectos, ¿no? —preguntó al fin bruscamente.
—Ay, señor, es una hermosa criatura; cualquiera se alegraría de tenerla. Su ropa ya está seca, como ordenaste, sabiduría; parece toda una dama. ¡Es un tesoro, ese don maravilloso que tiene para tejer!
—¡Bien! —dijo Eulogio tranquilizado—. Bien, busca alguna cadena de oro para colgarle del cuello y haz que la instalen en la litera, y dile a Estéfano que ensille mi mejor caballo: iré a palacio.
Eulogio salió hacia el Gran Palacio con pompa, vistiendo sus ropas más hermosas y montado en un magnífico caballo negro. Dos de sus guardias lo precedían, montados en bayos iguales, y dos más seguían la litera cubierta que llevaba a Demetria. Había puesto a Chelchal al frente. Tener un huno como servidor era marca del más alto favor e impresionaba al populacho más que el hilo de oro, aunque era una pena —pensó— que no se pudiera convencer a Chelchal de que se bañara. Salieron de la casa, que estaba en la tercera región de la ciudad, hacia la calle Central, la principal, donde giraron a la derecha.
Demetria apenas apartó la cortina de su litera para estudiar la ciudad. La calle Central estaba flanqueada por pórticos de mármol blanco cuyo tejados estaban decorados con estatuas de bronce dorado. Los portadores de la litera entraron despacio en el mercado, un gran óvalo bordeado con más columnatas, en cuyo centro había una altísima columna de pórfido que terminaba en otra estatua, brillante como el oro. Leones de bronce rodeaban una fuente central; a la derecha, un elefante también de bronce levantaba la trompa, y a la izquierda había una monumental cruz dorada y una hilera de bestias fabulosas. Los comercios del interior de la columnata resplandecían por la plata y el aroma de los perfumes invadía el lugar. El mercado bullía de gente, una masa maciza de color, sonido y movimiento a través de la cual el cortejo avanzaba lentamente. Cruzaron el mercado para llegar a otra amplia avenida, bordeada de columnas, aún más espléndida que la primera. Demetria apartó más la cortina para mirar hacia delante: iban a pasar por un arco monumental que daba a otro mercado. A la izquierda se elevaba una basílica y a la derecha se erguían los arcos de un estadio o hipódromo. La litera pasó despacio bajo el arco y entró en la otra plaza de mercado, en cuyo final Demetria vio una pared imponente con una puerta en el centro bajo un tejado de bronce dorado. Detrás de ésta estaría, seguramente, el palacio.
Soltó la cortina y se reclinó en la litera, sintiéndose enferma. «¿Qué haré en un palacio? —se preguntó—. ¿Qué haré en una ciudad como ésta? ¡Ay, Virgen Santa, me gustaría estar otra vez en Tiro, en el taller, con los que me conocen, de vuelta en casa y en brazos de Simeón!»
Pero no había en esta espléndida ciudad ningún camino que pudiera llevarla de vuelta a su hogar.
«Tal vez no me cueste mucho tiempo ganarme la libertad. Me pondrán a tejer, seguramente, y supongo que podré hacer trabajos extra, como en Tiro. Puedo trabajar más que antes, porque no tendré un esposo y un hijo que cuidar. ¿Cuánto tendré que ahorrar? ¿Sesenta sólidos? Más, probablemente, a menos que mi nuevo amo sea generoso. ¿Cien? Eso debería ser suficiente para comprar la libertad. Tardaré… ¿diez años? ¿Quince? ¿Más? Ay, Dios mío. Simeón se habrá casado con otra en tanto tiempo. Meli será un hombre hecho y derecho.»
Apretó los dientes, tratando de calmarse. «Simeón me esperará si sabe que puedo volver —se dijo a sí misma—. Me ama. Y yo encontraré la manera de recuperar la libertad. ¡Al menos Crisafio es un eunuco y no tendré que preocuparme de que quiera acostarse conmigo!»
La litera se detuvo ante la puerta de Bronce; Demetria oyó la voz de Eulogio hablando con los guardias y luego continuaron: un paso, otro paso, la litera balanceándose y los porteadores entrando en palacio. La litera fue depositada en el suelo. Eulogio les dio algunas órdenes a sus guardias; hubo un silencio y luego su voz, muy cerca, dijo:
—¡Vamos! —Ella apartó la cortina y salió.
El Gran Palacio de Constantinopla no era un edificio sino una extensa serie de edificios: palacios, capillas y cuarteles, salones de banquetes y prisiones, jardines y terrazas… todo encerrado por un alto muro junto al mar en el extremo sudeste de la península que ocupaba la ciudad. La residencia principal del emperador y, por lo tanto, las más importantes oficinas del Estado estaban en el edificio llamado el palacio Magnaura, en la parte nororiental del conjunto. Fue allí donde Eulogio llevó a Demetria, tras dejar la litera, los caballos y los guardias esperando junto a los cuarteles de los «guardias escolarios», la guardia de palacio, cerca de la puerta de Bronce.
Crisafio tenía un despacho en el centro del palacio, entre las oficinas del Estado y las dependencias privadas del emperador. No había demandante, negocio o informe urgente que pudiera llegar al emperador —como tampoco podía ningún edicto imperial salir al mundo— sin pasar ante los ojos del gran chambelán del emperador. Y estaba claro que Crisafio entendía a la perfección su posición: había conseguido poner distancia entre sí mismo y el mundo. Eulogio y Demetria caminaron por un largo pasillo flanqueado por los ministerios de Estado y llegaron al fin a una salita de espera donde había sentados unos doce hombres, todos, a juzgar por sus ropas, del más alto rango. Eulogio pasó ante ellos y entró en otra pequeña habitación, un despacho. Cuatro secretarios trabajaban allí: dos, de espaldas a los visitantes, copiaban afanosamente unos documentos; otro buscaba en una caja llena de expedientes y el cuarto escribía una carta ante un escritorio situado frente a la sala de espera. Este último levantó la mirada interrogante.
—Eulogio, princeps de los agentes in rebus —dijo el agente en voz baja, reverente, como quien está en la iglesia.
—Ah —dijo el secretario con tono aburrido. Verificó una nota que tenía en un libro inmenso a un lado del escritorio—. Sí. Su ilustrísima os espera. Acaba de volver de las consultas con su sagrada majestad hace un momento, podéis entrar. —Con la pluma señaló una puerta que había detrás de él y luego volvió a su carta.
Eulogio se acercó a la puerta, le dirigió una mirada severa a Demetria, la abrió y entró. Ella lo siguió en silencio con la cabeza baja.
Lo primero que vio fue la alfombra. Era de tapiz de seda, tejido con un arte exquisito, y el tema era los amores de Zeus. No había trabajado en ella, pero la había visto hacer, y sabía que no había sido encargada para el hombre cuyo despacho adornaba. Levantó la cabeza y miró sorprendida. Algo iba mal, algo que la hizo sentir definitivamente incómoda además de asustada, el hecho de que el gran chambelán del emperador se tomara la molestia de escamotearle una alfombra a la emperatriz a quien había contribuido a defenestrar.
El resto del despacho, igual que su ocupante, tenía las mismas características que la alfombra: lujo, buen gusto y exquisitez. Los frescos de la Ilíada pintados en las paredes se alternaban con paneles de madera dorada, decorada con imágenes de santos. Dos lámparas altas con pies de oro, que simulaban árboles en flor cuyos capullos a medio abrir estaban hechos con piedras preciosas, iluminaban la pared opuesta de la habitación a ambos lados de otra entrada; ésta no tenía puerta, sino que estaba cubierta con una cortina púrpura. Aunque era de día y el lugar estaba iluminado por dos altas ventanas a ambos lados, cada pie sostenía una lámpara encendida que quemaba aceite aromático que perfumaba el aire con mirra. Un escritorio de madera de cedro lustrada y esmaltada se encontraba en el centro de la habitación, y ante aquél estaba sentado Crisafio, con el mentón apoyado en una mano grácil y mirando la nada con aire pensativo; ni siquiera pareció darse cuenta de la llegada de su subordinado. Era más joven de lo que Demetria esperaba, seguramente tenía menos de cuarenta años, aunque era difícil adivinarle la edad a un eunuco. Tenía el cabello todavía de un matiz dorado oscuro y brillante como un yelmo, y su rostro delgado y de huesos delicados no tenía ni una arruga. Vestía la toga blanca con franjas púrpura de los patricios encima de una túnica que parecía hecha de oro: era como una estatua en la vitrina de un joyero, y casi no parecía respirar. Eulogio cerró suavemente la puerta a sus espaldas y se quedó humildemente inmóvil.
—Eulogio —dijo Crisafio al cabo de un momento levantando la cabeza. Tenía la voz suave y melosa, aguda, con el acento de las personas ricas y cultas—. Bien. —Apoyó las palmas sobre el escritorio y se puso a inspeccionar al agente con expresión cínica. Los ojos se posaron un instante en Demetria y volvieron a su subordinado—. Por lo que me dijo tu mensajero, Tiro te ha decepcionado. ¿Qué me has traído?
Eulogio hizo una reverencia hasta el suelo antes de responder.
—Es cierto, ilustrísima, que mi ansiedad por la situación en Tiro fue un desperdicio. Esperaba encontrar traición, y sólo me encontré con un joven procurador lujurioso que en secreto utilizaba mano de obra del Estado para la manufactura de un manto para su uso personal. Investigué el asunto exhaustivamente y admito que mis sospechas eran infundadas. Si bien ha sido decepcionante el hecho de que todos mis esfuerzos hayan sido en vano, no puedo evitar, por supuesto, alegrarme de que nuestros temores por nuestro sagrado y amado augusto estuvieran fuera de lugar. —Eulogio hizo una pausa y Crisafio un leve gesto de hastío para que abreviara. Eulogio respiró hondo y prosiguió—. Providencia, para tranquilizarte sobre la seguridad de nuestro sagrado emperador, que, como me consta, es tu primera preocupación, te he traído a la tejedora cuyas manos tejieron el manto del que sospechábamos. Te ruego me permitas que te obsequie con ella, benevolencia. Está considerada la mejor tejedora de Tiro y es mi esperanza que, cuando hayas tranquilizado tu generosa mente interrogándola, podrás encontrar en ella un adorno para tu casa, así como beneficiarte de su habilidad que ha sido desde hace mucho un ornamento para el Estado.
Crisafio cerró los ojos un momento, luego volvió a abrirlos y clavó en Eulogio una mirada de dolorosa ironía. Eulogio había preparado su discurso en el camino desde Tiro, y estaba orgulloso de él; la respuesta de Crisafio lo frustró. El gran chambelán volvió a mirar a Demetria y esta vez levantó un dedo para indicarle que se acercara. Ella se aproximó despacio manteniendo la cabeza baja. Se detuvo frente al escritorio y se inclinó hasta el suelo; luego se incorporó y permaneció ante el gran chambelán con los ojos bajos. Crisafio levantó una vuelta del collar de oro que el ama de llaves le había colgado al cuello esa mañana, le levantó el mentón, luego la cabeza, que movió a un lado y al otro, observándole el rostro. Sus ojos oscuros y desdeñosos estaban a menos de dos palmos de los suyos. Demetria mantuvo el rostro inexpresivo. Se sentía como un ratón observado por un gato.
Crisafio dejó caer la mano como si el esfuerzo de mantenerla levantada hubiera sido demasiado grande para él.
—¿Dónde está el manto? —le preguntó a Eulogio.
Ésta era la parte más difícil.
—Me temo, ilustrísima, que no lo tengo. El procurador Heraclas se lo regaló al prefecto Filipo, que salió de Tiro a principios del mes pasado al enterarse de que su madre estaba enferma. Pienso pedirle que me lo muestre cuando le encuentre, pero vi las cuentas y hablé con los esclavos del taller, y todos estuvieron de acuerdo en que el manto era, en realidad, de color rojo y que había sido tejido para el procurador.
Crisafio sonrió levemente.
—Los esclavos son capaces de decir cualquier cosa —comentó—, y la mayoría de los esclavos se sienten obligados a proteger a los suyos.
Acentuó levemente la palabra mayoría, lo suficiente para que sólo un oído muy fino pudiera haberlo notado, pero ese leve acento y la ligera sonrisa que lo acompañó fue para Demetria más claro que las palabras mismas. La mayoría de los esclavos se sienten obligados a proteger a los suyos. Algunos esclavos delataban e informaban a sus amos de actos de mala conducta para favorecerse ellos mismos. Crisafio había sido uno de esos esclavos, y Demetria lo supo con una certeza irracional; este hombre había informado a los amos, a los superiores, al mismo emperador, por eso estaba allí sentado, vestido de oro, en el eje del Estado, distribuyendo los favores del emperador con sus manos lánguidas. La sensación de incomodidad que se había unido a su miedo cuando vio la alfombra se cuadriplicó.
—¿Hablaste con Flavio Marciano? —continuó Crisafio.
Eulogio se desconcertó.
—No, ilustrísima. Se había ido de Tiro cuando llegué; creo que volvió a las tierras de su superior en las montañas.
Crisafio tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—No tienes el manto —dijo tras un larguísimo silencio—. Ni siquiera has visto ese famoso manto, y confías en lo que te han contado los esclavos. No viste a Marciano, a quien te advertí especialmente que investigaras. Me parece, mi querido Eulogio, que no has llevado este asunto… tan bien como podrías haberlo hecho.
Eulogio movió los pies como un niño intimidado.
Crisafio se incorporó de su asiento con las manos enlazadas sobre el escritorio.
—¿Cuándo se fue Marciano de Tiro? —preguntó—. ¿Por qué se quedó tanto tiempo?
—Tenía… unos asuntos que solucionar, creo. Fue una coincidencia que estuviera allí. Su superior tiene posesiones cerca… y oí algo de comprar unas tierras.
—Me desagradan las coincidencias —replicó Crisafio con frialdad—. Y me desagradan en particular las coincidencias relacionadas con determinado caballero. Marciano es tan peligroso como su superior, tal vez más. Aspar es principalmente un soldado, con toda la sutileza de un carnicero. Marciano es… harina de otro costal. —Dio un golpe sobre el escritorio—. Oímos rumores de que Nomos tiene algunos asuntos en Tiro, asuntos que exigirían ser investigados. Tú vas a Tiro y averiguas que se está tejiendo, en absoluto secreto, un manto encargado por el buen amigo de Nomos, Acilio Heraclas, y el máximo protegido de Aspar, Marciano, merodea la ciudad como un cuervo. En lugar de entrar en acción, pierdes semanas viniendo aquí a preguntarme qué hacer al respecto.
—¡No tenía autoridad para intervenir! —protestó Eulogio—. El prefecto también era amigo de Nomos; ¡no habría conseguido nada más que arriesgar mi vida si iba a pedirle ayuda! Además, me dijeron que no lo terminarían hasta al cabo de seis semanas.
—¡Te dijeron! —exclamó Crisafio con gesto desdeñoso—. ¿Quiénes te lo dijeron? ¡Los esclavos del taller! ¡Los mismos esclavos en los que creíste, sin cuestionártelo, cuando te dijeron que el manto era rojo! ¡Y, por arte de magia, el manto que te aseguraron que tardarían seis semanas en tejer estuvo terminado en dos; y la madre de Filipo, amigo de Nomos, cae casualmente enferma y él tiene que irse de Tiro y llevarse el manto consigo! Pero hay algo más maravilloso aún: Marciano también se fue de Tiro, ¿en el mismo momento? Sí, ¿fue en el mismo momento?
—No lo sé —respondió Eulogio asustado—. Pero revisé las cuentas…
—Un pedazo de pergamino y una pluma pueden hacer cosas maravillosas, amigo mío. Pueden llevar cuentas claras… o no. —Crisafio resopló y miró a Eulogio con los ojos entrecerrados—. Bien —dijo tras un momento—, al menos me has traído una tejedora… para tranquilizarme. —Posó la mirada en Demetria—. ¿Tú me tranquilizarás, pequeña tejedora? ¿De qué color era el manto que tejiste para Acilio Heraclas?
—Era un manto rojo, señor —respondió Demetria en voz baja—, teñido con quermes y con dos paneles de tapiz.
—¡Era rojo! —repitió Crisafio—. ¡Qué tranquilizador! —La mano se movió con la velocidad de un rayo y volvió a cogerle el mentón, con sorprendente fuerza—. Bien, tal vez lo fuera. Las coincidencias existen; los procuradores son proclives a portarse mal con las tejedoras; las madres suelen enfermar; Marciano tenía asuntos perfectamente lícitos en Tiro. Pero Eulogio —dijo moviendo la cabeza de Demetria—, no puedo creer en todo esto basándome en la mera palabra de unos cuantos esclavos. Se debe aplicar un poco de juiciosa presión, y ver si sus historias cambian. —Con los dedos apretó el mentón de Demetria hasta que a ella se le escapó un quejido, entonces la soltó. Demetria se llevó la mano a la cara sin mirar al gran chambelán, sino dirigiendo la vista al escritorio, y pensó: «Tortura; está pensando en hacerme torturar». Le sudaban las manos y estaba mareada por el miedo, pero su cabeza trabajaba a toda velocidad. Tenía que haber una salida. ¿Contarle la verdad? Pero él no creería que le contaba toda la verdad, la torturarían de todos modos, y probablemente también lo haría con Filotimos. ¡Pero tenía que haber una salida!
Eulogio tosió.
—Por supuesto, ilustrísima, que tenéis toda la razón. Pero el… el huno que me prestasteis quiere casarse con esta mujer y me pidió que esta mañana expusiera el tema a vuestra consideración. Es un hombre valioso, tenemos tan pocos hunos a nuestro servicio. No quisiera perderlo, ¿qué debo decirle sobre la mujer?
Demetria lo miró sin comprender. ¿Se salvaría del potro de tormento si se casaba con Chelchal? «¡Mejor eso que la tortura!», pensó angustiada, pero no pudo evitar lanzar un sordo alarido de dolor.
—¡Chelchal quiere casarse con ella! —exclamó Crisafio con burlona sorpresa y dirigiéndole una mirada irónica a Demetria—. Bien, bien. Es cierto que es un hombre útil, pero de todas maneras creo que antes deberemos hacerle algunas preguntas a esta mujer. Les diré a los hombres que no le inflinjan daños demasiado serios. Un hombre ducho en su profesión conoce formas de interrogar que no acarrean… desfiguramientos. Puedes decírselo a Chelchal. Bien, tejedora. ¿De qué color era el manto?
Demetria gritó.
Fue un alarido fortísimo, espantoso, y mientras duró, incluso ella misma sintió una remota sorpresa de poder gritar tan fuerte; el sonido atravesó las paredes del palacio como un cuchillo cuando corta la seda. Crisafio se levantó de un salto alarmado y dio un paso atrás. Eulogio corrió hacia Demetria y la agarró de un brazo, la zarandeó hasta dejarla frente a él y comenzó a darle bofetadas. Ella levantó el otro brazo para cubrirse la cara y siguió gritando.
—¡Sacadla de aquí! —gritó Crisafio. Corrió a la puerta de su despacho y llamó a sus secretarios. Demetria estaba acurrucada tapándose la cara con el brazo y seguía gritando con todas sus fuerzas. Los secretarios irrumpieron en la habitación; ella los evitó, se soltó de Eulogio y se agarró al escritorio. Ellos vacilaron; pero en seguida avanzaron hacia ella y, con torpe determinación, la asieron y trataron de arrastrarla. Ella forcejeó, aferrada al escritorio con todas sus fuerzas y pataleando como una loca, sin dejar de gritar.
—¡Crisafio! —dijo una voz desconocida—. ¿Qué pasa?
Los secretarios la soltaron bruscamente, retrocedieron y se quedaron mirando paralizados en dirección al final de la habitación. Demetria se tapó la boca con una mano, para acallar sus gritos y también miró.
El hombre que estaba en pie bajo el dintel de la puerta apartando con una mano la cortina púrpura tenía casi cincuenta años, cabellos grises, ojos oscuros, era delgado y tenía la expresión suave y asombrada. Su manto púrpura rozó la cortina del mismo color, tan hermoso como la vida misma, rico, vibrante, inigualable. Demetria reconoció el manto. Ella había tejido la franja que adornaba el borde y estaba orgullosa de ese trabajo.
Actuó antes de que nadie se moviera. Se soltó del escritorio, pasó corriendo junto a los secretarios y se arrojó a los pies del emperador.
—¡Tres veces augusto! —exclamó—. ¡Por el amor de Dios, señor, emperador, soy una mujer inocente, no permitas que me torturen!
El emperador Teodosio II miró atónito a la mujer que acababa de arrojarse a sus pies y luego posó una mirada interrogativa sobre su gran chambelán.
Crisafio dudó sólo un instante antes de dejarse caer él también al suelo; se levantó con gracia y abrió las manos en gesto de rendición.
—Amo —dijo con voz suave pero no meliflua—, esta muchacha está equivocada. No te alarmes, te lo ruego: te explicaré. Lamento que se hayan interrumpido tus plegarias, piedad.
Teodosio pareció aliviado. Miró a la joven tendida a sus pies y se inclinó hacia ella.
—Tranquila —dijo con dulzura—. No van a torturarte. Puedes levantarte, joven.
Demetria se puso de rodillas mirándolo a la cara. Seguía siendo un rostro suave, bueno, asombrado y preocupado. Se secó las lágrimas y respiró estremeciéndose. «A salvo… por el momento.» Teodosio le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, y ella vio que los dedos imperiales estaban manchados de tinta. Vacilante, cogió la mano y se levantó para descubrir, una vez en pie, que el emperador era un hombre bajo, no mucho más alto que ella. No tendría que haber sido una sorpresa, conocía las medidas de su manto, pero de alguna manera lo fue. Sus estatuas siempre le habían parecido inmensas.
—Amo —dijo seria antes de que Crisafio pudiera continuar, pues sabía que iba a hacerlo—, iban a torturarme. Estoy segura de que iban a hacerlo por amor a tu sagrada majestad, pero juro por todo lo que es sagrado que soy tu esclava, majestad, y nunca te he deseado ningún mal. —Vio la creciente mirada de asombro y continuó sin perder un instante—. Yo era tejedora, amo, en tu taller de Tiro. Tu gran chambelán cree que tejí un manto para un hombre que está preparando alguna conspiración contra ti, gracia. Señor, no soy más que una esclava, tejo lo que tus sirvientes, los procuradores, me dicen que teja, no sé nada de ninguna traición. Sólo sé que me han arrancado de mi casa y de mi familia, me han traído aquí y han amenazado con torturarme si no confieso crímenes de los que no sé nada. Te ruego que me creas, sagrada bondad.
Teodosio frunció el entrecejo y miró a su gran chambelán.
Crisafio parecía incómodo y perdido.
—Mi amo y emperador —dijo—, es cierto que amenazamos a esta mujer, es cierto. Espero que, conociéndome como me conoces, no creas que la habría torturado, si es que es cierto que es inocente, consideración. Es verdad que tengo razones para sospechar que un manto tejido por esta mujer en tu taller de Tiro estaba destinado a una malvada conspiración en tu contra, mi sagrado y amado amo; la amenacé, en la esperanza de que hablara. Si te he ofendido, amo, me sentiré desolado… pero formulé las amenazas por miedo por tu seguridad.
Teodosio pareció tranquilizarse.
—Por supuesto que no te creo capaz de haberle hecho daño a esta pobre chica —le dijo a Crisafio—. Ya sabes cómo aborrezco la crueldad.
—Yo también —se apresuró a decir Crisafio—, pero a veces, para protegerte…
—Ah, no es necesario que me asegures tu devoción, amigo mío; sé que me amas —dijo el emperador con una dulce sonrisa—. Pero… ¿tenías que asustar tanto a esta pobre? Dime, joven, ¿cuál es la verdad de esta historia? Nadie va a hacerte daño.
Ella vaciló. Admitir que el manto era púrpura pondría en funcionamiento toda la máquina del Estado para investigarlo. Tal vez ella escapara de la tortura, pero otros no, en especial por haber mentido antes. Crisafio podía decirle a su amo lo que más le conviniera: el emperador jamás se enteraría de nada que su gran chambelán no quisiera contarle. Filotimos, Eugenio el de las tintorerías, probablemente muchos otros tejedores, incluso su madre, todos irían al potro de tormento. Aunque, por otro lado, si descubrían la conspiración, podrían arrestar a Heraclas, en cuyo caso también se enterarían de todo.
Pero Heraclas podía escapar y ellos no se tomarían el trabajo de molestar a los tejedores, meros esclavos, incluso aunque no tuvieran al procurador, si tenían a Nomos en persona. No, la única vía de acción segura era insistir en que el manto era rojo.
Pero no podía decirlo, no de inmediato. Una cosa era asociar al emperador con la estatua del pórtico de la prefectura, pero este hombre, vivo y con esa dulce sonrisa, era otra. Era difícil aceptar la complicidad en la conspiración de Nomos para destronarlo. De Nomos ella no sabía nada, pero a Heraclas, su esbirro, lo odiaba desde lo más profundo de su corazón.
Aunque Crisafio y Eulogio eran igualmente malvados. Y, mientras este buen hombre vistiera la púrpura, sería Crisafio quien gobernara.
Demetria se mordió el labio.
—Amo —dijo, pues el silencio se estaba haciendo demasiado evidente—, ¿cómo puedo acusar a tu gran chambelán?
—¿Acusar a Crisafio? —preguntó el emperador—. No debes decir acusar, si lo que quieres decir es que te ha castigado por error. Cualquiera puede cometer errores y todos estamos obligados a perdonar, es más, debemos alegrarnos de poder perdonar, cuando el error surge del amor. Sé que Crisafio es la base de mi reino y de la felicidad de mis queridos súbditos y lo valoro con tanto cariño como se merece: no te preocupe decir que estuvo mal informado. Aunque tu vacilación hace que me gustes más, querida niña.
No había esperanza.
—Amo —dijo Demetria cansinamente, parpadeando para quitarse las lágrimas—, tu ilustrísimo gran chambelán ha estado confundido por las circunstancias. El procurador Heraclas me ordenó tejer un manto, ilegalmente y en secreto, pero el manto era rojo. El procurador deseaba poseer un hermoso tejido para su uso personal… y… y quería acostarse conmigo.
—¿Qué? —preguntó el emperador confundido otra vez.
—Quería que yo trabajara en un lugar privado, amo, de manera que pudiera visitarme. Me las arreglé para rechazarlo pero como estaba trabajando a escondidas, ninguno de los otros tejedores del taller vio el manto y, como el procurador se lo llevó como suyo, no estaba en el registro de encargos. Por eso tus sirvientes pensaron que debía de ser parte de una conspiración.
Teodosio esbozó una radiante sonrisa.
—¡Eso es! —le dijo a Crisafio con aire triunfal—. Ahora está todo aclarado, ¿no? Yo no puedo creer que nadie quiera conspirar contra mí.
Crisafio hizo una inclinación.
—Eres bondadoso, un santo en vida, ¡espero que tu modestia me perdone por decir lo que pienso!, pero tu bondad a veces te impide ver con claridad. Quieres creer que todos los hombres son tan virtuosos como tú, y yo bien sé cuánto atormenta tu noble espíritu ver su bajeza y su ingratitud. Pero hay hombres viles en este mundo que no pueden soportar la bondad de tu sagrada majestad, que no se arredrarían ante la posibilidad de poner sus manos violentas en la misma púrpura sagrada. No he logrado encontrar el manto que tejió esta mujer, y tengo miedo. No culpo a la tejedora, que es una esclava y, como tal, está obligada a obedecer a sus superiores, pero ¿y si dice lo que ha dicho por terror? ¿Y si se la ha amenazado con una represalia terrible si osa desvelar algún depravado secreto? Creo que es necesario… ¡no torturarla, por supuesto!… pero sí interrogarla más exhaustivamente sobre este tema.
Teodosio frunció el entrecejo con preocupación.
—Amo, tu agente Eulogio fue a Tiro —intervino Demetria rápidamente—. Vio el taller y las tintorerías donde tejí el manto, y el taller de lana donde vendí los restos de la seda, verificó las cuentas en todos esos lugares. Fue muy exhaustivo y no encontró nada que diera a entender que el manto fuera púrpura, nada en absoluto. La única razón por la que no vio el manto fue que el procurador se lo dio como regalo de despedida a su amigo, el prefecto, de lo contrario, también habría encontrado el manto. ¿Qué más puedo añadir a lo que ya he dicho? ¡No hay conspiración alguna; no hay ninguna traición!
—Eso espero —dijo Crisafio sin mirarla—, pero no puedo estar seguro si no veo el manto.
Teodosio sonrió.
—Eres demasiado temeroso, amigo mío —le dijo afectuosamente a su gran chambelán—. Hay hombres viles por quienes nuestro cristiano deber es orar, pero si no has encontrado el manto, ¿por qué deduces de ello que hay alguna maldad en él? ¿Por qué hemos de creer que todo aquello que no conocemos es malo? Si este agente —le dirigió una vaga mirada a Eulogio— ya ha viajado a Tiro y lo ha visto todo, ¿qué más vas a conseguir asustando a una desdichada joven? A mí también me parece una mujer de un gran carácter, dado que se resistió a su procurador cuando éste quería obligarla a cometer un pecado; no creo que aceptara una traición. Y ese procurador tendría que haber respetado su cargo y no salir a perseguir a mis trabajadores con sus sucios deseos. Espero que haya sido reprendido por sus abusos.
—Lo reprendí severamente —declaró Eulogio no queriendo perder esa oportunidad de oro de llamar la atención del emperador—, y le advertí que respetara las posesiones de tu sagrada majestad si deseaba volver a ocupar un cargo público. Estaba muy apesadumbrado, pagó al Estado el coste de la mano de obra que le había robado y prometió no volver a merecer tu disgusto.
—¡Muy bien! —exclamó el emperador feliz—. Entonces todo está como debe estar, ¡loado sea Dios!
—¡Si tu sagrada majestad está satisfecho, yo también estoy satisfecho! —dijo Crisafio volviendo a inclinarse—. Es más, mi ánimo está tranquilo ahora: no puedo creer, ahora que la veo frente a ti, que esta tejedora pudiera haber estado implicada en ninguna traición, y estoy seguro de que no habría podido ser capaz de mentir directamente a tus sagrados oídos y ante la nobleza de tu rostro. —Teodosio resplandecía—. Permíteme, amado señor —continuó el gran chambelán sin dejar de sonreír—, que te la obsequie.
—¿Un obsequio? —preguntó el emperador ligeramente sorprendido—. ¿Es tuya? Me pareció haber entendido que era esclava del Estado.
Crisafio volvió a sonreír.
—Mi protegido Eulogio usó la autoridad que yo le había dado para comprarle esta mujer al Estado y me la regaló a mí pensando que, una vez que me hubiera asegurado de tu seguridad interrogándola, podría quedármela… tengo entendido que teje a las mil maravillas, y es un adorno apropiado para la casa más noble. Pero me gustaría que tu sagrada majestad la aceptara. Entonces podrías estar perfectamente seguro de su felicidad, ya sea manteniéndola en tu palacio o regalándosela a otro o incluso dejándola en libertad. Sé que, de no ser así, tu generoso espíritu se inquietaría por su seguridad, y tu infelicidad por cualquier causa no puede ser sino mi infelicidad.
El emperador esbozó una sonrisa y le dirigió una mirada encantada a Demetria.
—Mi amigo, ¡me conoces tanto! —dijo—. Me había preocupado. Pero tu respuesta es digna de ti, generosa y afectuosa. Te doy las gracias por un obsequio tan espléndido. —Le tocó la mano a Demetria—. Soy realmente afortunado de tener un asesor tan prudente y tan devoto —dijo más a ella que a su gran chambelán—. Ven, entonces, criatura, ¿cuál es tu nombre?
—Demetria, amo —tartamudeó mirando confundida a Crisafio. No confiaba en este súbito giro de la situación.
—¡Demetria! Un nombre bendecido por la noble mártir. Un nombre excelente. Ven, Demetria, te llevaré a mi casa, donde podrás recuperarte del susto. Crisafio… habla con quien corresponda.
—Por supuesto, amo —dijo Crisafio inclinándose, y el emperador salió a través de la cortina púrpura con Demetria.
El gran chambelán esperó a que se hubieran ido y entonces batió palmas y, cuando los otros que estaban en la habitación lo miraron, les indicó que se fueran. Los secretarios se fueron en seguida pero Eulogio vaciló preocupado. Crisafio se sentó, furioso, ante su escritorio.
—Ilustrísima —dijo Eulogio sintiéndose muy desgraciado—… ¿qué pasará ahora? ¿De verdad crees que esa mujer estaba diciendo la verdad?
Crisafio le dirigió una mirada dura y desdeñosa.
—Ella supo, creo yo, que no tenía nada que temer si decía la verdad, porque el emperador jamás permitiría que se la torturase. ¿Por qué no iba a decirla? Y si mintió, ahora no hay nada que hacer. No podemos tocarle ni un pelo. Él es susceptible a la belleza y ella es precisamente del tipo de mujer que a él le parece más hermosa. ¿Por qué no pudo haber sido vieja y gorda? Él no habría estado tan predispuesto a escucharla.
Eulogio movió los pies incómodo.
—Yo no te habría obsequiado con una esclava vieja y gorda, ilustrísima.
Crisafio resopló asqueado.
—¿De qué me pueden servir las mujeres bonitas? No me gustan. Hacen que los hombres hagan cosas impredecibles. Una mujer que sea a la vez inteligente y hermosa debería ser estrangulada: es demasiado peligrosa para que se le permita vivir. —Los ojos le brillaron al encontrarse con los de Eulogio—. Como ésta. Tendrías que haberme avisado que era inteligente. Tuvo toda la puesta en escena preparada desde el momento en que se puso a gritar.
—¿No crees que estaba realmente asustada? —preguntó Eulogio recordando con pesar las palabras que ella le había dicho la noche anterior. La represalia divina caería sobre él si ofendía al mismo emperador. Ahora parecía que la mujer podía convertirse en concubina y favorita imperial, y el emperador mismo podía encargarse con sus propias manos de la venganza.
—¿Asustada? Claro que estaba asustada. Pero sabía lo que hacía y lo hizo deliberadamente. ¿No viste cómo se agarró al escritorio? Trataba de llamar la atención aquí; sabía que sería inútil gritar en prisión. Probablemente tuviera esperanzas de que viniera el emperador, pero se habría contentado con uno de los hombres que esperaban en la antesala… eran todos lo suficientemente poderosos para protegerla y crearme problemas. Y lloró tiernamente, tirada en el suelo, y se esforzó para que el emperador supiera que era casta además de hermosa, y tuvo el buen tino de darse cuenta de que él podía ofenderse si me atacaba directamente y, cuando vio que así era, se contuvo. Ah, sí, has traído una mascota muy peligrosa a palacio, una mascota que moriría de placer si pudiera destruirnos a los dos. Por suerte, él la sacará de aquí en un par de días.
—¿En serio? —exclamó Eulogio intensamente aliviado—. ¿Por qué?
—Porque, probablemente antes de esta noche, examine su conciencia en sus oraciones y descubra que quiere acostarse con esa zorra. Es tan piadoso que cree que todavía es un hombre casado, aunque esté separado de su esposa infiel, ¡gracias a Dios! Eudoxia fue más inteligente que una docena de tejedoras, y más hermosa. De modo que, muy a su pesar, él apartará de sí la tentación de adulterio y liberará a la tejedora o se la regalará a alguien, probablemente esto último, preferiblemente una viuda devota y adinerada, que la tratará bondadosamente pero que se ocupará de que nadie la toque. Piadoso como es, le desagrada que otros hombres consigan las mujeres que él quiere. Si por mí fuera —dijo en un susurro—, la haría torturar hasta que le quedase un hilo de vida y luego se la enviaría de regalo al rey Atila. No debes repetir nada de todo esto pues de lo contrario te haré llorar lágrimas de sangre.
Eulogio tragó saliva.
—Por supuesto… soy tu sirviente, ilustrísima.
—¡Eres un torpe idiota que ha estropeado todo este asunto desde el principio! —rugió Crisafio—. ¡Vete! ¡Y si alguna vez necesito volver a verte, lo que dudo mucho, te mandaré a buscar!
Eulogio se levantó y Crisafio se quedó solo en su despacho, mirando la imagen borrosa de su rostro en el delicado lustre de la tapa de su escritorio. El hecho de que el emperador fuera susceptible a la belleza había sido siempre una ventaja para él. Le daba cierta calidez a los sentimientos de Teodosio por él, pero no ofendía la delicada conciencia imperial. Y él también había preparado una puesta en escena perfecta poniendo a esa otra mujer inteligente y hermosa, Eudoxia, contra quien no era hermosa pero sí poderosa, Pulqueria, para luego conseguir la caída en desgracia de Eudoxia, de manera que sólo él gobernaba sobre Teodosio y sobre el imperio. Tenía aquello con lo que había soñado desde los nueve años, cuando su amo persa, con el que había dormido desde los siete y pensaba que estaba enamorado de él, que lo había hecho castrar «para mantenerle hermoso», lo había vendido súbitamente a los romanos. Crisafio juró entonces que nunca más lo traicionarían. Él tendría poder y traicionaría antes.
Pero las cosas se habían complicado hasta tal punto que ya no quedaba más poder que conquistar. Tenía confianza en su influencia sobre Teodosio, pero incluso una insignificante tejedora de seda de un taller imperial podía eludir a su guardia y llegar al emperador en contra de su voluntad. Le molestaba, pero también le inquietaba profundamente. A veces pensaba que de verdad amaba a su emperador, y detestaba el amor: el amor significaba debilidad, ser víctima, ser usado; los poderosos no debían amar. Pero lo que ahora sentía se parecía peligrosamente a los celos.
Suspiró y miró hacia la nada. «Pronto se habrá ido —se dijo a sí mismo—. Y no he perdido nada de mi influencia. Él jamás se acostará con esa mujer… no creo que haya dormido con nadie en su vida, a excepción de Eudoxia, y hasta de ésta conseguí deshacerme. Tal vez, cuando se haya desembarazado de esta tejedora, yo tenga aún una oportunidad para apoderarme de ella. No debo preocuparme por este tema.»
Pero se quedó deprimido y preocupado. Su mente, que se apartó de la desagradable cuestión del amor, no encontró refugio en las sombrías consideraciones de Estado. Su habilidad para esquivar los problemas no le servía de nada contra los hunos. El rey Atila no dejaba de exigir más y más a cambio de la paz, el pueblo y el Senado estaban inquietos bajo la carga de los impuestos, y en sus aliados no se podía confiar: lo desobedecían o discutían con él. «Fue un error ofender a Nomos —admitió—, vi el desprecio en sus ojos; sé cuan ambicioso es, aunque no habría permitido que me traicionara, no. Pero de todos modos, fue un error. Y fue un error no cerrar los ojos ante la insubordinación de Zenón. Pero no puedo confiar en nadie, y la mayoría de los hombres que uso son unos ineptos, como Eulogio.»
En contra de su voluntad recordó el destino de uno de sus predecesores, Eutropio, que había sido gran chambelán del padre de Teodosio, Arcadio. Él también había sido supremo en su época, había gobernado al emperador, había gobernado el Estado, y había sido el primer eunuco en ocupar el consulado de Roma. Pero había muerto de una manera horrible, traicionado por todos aquéllos a quienes había elevado para que gobernaran con él y decapitado en secreto tras una promesa de inmunidad. Crisafio se pasó la mano por el cuello, luchando contra las visiones de su cabeza cortada y de su cara mirando con ojos vidriosos desde la punta de la pica de un soldado común.
«No sucederá —se dijo—. Soy más fuerte que Eutropio; no he cometido el error que cometió él, el de compartir el poder; nadie puede rivalizar conmigo. En cuanto a Nomos, estoy en guardia. Lo tengo vigilado, y si tiene intenciones de actuar contra mí, lo sabré por adelantado. Y todo el imperio caerá de rodillas cuando se sepa que he vencido a Atila.»
Ante este pensamiento sonrió. Había contratado a uno de los subordinados de Atila, un godo, para que matara al rey de los hunos a cambio de cincuenta libras de oro. Atila no había designado sucesor, y su imperio era de origen diverso y lealtades dudosas: estaba destinado a desmoronarse con su muerte. Entonces Crisafio sería un héroe, el salvador del Estado romano. ¿Qué importaba comparado con eso, el hecho de que una tejedora de seda inteligente, una esclava a quien había visto una vez y no volvería a ver jamás, le hubiera ganado una partida?
Dio una palmada y ordenó a su atento secretario que hiciera pasar al más distinguido de los nobles que atiborraban su sala de espera.
A la mañana siguiente Demetria durmió hasta tarde, se despertó a eso de las diez, cansada, con la cabeza pesada y la boca seca. Se quedó acostada un momento, mirando el borde de la almohada. Una luz gris bañaba el fino paño y se oía el ruido de la lluvia.
Se sentó desorientada. Estaba en una habitación pequeña con alfombra de lana y una ventana alta de cristal de buena calidad. Recordó vagamente que habían llegado allí la noche anterior después de subir incontables escalones, y que al abrir la puerta había visto la colcha, roja y púrpura, resplandeciente a la luz de la lámpara. Estaba exhausta. El emperador casi no había hablado con ella después de llevarla a palacio; la había encomendado a uno de los chambelanes eunucos de más rango, el cual había delegado la misión a otro de menor rango, éste la había llevado al encargado de los telares de palacio, un eunuco muy joven, de menos de veinte años, que le había mostrado toda la Magnaura y los telares, del primero al último. El palacio le había parecido de una magnificencia opresiva, y no había podido seguir las instrucciones del eunuco sobre el complejo protocolo y las reglas que regulaban las vidas del personal, aunque había intentado prestar atención. Cuando terminó el día, el pequeño dormitorio, la intimidad y el silencio habían sido un profundo alivio.
Se levantó de la cama, fue a la ventana, la abrió y miró hacia fuera. Una cortina de agua caía como cuentas de cristal; al otro lado se veían árboles, doblados por la fuerza del viento, y el agua gris del Bósforo sacudida por la lluvia. Volvió a cerrar la ventana y se vistió despacio.
El emperador la había rescatado de Crisafio, por el momento. Pero ella había averiguado lo suficiente gracias a las confidencias del encargado de los telares para darse cuenta de que el gran chambelán del emperador era el jefe de todo el personal de palacio y que, mientras ella permaneciera en él, sería su superior. Su fuga no era tal a menos que pudiera escapar también de palacio. Pero aunque alguien pudiera tener éxito en semejante empresa, si atrapaban a Nomos ella sería castigada.
«El emperador parece bondadoso —pensó mientras se ajustaba la túnica—. Tal vez, si tengo oportunidad de hablar con él, pueda convencerlo de que me envíe a casa. Después de todo, era su esclava, y ahora soy de nuevo su esclava; él no perdería nada, y puedo servirlo tan bien en Tiro como en Constantinopla. Mejor, pues por lo que vi ayer no hacen muchos tapices aquí en palacio. Se lo pediré en cuanto tenga oportunidad. Oh, Señor, rogaré sin vergüenza, lloraré por mi pobre niño que se ha quedado sin madre, me arrastraré por el suelo como una actriz, cualquier cosa, si es útil. ¡Por favor, que María Santísima me escuche y me envíe a Tiro!
¡Aunque se descubra todo y tenga que morir, que al menos pueda ser en casa!»
Acababa de atarse las sandalias cuando llamaron a la puerta y entró el encargado de los telares, nervioso y con la cara colorada.
—El emperador quiere verte —le dijo—. Tienes que venir en seguida.
Teodosio estaba en su despacho privado. Copiar manuscritos era su distracción preferida, y estaba ocupado con los Evangelios cuando hicieron entrar a Demetria. Él le sonrió, dejando la pluma; ella le hizo la reverencia adecuada, hasta el suelo, y volvió a levantarse.
—Conque aquí estás, Demetria —dijo el emperador dirigiéndole una sonrisa especialmente dulce—. Espero que te hayan tratado bien.
—Sí, señor —dijo ella humilde, preguntándose cómo empezar con su súplica—. Todos han sido muy amables.
—Bien, bien. Sin embargo, he estado pensando en ti, querida, y… y he decidido que retenerte aquí no sería lo mejor. —Le dio un vuelco el corazón y sintió que el color le subía a las mejillas; fue a hablar, pero recordó el extremo respeto debido a un emperador y se interrumpió. Si no iba a retenerla en palacio sería mejor averiguar qué pensaba hacer con ella, antes de decir nada—. No —continuó Teodosio suavemente y con pena—, no debo retenerte. Además, no creo que tejamos tanto aquí, en el Gran Palacio, como para tenerte ocupada. Pero mi hermana… allí es distinto. Ella misma es una excelente tejedora y siempre se sienta una o dos horas al día ante el telar; muchas de sus mujeres son también muy hábiles, y hacen cosas hermosas en su palacio en el Hebdomón. Creo que estarías mucho mejor con mi hermana, de manera que he pensado… ah, Crisafio, aquí estás. Le estaba diciendo a Demetria que he decidido entregarla a mi hermana Pulqueria.
El gran chambelán, que acababa de entrar y comenzar su reverencia habitual al emperador, se detuvo antes de terminarla.
—¿A tu hermana, señor? —preguntó.
—Sí. Pensaba ir hoy a visitarla al Hebdomón. Hace meses que no la veo. Sé que tenemos nuestras diferencias, pero debería verla más a menudo. Ha estado muy sola desde la muerte de Marina.
Crisafio vaciló mirando a la tejedora con los ojos entrecerrados y tratando de no dejar entrever su desprecio. La mujer saldría de palacio, como él había esperado; bien… pero no le gustaba lo de la augusta Pulqueria. Él la había obligado a retirarse pero nunca había conseguido que cayera en desgracia, y ella aún mantenía todos sus títulos y su riqueza, junto con la lealtad de casi todos los mejores generales y el cariño del pueblo de Constantinopla, a cuyos pobres había colmado de oro. Era tan piadosa como su hermano, pero tan dura y pragmática como éste benevolente e idealista; era mayor que él y le había dominado durante años. Crisafio pensó que cualquier cosa que llegara a manos de Pulqueria estaría fuera de su alcance para siempre… y no deseaba que Teodosio visitara a enemigo tan peligroso. Era por lo general muy sencillo sugerir razones por las cuales el emperador no debería visitar a su hermana. Teodosio temía a esa augusta de carácter fuerte y lengua afilada y aceptaba de buen grado cualquier excusa para evitarla. Pero ahora parecía encantado con la idea de obsequiarle esta hermosa tejedora a Pulqueria.
—Es una idea excelente, señor —le dijo Crisafio al emperador sonriendo—, pero ¿puedo sugerir algo? Hoy está lloviendo y te llevaría medio día llegar al Hebdomón. ¿Por qué no envías a la tejedora con una carta y vas en persona otro día, un día de sol? De esa manera podrás ver cómo se ha adaptado la joven, y no tendrás que preocupar a tu nobilísima hermana llegando sin ser anunciado. Ya no es tan joven y ha soportado un duelo profundo por Marina; sin duda preferiría ser advertida para prepararse para recibirte.
—Tienes razón —dijo Teodosio apenado y aliviado al mismo tiempo—. No había pensado en eso. Bien, entonces, Demetria, te enviaré a ella esta mañana y lo prepararé todo para ir otro día a visitar a mi hermana. Crisafio se encargará de proporcionarte un coche con escolta y escribiré una carta para que se la des. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?
—Supongo que lamenta dejarte, sagrada majestad —dijo Crisafio, con los ojos brillantes, antes de que Demetria pudiera decir palabra.
—Será mejor de esta manera —dijo Teodosio y, vacilante, le dio una palmada en la espalda a Demetria—. Mi hermana te tratará bien.
—Me alegra de que le hayas encontrado una buena casa a la chica —se apresuró a decir Crisafio al ver que la tejedora todavía daba señales de querer decir algo. «Quiere pedirle que le permita quedarse con él— pensó con una punzada de ira. —No debe tener esa oportunidad.» Lamento apresurarte, señor— continuó suavemente, —pero hay un asunto que creo que deberías tratar esta misma mañana, ¿tal vez podrías…?
—Por supuesto —dijo Teodosio de mala gana. Le dio un delicado beso a Demetria en la frente, volvió a darle una palmada en el hombro y salió con su gran chambelán.
Media hora después ella salía por la puerta de Bronce en un carruaje incrustado con piedras, ricamente tapizado, del que tiraban cuatro caballos blancos y al que precedía una escolta de diez guardias de palacio. Iba acurrucada contra el cuero acolchado de un rincón, mirando por la ventanilla las calles de Constantinopla, mojadas por la lluvia, mientras avanzaban rápidamente. No sería, después de todo, el final del viaje, sino otra casa de postas. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos; sintió los párpados calientes e hinchados y un nudo en la garganta. Se imaginó que Simeón iba a su lado, mirándola con aquel escrutinio tierno e intenso que era tan particular en él, sin moverse, con las manos casi junto a las de ella. La imagen era tan vivida que abrió los ojos, llena de ansiedad… pero el asiento estaba vacío y ella seguía sola.