Al día siguiente, cuando llegó Demetria, el procurador Heraclas y el prefecto Filipo estaban inclinados sobre el escritorio mirando un mapa y discutiendo en voz baja; levantaron la cabeza con expresión adusta y enfadada cuando entró la tejedora. Ella se inclinó y, sin decir palabra, se adelantó, puso en el escritorio de Heraclas una cesta de junco tapada, y volvió a retirarse hasta la puerta. Heraclas miró a Filipo y luego, incrédulo, abrió la cesta. Se quedó mirando en silencio. Después dirigió la vista a la ventana, hacia la puerta y, casi con torpeza, sacó el manto resplandeciente y lo extendió en el escritorio. Los dos hombres se quedaron extasiados. Tras un momento, Heraclas lo tocó, con una delicadeza vacilante e incrédula. Un momento después, Filipo comenzó a sonreír.
Se volvió a Demetria.
—Lo has terminado antes de tiempo —observó.
—Mi capataz me ayudó, señor —respondió ella serena.
Él la miró con recelo por un instante. La mujer ya no parecía enferma; tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y el sol de la mañana relucía en sus cabellos. Había enlazado las manos, pero un pie ya apuntaba hacia la puerta. «No habría juzgado mal a Heraclas si se hubiera acostado con ella —pensó Filipo—. Pero obviamente, esta mujer está encantada de haber terminado con el manto y con nosotros, y no puede esperar para irse.»
—Espero que tu capataz sea discreto —dijo.
Ella inclinó la cabeza.
—No hay hombre más discreto ni más fiable en Tiro.
—Muy bien —respondió él aprobador. Su tono era convincente. Volvió a mirar el manto, a tocar los tapices con sus manos gruesas.
—Es hermoso —dijo Heraclas con reverencia.
Filipo asintió.
—Me lo imagino vistiéndolo —respondió en tono reflexivo—. Le quedará muy bien. —Miró a Demetria, metió la mano en su bolsa y contó treinta y seis sólidos de oro. Después de una pequeña vacilación, añadió otros cuatro. Con una sonrisa, empujó la pequeña pila hacia ella—. Te damos las gracias por tu trabajo y por tu rapidez —dijo—. Puedes irte.
Demetria cogió el oro, hizo una rígida inclinación y salió casi corriendo.
En el pórtico de la prefectura se detuvo; entonces se pinzó la punta de la nariz y sacó la lengua a la estatua de Nomos, se recogió la falda y salió corriendo y riendo calle abajo.
Flavio Marciano, en pie al final del pórtico, sonrió al verla marchar.
—Ahí va la esposa de nuestro pescador —le comentó a Paulo—. Ahora me doy cuenta de por qué quiere protegerla tanto.
—Una hermosa muchacha —convino Paulo solemne—, con admirables sentimientos políticos.
Marciano rió.
—La cuestión es que se ha deshecho de su cesta. ¿Están nuestros hombres vigilando todas las salidas?
—No creo que se les escape ni un amanuense que escupa un hueso de dátil por la ventana —respondió Paulo satisfecho—, y mucho menos alguien que lleve un manto.
Era la respuesta que Marciano esperaba, y asintió complacido.
—Muy bien. ¿Ya es la hora de mi audiencia con el prefecto?
—Llegarás decentemente temprano, señoría.
—Bien. — Marciano avanzó hacia la entrada de la prefectura. Él también se detuvo ante la estatua de Nomos. «Sostiene una fortaleza —observó—, sin duda para conmemorar su refortificación de la frontera del Danubio. ¡Como si las murallas hubieran podido impedirle la entrada a nadie!»
La burbuja de complacencia reventó y Marciano se quedó inmóvil un momento, dejándose inundar por una súbita oleada de amargura y odio. La frontera del Danubio había sido destruida y abandonada hacía ya tiempo; el norte de Tracia era parte del reino de los hunos y la nueva frontera era una franja de tierra de nadie, con una anchura equivalente a cinco días a caballo. Las grandes ciudades de Tracia yacían en ruinas, sus muros derrumbados estaban cubiertos por hierbas silvestres, y habitadas sólo por los que estaban demasiado débiles para ser utilizados como esclavos y demasiado enfermos para huir. Marciano recordó un viaje que había hecho, no hacía mucho, a Sárdica, su patria, que antaño había sido una gran ciudad. Sárdica había resistido a los hunos y la habían castigado: casi todos los edificios de la ciudad habían quedado reducidos a escombros. Marciano había tenido que pedirles a los mendigos muertos de hambre que le identificaran la calle donde había crecido. De la gran casa amplia e irregular, donde había vivido su hermano con su numerosa familia, sólo quedaba una pared en pie, y el castaño que durante tanto tiempo había adornado el patio había sido talado, probablemente para hacer leña. Los mendigos tendrían frío entre las ruinas sin techo.
Había ido a Sárdica a enterrar los restos de sus muertos. Pero la ciudad estaba llena de huesos sin identificar y tirados por todas partes: entre los escombros, en la iglesia profanada y derruida, arrojados a lo largo de las murallas. Buscó durante un día entero entre las ruinas de su casa, esperando encontrar alguna fruslería en alguno de los esqueletos que le permitiera identificarlo, pero fue inútil. Su hermano probablemente no estuviera en casa, casi con toda seguridad habría muerto peleando ante las murallas. En cuanto a las mujeres y los niños, nadie sabía siquiera si estaban muertos, o vivos en algún lugar como esclavos de los hunos que los habían conquistado. Y el único y adorado hijo de Marciano, cuya primera misión había sido encargarse de la guarnición de Sárdica, seguramente también había caído en alguna parte, junto a las murallas derrumbadas. Cerca de las puertas si había vivido lo suficiente, defendiendo su ciudad hasta el final. Habían desnudado a los cadáveres junto a las murallas, antes de dejar que se pudrieran: no había esperanza de encontrar un anillo o una pieza conocida de su armadura para identificar alguno de aquellos cráneos deshechos, enterrados bajo las enredaderas pegajosas. Marciano había pagado una misa en la iglesia derruida, les había dado dinero a los mendigos y había vuelto al sur, con las manos vacías.
No, las murallas, las murallas de Nomos no habían repelido a nadie. Sólo soldados podían haberlo hecho, y no se habían mandado tropas a Sárdica.
«¡Pero a ti también te veré destruido, Nomos! —pensó Marciano, mirando la cara sin expresión de la estatua—. ¡A ti, con tus malditos tratados con los hunos, a ti, con tus murallas de piedra y tus reducciones de tropas! ¡Tú y Crisafio, los dos vais a pagar!»
—¿Señoría? —dijo Paulo que esperaba a su lado.
Marciano movió la cabeza y apartó la mirada de la estatua. La pasión debía mantenerse en secreto; no podía permitir que interfiriera en sus planes, y menos con el asunto que se traía entre manos. Volvió a levantar la mirada, y entonces vio la otra estatua, la que Nomos parecía determinado a desplazar. La augusta Pulqueria sostenía una cruz, no una fortaleza, pero su rostro cuadrado y poco agraciado exhibía una expresión de astucia práctica. Ella se había opuesto al tratado con los hunos, recordó Marciano: había querido pelear. La nieta de Teodosio el Grande, el único miembro de la familia por cuyas venas corría la sangre del abuelo. Marciano sonrió a la estatua y le palmeó un pie: le pareció que ella le devolvía la mirada con expresión de irritación y desagrado, como advirtiéndole que siguiera con lo suyo.
—Ve y anúnciame al prefecto.
El prefecto Filipo recibió a Marciano apenas éste fue anunciado; parecía un poco agitado. Marciano vio la cesta de junco con tapa junto al escritorio casi antes de mirar al prefecto a la cara, y tuvo que hacer un esfuerzo para que la excitación no lo delatara. Era demasiado pronto para actuar. Tenía que dejar que los conspiradores se incriminaran hasta el final y sin posibilidad de volverse atrás. Mientras supiera exactamente dónde estaba el manto, a Marciano no le importaba esperar.
—Salud, eminencia —dijo cortés, y se sentó en un asiento frente a Filipo—. Espero que te encuentres bien.
—Muy bien, muy bien, ¿y tu excelencia? —dijo Filipo y, en seguida, sin esperar respuesta, añadió—: ¿Ha tomado una decisión tu distinguido superior? ¿Comprará esas tierras? Supongo que es de eso de lo que querías hablar.
Marciano sonrió con beatitud.
—Por eso he venido. Pero lamento informarte de que mi superior me ha escrito diciéndome que en estos momentos no puede efectuar el pago al contado. Si se le pudiera prorrogar a lo largo de varios meses…
Filipo tendió las manos.
—No puedo, lo lamento. No son mis tierras. Yo pensaba que un hombre de su fortuna…
—Tiene otros compromisos —respondió Marciano—. Posee otras tierras que tiene que retener, y los sueldos de sus guardias. Bien, si no se puede reducir el pago al contado, muy a pesar mío debo abandonar el asunto, por el momento al menos. Tal vez dentro de un mes la situación haya cambiado, ¿podremos hablar entonces?
Filipo comenzó a esbozar una sonrisa nerviosa y secreta, pero suprimió la expresión casi antes de mover los labios.
—Me temo que no será posible —dijo con calma—. Dentro de unos días salgo hacia Constantinopla.
—¿Qué? Pensaba que tu puesto aquí era hasta la primavera. —Marciano se cuidó bien de mirar la cesta de junco.
—Y así es, pero he recibido malas noticias de mi casa. Mi madre está enferma y debo apresurarme a volver.
—¿Tu madre? Por supuesto que debes apresurarte. Espero que el viaje sea en vano, es decir, que tu madre se haya recuperado cuando llegues.
—Un bondadoso deseo, distinción. —Filipo se levantó y le tendió la mano—. Bien, si no podemos resolver el asunto de las tierras…
—Entonces debo desearte salud y un viaje seguro. —Marciano sonrió y estrechó con fuerza la mano tendida del otro—. Gracias por toda tu ayuda; no me cabe duda de que he puesto tu paciencia a prueba.
—De ninguna manera —respondió Filipo—. ¡Salud!
Marciano y Paulo esperaron frente a la prefectura a que uno de sus criados les llevara los caballos.
—Lo tenía en el despacho —susurró Marciano contento pero casi sin poder creerlo todavía—. Y ha de haberse convencido de que no puede confiárselo a un correo, porque inventó la excusa de su madre enferma para llevarlo él mismo a Constantinopla.
—¿Cancelo la vigilancia a la prefectura? —preguntó Paulo sonriendo.
—No. Podría equivocarme. Pero retira a los espías del taller de seda y asegúrate de que no le quiten los ojos de encima a Filipo. Envía jinetes al camino de Constantinopla, yo le escribiré una carta a Aspar para avisarle de que tenga espías vigilando también allí. Lo atraparemos cuando le entregue el manto a Nomos.
—¿Lo seguiremos cuando vaya rumbo al norte?
—Sí… a una distancia segura. Medio día detrás. O… —Marciano dudó y, frunciendo el entrecejo, dijo—: Será mejor que tú te quedes un tiempo más aquí en Tiro, con algunos de mis hombres. Para estar tranquilos y asegurarnos de que no toman represalias contra el pescador y su familia.
Paulo puso mala cara.
—¿Qué puede pasarles ahora? —preguntó.
Marciano se encogió de hombros.
—El hombre de Crisafio aún no ha vuelto. No creo que suceda nada cuando regrese, pero juré por el Espíritu Santo que protegería al pescador y a su esposa. Le escribiré una carta cuando lleguemos a casa, explicándole lo que estamos haciendo y recomendándote a él. Ya lo sé, lamento que vayas a perderte el espectáculo, pero tengo que cumplir mis promesas.
Paulo suspiró.
—Sí, señor —dijo de mal talante, y miró con odio a los palafreneros que aparecieron por la esquina con los caballos.
Al día siguiente, cuando Simeón salió de la atarazana con Melecio después del trabajo, una figura opaca lo esperaba, medio oculta tras el muro del puerto. El tiempo había cambiado la tarde anterior y ahora en la playa del puerto hacía frío y soplaba el viento, y estaría desierta de no ser por aquel hombre. Simeón lo vio y se detuvo. Lo miró sin saber qué hacer. El hombre salió de su escondite y caminó deprisa hacia él. A poca distancia se detuvo.
—¿Tu nombre es Simeón? —preguntó. El rostro le resultó conocido y enderezó los hombros.
—Sí —dijo sencillamente, como si fuera algo sin importancia, aunque el corazón había comenzado a latirle con fuerza en cuanto vio que alguien lo esperaba—. ¿Qué deseas?
—De Flavio Marciano —respondió el otro, y le mostró una carta. Entonces Simeón recordó dónde había visto al hombre antes: con los criados de Marciano en la casa de la Ciudad Vieja. No, como había creído por un momento, en la prefectura.
Cogió la carta. En seguida el criado le adelantó y se fue sin dirigirle otra mirada, como si no hubieran hablado. Melecio se quedó observándolo, confundido.
—¿Quién era? —preguntó.
Simeón negó con la cabeza.
—Nadie, Meli. Es por un negocio… un negocio por el que no debes preocuparte… para reparar la Procne. Ahora vete a casa. Yo voy a ver qué pasa y en seguida acudo. No tardaré mucho.
Melecio, aunque intrigado todavía, se encogió de hombros y salió corriendo. El viento soplaba fuerte y se puso a saltar, extendiendo los brazos de forma que el manto se hinchaba como una vela: a medias corría y a medias volaba hacia su casa.
Simeón lo siguió con la mirada sonriendo, luego miró a su alrededor: la calle seguía vacía. Pero para asegurarse, saltó hacia la playa y se sentó sobre los guijarros, apoyado contra el muro y fuera de la vista de la gente antes de abrir la carta.
Murmurando las palabras, leyó:
Flavio Marciano a Simeón, el pescador de púrpura, le desea salud. Sé que el proyecto en el que trabajó tu esposa está en manos del prefecto, y que éste piensa salir hacia Constantinopla con él mañana. Lo seguiré para asegurarme de que el premio llega a su destino sin inconvenientes antes de que nosotros actuemos. Me llevaré conmigo a casi todos mis hombres, pero dejaré a mi secretario, Paulo, a quien ya conoces. Un agente del gran chambelán ha estado de visita en Tiro y hace menos de tres semanas que se fue a Constantinopla. No sé qué pudo haber averiguado, si es que averiguó algo, aunque creo que puede tener intenciones de volver. Si el manto no está registrado en los libros de la prefectura y no se encuentra materialmente en Tiro, incluso aunque este hombre vuelva, ni tú ni tu esposa correréis el menor peligro. De todas maneras, será mejor que verifiques con ella que no hayan quedado rastros del encargo del prefecto en el taller. En caso de surgir cualquier problema, Paulo tendrá suficientes hombres para cualquier emergencia, puedes confiar en él como confiarías en mí. Espero volver a verte cuando todo esto termine, para darte las gracias, pues ahora no puedo quedarme. Después de leer esta carta, destrúyela.
Simeón sonrió y miró el mar gris y agitado por el viento. «Buen aliado, Marciano. Aunque probablemente Demetria tuviera razón: habríamos estado igualmente a salvo sin él. No ha habido problemas. Sin embargo, él procurará que no se perjudique al Estado y que los conspiradores tengan lo que se merecen.» Arrugó la carta, pensando tirarla al mar, pero decidió que sería más seguro quemarla que arriesgarse a que el mar la devolviera a la orilla con la próxima tormenta. La guardó en la bolsa del cinturón, saltó el muro y siguió los pasos de Melecio hacia su casa.
La habitación estaba caliente e iluminada, y olía a lentejas y cebollas. Demetria, que estaba sentada con Melecio en el diván enseñándole las letras del alfabeto, sonrió a Simeón cuando éste entró. Él le devolvió la sonrisa y se acercó al fuego para calentarse las manos. Mientras Demetria terminaba de darle la clase a Melecio, Simeón tiró la carta a las llamas y se deleitó viéndola convertirse en cenizas. Tapó con su cuerpo el resplandor momentáneo y el hedor a cuero quemado quedó disimulado por el olor de la comida, los dos que estaban en el diván ni se dieron cuenta.
—No queda nada en el taller que pueda servir a alguien para averiguar lo del manto, ¿verdad? —le susurró a su esposa esa misma noche, en cuanto Melecio se durmió y ellos yacían en el diván acurrucados bajo las mantas.
Ella negó con la cabeza y apoyó la frente en su hombro.
—Filotimos alteró los números en cuanto se dio cuenta de lo que se trataba en realidad —le dijo contenta—. Vamos a decir que el manto era rojo, un trabajo particular para el procurador. Incluso aunque alguien sospeche, ya es demasiado tarde para que creen problemas. Se terminó y nosotros estamos a salvo.
Él la besó en la cabeza.
—Gracias a Dios. ¿Qué vas a hacer con todo ese dinero?
Ella se incorporó apoyándose sobre un codo.
—Le he dado diez sólidos a Filotimos por su parte en el trabajo. Y he hecho una donación anónima a la catedral como acción de gracias. Tres sólidos. Ayer en Ptolemaida gastamos cuatro. ¡Las ganancias de cuatro meses, en un día!
—¡Creo que te merecías esos pendientes! —le susurró él contento. Los había visto en el taller de un orfebre en Ptolemaida: eran de oro y lapislázuli. Había arrastrado a Demetria dentro de la tienda y la había obligado a probárselos: el oro brillaba sobre la suave blancura de su cuello y el azul contrastaba con sus ojos. La había obligado a comprarlos. Aquello había sido después de la comida en la mejor taberna de la ciudad; con el cambio le habían comprado a Melecio su trirreme. Después, al volver al puerto, él se había dado cuenta de que todos los ciudadanos de Ptolemaida los miraban dos veces: una mujer hermosa y vestida con elegancia, y un muchacho sano y de ojos encendidos abrazado a su nuevo juguete. Simeón había sentido que sus pasos eran más elásticos, e iba con la cabeza alta, como el rey de una ciudad. Son míos, quería gritar, mi esposa y mi hijo; se merecen que los proteja, y yo los he defendido.
Ella se encogió de hombros y sonrió.
—Teniendo el dinero… Nos quedan veintitrés sólidos, más otros nueve que gané con la seda sobrante que le vendí al taller de lana…
—¿Eso no era peligroso? —preguntó Simeón otra vez asustado—. Era seda púrpura.
Ella negó con la cabeza riendo.
—Tenía toda aquella seda púrpura del encargo anterior: las cortinas para el palacio. Y Filotimos tenía algo de seda roja de las tintorerías que no le gustaba y me dio un poco. A lo mejor no quería utilizarla. Así que destruí parte de la púrpura y vendí el resto y una cantidad de seda roja: las cuentas de Daniel van a coincidir con las de Filotimos. Además de los nueve sólidos me dieron lana, es frigia y de primera calidad. También tenemos color azafrán, azul y verde: con eso puedo hacerle unos delfines preciosos a Melecio.
—Ganancias por todos lados. —Simeón volvió a besarla y ella aceptó el beso casi con calidez, sin dejes de su acostumbrada resignación distante—. Entonces estamos salvados y con un tesoro de treinta y dos sólidos. ¿Qué vamos a hacer con todo ese dinero? ¿Quieres comprar una esclava para que haga las tareas de la casa?
—No. —Demetria movió la cabeza—. ¿Para qué necesitamos una esclava para limpiar una habitación? ¿Dónde dormiría? No, no necesitamos una esclava. Pero… —se incorporó—, si juntamos todo este dinero con el que ya tenemos ahorrado podríamos conseguir una casa más grande. Estaría bien tener más espacio.
Simeón la miró feliz. A Demetria le brillaban los ojos en la oscuridad y se le veía la piel pálida; por debajo de la manta había apoyado una pierna contra la suya, una pierna suave, cálida, una curva deliciosa contra su muslo. «Si tuviéramos más espacio podríamos tener otro hijo para ocuparlo», pensó.
—Es una buena idea —dijo en voz alta—. Miraremos lo que hay. —La abrazó y la atrajo hacia sí.
Ella se arrimó de buen grado. «Es un buen esposo —pensó con cariño—. No podría pedir uno mejor. Escucha las cosas que le digo y casi siempre las acepta; es amable siempre y nunca me pega. Elegí bien; soy una mujer afortunada. Tengo un buen esposo, un hijo sano, comida abundante, comodidades, cosas hermosas para tejer, dinero ahorrado y razones para albergar esperanzas para el futuro. Después de todo, la vida es muy bonita.» Cerró los ojos, con los dedos enredados entre el cabello de Simeón y pensó: «Muy bonita». Bastante sorprendida, se entregó a las caricias y le devolvió el beso.
El prefecto Filipo salió a la mañana siguiente. Los hombres de Marciano espiaron a sus esclavos mientras éstos cargaban el carruaje particular y dos carros más con el equipaje; vieron como una docena de guardias armados montaban en sus caballos y se ceñían las armas; y como el prefecto salía en persona de la residencia de la prefectura y subía al coche. Filipo llevaba una cesta de junco que se negó a confiar a ninguno de sus esclavos. Los conductores gritaron, las ruedas crujieron, los arneses cascabelearon, y la caravana de carros y jinetes salió con rumbo al norte, por las calles de Tiro, en aquella mañana fría y soleada.
Cuando le informaron, Marciano sonrió y ordenó los preparativos finales para su partida. Al mediodía él se iría también, llevándose a cincuenta de sus hombres y veinte mulas cargadas. Treinta de los cien que lo habían acompañado a Tiro habían sido ya enviados al norte con diligencias varias, y veinte se habían quedado en la gran casa semiderruida en la Ciudad Vieja, bajo el mando de un descontento Paulo, para vigilar la prefectura y proteger a Simeón y Demetria de cualquier posible represalia.
Demetria no lo vio irse; ya estaba otra vez en el taller, trabajando en un mantel para un altar encargado por el emperador como obsequio para el obispo de Antioquía. A ella le correspondía dibujar a Moisés y el arbusto ardiente, había elegido los colores con gusto: escarlata de quermes, anaranjado y amarillo de azafrán, rojo de buccino y oro reluciente. El tiempo pasado trabajando en el barracón ya le parecía un mal sueño: sólo el dinero que había ganado con aquel trabajo le recordaba que había sido real.
Y fue entonces, diez días antes de Navidad, cuando el procurador volvió a llamarla.
Fue a primera hora de la tarde cuando llegó el corredor del prefecto y le dijo a Filotimos que él y la tejedora Demetria debían acudir urgentemente a la prefectura. Filotimos contestó que iría de inmediato, y con paso cansino fue a buscar a Demetria. Ella levantó la cabeza cuando oyó las pisadas que se detenían a sus espaldas y le dirigió a Filotimos la sonrisa secreta con la que siempre se saludaban ahora. Pero la expresión se le borró cuando vio la preocupación pintada en su cara.
—Su eminencia el procurador desea vernos de inmediato —dijo Filotimos.
Por un instante, Demetria no se movió. Las otras tejedoras interrumpieron de nuevo su trabajo y la miraron. Para ellas, esto no podía ser más que otro intento del procurador vencido en la anterior ocasión por el hedor de la púrpura. Demetria percibió la rabia de sus compañeras a sus espaldas; su solidaridad dispuesta a instarla a no claudicar en su casta negativa.
«¡Qué idiotas! —pensó irritada por la vuelta de un problema que ya había considerado solucionado—. ¡Tendrían que haberse dado cuenta!»
Mejor que no. Clavó la aguja de tapiz en la pequeña superficie de tela sobre la que estaba trabajando, se levantó y se envolvió aún más en el manto. Filotimos comenzó a caminar a su lado.
Era otro día gris y ventoso. Las olas golpeaban violentamente contra el muro del puerto, lanzando fuentes de espuma gris al viento. La barca de Simeón no estaba en la playa porque la estaban pintando en la atarazana; hacía quince días que nadie salía a pescar. Filotimos y Demetria caminaron en silencio hasta que tuvieron la prefectura a la vista. Entonces Filotimos se detuvo.
—Recuerda, querida —dijo con voz serena—, era un manto rojo.
Ella sabía que se lo decía no porque temiera que lo hubiera olvidado, sino sencillamente para afianzarse él mismo. Le sonrió y asintió.
—Teñido con quermes —dijo, satisfecha de repasar todo—, con dos piezas de tapiz, que no describiremos a menos que nos lo pidan.
—¿Y si nos lo piden?
—Entonces, las piezas representan escenas mitológicas, eróticas, y si nos preguntan específicamente qué escenas, diremos que Leda y el cisne, y Europa y el toro.
—Pero no creo que tengamos que ser tan específicos —dijo Filotimos—. Espero que no. Le dificultaría más al procurador conseguir un manto auténtico para mostrarle a ese caballero. Pero aunque no tenga mantos rojos con paneles de tapiz, aunque haya inventado una historia completamente diferente, no vamos a tener problemas. Podemos decir que es porque él no quiere admitir que robó seda y mano de obra que eran propiedad del Estado para su uso particular. —Pero seguía con cara de preocupación.
—Todo va a salir bien —susurró ella tocándole la mano.
Él la miró a los ojos, asintió y por fin sonrió.
—En realidad no veo cómo puede no salir bien.
La antesala del procurador, un despacho ocupado usualmente por el secretario de Heraclas, siempre irritado y siempre atiborrado de trabajo, estaba llena de soldados cuando entraron. Por un momento le parecieron docenas, hombres altos con cota de malla sobre sus pantalones militares, con el uniforme blanco y rojo de una de las oficinas imperiales. Había lanzas y espadas por todas partes y los rostros feroces y barbados se volvieron hacia ellos, interrogándolos con sus ojos azules. Filotimos se encogió y se detuvo apenas traspasada la puerta. Siempre les había tenido miedo a los soldados, y los guardias oficiales eran los más peligrosos y propensos a apalear a civiles a menos que se los sobornara para que no lo hicieran y a veces, si estaban borrachos o de malhumor, ni así se podía evitar.
—¿Quiénes sois? —preguntó uno de los soldados con voz ruda. Demetria, a espaldas de Filotimos, reconoció al instante el acento godo. Los bárbaros eran comunes en el ejército, más habituales que los romanos. Miró rápidamente a su alrededor y vio que, en realidad, eran sólo cuatro hombres y que el secretario de Heraclas estaba apoyado en la pared opuesta, tan nervioso y asustado como Filotimos. Se encontró con sus ojos y le hizo una pequeña inclinación de cabeza.
—Ése es… el capataz del taller de seda al que se mandó llamar —se animó a decir el secretario—. Y la tejedora.
El soldado lo miró y miró a Filotimos, que de inmediato se inclinó. Demetria se levantó el manto para cubrirse la cara y también se inclinó. El soldado resopló.
—Os espera —les dijo—. Adelante.
En el despacho de Heraclas había dos guardias más: otro godo con cota de malla, más alto incluso que sus compañeros; y un hombre bajo, de piernas combadas, cubierto con un manto de pieles mugrientas, con la cabeza horriblemente deformada y la cara marcada, de la mejilla al mentón, con cicatrices profundas y simétricas. En lugar de espada llevaba daga y unos lazos de cuero que podían ser una soga o un látigo, y tenía un arco y un carcaj con flechas colgado del hombro. Demetria se lo quedó mirando con fascinación y espanto: un huno. Toda la vida había oído hablar de ellos; su ciudad, como todas las ciudades, les había pagado una y otra vez para mantener la paz; ella había tejido un manto que había sido enviado de obsequio a su rey… pero nunca había visto uno. Eran tan horribles como se decía. El huno se dio cuenta de la mirada fija y sonrió: las cicatrices parecieron retorcerse alrededor de los dientes y ella apartó rápidamente la mirada.
Heraclas estaba junto a la ventana con aire desdichado; y un hombre bajo, atildado y delgado, estaba sentado al escritorio del procurador, revisando unos papeles con gestos vehementes y airados. Los dedos le resplandecían por los anillos, y el manto y la túnica que vestía estaban tan llenos de oro que parecía el escaparate de un orfebre ambulante. Cuando la puerta se cerró tras ellos, levantó la mirada y los observó con ojos pequeños y salvajes, inyectados en sangre.
—Tu nombre es Filotimos, ¿no? —preguntó sin presentarse ni darle a Heraclas la menor oportunidad de hablar—. Te recuerdo: tú me mostraste el taller. ¿Y es ésta la mujer que estaba trabajando en el encargo especial?
Demetria hizo una inclinación subiéndose el manto.
—Eh —dijo Filotimos—… ¿Qué trabajo especial, señor?
El hombre lo miró furibundo.
—El mes pasado recorrí tu taller. Me dijiste que tenías una mujer tejiendo un manto encargado especialmente por el procurador para el emperador y que, como sería una sorpresa, esta mujer estaba trabajando en las tintorerías y no en el taller. ¿Es ésa la mujer?
—Sí, señor —dijo Filotimos humildemente—. Recuerdo a tu señoría, pero me temo no recordar tu nombre o tu dignidad, señor. —Y, volviéndose hacia el procurador, preguntó—: ¿Este caballero será tu sucesor, eminencia?
Heraclas se puso peor de lo que estaba e hizo girar un anillo en el dedo. Negó con la cabeza.
—No… es el distinguidísimo Eulogio, un… un princeps de agentes in rebus. —Los agentes in rebus, correos oficialmente, eran a menudo utilizados como un servicio imperial de espías, princeps era el rango más alto entre ellos—. Responde a las preguntas que te haga —susurró Heraclas—. Ha habido… ha habido algunos malentendidos con las oficinas sagradas.
Eulogio bufó.
—Oh —dijo Filotimos, con una sorpresa y una preocupación tan reales que Demetria se llevó el manto a la cara para ocultar su sonrisa. Aunque todavía estaba nerviosa, empezaba a encontrarle la gracia a la situación.
El extranjero miró a Demetria con los ojos entrecerrados.
—Me ha dicho el procurador que el manto se terminó a principios de mes —dijo furioso.
Ella asintió.
—Sí, señoría. Se lo entregué a su eminencia Acilio Heraclas. Ahora estoy trabajando otra vez en el taller.
—¿En qué consistía el encargo? —preguntó el hombre con un tono muy desagradable.
Demetria bajó los ojos al suelo y movió los pies.
—Señor —le dijo a Heraclas—, ¿debo responder a sus preguntas?
Heraclas se mordió un dedo.
—¡Te he dicho que sí! Tiene autoridad… aquí tiene autoridad absoluta, le han dado el rango de maestro de oficios. —Demetria volvió a mirar a Eulogio parpadeando rápidamente. El maestro de oficios estaba a cargo de todos los ministerios y talleres imperiales, subordinado sólo al emperador; incluso con un rango honorario equivalente al suyo, la autoridad del agente era mayor que la de cualquier otro funcionario en Tiro. Podía, si así lo deseaba, cerrar todos los talleres de la ciudad y ejecutar a los trabajadores. Si le daban a un agente común, incluso a un princeps, semejante rango, pensó Demetria, era porque alguien de Constantinopla se había alarmado seriamente. La situación ya no parecía tan graciosa.
Filotimos carraspeó.
—Señoría —dijo—, creo que sé por qué hemos venido. Eh… Es difícil para nosotros, esclavos estatales bajo las órdenes del procurador, hablar con libertad. ¿Podemos contar con vuestra protección si lo hacemos?
Eulogio lo miró con los ojos entrecerrados.
—No ofrezco protección a los delincuentes —dijo con ferocidad—. Podéis elegir hablar aquí o en el potro de tormento de la prisión.
Se hizo un silencio. Filotimos tragó saliva ruidosamente; tenía las manos enlazadas con fuerza. Miró a Demetria, vacilante; su cara permanecía impávida, era una máscara, pero en calma. «No se va a romper —pensó tranquilizándose a sí mismo otra vez—. ¿Por qué habría de hacerlo yo? Este agente no puede saber nada.»
Filotimos volvió a tragar saliva y luego dijo, en voz baja:
—Señor, su señoría Acilio Heraclas nos encargó un manto, de forma privada y para su uso. Era de seda teñida con quermes, con dos piezas de tapiz. Demetria lo terminó hace dos semanas y se lo entregó a su eminencia, que dispuso de él según su criterio. Eso es todo lo que sé del asunto.
Eulogio lo miró, mientras la expresión de ferocidad se transformaba lentamente en asombro.
—¿Teñido con quermes? —dijo tras un momento—. Pero… ésa es una tintura roja, ¿no?
Filotimos asintió.
—Sí, señoría. Un hermoso escarlata, tan caro como la misma púrpura.
—¡Antes me dijiste que el procurador había pedido ese manto para el emperador! —exclamó Eulogio poniéndose blanco de furia. Se puso en pie de un salto; sus pequeños ojos estaban bordeados de blanco y lo miraban con furia animal—. Un manto para un emperador no se tiñe de rojo, se tiñe de púrpura, ¿a qué estás jugando?
Filotimos se encogió.
—Señoría, lo que he dicho antes… Su eminencia el procurador me dio órdenes para que una de nuestras mejores tejedoras confeccionara un manto rojo, ¡lo juro! Pero ¿qué iba a decir cuando viniste como una simple visita? Este taller es del emperador, ¡se supone que no debemos gastar dinero, ni el tiempo de nuestras mejores tejedoras en encargos de particulares! ¿Iba yo a acusar a su eminencia de malversación de fondos públicos en provecho propio? Aunque pagó la seda, señor. Tengo todo registrado en los libros de cuentas del taller, puedo mostrarte…
Heraclas lo miraba con asombro y deleite. Eulogio se había puesto colorado.
—¡Hijo de puta! — le gritó a Filotimos furioso. Había algo artificial en la ferocidad de su pasión. «Se está haciendo el enfadado deliberadamente —pensó Demetria sorprendida—. Quiere asustarnos, a Filotimos, a mí y a Heraclas también. Y da miedo.» El agente había rodeado el escritorio, había agarrado a Filotimos de la túnica y le gritaba a la cara; era más bajo que el viejo capataz y resultaba cómico, con la cara colorada y estirándose para golpearlo. Pero su violencia le dio a Demetria ganas de gritar. —¡El manto era púrpura, mentiroso!— continuaba vociferando Eulogio. —¡Era púrpura, y tú lo sabes! ¡Perro! ¡Apestoso hijo de puta! ¿Por qué iba a ser un secreto, si no?
Filotimos se encogió, trató de retroceder y Eulogio lo agarró del cuello con las dos manos y lo zarandeó, sacudiéndolo y apretándole la garganta al mismo tiempo. Los dos guardias se acercaron, vigilando impasibles a la espera de alguna señal de resistencia.
Demetria se adelantó corriendo y le cogió el brazo al agente.
—¡Señor! —gritó—. ¡Señor, por favor, estamos tratando de decirte la verdad! —Entonces le soltó la mano.
Eulogio la empujó con violencia sin mirarla.
—Entonces dime la verdad —le exigió a Filotimos mientras lo soltaba bruscamente—. Era púrpura, ¿no?
—Señor —dijo Filotimos temblando y tocándose la garganta—, ¿por qué habríamos de haberlo mantenido en secreto si hubiera sido púrpura? Nuestro trabajo consiste en hacer mantos púrpura para el emperador, no mantos rojos para el procurador.
Eulogio le dio una bofetada.
—¡Era un secreto porque no era para el emperador! ¡Dios te maldiga! Estás tratando de evitar una acusación de traición, ¡pero voy a averiguar la verdad aunque tenga que despellejarte vivo! ¡Y a ti también! ¡Haré que te saquen la piel de la espalda y te arrancarán esos bonitos brazos de los hombros, a menos que hables!
Filotimos tragó saliva muchas veces más, mirando al agente con terror. A su pesar, Demetria se puso a temblar.
—Señor —dijo desesperada—, te estamos diciendo todo lo que sabemos. Era un manto rojo para el procurador.
Eulogio dio un salto hacia delante y la agarró de los hombros; le gritó a la cara salpicándola con su saliva.
—¡Puta mentirosa! ¡Era púrpura! ¡Tú sabes que era púrpura!
—¡Era rojo! —gritó ella, y él le dio una bofetada. Ella levantó las manos para protegerse la cara y él volvió a golpearla. Se le resbaló la parte del manto que le cubría la cabeza y ella sintió que el cabello le caía a un lado; las bofetadas no eran dolorosas en sí mismas, ardían pero no tenían potencia. Los guardias dieron otro paso hacia ellos: el godo sonreía. «Podemos ser dos si se trata de jugar a simular pasiones irrefrenables», pensó Demetria de pronto, y se puso a derramar las lágrimas que usualmente contenía. Fue fácil, fue incluso un alivio, aflojó el cuerpo bajo los golpes de Eulogio, con los ojos convertidos en cascadas.
—No sé por qué quieres que sea púrpura, señor —exclamó—, pero te juro que no lo era: ¡era rojo!
—¡Puta! —gritó él—. ¿De qué color…?
Ella dejó escapar un grito de espanto y se dobló sobre sí misma, temblando deshecha en sollozos. El agente se interrumpió sorprendido. Evidentemente no iba a sonsacarle ninguna respuesta a una mujer en aquel estado: se le había ido la mano. La soltó, muy a su pesar, y ella permaneció arrodillada, cubriéndose la cara con el manto para ocultar las lágrimas. Tenía una vaga conciencia de que Filotimos la miraba incrédulo, pero no se animó a mirarlo ni a pensar nada que no fuera el miedo a la tortura: las lágrimas serían menos eficaces si no eran reales. Eulogio, ya menos furioso, se volvió hacia Heraclas.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué has hecho con él?
—Se… lo di a un amigo —dijo Heraclas—. Se lo di al prefecto, a Filipo, como regalo de despedida. —Recuperándose un poco añadió—: ¿Qué quieres dar a entender? Si quieres acusarme de algo, exijo un juicio justo.
Eulogio le escupió y se dirigió a Filotimos.
—Quiero ver tu libro de cuentas —afirmó—. Ahora llévame al taller. En cuanto a ti… —Le dirigió una mirada despectiva a Heraclas—. No salgas de este despacho ni veas a nadie hasta que vuelva. Dejaré aquí a algunos de mis hombres y si sacas un pie al otro lado de la puerta, te detendré por obstrucción a la justicia. Cuando se te acuse, puedes estar seguro de que tendrás todas las garantías que manda la ley… y además ¡todo el peso que la ley permita! —Agarró a Filotimos de una oreja y comenzó a arrastrarlo, llevándoselo del despacho. El viejo estaba tan asustado que casi no entendía dónde le pedían que fuera, y el otro le retorcía la oreja hasta que le empezó a sangrar. Demetria corrió tras ellos y volvió a cogerle la mano al agente.
—¡Por favor, señor! —exclamó—. Iremos de buen grado, no es necesario…
Él se volvió y la golpeó otra vez, ahora con tanta fuerza que Demetria se tambaleó.
—¡Quédate callada hasta que te lo digan! —le ordenó—. ¡Y no me toques con esas sucias manos de esclava!
Demetria se dejó caer y se quedó arrodillada llorando. Eulogio resoplaba de rabia y soltó a Filotimos, pero entonces no supo qué hacer: no quería ayudar a levantarse a la mujer a la que acababa de tirar al suelo, pero estaba impaciente por irse. Demetria se incorporó justo a tiempo de impedir que el godo lo hiciera por ella. Con manos temblorosas, volvió a echarse el manto sobre la cabeza. Filotimos se apoyó en la pared, tratando de recuperar el aliento, y ella se las arregló para encontrar su mirada. La capucha que formaba el manto sobre su cabeza le ocultaba el rostro de la vista de los demás, y pudo dirigirle al viejo una sonrisa tranquilizadora. Filotimos se sorprendió y se quedó pasmado, pero, de pronto, entendió. Le hizo bien: se incorporó e inclinó la cabeza, dando paso al agente para que saliera. Otra vez Eulogio emprendió el camino hacia el taller, pero esta vez no tocó a ninguno de los dos. En el despacho del secretario ordenó que dos de los guardias se quedaran a vigilar a Heraclas, el godo alto y el huno le acompañaron al taller.
Al llegar al escritorio del capataz, el agente revisó las cuentas, al principio violenta e impacientemente y luego maldiciendo y con más cuidado, pero no pudo encontrar nada extraño. Filotimos había copiado, cambiando los datos reales, toda la página del libro, haciéndola coincidir con las existencias de seda utilizada por su taller. Según todas las cuentas, había un encargo especial para el procurador Heraclas, para el que se había usado seda teñida de rojo con quermes. Eulogio miró furioso a Filotimos y a Demetria.
—Llama al resto de los trabajadores —le ordenó al capataz.
Obediente, Filotimos hizo sonar la campana que indicaba los descansos y cuando a lo largo de todo el recinto las tejedoras levantaron las cabezas, les hizo un gesto para que se acercaran. Eulogio miró desdeñoso a las treinta y nueve trabajadoras, entre mujeres y muchachas, y a los tres muchachos que se reunieron junto a la mesa de su capataz.
—¿Están todos? —preguntó.
—Tenemos un anexo con doce hiladoras —dijo Filotimos—, y otras ciento tres mujeres que hilan en sus casas para nosotros, por contrato, cobran por pieza. Las haré venir a todas si tú lo requieres, distinción, pero costará algo de tiempo…
—Llama a esas doce y deja a las otras —ordenó Eulogio.
Filotimos hizo una seña a uno de los muchachos, que salió en busca de las hiladoras de seda.
—Bien —dijo Eulogio, cuando toda la fuerza de trabajo estaba reunida ante él—. Mi superior, el ilustrísimo Crisafio, gran chambelán de su sagrada majestad, me ha encomendado investigar una supuesta conspiración contra nuestro muy religioso emperador. Tengo razones para creer que aquí se confeccionó un manto púrpura para un usurpador, y que se confeccionó con la complicidad de vuestro capataz y del trabajo de esta mujer. Le daré una libra de oro a quienquiera de entre vosotros que me cuente la verdad.
Hubo un silencio azorado. Los trabajadores miraban a Filotimos y a Demetria incrédulos. No habían visto ningún manto, aunque Demetria era consciente de que todos estaban convencidos de que era para el emperador. Pero los trabajadores se habían criado juntos, y habían vivido todas sus vidas oyendo las voces de sus compañeros; era inconcebible que hicieran nada que no fuera proteger a los suyos, aunque se les ofreciera una libra de oro. Nadie respondió y Eulogio volvió a ponerse colorado. Después de un larguísimo instante, una de las mujeres se echó a llorar. Demetria reconoció los sollozos agudos y angustiados: era su madre.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Eulogio enfadado—. ¿Qué mascullas, mujer?
—¡Ay, señor! —gimió Laodiki—. ¡Mi Demetria jamás haría semejante cosa! ¡Ay, señor, la culpa la tiene el procurador!
—¡Ven! —ordenó Eulogio salvajemente, y cuando Laodiki dio un paso adelante y quedó frente a él, con la cara colorada y empapada en lágrimas, le preguntó—: ¿De qué tiene culpa el procurador?
—¡Esa cosa espantosa que estás diciendo, señor! —dijo Laodiki—. ¡Ah, señor, no lo creas! ¡El procurador no estaba interesado en ninguna traición cuando ordenó a Demetria trabajar en ese encargo especial! Lo único que quería era acostarse con ella, señor, y si dice lo contrario, es porque ella lo rechazó; es una buena esposa y respeta a su marido.
Eulogio la miraba con odio, a ella y a los otros trabajadores, que asentían.
—¡Mentirosos! —les gritó entonces—. ¿De qué color era el manto?
Hubo un momento de perplejidad y silencio.
—¡Nunca lo vi, señor! —dijo Laodiki—. Pero estoy segura de que era del color que Demetria dice que era.
—¡Era rojo, señor! —dijo Demetria desesperada.
Eulogio se volvió y le pegó otra vez, en esta ocasión con todo el peso de su cuerpo, y la atontó. Demetria se cortó el labio con los dientes y retrocedió, trastabillando, sintiendo el sabor de la sangre y mirando al agente con cautela.
—¿Vas a cerrar la boca? —Eulogio le escupió, pero la miró a los ojos y se detuvo. Ella había llorado y se había arrastrado ante él antes; y él esperaba que volviera a hacerlo. Pero sus ojos estaban secos, duros, mirándolo, juzgándolo, dispuestos a elegir la actuación que más lo debilitara.
En seguida ella bajó la cabeza, se envolvió más en el manto y comenzó a llorar otra vez, pero una vez más él había perdido el hilo de su ira. «Lo hizo deliberadamente —pensó asombrado—. Ahora está llorando de verdad. ¿Dónde estaba, qué estaba diciendo…?» Se hizo un silencio. «El manto; el color del manto.»
Volvió a gritarles a los trabajadores:
—¿De qué color era?
—Tiene que figurar en el libro de cuentas, señor —sugirió uno de los muchachos queriendo ser de utilidad—. Nosotros no lo vimos, señor. Demetria lo tejió en las tintorerías.
—Sobró mucha seda roja —intervino una mujer—. Recuerdo que Demetria la vendió toda al taller de lana. Podéis verificarlo con Daniel, el capataz de lana, señor.
—¡Malditos seáis todos! —Eulogio escupió sobre el libro de cuentas, volvió a mirar a los trabajadores y, con un movimiento de cabeza, le indicó a Filotimos que fuera al taller de lana.
Por supuesto, los libros de Daniel coincidían exactamente con los de Filotimos. El agente maldijo al capataz de lana y les gritó a Filotimos y a Demetria que lo llevaran a las tintorerías.
Nadie allí podía recordar de qué color era el manto. Demetria estaba segura de que Eugenio, el capataz, lo sabía, pero éste protegió a su viejo adversario Filotimos sin vacilación.
—En realidad, no lo vi —dijo sin pestañear—. Pero ¿por qué Filotimos iba a mentirte, señoría? ¿Has revisado los libros de cuentas, señoría?
—¿Le diste un lote de seda teñida con quermes? —preguntó Eulogio.
—Le he dado muchos lotes de seda teñida con quermes —respondió Eugenio—. Aquí teñimos o guardamos seda de todos los colores.
—¿Tienes los registros?
Eugenio se encogió de hombros y llevó sus libros de cuentas.
—Pero no encontrarás ese lote específico aquí —advirtió—. Se hila después de teñido, de manera que las medidas que usa Filotimos y las que uso yo jamás coinciden exactamente.
Eulogio examinó las cuentas maldiciendo, inspeccionó el barracón, dio puntapiés al telar, y maldijo y empujó a Filotimos y a Demetria hacia la prefectura.
Cuando Heraclas vio a Eulogio volver con la misma furia con que se había ido de la oficina, se sintió aliviado. Eulogio cerró la puerta de un golpe.
—Serás acusado de malversación de mano de obra esclava para lucro privado —le dijo a Heraclas—. Y quiero ver ese manto.
—Lamento haber causado tantos problemas —dijo Heraclas con algo de su antigua condescendencia—. Estoy seguro de que si vas a Constantinopla y le dices a mi amigo Filipo lo que deseas, te enseñará el manto con mucho gusto.
—¿Cuándo salió hacia Constantinopla? ¿Por qué se fue, si le quedan cuatro o cinco meses de servicio aquí?
—Su madre estaba enferma, distinción. Fue a verla. Salió hace dos semanas… sí, dos semanas, exactamente.
—¿Por qué el manto fue terminado cuatro semanas antes de lo que me dijeron que tardaría?
Heraclas esbozó una sonrisa de superioridad.
—Había decidido regalárselo a Filipo —dijo con aire agradable—, y quería que lo tuviera antes de irse. Tuvimos que simplificar algo el dibujo, pero lo logramos. Se puso muy contento, y no era para menos. Era un hermoso manto del color del fuego.
Eulogio se mordió el labio.
—Muy bien —dijo, y se sentó pesadamente en el escritorio de Heraclas. La furia había desaparecido y de pronto el agente era simplemente un hombrecillo vestido de manera bastante ridícula, sentado en una mesa con los pies a algo más de un palmo del suelo—. Al parecer, estaba en un error —dijo después de una pausa—. Mañana volveré a Constantinopla.
«Terminó —pensó Demetria, y se apoyó en el marco de la puerta, débil por el alivio—. No tenía intenciones de torturarnos, lo dijo sólo para asustarnos. Ahora está convencido.»
Heraclas sonrió y asintió vigorosamente.
—Siento haber ocasionado este malentendido —dijo—, y por supuesto que devolveré al Estado lo que… usé de mano de obra esclava.
Eulogio le dirigió otra mirada feroz.
—Tienes razones para lamentarlo y para dar gracias por tu suerte. Bien, mañana me voy a mi ciudad. —Permaneció otro momento sentado mordiéndose un labio. Cuando se enteró de lo del manto estuvo seguro de que si lo encontraba podría demostrar que se estaba gestando un intento de traición y complacer a su señor. Había viajado lo más rápido posible de Tiro a Constantinopla, galopando casi mil seiscientas millas en dos semanas, para rogarle a Crisafio que le diera la autoridad para ocuparse él mismo de la situación. Y se la había concedido: un rango honorario igual al de su superior, el maestro de oficios, igual al del tercer más alto ministro de Estado. Ahora debería volver a la capital sin nada que contar más que una falta menor de un joven procurador presumido y lujurioso—. Sí —repitió, frotándose la cara, con un pequeño estremecimiento a medida que se le iban los últimos restos de rabia, dejándolo con esa sensación vacía y angustiosa que siempre sentía después de una rabieta—. Estaba en un error —repitió pesadamente y luego añadió a la defensiva—: pero es mejor cometer errores por exceso de celo que poner en peligro la seguridad de nuestro emperador.
—Por supuesto —dijo Heraclas—. ¿Quién podría dudarlo?
Eulogio movió la cabeza. Crisafio no lo dudaría, pero tampoco estaría agradecido, no ascendería a un sirviente erróneamente celoso en el desempeño de su cargo. «Tendré que demostrarle que he investigado el asunto tan exhaustivamente como era posible —pensó—, que no es culpa mía haber cometido este error.»
—Debo llevar algo para demostrarle a su ilustrísimo que el malentendido ha sido aclarado —le dijo a Heraclas—. Algunos papeles… tal vez algún regalo… —Sus ojos se posaron en la tejedora que se apoyaba en el marco de la puerta. Demetria permanecía con los ojos bajos y la cabeza ligeramente inclinada, como correspondía en presencia de sus superiores, pero la boca esbozaba una ligera sonrisa, y acariciaba el extremo bordado de su manto con placer. «Esa mujer está contenta», pensó él recuperando algo de su rabia. «Me ha hecho quedar como un tonto, esas lágrimas fueron un invento para dejarme en ridículo. Bien, ahora voy a darle una buena lección»—. Puedes venderme a la tejedora —dijo.
—¿Qué? —preguntó Heraclas. Demetria levantó los ojos bruscamente, incapaz de entender todavía lo que acababan de decir.
—¡Que puedes venderme a la esclava! —exclamó Eulogio enfadado—. ¡Lo he dicho con toda claridad! Es una esclava, ¿no? Quiero comprarla.
Heraclas la miró y ella le devolvió la mirada, una mirada intensa. Una mejilla se le estaba oscureciendo como consecuencia de los golpes del agente, pero no hacía más que darle un aspecto frágil y vulnerable, aunque hasta aquel momento no estaba asustada, sencillamente sorprendida e incrédula. «Y no es frágil —pensó el procurador recordando con una punzada de remordimiento cómo había rechazado sus intentos amorosos—. Es una perra muy astuta, y lo tendría bien merecido si la entrego a esta bestia. Pero ¿qué le contaría si la lleva a Constantinopla? No, no me atrevo a arriesgarme.»
—Sí, pero no es mía, es esclava del Estado —le dijo a Eulogio con una sonrisa amable—. No puedo vender a un esclavo del Estado. Sería como… sería como vender a un soldado de las legiones. Eminencia, si quisieras… conozco un establecimiento privado que…
—No quiero cualquier tejedora —exclamó Eulogio—. Y yo te autorizaré a venderla. ¿Por qué no? —Comenzó a entusiasmarse con la idea—. Es una buena trabajadora, un obsequio apropiado para cualquier persona de categoría, y mi superior puede interrogarla él mismo, para quedar completamente seguro de que nuestras sospechas eran infundadas. Redacta un documento de venta de inmediato.
Demetria comprendió, súbita y definitivamente, lo que quería decir el hombre. Sintió como si un gigante hubiera alargado la mano y la hubiera puesto del revés, como un pescado destripado.
—¡No! —gritó espantada—. ¡No! ¡No puedes!
Eulogio la miró con el entrecejo fruncido.
—¡Mujer, te he advertido dos veces que mantengas la boca cerrada! —dijo él sin molestarse siquiera en levantar la voz—. Si vuelves a hablar te haré amordazar. Redacta un documento de venta. Se la regalaré al ilustrísimo Crisafio, gran chambelán de su sagrada majestad. Te daré el precio habitual por una trabajadora cualificada: sesenta sólidos.
Heraclas respiró con dificultad, por un momento miró a Eulogio, desolado, pero en seguida se encogió de hombros.
—Como gustes —dijo—. Le diré a mi secretario que redacte la escritura. Pero necesitaremos tu firma autorizándola; no se me permite vender a los trabajadores.
—¡Pero tengo esposo y un hijo! —gritó Demetria—. ¡No puedes! —Corrió hacia Heraclas—. ¡No puedes! —le dijo inclinada sobre el escritorio—. ¡No puedes hacer esto! —Heraclas se alejó de ella con expresión de disgusto. Eulogio les hizo una seña a los guardias—. ¡Virgen Santísima! —gritó Demetria—. ¡No tienes derecho! —Arrojó al suelo los papeles de Heraclas—. ¡No tienes derecho a venderme! —gritó ella forcejeando.
Los dos guardias atravesaron la habitación; el godo la agarró de los brazos sonriendo.
—Amordazad a esa mujer —ordenó Eulogio a sus hombres.
Demetria volvió a gritar, retorciéndose, de manera que el godo chocó contra el borde de la mesa, aflojó un momento la presión sobre ella, que consiguió soltarse un brazo. En seguida el godo le retorció el otro por detrás de la espalda y ella gritó otra vez, esta vez de dolor. El huno le metió un paño en la boca y comenzó a atarlo con uno de los cordeles de cuero que tenía en el cinturón.
—No —gritó Filotimos tratando de impedírselo—. No, por favor, no podéis…
—¡Llevaos a ese hombre! —ordenó Eulogio—. Y encerrad a la mujer en algún lugar hasta que nos vayamos mañana. Ya he visto bastante de este espectáculo de bestias salvajes… Envíame la escritura de venta hoy mismo, Heraclas, y le pagaré al Estado su dinero. —Iba a salir del despacho pero se detuvo ante la puerta—. Berico, Chelchal… —Los dos hombres dejaron de atarle la mordaza a Demetria y lo miraron—. La mujer es un obsequio para su ilustrísimo. No la quiero estropeada.
Salió dejando a sus sirvientes para que echaran a Filotimos a golpes de la oficina, le ataran las manos a Demetria y se la llevaran arrastrándola, mientras forcejeaba, pataleaba y gritaba a pesar de la mordaza.
Cuando todos se hubieron ido, Heraclas se sentó al escritorio y apoyó las palmas temblorosas en la madera lustrada. «Espectáculo de bestias salvajes —pensó—. ¡Por Apolo, me alegro de que haya terminado! Todo ha salido mejor de lo que podía esperar. Claro que los esclavos lo que hicieron fue salvar su pellejo, inventando esa mentira con tanto esmero, pero incluso aunque no lo hubieran hecho, yo podría haberme salvado. No podrían haberme torturado, a mí, un Acilio, y podría haber desacreditado cualquier cosa que dijeran los esclavos bajo tortura aduciendo que lo decían para agradar a sus torturadores. Ahora Filipo tendrá problemas, pero eso es asunto suyo, y creo que podrá esquivarlos sin inconvenientes hasta que el emperador haya sido depuesto y Nomos nombrado en su lugar. Sí, todo ha salido mejor de lo que yo esperaba, en especial siendo Eulogio tan salvaje. Lo de la mujer sí es una lástima. Bien, tal vez se solucione cuando Nomos lleve la púrpura. Hacer que la devuelvan a Tiro… devolverla, incluso, a su celoso esposo, si para entonces él no se ha buscado otra. Tal vez pueda reclamarle una recompensa. Después de todo, si la traigo, me deberá algo.»
Filotimos estuvo media hora sentado en el despacho del secretario de Heraclas después de que se llevaran a Demetria, tratando de parar una hemorragia nasal. Luego volvió, manchado de sangre y lágrimas, al despacho de Heraclas para tratar de persuadir al procurador de que no vendiera a Demetria.
—Inventa alguna excusa, alguna razón por la cual no pueda redactarse ahora la escritura de venta —lo instó—. Tiene prisa; cualquiera puede darse cuenta de que tiene prisa. Si pudieras sólo demorar…
Pero Heraclas lo despidió con impaciencia.
—Tiene la autoridad para exigirlo —le dijo a Filotimos—, y no puedo negarme. Sospecharía de mí si lo hago.
—¡Pero eres el responsable! —dijo Filotimos olvidando toda una vida de cautela—. ¡Tú y tus planes de traición sois los culpables de todo esto! ¿Por qué es ella quien tiene que pagar?
—¿Me estás amenazando? —preguntó Heraclas indignado—. Sabes bien que si me acusas de algo, te acusas a ti mismo y a esa mujer. Sal de aquí antes de que te haga echar: tendría que darte vergüenza aparecer ante mí en este estado.
—¡Por favor, amo, ten piedad! —gritó Filotimos y, desesperado, se arrodilló ante Heraclas y le abrazó las piernas—. ¡Por el amor de Dios, tiene esposo y una criatura! ¡No puedes venderla a ése… ese demonio!
—¿Crees que quiero venderla? —preguntó Heraclas suavizándose un poco—. No, aunque sólo sea porque me voy a poner muy nervioso pensando en lo que ella puede decir en Constantinopla. Pero no puedo hacer nada. Eulogio tiene poder para autorizar la venta, y lo ha usado. Además, las esclavas no tienen esposos, y en cuanto al hijo, no es una criatura, ¿no? Bien, entonces, puede cuidarlo el padre. Ahora vete, viejo, necesito descansar después de todo este asunto… y tú también, por lo que se ve.
Filotimos salió. Fuera ya estaba oscureciendo y el viento del mar sacudía las palmeras datileras en la plaza pública. Cuando llegó al puerto, las olas blancas se veían a lo lejos sobre la oscuridad del mar revuelto. Filotimos caminó despacio por la calle del Puerto. «He llamado "amo" a ese desgraciado —pensó—, y lo tomó como algo natural. No tenemos ni siquiera lo que creíamos que era nuestro. Nunca pensé que nadie pudiera vendernos. ¡Ay, Demetria, mi dulce niña! Que Dios me ayude, tengo que decírselo a tu esposo.»
Simeón estaba en casa cuando Filotimos llamó a la puerta. La abrió sonriente pero se asustó al ver al anciano.
—¡Por Cristo eterno! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?
Filotimos trató de hablar, movió la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Entra —le dijo Simeón. Melecio había corrido hacia la puerta y también lo miraba, pero su padre lo hizo suavemente a un lado y ayudó a Filotimos a entrar. Lo sentó en el diván—. Ahora cuéntame, ¿qué ha pasado? ¿Te has hecho daño? ¿Quieres que llame a un médico?
—¡Está cubierto de sangre! —dijo Melecio asombrado.
Filotimos hizo un gesto, quitándole importancia a la preocupación del otro.
—No estoy herido —dijo—, me ha sangrado la nariz, nada más. Pero Demetria… —No pudo continuar.
—¿Demetria? —preguntó Simeón—. Dios mío. ¿Qué le ha pasado? —Filotimos se echó a llorar—. ¿Qué ha pasado? —gritó Simeón—. ¡Cuéntame lo que ha pasado, por lo que más quieras!
Filotimos siguió moviendo la cabeza…
—El procurador…, un agente que vino de Constantinopla…
—¿Algo que ver con el manto?
Melecio no entendía lo que estaba sucediendo, pero veía que un adulto, un adulto poderoso estaba llorando, y comprendía que algo le había sucedido a su madre. Se puso a llorar aterrorizado, y se abrazó a una pierna de su padre, que estaba inclinado sobre Filotimos, sin prestar atención a los alaridos del niño.
—Un agente vino de Constantinopla por lo del manto —dijo—. Acusó al procurador de traición.
—¿Qué le están haciendo a Demetria?
Filotimos volvió a mover la cabeza, moqueando.
—¡Lo convencimos de que el manto era rojo! —explicó—. Yo tenía todas las cuentas en orden y nadie pudo contradecirnos, ¡él lo creyó! Pero después… quiso comprar a Demetria, para mostrarle a su superior que había hecho todo lo posible. No quería volver con las manos vacías. Y el procurador se la vendió.
—¡No puede! ¡No puede vender a una esclava del Estado!
Filotimos se puso a llorar otra vez.
—Eso pensaba yo. Pero el agente tiene poder para autorizarlo, y lo ha hecho.
Melecio lloraba a gritos, sin saber muy bien lo que había sucedido, pero sabiendo que era algo horrible.
—¡Quiero a mi madre! —gritó—. ¿Qué le ha pasado a mi madre? ¿Dónde está? —Se agarró a un brazo de Filotimos—. ¿Dónde está?
—¡Traté de convencer a Heraclas de que no lo permitiera! —dijo Filotimos sin ocuparse del niño—. Podría haber retrasado el asunto; podría haber interpuesto problemas, cualquiera se daba cuenta de que el agente tenía prisa por irse. Pero el procurador…
—Al demonio con el procurador —dijo Simeón en voz baja. El tono utilizado era más preocupante que si hubiera gritado, y Meli dejó de vociferar y miró esperanzado a su padre—. Yo puedo arreglármelas con el procurador. Meli, deja tranquilo a Filotimos… yo traeré a tu madre a casa.
—¡No, no lo hagas! —dijo Filotimos sin aliento—. No vayas, te hará azotar, ni siquiera permitirá que te acerques, y si el agente llega a saber que lo hemos engañado y que en realidad el manto era púrpura, será peor, mucho peor para todos. Es un demonio, un monstruo.
—No iré a ver al procurador —dijo Simeón—. Pero ven conmigo para que me cuentes lo del agente. Vamos, puedo confiar en ti. Meli, mi amor…
—¡Quiero ir contigo a ver a mamá!
—No vamos a ir a ver a mamá; vamos a ver a un hombre que puede ayudarnos a recuperarla. La traeré, Meli. Ahora ve arriba, con la abuela.
—¡Quiero ir! —protestó el niño lloroso mirando a su padre—. Quiero ayudar.
Simeón vaciló comprendiendo la protesta. Cuando su madre estaba muriéndose, lo habían enviado a casa de una tía, a esperar. Todavía recordaba a las mujeres susurrando entre ellas: «un parto difícil», «demasiada sangre», «no, ya no puede ni gritar», «sí, la criatura murió». Entraban y salían de su casa, pero a él no le habían permitido verla, ni siquiera decirle adiós. Él todavía creía, en lo más profundo de su corazón, y a pesar de las veces en que se repetía a sí mismo que era absurdo, que si le hubieran dejado entrar podría haber encontrado alguna manera de salvarla. Y tenía doce años entonces, más del doble que Melecio.
—Está bien. —Simeón cogió a su hijo de la mano—. Vamos y lo verás con tus propios ojos. —Se dirigió hacia la puerta. Perplejo, Filotimos se dio prisa en alcanzarlo.
La gran casa de la Ciudad Vieja estaba silenciosa; la mitad de los hombres estaba vigilando la prefectura y la otra mitad cenaba. Pero dos de ellos, que comían en la caseta de la entrada, le indicaron a Simeón que fuera al comedor. Melecio estaba asustado ante aquella casa tan grande, oscura y que crujía al andar, y apretó fuerte la mano de su padre. Simeón levantó al niño en brazos y éste apoyó la cara en el hombro de su padre, callado ahora, mirando la penumbra con los ojos muy abiertos.
El comedor estaba tan sombrío como Simeón lo recordaba, iluminado por dos lámparas altas en los rincones más alejados. Paulo, el secretario, estaba sentado solo a la pesada mesa de roble. Acababa de hacer a un lado el plato de comida y la copa de plata estaba todavía medio llena. Paulo miró a Filotimos con recelo y luego le dirigió a Simeón una mirada interrogante. Los espías le habían informado de la llegada de un agente imperial, y él en parte había esperado que surgiera algún tipo de problema aquella noche. Casi lo deseaba, para que un poco de acción justificara su larga espera en Tiro. Al parecer, la espera había acabado.
—Tienen a mi esposa —dijo Simeón sin más dilación—. La quiero aquí.
Paulo sonrió una sonrisa desagradable. «Por lo menos el hombre va derecho al grano.»
—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó.
—Hay un agente de Constantinopla… Filotimos estuvo allí y sabe lo que sucedió. Cuéntaselo, Filotimos.
Confundido, sin la menor idea de quién era Paulo pero viendo que Simeón esperaba su ayuda, Filotimos dio una versión abreviada y balbuceada de lo que había sucedido, afirmando en todo momento que el manto había sido rojo y para el procurador.
—Eulogio —dijo Paulo cuando Filotimos hubo terminado—. Sí, es uno de los esbirros de Crisafio. Sin duda espera ser maestro de oficios en lugar de Nomos. Bien. Pensábamos que volvería con la autoridad necesaria para intervenir pero, debo admitir que no esperaba esto. ¡Maestro de oficios en funciones! Es mucho más de lo que pensé que el gran chambelán podía darle. Y complica las cosas.
—Quiero a mi esposa aquí —dijo Simeón—. Tu amo juró por el Espíritu Santo hacer todo lo que pudiera para protegerla.
—Marciano no es mi amo —dijo Paulo cortante—. Es mi superior. Yo no tengo otro amo más que el emperador.
—Bien, yo tampoco tengo otro amo más que el emperador —respondió Simeón impaciente—. De manera que eso nos convierte en iguales. ¿Qué vas a hacer por mi esposa? Tu superior te ha ordenado que la protejas.
—Protegeros a ti y a tu familia es la razón por la que aún estoy en Tiro —respondió Paulo con frialdad—. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—El agente dijo que volvía a Constantinopla mañana —dijo Filotimos.
—¿Mañana? —preguntó Paulo sobresaltado—. ¿Estás seguro?
—Mañana por la mañana —respondió Filotimos—. Tenía prisa.
Paulo asintió y miró a Simeón, que seguía impaciente. «¿No comprende lo que se le acaba de decir? —se preguntó Paulo—. No habrá tiempo para ningún subterfugio antes de mañana por la mañana… y no tengo hombres suficientes para usar la fuerza, y menos contra un maestro de oficios.»
—Eso hace las cosas más difíciles —dijo sombrío.
—¿Qué vas a hacer?
Paulo movió la cabeza. «¡Tonto!»
—No creo que pueda hacer nada para mañana.
Suavemente Simeón deslizó a Melecio de sus brazos al suelo. Dio un paso adelante y se inclinó sobre la mesa del comedor.
—Le di a tu superior cierta información que vale vidas humanas. Juró por el Espíritu Santo y por la cabeza del emperador que nos protegería. He venido aquí a reclamar esa protección, ¿me estás diciendo que no puedes otorgármela? Porque, en ese caso… —La voz de Simeón, que había comenzado en un tono normal, se levantaba. Paulo levantó una mano para interrumpirlo.
—No he dicho nada de eso. Mi superior es un hombre honorable, me encargó específicamente que se cumpliera ese juramento que te hizo. Pero jamás prometió hacer lo imposible, y es imposible rescatar a tu esposa antes de mañana por la mañana. ¡Piensa un momento! Si tuviéramos una semana, o incluso uno o dos días, podríamos sacarla en secreto, o presionar al procurador, o comprársela al agente. Pero tal y como están las cosas… ¡ni siquiera sabemos dónde la tienen! Puedo averiguarlo, pero cuando lo quiera saber será medianoche. No habrá tiempo para organizar un rescate. Y Eulogio tiene autoridad aquí; ha traído a seis de sus guardias personales, y puede solicitar el uso de la guardia de la prefectura. Yo tengo veinte hombres. ¿Crees que puedo irrumpir en la prefectura con ellos? Aunque lo hiciera, ¿de qué os serviría, a ti o a tu esposa? Ella seguiría siendo legalmente propiedad del agente.
—Tienes soldados suficientes —dijo Simeón—. Podrías rescatarla, si no puedes comprarla, y esconderla aquí, a salvo, hasta que hayas arreglado las cosas en Constantinopla. Y luego podrías conseguir que se anulase la venta.
Paulo negó con la cabeza con expresión de impaciente desprecio.
—Si intentara irrumpir en la prefectura, nos traicionaríamos ante el enemigo y nos arriesgaríamos a destruir todos nuestros planes… No habría lugar donde ocultarse, para ninguno de nosotros. Y ni siquiera creo que pudiéramos tener éxito. No, es imposible. Trataré de seguir a Eulogio cuando se vaya, si quieres, y estaré atento a cualquier oportunidad para rescatar a tu esposa. Pero te lo advierto: puede usar la red de postas y yo no, de manera que avanzará mucho más rápido que nosotros.
Simeón golpeó la mesa.
—¡Quiero a mi mujer otra vez en casa! —gritó—. ¡Ese agente endemoniado la tiene encerrada en alguna parte y quiero que la liberen, ahora! ¡No me digas que es imposible, tienes que hacerlo posible!
Paulo lo miró con frialdad y entonces volvió su atención a Filotimos.
—No te preguntaré si tu historia fue completamente cierta —dijo masticando cada palabra—. Simplemente te pregunto si Eulogio la creyó.
Filotimos lo miró confundido y se ruborizó. «Simeón le contó lo del manto —pensó—. Ésa es la información "que vale vidas humanas". Con razón alguien comenzó a investigar aquí en Tiro; alguien con quien Simeón habló dejó escapar algo. ¡Ah, tonto, maldito tonto!»
—Eulogio la creyó —respondió con la calma de la desesperanza—. Si no la hubiera creído, ahora Demetria y yo estaríamos en el potro de tormento.
Paulo se volvió a Simeón.
—Si el agente cree que no ha habido traición no hará torturar a tu esposa. Si su intención es entregarla de regalo a su superior Crisafio, no permitirá que sus hombres le hagan daño. Está tan segura con ellos como en cualquier otro lado. La mejor manera de recuperarla es dejarlos que la lleven a Constantinopla e informar a mi superior de lo sucedido. Ellos harán todos los esfuerzos para quitársela a Crisafio y devolvértela lo antes posible.
—¿Quieres que permita que se la lleven a Constantinopla? —gritó Simeón—. ¿Atada, amordazada, encerrada y sufriendo sólo Dios sabe qué, durante todo el camino, para terminar a merced de Crisafio y sus amigos? ¡No! ¡Rescátala ahora mismo!
Melecio comenzó a llorar otra vez agarrado a la pierna de su padre; Simeón lo hizo a un lado con impaciencia. Paulo se encogió. Le desagradaban los niños, y más cuando lloraban.
—Arriesgo la vida de veinte hombres si ataco a Eulogio —dijo Paulo levantando la voz para que lo oyeran—. ¡Y también arriesgo la vida de tu esposa! Si Eulogio piensa que el manto era rojo, ella está a salvo; si actúo abiertamente para protegerla, sabrá que su historia era falsa y tratará de arrancarle la verdad si fracasamos. ¿Es eso lo que quieres?
—No vas a hacer nada, ¿verdad? —dijo Simeón—. Vas a irte a Constantinopla y olvidarte de todo lo que tenga que ver con nosotros.
—¡Haré lo que pueda! —gritó Paulo ahora demostrando su enfado—. ¡Se lo contaré a Marciano! ¡Yo mismo iré tras Eulogio mientras podamos! ¡Pero más es imposible!
—¡Maldito seas! —gritó Simeón—. Mi esposa… —Se interrumpió. Su esposa le había dicho que esto sucedería, que cualquiera a quien recurriera lo traicionaría en cuanto fuera conveniente. «Yo también la traicioné— pensó involuntariamente. —La engañé, revelando sus secretos; ahora está amordazada, la han vendido y van a llevarla a muchas millas de distancia, y todo por mi culpa.» Simeón se llevó una mano a la cara—. Mi esposa… —repitió. Los hombros comenzaron a temblarle—. Se la llevaron… —Melecio estaba hecho un ovillo en el suelo llorando de angustia.
—Haré lo que pueda —repitió Paulo con frialdad—. Te sugiero que te lleves a tu hijo a casa y que trates de esperar con calma. Costará algunos meses, pero al final podremos, seguramente, devolvértela. Aunque, si eres tan estúpido como para andar por ahí contándole a todo el mundo lo sucedido, no asumo ninguna responsabilidad por lo que pueda suceder: ni Dios puede salvar a un tonto.
Simeón no dijo nada. Con paso inseguro se alejó de la mesa y recogió a Melecio. El niño echó los brazos al cuello de su padre sin dejar de llorar. Simeón salió tambaleándose de la habitación, como si estuviera ciego, a las calles oscuras de la Ciudad Vieja. Anduvo hasta el camino que unía la Ciudad Vieja con el promontorio rocoso y se sentó allí, a la vera del camino, temblando. Una luna en cuarto menguante apareció por unos instantes entre las nubes deshilachadas, mostrando el mar salpicado de blanco, la calle desierta, la ciudad de Tiro. «Mi esposa está encerrada en una prisión —pensó Simeón—, mañana se la llevarán, y los hombres en cuya protección yo confiaba son como maderos podridos.»
Filotimos se detuvo junto a él, y lo miró con aire acusador.
—Tú le contaste lo del manto —dijo.
Simeón asintió sintiéndose desdichado.
—Pero… ¿quién es él?
—Es el secretario del representante de Aspar —dijo Simeón cansado—. El representante mismo, Marciano, está viajando hacia Constantinopla a medio día de distancia de Filipo. Quiere atraparlo con el manto cuando se lo entregue a Nomos. Me prometió protección.
—¡Actuaste como un idiota! —dijo Filotimos—. Si se lo cuentas a un cortesano conspirador, a nadie le sorprende que en seguida otro se entere. ¡Nuestro Señor de los Cielos! ¿Crees que a alguno de ellos les importan las promesas que nos hacen a nosotros los esclavos?
El eco de las palabras de Demetria sonaba demasiado cerca. Simeón se encogió y se puso rojo de vergüenza.
—¡Lo juró por el Espíritu Santo! —exclamó sintiéndose muy desgraciado—. Y lo dejó por escrito.
—Y entonces, si tiene una conciencia sensible, fundará una iglesia dedicada el Espíritu Santo… es mucho más fácil que mantener su palabra. Si hubieras dejado las cosas como estaban…
—¡Lo puso por escrito! —dijo Simeón recuperando algo de su antigua ira—. Y lo juró por el Espíritu Santo… ésa es la blasfemia más imperdonable… y por la cabeza del emperador… eso es traición. Tiene que hacer lo que dijo que haría.
Filotimos negó con la cabeza.
—Nunca volveremos a verla.
Melecio se puso a llorar más fuerte.
—¡Lo obligaré a cumplir con su palabra! —dijo Simeón hablando entre dientes—. Le mostraré el papel a Aspar; exigiré justicia.
—¿Cómo? Están en Constantinopla.
—Los seguiré hasta Constantinopla —afirmó Simeón.
—¿Cómo? Está a mil seiscientas millas, según dicen. No tienes dinero para pagar semejante viaje.
—Tengo una barca —respondió Simeón—. Una buena barca. Puedo navegar por el día y acercarme a tierra por la noche o si hace mal tiempo. Tenemos más de cuarenta sólidos ahorrados, y también puedo pescar mientras navego y vender lo que pesque. Tiene que alcanzarme para ir y volver.
Filotimos se quedó mudo. Melecio levantó la cabeza.
—¿Mamá está en Constantinopla? —preguntó.
—Hacia allí la llevan —respondió Simeón.
—¿Y nosotros vamos a ir?
—Yo voy a ir. Tú te quedarás con la abuela.
Melecio le echó los brazos al cuello.
—No, yo quiero ir contigo.
—Estarás más seguro con la abuela.
Melecio negó con la cabeza decidido.
—¡No quiero estar seguro! —dijo—. Quiero ir contigo a buscar a mamá y obligarlos a que nos la devuelvan. No quiero que me dejes solo. No te vayas, papá. Yo te ayudaré a llevar la Procne. Sabes que puedo ayudarte. Puedo llevarla mientras tú pescas. ¡Te prometo que me portaré bien!
Simeón miró la cara de su hijo, reducida, en la oscuridad de la noche, el brillo de los ojos y la blancura de los dientes. Le dio un beso en la frente a la criatura.
—Tienes razón, Meli. Tú tienes que estar conmigo. Zarparemos juntos apenas el viento sea favorable, e iremos a buscar a tu madre.
—Estás loco —dijo Filotimos.
—Sé llevar una barca —dijo Simeón—, aunque estemos en invierno. Y hay muchas barcas que han hecho ese viaje, incluso más pequeñas.
—¡Te pueden acusar de robo, si te vas así!
—La barca es mía… hace años que terminé de pagarla.
—Pero ¿y tú de quién eres? Tú vales más que la barca y eres propiedad del Estado. Heraclas puede hacerte azotar por fugitivo.
Simeón lo miró enfadado.
—No me gusta esa charla constante sobre nuestra esclavitud —dijo—. Puede ser cierto según la ley, pero no es cierto en lo que realmente importa. Soy un pescador de púrpura, y si a mi capataz no le gusta que vaya a buscar a mi esposa, que me lo diga cuando vuelva. No voy a arrodillarme ante él, ni ante ese desgraciado insensible de Paulo, ni ante Marciano, ni especialmente ante ese hijo de puta de Heraclas, que será acusado de alta traición y perderá la cabeza, si de mí depende. Zarparé hacia Constantinopla a buscar a mi esposa, y no hay más que hablar.
—Te prestaré algo de dinero —dijo Filotimos sintiendo de pronto una profunda sensación de liberación. Era una ilusión, pura ilusión. Simeón era tan esclavo como él mismo… pero su empecinada negativa a admitirlo constituía una libertad más profunda que las leyes de la esclavitud. Contra su razón, Filotimos estaba convencido de que Simeón podría navegar en su barca de pesca y recorrer todo el trayecto hasta Constantinopla, obligar al gran general Aspar a cumplir el trato de su representante, liberar a su esposa del todopoderoso gran chambelán Crisafio y volver para ver la venganza del Estado contra Acilio Heraclas. «Una locura», pensó Filotimos, pero se le encendía el corazón.
»Tengo cincuenta y ocho sólidos ahorrados —le dijo a Simeón—. Te los daré todos.