Demetria pasó la noche en la Ciudad Vieja encerrada en un dormitorio de la casa de postas. No durmió; estaba demasiado ocupada luchando para encontrar una salida. Estaba segura de que si podía escapar y ocultarse en algún lugar, en cualquier lugar, estaría a salvo: el agente no perdería más de un día buscándola, y el procurador se alegraría de no entregársela. Pero las persianas de la ventana estaban atrancadas, las bisagras eran nuevas y fuertes, y la cerradura de la puerta era imposible de forzar. Aporreando la puerta sólo consiguió que los guardias de Eulogio se acercasen a decirle que se tranquilizara. Se había dado cuenta de que les encantaría tener una excusa para pegarla, y la violación pasaría inadvertida si la golpeaban. No les dio la oportunidad y les obedeció.
Por la mañana temprano los dos guardias preferidos de Eulogio —Berico el godo alto; y Chelchal el huno— fueron a buscarla.
—Nos vamos —dijo Chelchal abriendo la puerta y sonriendo con aquella horrible sonrisa torcida por las cicatrices—. Ven.
Demetria salió tranquilamente, con la cabeza inclinada. Pensó desesperadamente alguna excusa, una treta, un pretexto para demorar la partida, pero no se le ocurrió nada. En el patio de la posada había un carro de cuatro ruedas, con los caballos ya enganchados y el auriga esperando en su lugar. Demetria se detuvo, incapaz de avanzar; los guardias se acercaron por detrás, la cogieron cada uno de un brazo y la empujaron. No había esperanza de huir: tendría que someterse, como ya había hecho antes, y esperar a tener alguna oportunidad más adelante si ahora obedecía con calma. Pero se dio cuenta de que no podía: el solo pensamiento de consentir su cautiverio, le provocó un odio enfermo, caliente y violento que, surgiéndole incontrolado de las entrañas, le hizo arrojarse hacia atrás gritando:
—¡No! —Por un momento la palabra pareció tan sólida y real como su carne, formada a partir de su materia, y llevó consigo una inmensa sensación de alivio. Era inútil luchar, pero lo hizo igual, dando patadas, mordiendo y gritando desesperada. Los guardias tuvieron que tirarla al suelo para reducirla y volvieron a amordazarla antes de meterla en el coche.
El mayordomo de Eulogio, que ya estaba sentado en el vehículo cuando la dejaron bruscamente sobre las maderas del suelo, levantó los pies mirándola con desprecio. Los otros iban a caballo. La puerta del coche se cerró; el cochero gritó y el vehículo se lanzó hacia delante, hacia el camino, alejándose de Tiro. Ella no pudo ver la ciudad por última vez; movió la cabeza hacia un lado para mirar, pero sólo alcanzó a ver los soportes del asiento, pisoteados por cientos de viajeros; el cuero acolchado de la puerta y, más arriba, a través de la ventanilla abierta, un cielo azul y despejado. Demetria cerró los ojos y mordió la tela que la amordazaba, avergonzada de llorar ante el mayordomo.
El carruaje no tenía ballestas que amortiguaran el movimiento y se agitaba violentamente por el trote de los caballos; cada surco y cada piedra del camino sacudían bruscamente a los pasajeros. Era peor que una barca en medio de una tormenta; una milla después había dejado de llorar y se concentraba en no vomitar. Otra milla más adelante había fracasado en su intento: la mordaza retuvo casi todo el vómito entre la boca, la nariz y la garganta, ahogándola, y tuvo que luchar desesperadamente para poder respirar.
Pasaron casi otras dos millas antes de que el mayordomo se diera cuenta del hedor y, entonces, asqueado, le cortó la mordaza cuando ya estaba casi inconsciente con un cuchillo que llevaba en la cintura; entraba y salía de una bruma gris. La primera vez que el mayordomo la golpeó con el pie, ni lo sintió; no se le empezó a despejar la cabeza hasta la tercera patada. El hombre gritó a Eulogio por la ventanilla, quejándose de que ella había ensuciado el coche. El hedor era tal que le revolvía el estómago; Demetria tenía que limpiarlo.
Al parecer Eulogio estuvo de acuerdo, pues un rato después el carruaje se detuvo, abrieron la puerta y, arrastrándola, la arrojaron sobre la hierba del borde del camino; se incorporó, aun tratando de recuperar el aire. Estaban en un puente sobre un arroyo, en medio del campo, más allá de cualquier referencia del paisaje que a Demetria pudiera resultarle conocida.
—Limpia el coche —le ordenó Eulogio, en pie junto a ella—. Y lávate tú también, rápido.
Los guardias la desataron y ella se levantó con dificultades. Todo el grupo se había reunido y la miraba con asco. No le quedaban ya ánimos para enfrentarse a ellos. Recogió unos manojos de hierba y se puso a limpiar el suelo del coche.
Cuando terminó de limpiarlo y enjuagarlo con agua del arroyo, fue detrás de unos arbustos, aguas abajo, para lavarse la cara y tratar de limpiarse la túnica manchada. Echarle agua era inútil, de manera que se la quitó, quedándose con la túnica corta que llevaba debajo, y se arrodilló temblando de frío mientras lavaba el cuello de la prenda en el agua fría. Estaba retorciéndola cuando Berico, el godo, apareció detrás del arbusto y se quedó mirándola.
—Estás tratando de escapar —dijo en tono acusador.
Ella miró aguas arriba, hacia donde los otros esperaban charlando. No estaban pendientes de ella ya que no había ninguna necesidad. Desde donde estaban se veía con facilidad todo el arroyo, y el terreno era abierto y despejado. No había la menor posibilidad de huir sin ser vista.
—Sabes que no puedo —respondió ella hastiada. Se levantó y comenzó a ponerse la túnica por la cabeza.
—¡Querías escapar, embustera! —gritó el godo, furioso de pronto, por alguna razón que ella no alcanzó a entender—. ¡No has hecho otra cosa desde que el amo te compró! —Le arrancó la túnica de las manos y le dio una bofetada. Ella resbaló en la orilla del arroyo y cayó al suelo, metiendo medio cuerpo dentro del agua. Berico la sacó y volvió a abofetearla, con tanta fuerza que para ella el mundo se volvió otra vez gris. La empujó contra el arbusto, le levantó la falda, metió la rodilla entre sus muslos y comenzó a quitarse el cinturón. Por un momento ella pareció estar fuera de su cuerpo, observando la escena con calma: una mujer tendida en el suelo, medio aturdida, entre las ramas de un arbusto a orillas de un arroyo, con las nalgas desnudas en el barro y, frente a ella, un hombre armado disponiéndose a violarla. «¿Por qué?», se preguntó. Parecía improbable que el hombre sintiera deseo por esa mujer sucia y vapuleada. ¿Quería vengarse de ella por los problemas que le había causado? ¿O era una especie de juego con sus compañeros, tomar a la mujer que todos vigilaban? ¿O algo más sencillo… ella estaba ahí, no era noble, no era virgen, era una esclava… por lo tanto, disponible para cualquiera? «Pero no es así— concluyó mientras él se bajaba los pantalones y se inclinaba hacia ella, gruñendo con la cara colorada. —No soy de cualquiera y menos de él.» Gritó y levantó con fuerza las rodillas; con una consiguió darle un buen golpe en la entrepierna. Él lanzó un gemido de dolor y se puso pálido; ella rodó, saliendo de debajo de él, cogió la túnica y el manto y corrió hacia el camino.
A los otros guardias el incidente les pareció muy gracioso. Pero Eulogio simplemente se impacientó por la demora y cuando Berico reapareció unos momentos más tarde, pálido todavía y caminando con rigidez, su amo lo maldijo por maltratar a una esclava con la que él quería obsequiar a Crisafio. Juró que el próximo hombre que tratara de abusar de su propiedad sería azotado. Berico recibió la reprimenda malhumorado y fue a atender a su caballo; al parecer no se sentía muy apto para cabalgar, porque ató al animal al carruaje y se subió junto al cochero. Pronto todo el grupo estuvo otra vez en camino. Demetria, empapada, dolorida, asustada y exhausta, se sentó temblando junto al asqueado mayordomo.
«He muerto —pensó asombrada—, no siento nada y no me reconozco a mí misma. Ésta no soy yo; yo he muerto en Tiro, y lo que Eulogio se lleva es un fantasma.»
Al otro lado de la ventanilla las millas discurrían rápidamente.
Simeón había llegado a la casa de postas de Tiro poco después de que Demetria saliera de allí. Había pasado la noche anterior tratando de descubrir dónde habían tenido encerrada a su esposa sin conseguirlo. Había convencido a Melecio de que se quedara con su abuela en casa y se había dirigido a la prefectura. Pero los guardianes y los esclavos ya estaban acostados cuando llegó y los guardias nocturnos se negaron a dejarlo pasar. Por la mañana fue a los establos de la prefectura pero sólo consiguió enterarse de que Eulogio había pasado la noche en la casa de postas de la Ciudad Vieja. Los palafreneros del prefecto recordaban haber visto a Demetria el día anterior: habían conseguido un carruaje para ella, porque había forcejeado con los guardias y se había negado a ir andando detrás del caballo del agente. Simeón corrió a la Ciudad Vieja con la esperanza de llegar a tiempo para ver a Demetria, para prometerle ayuda si podía, y si no, al menos, para verla; pero cuando llegó a la casa de postas Eulogio y su grupo se habían ido.
—Sí, había una mujer con él —dijo un palafrenero en respuesta a las desesperadas preguntas de Simeón—. Muy guapa, una esclava que acababa de comprar. Yo de buena gana compraría una esclava así, ¡no sé si me entiendes! No quería irse con él y tuvo que atarla y meterla dentro del carruaje. Se llevó uno de cuatro ruedas; él no iba dentro, y podría haber metido a la mujer y a su mayordomo en uno de dos con el equipaje atrás. Pero no, quiso uno de cuatro, cubierto y con cuatro caballos… y para él se llevó el mejor caballo del establo, junto con otro para cada uno de sus hombres. ¡Once caballos en total! Partieron al galope, así que cuando lleguen a la próxima posta, tanto los caballos como el carruaje estarán destrozados, estoy seguro. Sólo Dios sabe qué podremos hacer si nos llega otro correo esta mañana: todos los animales que quedan en el establo están hechos una pena.
—Y la mujer… ¿estaba bien? —preguntó Simeón preocupado.
El palafrenero se encogió de hombros.
—Como te he dicho, no quería irse con ellos. Cuando trataron de subirla al carruaje se puso a gritar como una arpía, por lo que tuvieron que atarla y amordazarla. No parecía muy contenta, como puedes imaginarte. Pero si me preguntas por su aspecto, esa mujer no tenía nada que estuviera mal. Como te decía antes, a mí me encantaría poder comprarme una como ella. ¿Por qué lo preguntas?
Simeón lo miró con odio.
—Es mi esposa —dijo cortante.
—¡Virgen Santa! —dijo el palafrenero borrando la sonrisa de su rostro—. Perdóname… no sabía…
Simeón movió la cabeza.
—Es una esclava del Estado —dijo enfadado—. Ese desgraciado no tenía ningún derecho a comprarla.
—¡Puf! —dijo el palafrenero profundamente conmovido. Como todos los palafreneros y veterinarios empleados en el sistema de postas, también era un esclavo del Estado: nunca se le había pasado por la cabeza que él o cualquiera como él pudiera ser vendido. Miró a Simeón con esa mezcla de admiración y compasión que se dedica a las víctimas de una catástrofe espectacular—. Bien —dijo tras un rato—, no creo que… le hagan daño. Estuvo toda la noche encerrada en la posada. Escucha, ¿qué te parece si trato de averiguar cómo la trataron?
El palafrenero averiguó dónde habían tenido a Demetria durante la noche y volvió con la información de que la criada estaba segura de que nadie la había violado, y que le habían ofrecido comida, bebida y un baño por orden del agente, pero que ella los había rechazado.
—Estará bien —le dijo el palafrenero a Simeón—. No la están maltratando. Pero, por Nuestro Señor de los Cielos, qué cosas pasan. Y las personas como nosotros tenemos que rendirnos ante los poderosos, no puedes discutir con un princeps de los agentes. ¿Por qué no te vas a tu casa y bebes algo? Conseguirás hacerte a la idea.
Simeón no respondió y salió rumbo al puerto egipcio. El mal tiempo del día anterior se había ido y el sol refulgía sobre el mar azul como el índigo. Soplaba una suave brisa del sudeste. «Un tiempo perfecto para zarpar —pensó Simeón—, pero la Procne aún no está terminada de pintar, así que todavía no puedo salir. Tardaré unos días en dejarla a punto, entonces, si el tiempo lo permite, zarparemos. No me rendiré a los poderosos, no cuando está en juego Demetria.»
Un pescador de púrpura tenía que moverse dentro de una zona bastante amplia para revisar sus trampas: necesitaba una barca ligera, rápida, fácil de maniobrar y que pudiera enfrentarse a vientos desfavorables. La Procne era todo eso, y Simeón estaba orgulloso de ella hasta tal punto que sus compañeros bromeaban diciéndole que Demetria debería tener celos. Estaba construida con cedro y los tablones, ensamblados sobre las planchas, estaban tan ajustados como los paneles de los armarios más caros. La pintura del casco era azul en la parte inferior y blanca en la superior, y llevaba un revestimiento de cera para sellar las juntas de la madera. El mástil de popa estaba tallado y era rosa, negro, blanco y verde. La vela mayor era un trapecio de lino rústico y arpillera, teñida de azul y blanco, que estaba colgada de un aparejo latino en el único mástil, y que se podía complementar con un trinquete atado a la proa.
Un barco mercante jamás habría salido en diciembre para un viaje largo, pero éstos necesitaban puertos profundos cuando hacía mal tiempo y no estaban preparados para navegar contra el viento. La Procne podía fondear en cualquier playa y navegaba rápido tanto con el viento en contra como a favor. Simeón comenzó a prepararla apenas estuvo seca la pintura.
Les dijo a su capataz y a sus compañeros que quería trabajar tranquilo y solo durante algunas semanas, y todos hicieron lo imposible para complacer a un hombre que, como ellos sabían, tenía buenas razones para sufrir. Conseguida la privacidad que quería, sacó de la barca, ayudado por Melecio, los depósitos del centro que servían para guardar la pesca, levantó el fondo y añadió un toldo que pudiera doblarse por encima de la cubierta.
—Tendremos que dormir en la barca durante el viaje —le dijo Simeón a Melecio—. Iremos a ciudades extrañas, donde nadie nos conoce; podrían intentar robarnos.
Melecio asintió muy serio.
—Yo llevaré mi cuchillo —dijo—, y si alguien trata de robarnos, ¡lo mataré!
Llevaron a la barca todas sus ropas de abrigo, para lo cual compraron un buen baúl de madera a prueba de agua. También metieron la ropa de Demetria. «La necesitará para el regreso a casa», le dijo Simeón a su hijo, y se dio cuenta de que las cosas conocidas que tan a menudo había visto usar a su esposa lo consolaban; parecía estar seguro que si llevaban su ropa la encontrarían. Cargaron un brasero y un poco de carbón envuelto en una tela encerada, pescado salado, galletas, queso y dátiles secos: provisiones de emergencia para tres días; y llevaron velas, sogas, un hacha y algunas maderas por si necesitaban hacerle algún arreglo a la barca. Compraron una red y sedal para pescar durante el viaje y Simeón, no sin pesar, compró un espantoso arpón, que nunca había usado y esperaba no tener que usar nunca, pero que seguramente aterrorizaría a cualquier presunto ladrón. Cosió el dinero (sus ahorros y los de Filotimos) en un cinturón de lona que se puso por debajo de la túnica. Los preparativos duraron cinco días durante los cuales el tiempo se mantuvo despejado.
Al amanecer de una mañana fría y soleada, cinco días antes de Navidad, Filotimos ayudó a Simeón a botar la Procne en el puerto egipcio. Las pequeñas olas bisbiseaban sobre las piedras de la playa y el agua, que hacía espuma al llegar a sus pies, estaba fría y clara como el hielo. Laodiki, la única persona a la que habían explicado el plan, los observaba preocupada en la costa. En popa, sujetando los dos remos, Melecio la miraba pálido de entusiasmo. Simeón se metió de un salto en la barca e hizo una seña a Filotimos para que saliera del agua. Cuando el anciano hubo saltado a la playa, Simeón se puso en el lugar de Melecio y remó para llevar la barca hacia aguas más profundas. Cuando se incorporó para subir uno de los remos, Filotimos y Laodiki parecían pequeños como muñecos; el otro se lo dio a Melecio, que lo sostuvo firme mientras él izaba la vela. El viento soplaba hacia el este y la Procne se estremeció cuando lo recibió de lleno. Meli se apoyó con fuerza en el remo mientras su padre ajustaba los aparejos. Filotimos y Laodiki observaron cómo Simeón sustituía de nuevo a su hijo en el remo y Melecio se levantaba, agarrándose al mástil, para saludarlos. Las olas claras y pequeñas rompían contra la playa; el aire olía a púrpura, a carbón de los fuegos matutinos y a mar. Los dos, muy quietos, se quedaron mirando a la Procne que, avanzando como un ave, dio la vuelta a la punta de Tiro y tomó rumbo hacia el norte, perdidas ya sus velas azules en el azul oscuro del mar.
El mismo amanecer que vio a Simeón zarpar de Tiro, vio a Demetria a casi cuatrocientas millas de distancia, esperando a que engancharan los caballos para el próximo tramo del viaje.
Eulogio y su grupo habían pasado la noche en una casa de postas a algunas millas al este de la ciudad de Tarso, en la provincia de Cuida. Mientras el agente discutía con los palafreneros de la posta sobre los caballos y los caminos, su séquito esperaba junto al fuego de pino que ardía en una de las esquinas del patio del establo, cuyo humo dulce y sofocante se mezclaba con el olor a estiércol y a caballos. Era una mañana fría, y el aliento de hombres y animales se veía como humo blanco, y los techos de los edificios de la casa de postas resplandecían con la helada. Demetria alcanzaba a ver, más allá del último establo, las laderas de los montes Taurus a treinta millas de distancia, blancas por la nieve recién caída.
Eulogio había vuelto a perder los estribos con los palafreneros; les gritaba y golpeó al hombre que tenía más cerca.
—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Te dije que tuvieras el carruaje listo cuando terminara de desayunar! Y ¿con qué me encuentro? ¿Ni siquiera lo has sacado del establo?
El grupo de Eulogio no prestaba atención. Su amo perdía los nervios en cada casa de postas: o los palafreneros eran demasiado lentos, o los caballos no eran buenos, o el eje del carruaje crujía. En una posta cerca de Antioquía se encontraron, al llegar, con que otro viajero se había llevado todos los caballos de refresco, y Eulogio hizo azotar al maestro de postas porque tuvieron que esperar. A sus guardias no les resultaba extraño: su amo tenía prisa, como siempre, y era mejor que los demás fueran con cuidado.
El maestro de postas local salió de la posada, entonces Eulogio dejó de pegarle al palafrenero y se dirigió a él.
—¿Cómo está el camino a través de las montañas? —preguntó.
El maestro de postas lo miró sorprendido y señaló con un ademán los picos nevados.
—Señoría, como puedes ver ha nevado —dijo respetuoso—. Si hay esa cantidad de nieve al pie de las montañas seguro que en las Puertas Cilicias hay casi un brazo de altura. Nadie puede pasar por allí hasta la primavera, excelencia.
Eulogio lo maldijo. El maestro de postas se movió, incómodo, y sugirió que el paso occidental de los Taurus, por el valle de Isauria, podría ser viable.
—¿Quieres que nos maten? —preguntó Eulogio—. ¿Cómo nos mandas por Isauria? ¡Esas montañas están infestadas de bandidos y tú lo sabes! ¡Perro sucio, apártate de mi camino! —Se hizo a un lado y comenzó a gritarles otra vez a los palafreneros. El camino más rápido hacia Constantinopla era a través de los montes Taurus y la meseta de Anatolia. Era por donde había venido, e incluso entonces los caballos habían tenido que ir con cuidado al transitar los caminos resbaladizos por el hielo. Ahora habían caído fuertes nevadas y él llevaba un coche: tendría que tomar el camino de la costa al menos hasta Atalia, lo que añadiría ciento sesenta millas al viaje. Abofeteó a otro palafrenero y entró en la posada para vérselas con la criada que le había cepillado la ropa.
Demetria se había quedado en silencio junto al fuego del patio del establo, mirando mientras los palafreneros, nerviosos, ajustaban las cinchas de los caballos y revisaban los arneses y los ejes del carruaje. Ella había luchado para no salir de Tiro, pero no tenía sentido hacerlo ahora; tampoco lo había tenido antes, admitió amargamente, no había habido esperanza de escapar, y nada que ganar excepto algunos golpes y el pobre consuelo de no haberse entregado sin presentar batalla. Pero resistirse había estado bien, mucho mejor que quedarse desesperanzada, indiferente y exhausta, como ahora. Pero nadie puede estar siempre luchando, no cuando se está condenado a perder.
El primer día había sido el peor. El malestar, los golpes y el intento de violación la habían dejado atontada y agotada. Esa última noche en Tiro había decidido que intentaría escapar durante los primeros días, antes de que se alejaran demasiado de la ciudad, pero no hizo ningún intento. No había tenido en cuenta la velocidad de las postas imperiales. El primer día cambiaron los caballos cinco veces, y por la noche llegaron a la casa de postas de Biblos, a cien millas de Tiro, mucho más lejos de lo que Demetria había estado en toda su vida. No conocía a nadie en la ciudad, no tenía dinero, ni siquiera una muda de ropa para venderla y sabía que, aunque pudiera escapar, probablemente le costaría tres o cuatro días de marcha volver a Tiro. Los guardias la encerraron en el almacén de la posta y allí la dejaron tan abatida, desesperanzada y exhausta, que no pudo hacer nada más que acostarse y dormirse de inmediato. Se despertó sintiéndose enferma y mareada por la angustia del día anterior, con dolor de cabeza y los ojos hinchados por los golpes, así que no pudo presentar la menor resistencia a los guardias cuando éstos fueron a buscarla para llevarla al carruaje. Y la noche siguiente se encontró al doble de la distancia de Tiro. El mundo era mucho más grande de lo que ella había creído. El camino se extendía por la llanura de la costa, las aldeas aparecían y desaparecían en la distancia a medida que el carruaje avanzaba. Pasaron palmares y olivares, viñedos y trigales, todo despejado, con las ramas secas y el rastrojo del invierno. Rebaños y más rebaños pastaban en los pastizales espesos y húmedos. Subieron altas montañas desde donde vieron el mar brillando azul a la izquierda y los pueblos de pescadores con las barcas en tierra o salpicando el horizonte con el dibujo de sus velas. Había gente trabajando, comiendo y bebiendo, amando y odiando, criando niños y envejeciendo: ella pasó por todo esto como un fantasma desasosegado, apartada de su vida y arrastrada a través de un camino interminable.
Ahora, a seis días de viaje de Tiro, habían trazado una curva desde la costa, saliendo de Siria y entrando en Asia: el taller de seda parecía estar en otro mundo. «Es como estar muerta —pensó Demetria una vez más—. He dejado todo atrás, casa y país, esposo e hijo, el trabajo del que tanto me enorgullecía, todas las personas a las que conocía y todo lo que pensaba que era. Ahora no soy más que un recuerdo vagando al borde del olvido.»
Engancharon los caballos al coche. Uno de los guardias de Eulogio se acercó a ella sonriendo. Era Chelchal, el huno. Con su cabeza deformada, la cara llena de cicatrices y las piernas torcidas, era la criatura más espantosa que ella había visto en su vida; su manto de pieles sucias de marmota estaba lleno de pulgas y él apestaba a leche agria y estiércol de caballo. Al principio había sentido más miedo de él que de cualquiera de los otros, pero era el único miembro del grupo que no la había pegado, y ahora no hizo el menor esfuerzo por evitarlo.
—Sube al carruaje, ahora —le dijo animado con su griego torpe y con acento extranjero—. Rápido; llegaremos a Seleucia esta noche.
Ella inclinó la cabeza y caminó despacio hacia el carruaje. Chelchal la ayudó a subir. El mayordomo de Eulogio ya estaba en su lugar; frunció la nariz y miró hacia otro lado. Le molestaba, había dicho, compartir un carruaje con «una apestosa trabajadora de púrpura». Chelchal le dio a Demetria una palmada en la mano.
—¿Has desayunado? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza; el movimiento del carruaje aún le daba la vuelta al estómago y no quería comer nada.
—¡Debes comer! —exclamó Chelchal preocupado—. Enfermarás si no lo haces; y tal vez mueras.
—Quiero irme a casa —le dijo ella—. No puedo comer aquí.
Él movió la cabeza apenado.
—No puedes. —Extendió las manos y se encogió de hombros—. No puedes. Toma desayuno.
—¡Tengo esposo y un hijo en Tiro! —le dijo ella sintiéndose muy desgraciada. «Como si le importara a cualquiera de ellos quién fui», pensó amargamente.
Él asintió y se golpeó el pecho.
—Yo tengo esposa y dos hijos, están con mi gente, los acatziros. El rey Atila viene y hace guerra. Mata a muchos, muchos guerreros y conquista a los acatziros. Entonces les da mi esposa y mis hijos a otro hombre. Bien. Yo todavía tomo desayuno. Un hombre muerto sirve de nada. Yo traigo pan y tú comes. —Fue a la posada y volvió un momento después llevando en su mano encallecida y sucia una torta de sésamo humeante—. Ahí —dijo sonriéndole—, come esto. Es bueno.
—Gracias. —Ella cogió la torta de sésamo, Chelchal asintió contento y se fue hacia su caballo. El carruaje comenzó a moverse, cruzó la puerta de la posada y una vez más salió al camino.
Después de aquello Chelchal pareció haber decidido cuidarla: en cada parada se acercaba a ella y le ofrecía vino aguado o pasteles o queso fresco, y le hablaba con una afabilidad que resultaba desesperadamente dulce comparada con la hostilidad y el desprecio que recibía de los demás. Era un hombre charlatán y, aunque el griego era su tercera lengua, después del huno y del godo, y lo hablaba mal, se las ingenió para hablarle a Demetria de sí mismo. Era un noble de una tribu huna de Oriente, los acatziros. La forma de su cabeza —la parte superior puntiaguda y la frente aplastada— no era natural sino que, como las cicatrices, era una deformación producida por prácticas rituales que se efectuaban a los muchachos de su tribu.
—A niños no duele —le dijo a Demetria jovial—. A hijo mío le atan cabeza cuando pequeño pequeño, no llora nada, ¡ah, no! ¡Come y come y come! Se pone niño grande y fuerte. Tiene seis años la última vez que yo vi, creo tiene nueve ahora. Cuando tiene doce, trece años, irá matar un lobo, o puede ser un jabalí o un león; entonces se convierte en guerrero y le dan sus cicatrices. —El huno sonrió orgulloso pero en seguida frunció el entrecejo—. O puede ser que no. Puede ser que su amo lo deje en la casa para que sea esclavo.
En una casa de postas cerca de Aspendos, le contó cómo había llegado a ser guardia de Eulogio. Habían parado para cambiar los caballos pero el agente no estaba satisfecho con los animales que le daban; pasó un buen rato despotricando, gritando al maestro de posta y exigiendo otras monturas. Demetria se quedó en el coche, pero Chelchal se acercó, se recostó en la puerta y se puso a hablar con ella. En Tiro todos hablaban de los hunos como si fueran un solo pueblo, pero ella se enteró de que, en realidad, eran muchas tribus diferentes, cada una con sus costumbres y sus campos de pastoreo para los rebaños que criaban. El famoso rey Atila había heredado de su padre una confederación de varias tribus, pero había aumentado sus dominios con continuas conquistas. La tribu de Chelchal había sido una de las últimas independientes. Tres años atrás, el rey había invadido su territorio llevándose el ganado, las mujeres, los niños y los esclavos; había quemado chozas y carretas hasta que los acatziros se rindieron y le juraron obediencia. La familia de Chelchal había sido capturada durante las invasiones y entregada a uno de los guerreros de Atila como recompensa por sus servicios; no había habido esperanza de que regresaran con la paz. Cuando su pueblo se rindió, Chelchal se negó a hacerlo. Se dedicó a vagar durante un tiempo por los reinos del norte, buscando algún enemigo del rey de los hunos a quien unirse. Pero no había resistencia que mereciera el nombre de tal en ningún lugar y finalmente Chelchal había desistido y se había ido a Constantinopla, pensando que al menos se mantendría fuera del alcance de su enemigo. Pero había tenido muchas dificultades para quedarse en la ciudad.
—El rey Atila es rey muy muy grande —le explicó a Demetria—. Conquista los acatziros, los amilzuros, los itimaros… todos los bravos pueblos hunos, ahora todos servir al rey Atila. Y conquista todos los pueblos godos, y los alanos, los gépidos y los hérulos, y los pueblos al norte del Danubio, y en Oriente llegó hasta los eftalitas y en Occidente hasta los francos. Es un reino muy grande, tan grande como los reinos de los griegos y los romanos juntos. Y el rey Atila es un rey mucho más grande que el rey Teodosio de los romanos de Oriente o el rey Valentiniano de los romanos de Occidente. El rey Teodosio no luchará contra él. En lugar de luchar le paga mucho oro. Y Atila quiere más oro. Le dice al rey Teodosio: «Dame todos mis desertores». Yo soy desertor, ¿sabes?, porque él gobierna mi pueblo. Él dice que todos los hunos son sus esclavos o son desertores fugitivos. Entonces yo, y muchos otros hunos como yo, enemigos del rey Atila, vamos al rey Teodosio y decimos: «Déjanos quedarnos y lucharemos contra el rey Atila por ti». Pero el rey Teodosio no quiere pelear. A casi todos los hombres se los envía al rey Atila, y con mucho oro, además. Pero Crisafio es inteligente. Cuando ya envió muchos guerreros, le dice a Atila: «Todos los otros desertores están muertos; unos griegos muy resentidos los mataron a todos». Y le da al rey Atila regalos para que Atila le crea y no haga guerra contra los griegos. Por eso, yo prometo servir a Crisafio, y él me dice: «Este año servirás a mi sirviente Eulogio; y luego lo re–con–si–de–ra–mos»—. Lo pronunció con cierto placer, porque era la palabra exacta que había utilizado el gran chambelán. —Si lo sirvo bien, entonces me quedo entre los griegos; de lo contrario, me enviará a Atila.
Pero él no me enviará a Atila. Soy un guerrero valiente, demasiado bueno para que me envíe lejos.
—¿Qué te haría el rey de los hunos si te atrapa? —preguntó Demetria.
Chelchal escupió.
—El rey Atila no mata a hunos valientes. Quiere más hombres. Debe gobernar sobre otros pueblos de su reino: los godos, los alanos y los gépidos. Hay muchos, muchos godos, y no tantos hunos. El rey Atila necesita más guerreros hunos, y necesita el dinero de los griegos para mantener tranquilos a los godos. No, yo no tengo miedo de que él me mate. Pero no quiero servirle. Él le dio mi esposa y mis hijos a otro hombre. —Chelchal volvió a escupir y luego volvió a esbozar su extraña sonrisa de siempre.
Demetria permaneció un rato en silencio.
—Yo una vez tejí una capa que iban a enviarle de regalo al rey Atila —le contó a Chelchal. Lo recordaba con claridad: seda púrpura y blanca con un dibujo de aves volando; dos redondeles de tapiz que mostraban a los reyes de los hebreos, David y Salomón, entronizados en todo su esplendor. Había tardado siete meses en terminarlo—. Supongo que fue eso lo que inició todo este problema —dijo con amargura—. El procurador lo vio y quiso que yo le hiciera uno a él.
Chelchal asintió sin dejar de sonreír.
—El señor Eulogio te compró para que hicieras capas bonitas. Berico dice que eres prostituta, pero Berico es godo estúpido y es capaz de confundir a una prostituta con una monja. —Chelchal rió—. ¡Un godo estúpido que quiere violar a todas las mujeres! Yo le digo que eres una muchacha buena, inteligente para hacer mantos. —Se palmeó su manto de piel de marmota, metió la mano por la ventanilla del carruaje y tocó el dibujo de flores del borde del manto de Demetria—. ¿Has hecho esto?
Demetria se apartó, pero el huno parecía más interesado en el tejido que en ella.
—Es fácil —le dijo—. Es un dibujo sencillo. Para el taller yo hacía tapiz, imágenes en el tejido.
—Eres inteligente. Yo veo esos mantos, los usan los ricos. Los hunos y los godos no saben hacerlos. Lo mismo que las espadas, los cuchillos y las ollas: las que hacen los griegos son las mejores. Si yo me hago un hombre rico compraré esclavos griegos para fabricar cosas y esclavos hunos y godos para pelear… como Crisafio. Los hunos y los godos son hombres valientes, pero no son inteligentes para hacer cosas. Pero ¿tú eres griega, tiria griega? Tienes ojos como los godos.
Otras personas ya se lo habían dicho; apartó sus verdes ojos godos de él.
—Mi abuela era goda —dijo brevemente.
—¿Era esclava también? ¿O había nacido libre?
—Siempre decía que había nacido noble, pero yo no sé si era cierto. Los romanos la capturaron y la hicieron esclava, cuando llegaron a Tracia la llevaron al taller para tejer.
—¿No para tejer mantos?
—No. —Lo miró sonriendo. Antaño había sido un gran consuelo para ella el hecho de que su abuela no hubiera sido una tejedora lo bastante buena para tejer en los telares de seda—. No, nunca le permitieron ni siquiera acercarse a los telares. No sabía tejer otra cosa que imágenes, y hasta eso hacía mal.
Chelchal rió.
—¡Como todos los godos! ¿Tu esposo es un hombre inteligente?
Por primera vez desde que salió de Tiro, Demetria intentó imaginarse a Simeón. Desde el principio había tenido conciencia de que cuando se la llevaran de la ciudad la dejarían como vacía; había gritado una y otra vez para que no la separaran de su esposo y de su hijo; hasta se había imaginado a Melecio llorando, buscando y encontrando algo de consuelo en Simeón y en su abuela. Pero esa parte del vacío dentro de ella, llamado simplemente «mi esposo», lo había dejado en sombras: como una delicada red de responsabilidades que se había roto, un dibujo abandonado, una ausencia a su lado mientras dormía. E incluso en Tiro, cuando pensó en él, fue sencillamente como «mi esposo», un hombre definido por cómo se portaba con ella, no por lo que era por sí mismo. «¿Es inteligente?», se preguntó ahora, y lo vio reparando hábilmente la trampa de múrices, observando el mar para ver si cambiaba el viento, mirándola fijamente a los ojos a la luz de la luna junto a la puerta, cuando comprendió que ella estaba tratando de mentirle. Demetria no estaba preparada para la brutalidad del dolor que la sobrecogió junto con la imagen: fue como si alguien le hubiera cortado un pedazo de corazón.
No le respondió a Chelchal. Tras un momento, él le palmeó la mano y se fue a buscar su caballo. Eulogio había terminado con el palafrenero, los caballos estaban enjaezados y el grupo listo para continuar el camino.
«Estoy enamorada de Simeón —pensó Demetria asombrada cuando el carruaje comenzó a avanzar—. Virgen Santísima, le quiero, le quiero a él y a nadie más que a él, su rostro, sus ojos, su cuerpo contra el mío; su vida y la mía juntas mientras estemos vivos. ¿Por qué? No estaba enamorada de él cuando nos casamos. ¿O sí? Siempre supe que me gustaba más que ningún otro, pero nunca entendí por qué. Decía que era porque él sería bueno conmigo y no me golpearía, que un pescador de púrpura era un buen partido, lo suficientemente respetable para tener a raya a los demás, que no sería pobre. Pero había otros hombres que también eran buenos, respetables y con dinero, con quienes podría haberme casado y no lo hice. Era él, siempre fue él, nunca hubo nadie más. Y durante seis años he estado casada con él; seis años desperdiciados, sentada encima de un tesoro pero viviendo en medio de la pobreza; seis años en los cuales pude haber sido feliz y no lo fui. Todo lo que quería lo tenía entre las manos y no me he dado cuenta hasta ahora, en que lo he perdido para siempre. ¡Ay, Simeón, mi vida; mi querido Meli! ¿Por qué, en el nombre de Dios, he sido tan estúpida?»
El mayordomo de Eulogio frunció la nariz molesto, y se situó, altivo, al otro extremo del carruaje. La nueva esclava de su amo estaba llorando. «Realmente —pensó—, qué mujer tan fastidiosa, no ha traído más que problemas, primero gritaba, luego vomitaba y ahora llora. Me alegraré mucho cuando lleguemos a Constantinopla y la pongan en las habitaciones de los esclavos comunes. Realmente, deberían haber tenido el buen sentido de hacerla viajar.»
Eulogio y su grupo avanzaban por la costa sur de Asia hasta Atalia, donde se internaron en el continente, y cruzaron las montañas en un punto donde no eran más que colinas en la planicie entre Licia e Isauria. Incluso así, en algún lugar el carruaje tuvo que atravesar nieves profundas y los pasajeros tuvieron que bajarse y caminar para aligerar la carga. Demetria nunca había visto nieve. Se quedó mirándola maravillada cuando bajó del carruaje. No se oía el menor sonido en las laderas de las montañas: hasta el viento entre los árboles era acallado por la nieve. Llevaba los pies fríos calzados con sandalias, sentía la nieve que se derretía en el borde de su túnica. Tuvieron que detenerse cuando el vehículo empezó a resbalar en un surco oculto del camino
—¡Deprisa! —gritó Eulogio frenando su caballo—. ¡Ayuda con el carruaje, ramera! ¡Y tú, cochero, muévelo!
Demetria imitó al mayordomo y arrancó ramas de los árboles cargados de nieve que luego metió debajo de las ruedas del carruaje. Pronto estuvo sudando y temblando al mismo tiempo, y tropezando por el cansancio. No había comido mucho desde que salieron de Tiro y el agua que había bebido en una de las postas le había provocado una leve disentería, con la consiguiente repugnancia del mayordomo.
—Aquí —dijo Chelchal frenando el caballo junto a ella—, monta conmigo.
Berico el godo se detuvo en seguida.
—¡Puede montar conmigo! —le dijo a Chelchal con furia.
Demetria había estado considerando el ofrecimiento de Chelchal, pero ante esto negó con la cabeza.
—Caminaré —les dijo, se apoyó contra el carruaje y volvió a poner su rama de pino bajo la rueda trasera. Chelchal le dijo algo a Berico en un idioma que ella supuso que sería godo; Berico pareció sentirse insultado y le gritó algo, pero Chelchal se rió de él. Berico espoleó su caballo y avanzó con rabia hasta el principio del grupo.
—Monta conmigo —le dijo Chelchal.
Demetria negó con la cabeza. Le gustaba Chelchal pero montar con él ahora sería aceptar algo más que su amabilidad y algo que, aunque no estuviera muy bien definido, era inaceptable.
—Puedo caminar —dijo empecinada—. La nieve no puede ser tan profunda más adelante.
Pero la nieve continuó siendo profunda durante cinco millas más; pronto pudieron volver al carruaje y comenzar el descenso hacia la ciudad de Colosas. Pero esas millas fueron muy largas para Demetria. Cuando terminó la penosa tarea de trepar resbalándose en la nieve y volvió al carruaje, se dio cuenta de que no podía controlar el temblor de sus miembros. Se envolvió con fuerza en su manto empapado de nieve y se acurrucó en su rincón; el mundo parecía sacudirse hacia un lado y hacia otro tras sus ojos cerrados. Cuando por fin llegó la noche y se detuvieron, el mayordomo tuvo que gritarle para que bajara del carruaje. Ella asintió, atontada, y comenzó a incorporarse para abrir la portezuela, pero entonces el mundo comenzó a dar vueltas y todo se puso negro. Fue como si su conciencia, disminuida, se hubiera liberado de su cuerpo cansado, enfermo y agotado; se vio a sí misma tendida en un rincón del carruaje mientras el mayordomo la abofeteaba, pero ella observaba la escena sin interés. Después de un rato, el mayordomo se fue y Eulogio vino en persona y la insultó. Ella no prestó atención: era más fácil hundirse en el olvido y ahogarse antes que seguir vagando.
—¡Puta! —gritó Eulogio inclinado hacia ella en el otro extremo del carruaje—. ¡Sal de ahí, ramera! —Ella no hizo nada; él hizo un movimiento de cabeza hacia uno de sus guardias para que la sacara a rastras. Berico el godo avanzó para obedecer, pero Chelchal lo detuvo.
—Es inútil, señor —le dijo a Eulogio—. La muchacha está enferma. —Él mismo abrió la puerta de Demetria y la sostuvo cuando comenzó a caer.
—¿Enferma? —Eulogio frunció el entrecejo y fue a ver. Chelchal sostuvo a Demetria sobre su hombro.
—¿Qué creéis? —preguntó el huno—. No come, vomita en el carruaje, bebe agua en mal estado y la hacéis caminar sobre la nieve. Ahora la muchacha está enferma. Y si se la dejáis a Berico y él sigue golpeándola morirá.
Demetria se estremeció, volvió la cabeza y miró asustada. «Estoy cansada y enferma —pensó—, pero no me voy a morir… al menos, creo que no.» Sintió el calor y el hedor del manto de piel de marmota de Chelchal en su mejilla. La cara de Eulogio, fija en la suya, se veía borrosa, como si la viera a través de un cristal; se lo quedó mirando. «Si me muero lo lamentará —pensó con una sensación inconsciente de triunfo—. Eso le enseñaría… todo el dinero que ha pagado por mí y hasta donde me ha traído, y yo muriéndome antes de llegar a Constantinopla. Pero no me quiero morir. Soy tonta. Lo he perdido todo, pero no me quiero morir. El mundo es demasiado grande para dejarlo así como así. No estoy tan enferma… espero.»
Chelchal captó su mirada interrogativa y le hizo un guiño disimulado. Ella estaba demasiado cansada para sonreír, pero sintió una oleada de alivio.
—Bien, llévala a una habitación caliente —le ordenó Eulogio a Chelchal molesto—, y ordena que la cuiden. Pregunta si tienen un doctor aquí, o al menos alguien que sepa de hierbas para que la trate. Y tú no le hagas daño: me costó sesenta sólidos, y fue un precio mínimo, muy bajo para una trabajadora de su habilidad.
—No le haré daño —dijo Chelchal ayudándola cuidadosamente a levantarse—. Es una buena muchacha.
Ella volvió a desvanecerse camino a la casa de postas, y él la llevó medio arrastras hasta la habitación principal, hizo que el maestro de postas le diera una habitación con brasero y envió a una de las criadas a que la desvistiera y la metiera en la cama mientras él buscaba a alguien que supiera de hierbas. Al final encontró a una partera joven y vivaz que diagnosticó congelación y agotamiento, tras lo cual le envolvió los pies con compresas calientes y le dio un menjunje contra la disentería, mezclado con un caldo de cebada caliente con miel. Cuando partieron de Colosas a la mañana siguiente, Demetria tenía fiebre pero pudo subir al coche por su pie. Aquel día el camino fue más fácil, Eulogio puso algo de freno a su prisa y nadie la golpeó en todo el día: por la noche se sentía muchísimo mejor.
—Estarás mejor en Constantinopla —le dijo Chelchal confiado a la mañana siguiente—. Llegaremos a Constantinopla en cinco días, tal vez; allí descansas. —Le dio una palmada en la mano, sujeta a la ventana del carruaje que continuaba avanzando mientras él hablaba. Chelchal cabalgaba junto a la ventanilla del coche. Se sentaba con una pierna doblada bajo el cuerpo, inclinado hacia atrás, como un hombre descansando en una taberna. Su silla era diferente de las de los otros guardias; era más grande, de madera, con la parte de delante y de atrás más altas y decoradas con incrustaciones de plata; la cambiaba de un caballo a otro y ella supuso que era de su propiedad y de origen huno. Chelchal parecía más cómodo sobre aquella silla que sobre los pies; incluso le había visto dormir montado. Le sonrió: él dejó de sonreír por un momento y se quedó pensativo, luego dijo—: ¿Qué te parece? Cuando llegamos a Constantinopla, el señor Eulogio te entregará a Crisafio. ¿Yo pregunto a Crisafio que nos permita casarnos?
—¿Qué? —preguntó Demetria, apartando la mano de la ventanilla.
—Eres una buena muchacha, inteligente, guapa. Y valiente. ¡Luchaste contra Berico como un guerrero! ¿Nos casamos? —Se tocó el pecho—. Yo nací hombre libre, soy un buen guerrero, valiente. Pronto hablo griego bien y me convierto cristiano, como tú. Crisafio y Eulogio me pagan buen dinero. No te golpeo. Soy buen esposo. ¿Sí?
«¡Dios mío! Ahora perderé a la única persona que consideraba un amigo —pensó ella—. Tendría que haberme dado cuenta de que no puedo esperar simplemente amabilidad de ningún hombre.»
—Yo… ya tengo un esposo. No puedo —dijo tartamudeando.
—Tu esposo está en Tiro. Todo terminó.
Demetria se mordió el labio, parpadeó y se quedó mirando al huno. Era extraño oír a Chelchal enumerando sus virtudes y descubriendo que eran las mismas que ella había utilizado una vez para elegir a Simeón. Claro que Chelchal era espantoso, extranjero y además apestaba, pero un soldado al servicio del gran chambelán del emperador era un partido mucho mejor que un pescador de púrpura en Tiro. No lo dudaba, así como no dudaba de que Chelchal sería bueno con ella; era evidente que, guerrero o no, era por naturaleza un hombre bueno. Pero la idea de casarse con él era insoportable.
—Lo siento —dijo ella sintiéndose muy desdichada y temerosa de ofenderlo—. Yo… mi esposo…
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo Chelchal—. Demasiado pronto, ¿eh? Sólo dos semanas. Demasiado pronto. Esperaré, ¿está bien? —Sonriendo, le tocó las ancas al caballo y salió al trote para adelantarse y cabalgar detrás de Eulogio.
Demetria permaneció quieta un momento, luego se llevó las manos a las orejas y se tocó los pendientes. Eran los de oro que Simeón había elegido para ella en Ptolemaida, y que nadie le había quitado. Recordó su expresión mientras la observaba poniéndoselos, el cálido resplandor de su orgullo. Dejó caer las manos cerradas sobre la falda, luchando por contener las lágrimas. «Hace sólo dos semanas. Parece otra vida. Todo perdido. Pero no seré culpable de la traición que supondría iniciar una nueva vida con Chelchal.» Miró por la ventanilla del carruaje: el huno seguía cómodamente montado en su caballo, con los adornos de plata reluciendo alrededor de su sucio manto de pieles; delante de él, el agente cabalgaba rígido e impaciente, inclinado hacia delante como preparado para devorar las millas que los esperaban. Tal vez dentro de cinco días aquellas millas habrían desaparecido, y estarían entrando en Constantinopla para ver al gran chambelán del emperador. ¿Y después?
«Volveré a contar las mismas mentiras —pensó Demetria—. Y después… ¿quién sabe qué sucederá después? La conspiración de Nomos puede triunfar… o puede fracasar y destruirme en su fracaso. Pero debo tratar de creer que viviré, y mientras viva trataré de volver a casa. Serviré y halagaré a todos, humildemente; ahorraré el dinero que pueda y esperaré a que, de alguna manera, por obediencia, por soborno o por azar, algún día pueda ganarme mi vuelta a Tiro. Debo tener esperanzas. No vale la pena tener esperanzas de ninguna otra cosa, y no creo poder vivir esta nueva vida sin esperanzas.»
Al norte de los montes Taurus el tiempo era ventoso y frío, pero Eulogio y su grupo avanzaron hacia aquella dirección bajo un cielo azul y pulido como el esmalte. Sin embargo, al sur de Taurus, el mismo viento feroz empujaba nubes negras de lluvia y las lanzaba sobre el mar embravecido. Simeón las observó serio. «Todavía sigue fuerte y proveniente del oeste —pensó—. Hace ya cuatro días que sopla, y no hay previsión de que amaine. Sólo Dios sabe cuándo podremos seguir navegando.»
Él y Melecio habían hecho un excelente progreso durante los primeros días de viaje desde Tiro; navegando rápidamente hacia el norte con un firme viento de popa, rodearon la punta de Laodicea, a doscientas cincuenta millas de Tiro, en tres días. Pero el tiempo había cambiado. La fuerte brisa del sudeste había desaparecido dejando paso a la del oeste, que llegó con fuertes lluvias y olas más grandes. Simeón había atracado en el primer puerto que encontraron, que resultó ser un pequeño pueblo de pescadores a unas cincuenta millas al sur de la desembocadura del río Orontes. Los aldeanos se sorprendieron cuando la barca, extraña y elegante, entró en su playa lodosa, y se amontonaron a su alrededor con preguntas y ofrecimientos de ayuda.
Simeón les dijo que iban por negocios a Antioquía, remontando el río Orontes; tenía miedo de que, si los lugareños se enteraban de que estaba haciendo un viaje mucho más largo, dedujeran que tenía mayores recursos económicos y se sintieran tentados a robarlos y matarlos. Parecían tan pobres como para dejarse tentar incluso por la barca y la ropa que llevaban, pues sus embarcaciones estaban destartaladas y sus vestidos eran harapos de manufactura casera. Pero eran bastante amables. Los extranjeros provenientes de Tiro constituían un acontecimiento poco común, algo para ser disfrutado, ya que ninguno de los aldeanos había viajado a más de cincuenta millas de su pueblo. Pronto Simeón y Melecio se encontraron siendo huéspedes del hombre más importante de la aldea, un campesino acomodado que se ganaba la vida vendiendo pan y aceite a los pescadores y que llevaba una especie de taberna en el pórtico de su casa. Simeón contribuyó a aumentar considerablemente la clientela de ésta, pues se sentaba a contarles a los aldeanos noticias del sur. Eran ignorantes además de pobres: ninguno de ellos sabía leer ni hablaba griego, todo lo que les contaba era una novedad para ellos. Melecio escuchaba en un silencio desdichado. Simeón se había criado hablando sirio con la misma facilidad que griego, pero Meli, aunque durante toda su vida había oído hablar ese idioma y lo entendía casi todo, no se sentía lo suficientemente seguro para hablarlo. En casa siempre hablaban griego.
Pero a medida que pasaron los días y los vientos mantenían la Procne en la playa, la cálida bienvenida de los aldeanos comenzó a enfriarse. El hombre principal tenía una hija, una hermosa muchacha de dieciséis años con ojos negros. La posición de su padre y su belleza la habían convertido en la mujer más deseable de la aldea, y ella era mucho más receptiva con los extranjeros de lo que habría sido aconsejable. Abandonó sus tareas de casa y se pasaba el tiempo pegada a Simeón, riendo, charlando y corriendo para traerle lo que él necesitara. Varios de los jóvenes de la aldea parecían muy molestos con la situación, y el padre de la muchacha tampoco estaba muy contento. Simeón comenzó a notar miradas y murmullos cuando él aparecía y sorprendió a varios de los lugareños mirando la Procne con algo más que mera curiosidad. «¡Como si yo quisiera a una campesina sucia y llena de pulgas a la que casi doblo en edad! —pensó Simeón disgustado—. Aunque no fuera un hombre casado y ella no fuera la hija de mi anfitrión, no la tocaría. Pero si no nos vamos en un par de días habrá problemas por esta mujerzuela. ¡Cristo y san Pedro, enviadme un buen viento del este!»
Pero el viento soplaba obstinadamente del oeste, las olas se estrellaban contra la playa abierta y la lluvia caía pesadamente. A última hora de la tarde, en su cuarto día en la aldea: sentado bajo el porche de paja de su anfitrión, Simeón alcanzaba a ver la hilera de barcas en el barro, más feas que nunca a la luz mortecina de aquel atardecer nublado. La Procne estaba de lado, envuelta en su lona con el mástil de popa reclinado, mirando hacia el mar como un invitado aburrido en un banquete lastimoso. Simeón suspiró hondo y se rascó la picadura de una pulga de su anfitrión.
Melecio había estado jugando junto al fuego que calentaba el pórtico; al oír el suspiro de su padre se levantó y fue hacia él. Se apretó contra su rodilla y apoyó la cabeza en el brazo de su padre.
—¿Cuándo va a cambiar el viento? —preguntó.
—Cuando Dios así lo desee —respondió Simeón, pero después, como el niño parecía tan aburrido y triste, añadió—: Eh, ¿qué te parece si repasamos las letras?
Melecio no pareció demasiado entusiasmado, pero fue a buscar una madera y un carbón junto al fuego y se los dio a su padre. Simeón comenzó a garabatear letras sobre la madera y a pedirle al niño que las identificara. Mariam, la hija de su anfitrión, se acercó mientras ellos estaban concentrados en la tarea. Se puso las manos en las caderas y chasqueó la lengua sorprendida.
—¡Qué niño tan inteligente! —le dijo a Simeón—. ¡Tan pequeño y sabe todas las letras tan bien como un escribano!
—No tan bien —refutó Simeón cortante: la muchacha le incomodaba. Escribió «Procne» sobre la madera y Melecio frunció el entrecejo. Mariam se acercó, se agachó junto al niño y se puso a mirar las letras un momento antes de mirar a Simeón de reojo, sonriendo. Llevaba una jarra de vino y unos vasos de cerámica. Era más o menos la hora en que llegaban los hombres de la aldea para beber algo por la noche.
—Dime, principito —le dijo a Melecio—, ¿qué pone?
Melecio puso mala cara; seguía disgustándole que le hablaran en sirio. Nombró las letras una por una y luego se quedó mirándolas. De vez en cuando podía leer una sílaba, pero nunca una palabra entera.
—Pro… —comenzó a decir—. ¿Progreso?
—No —respondió Simeón con paciencia—. Ésa es una pi, Meli. Pi, rho… ny, eta. ¿Cómo suenan juntas?
Meli las pronunció sin sonido y entonces se le iluminó la cara.
—¡Procne! —exclamó—. ¡Pone Procne!
Dos aldeanos llegaron al pórtico, un padre y su hijo mayor, éste frunció el entrecejo al ver a Mariam agachada junto al visitante. Se sentó pesadamente en la otra mesa mirándola. Ella no le prestó atención.
—¿Qué significa? —le preguntó a Simeón sonriéndole.
Él se encogió de hombros y dejó la madera.
—Es el nombre de la barca. ¿No tendrías que…? —le dijo, haciendo un ademán hacia los recién llegados.
Mariam se incorporó despacio y con desgana. Dejó la jarra de vino sobre la mesa de Simeón y fue a buscar agua. El aldeano joven dirigió su mirada hacia Simeón. El padre tosió incómodo.
—¿Por qué la barca se llama Procne? —preguntó cortés.
—En Tiro casi todas las barcas de pescadores de púrpura tienen nombres de tejedoras —respondió Simeón aliviado de encontrar un tema neutro de conversación—. Hay una llamada Penélope, otra Aracne, otra Onfalia, todas tejedoras famosas. El primer barco de mi padre se llamaba Procne, por eso yo le di el mismo nombre al mío.
Mariam volvió a aparecer con la jarra de agua y más vasos. Dejó uno frente a Simeón y lo llenó hasta la mitad con vino tinto espeso de su padre, aunque él no lo había pedido. El pescador joven acentuó el ceño. Mariam terminó de llenar el vaso con agua y luego, de mala gana, fue a servir a los clientes. Apareció otro hombre, pero la muchacha lo ignoró y se sentó en el banco junto a Simeón. Cogió la madera con la escritura y la miró como si así pudiera convertir los trazos borrosos de carbón en sonidos.
—¿Qué hizo entonces esa Procne? —preguntó.
Simeón miró impotente al cliente recién llegado. El otro, con mala cara, atravesó el pórtico, cogió él mismo un vaso y se sirvió vino.
—Fue convertida en golondrina —dijo Simeón resignado.
—Un ave veloz, la más ágil de todas —interpuso rápidamente el pescador mayor—. Buen nombre para una barca como la tuya.
—Eso pensé yo.
—Es una historia horrible —dijo Melecio de pronto y en buen sirio—. Yo la odio.
Mariam rió y batió palmas.
—¡Hablas nuestro idioma!
Meli la miró muy serio.
—Me gusta más el griego. Mi madre siempre habla griego.
Ante esto el pescador joven rió, aunque Mariam no pareció arredrarse.
—¿Por qué te parece una historia horrible? —preguntó—. Yo diría que convertirse en una golondrina no sería tan horrible como convertirse en una serpiente o en un pez.
Simeón bebió un sorbo de vino. Si contaba la historia tal vez la muchacha se tranquilizara.
—Lo horrible fue lo que le pasó antes —dijo—. Fue así: había una vez un rey llamado Pandión que tenía dos hijas, Procne y Filomela. Filomela tenía habilidad para la música, pero los tejidos de Procne eran los más hermosos de toda la comarca. —La voz de Simeón había adoptado el ritmo característico del contador de historias. El grupo del pórtico guardó silencio y hasta el joven pescador escuchaba con atención. Una nueva historia era un tesoro, y los celos y el resentimiento podían esperar a que terminara el cuento—. Esto sucedió hace muchísimo tiempo —prosiguió Simeón—, antes de Alejandro. No sé cuándo sucedió exactamente, excepto que fue en los días de los antiguos dioses, cuando pasaban muchas cosas extrañas. —Vaciló: la mayoría de los aldeanos eran paganos, adoradores de Baal y de Astarté como lo habían sido sus antepasados desde hacía siglos. Su anfitrión y su familia parecían ser los únicos cristianos. Pero los otros aceptaron la referencia: los tiempos habían cambiado desde que los antiguos dioses reinaban sobre la tierra sin competencia—. En aquellos tiempos había un rey llamado Tereo, que reinaba en Tracia.
—¿Era huno? —preguntó el pescador viejo.
—Supongo —respondió Simeón—. Era bárbaro, fuera cual fuera su tribu, se hizo poderoso y sus vecinos comenzaron a temerle. Pandión, para protegerse, le ofreció a Tereo la mano de su hija Filomela.
—Tuvo que ser huno —dijo el pescador joven—. Nuestros reyes siguen comprándoles la paz con oro y matrimonios con mujeres nobles. En los últimos tres años hemos tenido tres impuestos suplementarios que pagar por la paz.
Hubo un gruñido de asentimiento entre los otros.
—¿Iba a casarse con Filo… Filomela, no con la otra? —preguntó Mariam.
Simeón asintió.
—Así es. Filomela era la hija mayor. Bien, Pandión era un rey poderoso y bien valía la pena una alianza, de manera que Tereo aceptó el ofrecimiento y zarpó rumbo al sur, a Atenas, donde Pandión tenía su corte. Pero aunque había aceptado casarse con la hija mayor, sus ojos se posaron en la menor, Procne, quedando impresionado con su gracia y su belleza. En secreto, comenzó a desearla. Pero no dijo nada y se casó con Filomela entre grandes fiestas. Se la llevó a su reino en Tracia, donde durante un año, vivieron en paz y tranquilidad. Pero Tereo no podía olvidar a Procne, a la que seguía deseando, de manera que su esposa le parecía insoportable. Después de un año, Filomela quedó embarazada y Tereo la encontró menos deseable que nunca. Así que, finalmente, sin decirle nada a su esposa, volvió a embarcarse y una vez más se dirigió al sur, a Atenas. Su suegro y su cuñada se alegraron de verlo y le pidieron, angustiados, noticias de su esposa. Él les dijo que estaba bien y que esperaba un niño, también les dijo que ella había pedido que su hermana, Procne, la acompañara durante el parto; las dos hermanas siempre se habían querido mucho y Procne en seguida estuvo lista para partir. Su padre no sospechó que hubiera ningún peligro enviando a su hija con su yerno para estar presente en el nacimiento de su nieto, de manera que, feliz y contento, dio su permiso para que Procne acompañara a Tereo a Tracia. Y así fue que la pobre muchacha zarpó rumbo al norte y nunca más volvió a ver su tierra. — Simeón guardó silencio por un momento, poseído de pronto por la imagen de Demetria, llevada hacia el norte por extraños. «Pero no por lujuria —se dijo a sí mismo con firmeza—, y voy a traerla otra vez.» Movió la cabeza para aclararse las ideas y continuó: —Cuando llegaron a Tracia, Tereo cogió a Procne y sus criadas y emprendió el camino hacia el norte, a su ciudad, que quedaba lejos de la costa. Cuando ya habían recorrido un buen trecho del camino, ordenó a casi todo el séquito que continuara, le dijo a Procne que pararían para descansar y la llevó a una choza solitaria en un bosque. En cuanto entraron cerró la puerta y le ordenó que durmiera con él. Ella trató de simular que no entendía; le rogó que no las deshonrara, a ella y a su esposa; finalmente se negó. Su negativa no hizo más que enfurecerlo, de modo que la forzó en la misma choza, sin que nadie más que algunos de sus hombres de confianza oyeran los gritos de la desdichada. Cuando terminó ella le dijo: «Nos has deshonrado a todos, a mí, a mi hermana y a ti mismo. ¿Quién confiará en un rey que ha cometido un crimen semejante?» «Nadie lo sabrá», respondió él. «Yo lo contaré— respondió ella. —Lo contaré a todas las personas que encuentre.» «No se lo contarás a nadie», dijo él y empuñó la daga, volvió a agarrar a Procne y le cortó la lengua. Entonces la dejó encerrada en la choza y se fue. En la aldea siguiente le encargó a una anciana que le diera comida y la cuidará, diciéndole que era una esclava griega que había comprado y que había tratado de escapar, por lo que se la debía mantener prisionera y trabajando. Él volvió a su ciudad y no le dijo a Filomela nada de lo que había sucedido. A Pandión le envió un mensaje diciéndole que Procne había caído enferma y había muerto durante el viaje. El anciano rey lloró a su hija, pero Filomela no supo nada. Pronto dio a luz a un niño, a quien su padre llamó Itis y, si bien ella no era feliz entre los bárbaros, tenía al menos, como madre y como reina, muchas cosas en que ocuparse.
»Procne se quedó en la choza del bosque, la anciana le llevaba comida pero la tenía encerrada. No podía decirle a nadie quién era ni lo que le había sucedido. Supongo que pasó hace tanto tiempo que nadie sabía escribir; la cuestión es que ella no podía escribirle a nadie. Lo único que se le permitía era tejer; la anciana la había puesto a trabajar de inmediato, pensando que eso agradaría al rey. Pero éste no volvió a interesarse por ella. De modo que Procne se sentaba ante su telar y tejía. Tejía un tapiz que acabó siendo la pieza más bella que se había visto en aquella comarca; la anciana se maravillaba cada día más. Tardó más de dos años en terminarlo, y cuando por fin lo hizo, la anciana no soportó la idea de que la pieza permaneciera en la choza esperando a que el rey llegara a verla algún día: la llevó a la ciudad del rey y la hizo colgar en el mercado, para que todos pudieran admirarla. Un tiempo después la reina miró por la ventana de su palacio, vio una multitud en el mercado y salió en persona a ver qué era lo que estaban mirando. —Simeón bebió otro sorbo de vino; su público esperaba expectante y en silencio—. Cuando Filomela vio el tapiz, supo de inmediato quién lo había tejido; más aún, supo todo lo que había sucedido, porque todo estaba representado en la tela. Atenas y el palacio de su padre; Terco y su barco, y Procne subiendo a él; también aparecía el bosque de Tracia y la choza, y otra vez Terco, esta vez con un cuchillo. Lo comprendió todo, aunque nadie más lo entendía entre la multitud. Al principio no dijo nada, sólo volvió corriendo a palacio, pero mandó llamar a la anciana y le rogó que la llevara a ver a la tejedora que había hecho aquel tapiz maravilloso. La anciana no vio nada malo en ello y la obedeció, y así fue como las dos hermanas se encontraron y lloraron la una en brazos de la otra.
»Pero Filomela no sabía qué hacer para rescatar a su hermana y rescatarse a sí misma. Su esposo aún era rey, y ella no era más que una esposa extranjera, sin poder alguno. Fue a su casa y pensó en lo sucedido. Tal vez se volvió loca.
—Odio esta parte —dijo Melecio. Se apretó contra Simeón y se tapó los oídos con las manos. Simeón sonrió y lo abrazó.
—Lo cierto es que actuó como una loca —le dijo a los aldeanos—. Esperó a que hubiera un gran festival entre los tracios y entonces cogió al hijo que había tenido con Terco, un niño de tres años, cogió la daga de su esposo y le cortó la garganta al niño. —Los aldeanos lanzaron una exclamación de horror—. Cortó el cuerpo en trozos y, apartando la cabeza, lo cocinó, y esa noche, en mitad de la fiesta, le presentó el plato a su esposo. Él comió la carne y la alabó con entusiasmo: «¿Quieres saber qué animal has comido esta noche?», le preguntó su esposa sonriendo. Cuando él dijo que sí, le trajo la cabeza en una bandeja de plata, cubierta con un paño. «Un animal salvaje, más feroz que un lobo —le dijo—. Como su padre», y descubrió la cabeza.
»Tereo comprendió lo que había hecho. Se levantó de la mesa con un gran alarido y vomitó. Cuando se recuperó buscó a su esposa, pero ella se había ido. Cogió la espada, llamó a sus hombres y salió tras ella. Filomela había hecho preparar caballos y provisiones, y fue directamente a la choza del bosque en busca de su hermana Procne. Las dos mujeres cabalgaron toda la noche, pero cuando amaneció y miraron hacia atrás, vieron a Terco y sus tropas persiguiéndolas con las espadas desenvainadas. Entonces Filomela levantó los brazos al cielo y rogó a los dioses que las protegieran de su esposo.
»Y los dioses la escucharon. Cuando Terco llegó a donde estaban los dos caballos exhaustos no encontró allí a las mujeres, sino dos aves extrañas que salieron volando; al levantar la espada, se le cayó de la mano, pues los brazos se le convirtieron en alas y fue transformado, como ellas, en ave. Resultó que se convirtió en abubilla y Filomela, que amaba la música, en ruiseñor. Todavía recuerda al niño que mató, siempre llora por Itis; se puede apreciar si se escucha su canto. Procne se convirtió en golondrina, la más veloz y ágil de todas las aves, capaz de escapar de cualquier peligro; en otoño abandona el frío norte, donde estuvo prisionera, y vuela a casa.
»Ya está, Meli, he terminado. Ya puedes destaparte los oídos.
Melecio se quitó las manos de las orejas.
—Es una historia horrible —dijo esta vez en griego.
Simeón sonrió. Recordaba haber pensado lo mismo cuando su padre le contó la historia por primera vez.
—Bien, de todos modos, no creo que sea verdadera —le dijo a Meli—. Yo que tú no me preocuparía.
—Si fuera verdadera —dijo Mariam suavemente—, a mí me encantaría ver el tapiz.
—Aunque fuera verdadera —dijo el pescador joven hoscamente—, no podrías verlo. Si todo eso sucedió antes de los días del rey Alejandro, se habrá convertido en polvo.
—Mi madre hace tapices —dijo Meli—. El año pasado hizo uno que colgaron en una tienda en el mercado para que todo el mundo lo viera antes de que se lo llevaran.
—Tu madre ha de ser muy hábil —dijo Mariam con humildad. Tendió la mano y tocó el borde del manto de Meli, donde Demetria había tejido un dibujo azul de aves volando, sobre lana de un suave amarillo retama. Para Demetria era un dibujo sencillo, hecho rápidamente con los tintes más baratos, apropiado para un niño; ahora el manto le quedaba pequeño, pues ya hacía tiempo que tendría que haberle tejido otro con delfines. Pero Mariam lo tocó con reverencia. Su manto, como los de todos los aldeanos, era de la lana más barata, de color castaño grisáceo, sin teñir, tejido toscamente y cosido sin gracia—. ¿Cómo era aquel tapiz tan hermoso? —preguntó.
Melecio dudó.
—No lo recuerdo todo —confesó—, sólo la parte que hizo mi madre. Era un mantel de altar; mucha gente trabajó en él. Mi madre hizo la Virgen María yendo a Éfeso en un barco con san Juan. Era un barco mercante con velas blancas y un mástil de popa en forma de paloma, la Virgen iba agarrada al mástil. Era muy bonita, toda en azul con oro alrededor de la cabeza. Éfeso estaba frente al barco, era amarillo y blanco y había una enorme cúpula de una iglesia que se elevaba en el centro. El mar era todo azul y verde, con peces, y se volvía más y más oscuro en el fondo, donde había múrices y púrpuras. Todos miraban el múrice y lo señalaban. Estaba allí para que, cuando se lo llevaran, las personas que lo recibieran supieran que había sido hecho en Tiro.
Mariam escuchó la descripción con los ojos entrecerrados y una expresión de desnudez en la cara.
—Me gustaría haberlo visto —dijo—. Me gustaría que supiéramos hacer cosas como ésas aquí. —Se volvió a Simeón—. ¿Cómo se hace para ser tejedora en Tiro? Supongo que hay que aprender de pequeña.
—Hay que nacer con el don —respondió Simeón.
La muchacha asintió sin sorprenderse.
—También hay que nacer pescador de púrpura, ¿no? —preguntó hoscamente el pescador joven—. Nosotros también tenemos múrice en nuestras costas, ¿sabes?; yo he encontrado conchas en la playa. Pero a nosotros nos azotarían o nos matarían si comerciáramos con múrice.
Simeón se encogió de hombros.
—Es sagrado; pertenece al emperador. A mí también me azotarían o me matarían si entregara mi pesca a cualquiera fuera del taller del emperador.
—¿La púrpura hace sagrado también a tu gremio? —preguntó enfadado el pescador joven—. ¿Sois mejores que nosotros?
—No somos un gremio, somos esclavos del Estado —respondió Simeón paciente—. Se nos permite trabajar con la púrpura porque pertenecemos al emperador, al igual que la púrpura. Ésa es la diferencia.
—¿Esclavos? —preguntó Mariam incrédula escrutando con sus ojos oscuros la ropa de Simeón, mucho más fina que cualquier prenda que tuviera cualquiera de los presentes.
—Esclavos del Estado —dijo él marcando las palabras—. Es diferente de los esclavos comunes.
Ella movió la cabeza.
—Hasta los esclavos comunes son afortunados —dijo ella en voz baja—, comparados con nosotros.
En contra de su voluntad, Simeón trató de imaginarse cómo sería vivir en esa aldea. Tiro era una ciudad grande, siempre había barcos que llegaban a puerto, contadores de cuentos y cantadores de baladas que se ganaban la vida en el mercado. En los festivales, se corrían carreras de carros en el hipódromo y se representaban obras vulgares en los teatros; había procesiones de la Iglesia con música y danzas, y procesiones civiles con trompetas y discursos. Aquí, seguramente, no tienen nada de eso, sólo las mismas caras, año tras año, y la misma interminable rotación de tareas que nunca se acaban por completo. En Tiro siempre había abundancia de comida, aunque les fallara la cosecha local, la ciudad importaba cereal y se mantenía la ración de los esclavos estatales, fuera cual fuese la situación en el campo. Si aquí se echaban a perder las cosechas, hasta los más acomodados pasaban hambre. Y si había excedente, todas las ganancias iban inmediatamente a pagar el peso agobiante de los impuestos. Mariam era joven, ansiaba algo diferente, algo hermoso, un mundo de epopeya homérica, una imagen en un tapiz. Probablemente nunca había visto un tapiz ni una pintura. Probablemente envidiaba a Procne quien, encerrada en su choza, había sido al menos capaz de hacer algo hermoso a partir de sus recuerdos. Simeón se sintió avergonzado de su anterior desprecio por ella. Era normal que lo hubiera seguido por todos lados, queriendo saber más del mundo fuera de la aldea. Tal vez esperaba que él la llevara consigo cuando se fuera. «Probablemente pudiera comprársela al padre por diez sólidos —pensó—, si se los ofrezco, ambos quedarían satisfechos.» Tuvo un súbito deseo de comprar a la muchacha, llevarla a Tiro, a su casa, y regalársela a Demetria. «Ya sé que dijiste que no querías una esclava, pero ella estaba tan desesperada por salir del pozo de pulgas en el que nació que no pude dejarla.» ¿Lo comprendería Demetria? Tal vez sí. Entendía que las personas quisieran ver tapices, eso sí. Pero Demetria no estaba en Tiro; se la llevaban a Constantinopla, y Simeón no podía comprar a aquella muchacha extraña y llevársela en ese largo viaje.
Suspiró y se rascó la barba, luego miró en dirección a la Procne y vio que la barca se había convertido en una silueta oscura contra el oscuro mar; el pórtico estaba ligeramente iluminado por la luz roja del fuego. Se levantó.
—Es tarde —dijo al grupo evitando la mirada hostil del joven—. Meli, es hora de que te vayas a la cama. —Cogió a Meli de la mano y lo llevó, sin protestas del niño, dentro de la casa. «Otra noche a salvo— pensó, —y tal vez mañana el viento cambie. Dios quiera que sí. Tal vez esa muchacha sólo desea algo diferente, pero me los echará a todos al cuello si sigue actuando así; tenemos que irnos pronto.»
La lluvia paró durante la noche y el día siguiente amaneció rojo como la sangre y resplandeciente, con un viento del sur que barrió los últimos fragmentos de nubes negras. Simeón estaba en la playa antes de que fuera completamente de día, quitándole la lona a la Procne, revisando el equipo y buscando maderas para echar su barca al agua. Su anfitrión salió de casa mientras él estaba abocado a estas tareas.
—¿No pensarás irte hoy? —dijo el aldeano—. Este tiempo no se mantendrá así mucho tiempo; pronto habrá tormenta.
Simeón se encogió de hombros y miró el amanecer rojo y los macizos de nubes.
—Puede que haya viento fuerte esta tarde —respondió—, pero al menos podemos avanzar parte del camino hacia el Orontes y podríamos incluso llegar al río. Vale la pena aprovechar aunque sólo sea una mañana de buen tiempo, después de toda esta lluvia.
El aldeano se mordió la lengua.
—Como quieras —dijo. Después de dudar un momento añadió—: Ha sido un honor para mi casa albergarte.
—Te doy las gracias por tu generosidad —respondió Simeón formal.
El otro asintió y después de vacilar otro momento dijo:
—Mi hija… ah, espero que no te hayas…
—Tu hija es una muchacha ansiosa por conocer más del inmenso mundo —se apresuró a decir Simeón—. Su curiosidad no me ofende en lo más mínimo.
Su anfitrión pareció aliviado.
—Esperaba que lo comprendieras. Sí, eso es exactamente lo que sucede. Anoche me dijo que quiere irse contigo cuando te vayas, pero eso es una tontería, curiosidad de mujeres, ya se lo expliqué. ¿No te ha dicho nada? No, es una buena chica; no osaría hacer semejante disparate, aunque lo piense. Es una chica respetable y tendrá una buena dote; arreglé su boda con el hijo de un amigo, un muchacho muy trabajador que heredará una buena granja a unas millas de aquí. Dentro de unos años se habrá instalado allí, habrá tenido hijos y se reirá de las tonterías que ha dicho.
Simeón guardó silencio. Mariam se casaría con un campesino, no con ese joven pescador de mal talante de la taberna. Se instalaría, tendría hijos y se olvidaría. Los años y una carencia permanente quebrarían su ansia de saber. Incluso podría ser feliz. ¿Por qué parecía, entonces, tan terrible?
«Tengo que irme», pensó. «Estoy empezando a querer a esta chica. Y no la deseo, aunque es bonita. Siento pena por ella. Quiero… quiero…», y se le llenó la cabeza con la imagen de su esposa, con su rostro sereno, con un esbozo de sonrisa, vuelto hacia el mar. La imagen cambió apareciendo otra de Demetria atada y amordazada, tirada en un carruaje, y la compasión por Mariam se desvaneció.
—Le deseo toda la felicidad a tu hija —le dijo a su anfitrión—. ¿Puedes ayudarme a mover la barca? Quiero zarpar pronto para aprovechar el viento.
El aldeano lo ayudó a empujar la Procne al agua, Simeón aseguró la embarcación con el ancla de popa y fue a buscar a Melecio. Mariam les estaba preparando comida. Tenía los ojos hinchados, pero no dijo nada. Simeón le dio las gracias, volvió a dárselas a su anfitrión por la hospitalidad, les dio algo de dinero y volvió a la Procne. Melecio saltaba de alegría y saludaba hacia la costa mientras su padre remaba para salir del puerto, luego fue a ayudar con la vela hasta que ésta se hinchó y la Procne surcó las aguas azul violáceas bajo un amanecer rojo. «No podremos llegar demasiado lejos hoy —pensó Simeón estudiando otra vez la luz ominosa—, pero si Dios quiere, incluso una aldea idéntica a ésta unas millas más arriba será un alivio.»
Eulogio y su séquito llegaron a Constantinopla el dos de enero, después de recorrer mil seiscientas millas en dos semanas y media. El último tramo del viaje fue en barca, cruzando el mar de Mármara, un espejo de agua tan pequeño que incluso barcos bastante grandes podían navegar en él durante el invierno con la tranquilidad de encontrar un puerto seguro si cambiaba el tiempo. Al atardecer llegaron al Bósforo desde Cízico y, como se estaba levantando mucho viento, entraron en el primer puerto de Constantinopla al que llegaron, un profundo puerto doble reservado normalmente para los barcos egipcios de transporte de cereales que proveían de grano a la ciudad. En cuanto el barco tocó el muelle, Eulogio envió a su mayordomo corriendo a su mansión de la ciudad en busca de esclavos, caballos y una litera; cuando habían desembarcado el equipaje y el séquito había sido respetuosamente recibido por los funcionarios aduaneros, los hombres de Eulogio ya esperaban a su amo. Demetria fue metida en la litera —desde su desvanecimiento se la había considerado lo bastante delicada para necesitar esas deferencias— y llevada por dos fornidos esclavos a través de un laberinto de calles extrañas. No le prestó atención a la ciudad. Había cruzado tantas ciudades en el viaje que ninguna otra, ni siquiera la Nueva Roma, la capital del mundo, podía impresionarla. Lo único que entonces le pareció diferente de Constantinopla, era que sería el último punto de aquel viaje espantoso que había llegado a su fin.
Era noche cerrada cuando llegaron a la casa de Eulogio. La litera se meció por un pasaje oscuro, atravesó una puerta con rejas de hierro y fue depositada suavemente en un patio muy iluminado con antorchas. Demetria se incorporó y apoyó los pies, con las piernas todavía temblorosas del viaje, en el suelo. Miró a su alrededor aturdida. La luz roja de las antorchas resplandecía en las aguas oscuras de la fuente central y creaba extrañas sombras sobre las hojas del laurel que crecía a su lado. El otro lado del patio estaba lleno de gente, una confusión de rostros a la sombra de la pared de una casa con numerosas ventanas que brillaban como joyas a la luz de las antorchas. Eulogio ya había desmontado y hablaba con un desconocido. Terminó de dar instrucciones para el cuidado del caballo, su cena y la de sus guardias, y luego buscó a Demetria con la mirada. Le hizo un movimiento de cabeza, indicándole que se acercara. Ella se puso en pie, haciendo esfuerzos para conservar la estabilidad; Chelchal apareció a su lado y la cogió de un brazo para ayudarla.
—Ésta es una tejedora de seda que compré en el taller de Tiro —les dijo Eulogio a los desconocidos, que debían de ser, pensó Demetria, los esclavos de la casa—. Será un obsequio para el ilustrísimo Crisafio. Cayó enferma durante el viaje; quiero que la lavéis para que esté presentable mañana por la mañana.
Los esclavos de Eulogio miraron a Demetria. El aturdimiento por la fatiga y por la luz de las antorchas se desvaneció y los vio: bien vestidos y bien alimentados; personas respetables que la miraban con asombro. Súbitamente fue consciente de su aspecto: encorvada por la enfermedad y el agotamiento, apoyada en el brazo de Chelchal, con la túnica y el manto mugrientos y apestando por la suciedad del viaje, con el cabello enredado y suelto sobre los hombros y la cara sucia y demacrada. Entonces se irguió, se soltó del brazo de Chelchal y trató de colocarse el manto.
El hombre a quien principalmente Eulogio se dirigía le hizo una seña a una mujer entrada en años, que en seguida se acercó y cogió a Demetria del brazo.
—Ven por aquí, querida —le susurró con una mirada nerviosa a su amo—. ¡Nuestro Señor de los Cielos, el viaje tiene que haber sido espantoso!
Demetria se vio conducida rápidamente a la parte trasera de la casa, seguida casi de inmediato por las otras esclavas de Eulogio, que parecían una multitud, aunque después Demetria las contó y resultaron ser dieciséis. Apenas estuvieron lejos de la presencia de su amo se pusieron a hablar y a hacerle preguntas sobre su vida, Tiro y el viaje. A ella le resultaba difícil responder, pero su presencia —solidaria, curiosa y amistosa— era un inmenso consuelo. El espantoso viaje había llegado a su fin, y la habían recibido mujeres iguales a sus compañeras de taller; se encontraba a salvo.
La anciana la llevó a la habitación de trabajo de las mujeres, en la planta baja, en la parte de atrás de la casa. Era una habitación grande, iluminada con braseros. Había una cesta con lana y algunos peines y husos en un rincón, un telar con un tejido sencillo en otro rincón y unas hileras de ropa tendida para que se secase entre ambos. Como las esclavas, la habitación era cálida y amable. La anciana sacó una gran tina de baño de las utilizadas generalmente para la ropa y la puso en el centro de la habitación, pidiéndole disculpas al mismo tiempo porque el baño estaba reservado para el amo.
—Pero en esta habitación se está caliente, y es sólo para nosotras; los hombres no entran aquí. Puedes darte un buen baño; luego te traeremos algo de comida y podrás descansar un poco. —Demetria se limitó a asentir. Ansiaba sentirse limpia y entrar en calor, sentir la piel suave debajo de ropa que no estuviera dura y áspera por la mugre. Se habría contentado con lavarse en una pila.
Las esclavas de Eulogio se desvivían por que se sintiera cómoda. Admiraron las ropas de Demetria cuando se las quitó para bañarse; ella observó que las esclavas iban vestidas con prendas de lana teñidas, pero tejidas en casa, y que lamentaban que un tejido tan hermoso se hubiera ensuciado tanto; una de las chicas llevó una tina más pequeña y en seguida puso las túnicas y el manto en remojo. Otra llevó aceite aromatizado para Demetria y una tercera mujer le calentó una toalla para cuando saliera del baño. Se pelearon por decidir quién le prestaba su cama esa noche. Tanta amabilidad estuvo a punto de hacerla llorar.
Ya limpia, caliente y envuelta en una toalla, se estaba comiendo una sopa de lentejas y pan de comino cuando Eulogio entró en la habitación, seguido de Chelchal.
De inmediato las esclavas de Eulogio se pusieron en pie y sus expresiones de simpatía y curiosidad se convirtieron en ansiedad; inclinaron las cabezas en presencia de su amo. Eulogio le dirigió a Demetria una mirada crítica. La mujerzuela gris y desarrapada había desaparecido, según pudo apreciar con agrado. Esta mujer parecía cansada, pero tenía las mejillas de un saludable color rosa y el cabello brillante a la luz de la lámpara donde se había secado. Estaba sentada muy erguida en un taburete, con los pies desnudos y la cabeza echada hacia atrás, con una expresión de hastío en el rostro. Se había envuelto en la toalla como en un manto, con una punta por encima del hombro izquierdo, y se las arreglaba para parecer elegante. «Bien vestida —pensó él—, será un obsequio más que apropiado para su ilustrísima.»
—Bien, es un progreso —les dijo a las esclavas—. ¿Y su ropa?
—La hemos lavado, señor —dijo la anciana nerviosa.
—Bien. Colgadla junto al fuego para que se seque, es de buena calidad y quiero que se la ponga mañana cuando vaya a ver a su ilustrísima. —Le dirigió otra mirada crítica a Demetria y luego hizo un ademán con la cabeza—. Levántate y quítate esa toalla —le ordenó—. Todavía no te he visto bien.
Demetria sintió que la sangre se le subía a la cara. De pronto comprendió que él le estaba pidiendo más que todo lo que ya le había quitado. Quería que se quedara desnuda y quieta, delante de él y de Chelchal, mientras la estudiaba y la revisaba como a una vaca o a un caballo, para decidir si había invertido bien su dinero. «Al menos, cuando me hizo atar —pensó—, yo era una mujer, no un animal.» Se quedó donde estaba, apretando más la toalla.
Eulogio esperó un momento y luego él también comenzó a ponerse colorado. Recordó que la mujer había intentado engañarlo en el taller de seda.
—¡Te he ordenado que te quites la toalla y que te levantes! —le gritó—. ¡Puta, haz lo que te digo o te haré azotar! ¡No me has dado más que problemas desde que te compré!
—Entonces, ¿por qué me compraste? —respondió Demetria en voz alta. Se sorprendió ella misma, pero al mismo tiempo se enfadó tanto que la sorpresa pasó en seguida. Se apretó la toalla aún más y se levantó, enfrentándose a Eulogio por encima de su cena no terminada—. ¡No tienes derecho a culparme por ser un problema! —le gritó—. Me has atado, golpeado y maldecido todos los días desde que me viste, me has arrastrado a millas de distancia de mi casa, de mi esposo y de mi hijo, ¿te pedí yo que te tomaras tanto «trabajo» conmigo? ¡Que Cristo Eterno lo juzgue! ¡Diga lo que diga la ley, es injusto lo que has hecho conmigo, y si Dios es lo que decimos que es, Señor de todos nosotros, sufrirás por esto! ¿Crees que a Dios le importa que seas agente y amigo del gran chambelán del emperador? Él ve lo que haces, y para Él no hay esclavos, ni hombres ni mujeres, ¡Él me vengará, hijo del demonio, como si lo que hiciste se lo hubieras hecho al emperador mismo!
Eulogio estaba atónito. Se puso blanco y se quedó mirándola mudo. Las mujeres estaban aterradas y Chelchal azorado.
—¡Cómo… cómo osas hablarme así en mi casa! —pudo decir al fin Eulogio con la voz ahogada.
—Puedes hacerme azotar por insolencia —le dijo Demetria vehemente—. Tienes ese derecho según la ley. Pero no puedes hacerme azotar por mentir, porque sabes perfectamente que lo que acabo de decir no es más que la verdad. Estoy harta de tus gritos e insultos, ¡ve a ordenar que me azoten o déjame tranquila! —Eulogio abrió la boca y volvió a cerrarla varias veces, como un pez, se puso escarlata, pateó el suelo con furia y salió como una tromba de la habitación. Demetria se sentó despacio, todavía temblando de rabia. Una de las mujeres lanzó un grito de alegría y aplaudió, y todas las demás se pusieron a hablar al mismo tiempo—. ¿Me hará azotar? —preguntó Demetria después de un momento temerosa de la respuesta.
Las mujeres rieron.
—¡No puede! —le explicó una de ellas—. Mañana te regalará a Crisafio, no puede darle una esclava que acaba de ser azotada. Tendrá que simular que hablabas en sueños o que estabas temporalmente loca. ¡Ha sido más bonito que un festival! ¡Cómo me gustaría que te quedaras a vivir con nosotras!
Chelchal volvió a las habitaciones de la guardia sonriendo y moviendo la cabeza. Después de cenar había ido a ver a Eulogio, le había dicho al agente que quería casarse con Demetria y le había pedido que a la mañana siguiente le planteara el tema a su superior. Eulogio no había puesto ninguna objeción al plan y había sido sugerencia suya que el huno lo acompañara a inspeccionar a la mujer. «No tiene sentido comprar gato por liebre», había dicho. Chelchal se alegró de haber estado. No sentía el menor respeto por los ataques de malhumor de su amo y había disfrutado de la escena tanto como las mujeres.
Cuando Chelchal llegó, los otros guardias ya estaban acostados en sus jergones en la larga habitación que todos compartían en la parte de atrás de la casa.
—¿Y? — preguntó Berico. Habló en el gótico que usaban entre ellos, estaba al tanto de la diligencia de Chelchal: todos lo sabían todo sobre los demás. «Como chicos entrenándose —pensó Chelchal—, seguimos al amo, nos llevamos por delante a esclavos y criados, andamos con putas y peleamos como jóvenes guerreros con sus primeras cicatrices. Estoy demasiado viejo para esto; quiero una esposa y una casa.»
—Mañana hablará con Crisafio —le dijo a Berico y cogió su colchoneta de un rincón junto a la pared. Hablaba gótico mucho mejor que griego.
Berico bufó.
—No entiendo por qué quieres casarte con esa puta. Es guapa, lo admito, y a mí no me desagradaría echarle el guante, pero ¿casarte?, ¿para qué?
Chelchal, que estaba desatando su jergón, lo miró y sonrió.
—No es una puta, godo, tú no has conocido mujeres que no fueran putas —le dijo feliz—. Tendrías que haberte dado cuenta. Ya intentaste algo con ella y lo único que conseguiste fue una buena patada en las pelotas.
Los otros guardias rieron; Berico se puso serio.
—Es una zorra —dijo—. Primero hay que atarla.
Chelchal movió la cabeza y desenrolló el jergón.
—Eres joven y no te has acostado más que con putas; piensas que no hay nada más. Te diré una cosa: cuando un hombre envejece, quiere una mujer para él, una mujer que no pertenezca a todos los hombres por dinero. Ésta es leal, yo lo sé. Es guapa y valiente. —Se echó a reír—. Por las espadas del cielo, ¡tendríais que haberla visto gritándole al amo! Él le dijo que se quitara la ropa y ella lo llamó hijo del demonio. El viejo hijo de puta se puso colorado y empezó a tartamudear hasta que al final se fue de la habitación. ¡Si esa mujer tiene un hijo con la mitad de su espíritu, será un guerrero de cuyas hazañas se harán canciones!
Los otros guardias rieron: Eulogio no era querido por ninguno de sus criados. Pero Berico seguía malhumorado, pensando en su fallido intento de violación.
—Tú ya tuviste esposa —dijo enfadado—. ¿Fue leal?
Chelchal dejó de sonreír. Su esposa había sido muy leal. Era muy diferente de Demetria: una mujer tímida, oscura, de ojos color de acacia. Kreka nunca le había dirigido la palabra a otro hombre, y en público caminaba modestamente con los ojos bajos. Pero lo había amado, había trabajado mucho para mantener bien las chozas y las carretas y buscaba por los campos cosas especiales que a él le gustaran; y en la cama gritaba, reía y le mordisqueaba con más sensualidad que cualquier puta. Pero no era valiente, no era una luchadora. Sería desdichada con su nuevo dueño, pero le obedecería tan mansamente como había obedecido a Chelchal; sólo las ganas y el gozo habrían desaparecido, arrancados para siempre de ella. «Mejor ser valiente —pensó él—. Mejor caer peleando. Aunque, ¿he peleado yo? ¡Dioses y espíritus, Dios de los cristianos, dadme la oportunidad de pelear contra mis enemigos! ¡Sólo una oportunidad, antes de morir!»
—No hables de mi esposa —le dijo a Berico con furia—. Era una buena mujer y algún día la vengaré. Y si alguien dice lo contrario, la vengaré en este mismo momento.
Berico guardó silencio. Se sabía que, a pesar de su buen talante, Chelchal era un luchador peligroso; no era hombre a quien conviniera ofender. El huno esperó un momento, aprobando el silencio, y entonces suspiró y se tendió sobre su jergón. Estaban todos agotados después del largo viaje; y él quería descansar.