Fue el veintitrés de octubre cuando Flavio Marciano, el hombre de confianza del general Aspar, llegó a Tiro. Venía con el administrador del general y su escolta privada de las propiedades situadas en las montañas sirias; había hecho el viaje en dos días. Era ya la última hora de la tarde cuando entró en la ciudad, así que se dirigió directamente a la casa que Aspar había comprado en Tiro junto con los viñedos de las montañas. La casa estaba en la Ciudad Vieja, aquella parte de la población que estaba más hacia el interior, delante del promontorio rocoso de la ciudadela. Era un bonito edificio, pero se encontraba en muy mal estado: el revoque de las paredes se había caído por varios sitios y las baldosas de la fuente y del suelo estaban rajadas; algunas de las ventanas rotas; la pintura desvaída y las habitaciones con olor a cerrado y a humedad. El mayordomo encargado de cuidarla se frotaba las manos preocupado, mientras hacía pasar a Marciano y al administrador al comedor. Éste, que era un esclavo y había sido vendido, como la casa, con el resto de las propiedades, miró con furia al nervioso mayordomo y luego, desolado, a Marciano.
—Te presento mis disculpas, señor. En nombre de todo el personal, discúlpame —dijo—. No ha venido nadie por aquí desde que murió el antiguo amo, que Dios le tenga en su gloria. Envié un mensaje para indicarle a este tonto que hiciera limpiar la casa, señoría…
—¡Ay, señor! —exclamó el mayordomo sin dejar de frotarse las manos—. Tu mensajero no llegó hasta ayer. Hice lo que pude pero sólo somos tres aquí, y…
—Está bien —dijo Marciano firme—. Entiendo que no ha habido dinero y que no valía la pena mantener habitable una casa para un amo que vive en Constantinopla, quédate tranquilo. Mis hombres están acostumbrados a cosas mucho peores. ¿Hay espacio suficiente para todos los caballos?
El administrador y el mayordomo se miraron e intercambiaron miradas acusadoras.
—¿Cuántos caballos? —osó preguntar por fin el mayordomo.
—Ciento veinticinco caballos y veinte mulas —dijo Marciano sonriendo—. Y cien hombres.
El mayordomo parecía desolado. El administrador lo miró como diciendo: «¡Te advertí que habría caballos!».
—Si no pueden quedarse todos aquí, arregladlo para que puedan instalarse en algún otro lugar —sugirió Marciano—. Alguna posada cercana, o como huéspedes de otros caballeros amigos de su excelencia el general.
—Sí, señor… Veré qué puedo hacer —dijo el mayordomo y, con una reverencia, se fue. En la puerta, vaciló y preguntó—: ¿Quieres un poco de vino para limpiarte la garganta del polvo del camino, eminencia?
—Gracias —dijo Marciano asintiendo—. Y ocúpate de llevarle también a mis hombres. —Se sentó en el diván y comenzó a desabrocharse el cinto de la espada.
—No entiendo por qué necesitabas cien jinetes para una visita a Tiro —dijo el administrador quejándose, mientras se sentaba en el diván de enfrente y apoyaba en las rodillas el paquete de documentos que había venido protegiendo cuidadosamente durante todo el camino. Normalmente se habría negado con orgullo a sentarse en presencia del representante de su amo, pero no estaba acostumbrado a largas cabalgatas y le dolían todos los huesos.
Marciano hizo un ademán ignorando el comentario y puso la espada en la mesa. Se quitó la capucha de cuero que había usado durante el camino y se frotó las sienes. Tenía sesenta años, pero el viaje no parecía pasarle factura. Era un hombre cuadrado, macizo, musculoso; el cabello gris y lacio le caía sobre la frente, húmedo por el sudor, pero su rostro fuerte y autoritario estaba tan alerta como siempre.
—Bandidos —dijo lacónico—. Temía que pudiéramos encontrarnos con algunos isaurios en el cruce del Taurus.
—Los isaurios nunca llegan tan al sur —dijo el administrador—. Podrías haber dejado a tus hombres en la propiedad.
Marciano rió.
—Amigo mío, es mejor traer tropas aunque no sean necesarias a dejarlas en casa y descubrir que sí lo son. Además, ¿qué harían en la propiedad?
El administrador inclinó la cabeza con humildad, admitiendo para sí mismo que se alegraba de que los soldados no anduvieran merodeando por su propiedad sin nadie que los vigilara. Siempre pensaba en la propiedad como suya; el dueño anterior había vivido casi siempre en Tiro, y Aspar ni siquiera la había visitado. No le gustaban mucho los soldados y los hombres de Marciano, si bien debía admitir que estaban bien disciplinados, le parecían un temible grupo de salvajes. Eran hombres enormes, de cabellos claros y barbas rizadas, con armaduras y armados hasta los dientes. Todo el camino desde las montañas se lo habían pasado o cantando a gritos canciones en godo o tracio, o riéndose escandalosamente de bromas incomprensibles, o aterrorizando a la gente del campo simplemente con su apariencia. Y lo que era peor, la mayoría de ellos, y eso se veía a las claras, eran herejes arrianos. Si pasaban por una iglesia no se persignaban, y pasaban al galope junto a sacerdotes e, incluso, monjes sin ni siquiera hacer una inclinación de cabeza, dejando a los hombres santos tosiendo como consecuencia del polvo levantado por los cascos de los caballos. Aunque Marciano, admitió el administrador, era un amo aceptable. Un extranjero tracio, desgraciadamente, y militar, pero un caballero, senador y cristiano ortodoxo. Aunque tenía la desconcertante costumbre de adivinar lo que uno pensaba.
Apareció el mayordomo con una jarra de vino aguado y dos copones de plata. Se inclinó, sirvió a Marciano y luego llenó la copa del administrador, dirigiéndole a su superior una mirada implorante. El administrador bebió un sorbo de vino. Era el tinto de su propiedad y reconoció la cosecha; el líquido bajó por su garganta, afrutado y fuerte, lavando el sabor a polvo. El administrador se aplacó y le sonrió al mayordomo. Éste, aliviado, fue a ocuparse del alojamiento de los hombres.
«¿Cómo vamos a arreglárnoslas para atenderlos a todos? —se preguntó el administrador—. ¡Cien jinetes! Aunque duerman en el henal, tendremos que pagar para que al menos veinte de ellos se alojen en otro lugar. Y los caballos, Dios mío, ¿dónde pondremos todos esos caballos?»
—¡Anímate! —dijo Marciano sonriendo divertido a su compañero—. Probablemente podamos terminar mañana nuestro asunto con el prefecto. Dejamos un día extra para que descansen los caballos y otro para cualquier asunto adicional que pueda surgir, y nos vamos. Podremos pagar la cuenta de los hombres en la taberna de estos días. —Vació la copa de vino y se sirvió otra—. Ya que estamos aquí —añadió—, los hombres pueden hacer algunas reparaciones en la casa. En seguida daré la orden. Sí, Paulo, ¿qué pasa? —La última frase iba dirigida a su secretario, que acababa de entrar en la habitación.
—Con tu permiso, eminencia; hay un hombre que solicita audiencia contigo —dijo el secretario en tono de excusa—. ¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos, señor, y cuándo puedo decirle que venga?
Marciano bostezó y se frotó la cara.
—¿Un hombre? —preguntó—. ¿Qué clase de hombre? ¿Viene de parte del prefecto?
Paulo se encogió de hombros.
—No. Se lo he preguntado. Diría que es comerciante o algo así, y próspero. No ha querido darme su nombre ni decirme qué asunto le trae por aquí, sólo ha dicho que creía que sería de interés para ti, excelencia. ¿Le digo que estás demasiado ocupado y que no puedes ver a nadie?
Marciano negó con la cabeza.
—No. Le veré ahora, hazlo pasar. Y si viene alguien más, di que pienso quedarme sólo uno o dos días, de manera que puedes citarlos mañana a última hora o pasado mañana. —Paulo se inclinó y salió mientras Marciano añadía sonriendo al administrador—: ¡Si quiere vendernos ventanas o baldosas nuevas, bienvenido!
En seguida reapareció el secretario llevando a Simeón. Paulo hizo una inclinación y se fue a hablar con el mayordomo del alojamiento de los hombres.
Simeón no había esperado ser recibido aquel mismo día por el representante de Aspar. Se había puesto sus mejores ropas para impresionar a los sirvientes y obtener una audiencia lo más pronto posible con el gran hombre, pero no se sentía preparado para el encuentro. El montón de soldados que vio bebiendo en el patio le había dado ánimos, pero el breve trayecto por los oscuros pasillos de la inmensa casa destartalada y sucia, había sido lo bastante largo para llenarlo de terror. Miró a su alrededor, al comedor, concentrándose desesperado en lo que le rodeaba para tener el miedo a raya. Una alfombra raída de manufactura local, rojo oscuro y dorado sucio; una raja en el revoque de una pared; una pintura oscura y sucia con una escena de caza; la mesa de cedro con la espada y las copas; los dos hombres. Hizo una pronunciada inclinación ante ambos.
Marciano a su vez estudiaba a Simeón con la rápida inteligencia con la que observaba a todos los que tenían trato con él. La impresión que recibió fue la de un hombre vigoroso y de alguna importancia. Simeón se había arreglado la barba al enterarse de la llegada del representante de Aspar y se había peinado el cabello y frotado las manchas de púrpura de los dedos. Vestía el manto que le había dado Demetria como regalo de boda: lana teñida de escarlata con un dibujo espiral de golondrinas azules en los bordes; dos círculos de seda en los hombros mostraban una barca en azul y blanco sobre un mar verde. Su reverencia fue de un respeto que no tenía nada que ver con la sumisión. Vaciló un momento preguntándose a cuál de los dos hombres que tenía enfrente debía dirigirse.
«¿Un comerciante próspero? —pensó Marciano—. Tal vez. Con tienda propia y algunos empleados. Me considera su superior, pero espera ser recibido. Oscuro como un egipcio, trabaja al aire libre. ¿Qué será… maestro albañil? Tal vez, o ¿criador de caballos? Qué aspecto tan saludable, sería un buen soldado. A juzgar por la ropa tiene dinero. A un soldado ese manto le costaría por lo menos tres años de salario. Pero está asustado; es decidido y lo disimula bien, pero está asustado, ¿por qué?»
—¿Eminencia? —preguntó Simeón dirigiéndose a Marciano.
Marciano sonrió y se inclinó ligeramente hacia delante.
—Soy Flavio Marciano, domesticus del distinguidísimo Aspar. ¿Qué asunto te trae, amigo?
Simeón miró a Marciano, se dio cuenta de que esto podría parecer grosero y dirigió la mirada a la mesa.
—Eminencia —dijo despacio—, yo… Hay un asunto muy serio que considero que debes saber. No era mi intención molestarte el día de tu llegada, ya que imagino que estarás cansado del viaje. Sólo quería pedir audiencia…
—Si estuviera demasiado cansado para recibirte ahora le habría dicho a mi secretario que te diera audiencia para otro día —dijo Marciano paciente—. Vamos, hombre, ¿de qué se trata? —«No está acostumbrado a tener miedo; así pues, no es un albañil ni un constructor de ventanas. ¿Quién será?»
Simeón miró incómodo al administrador.
—Tengo cierta información, distinción —dijo—, cierta… información política de la que dependen vidas humanas. ¿Este caballero…?
Marciano lo miró fijamente un momento tamborileando despacio con un dedo sobre la mesa. «Un delator —pensó con un deje de decepción—. Bien, bien. No lo habría adivinado a juzgar por su aspecto. Pero bien, estando las cosas como están, debo obtener información de donde sea. En especial si de ella "dependen vidas humanas".»
—¿Qué tipo de información? —preguntó.
Simeón se ruborizó y tragó saliva.
De pronto se sintió un idiota por estar allí. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
—Un secreto; para protegerlo los conspiradores están dispuestos a matar —dijo con voz serena—, y puede ser de gran importancia para el Estado y de gran utilidad para tu superior, el distinguidísimo Aspar. Pero preferiría hablar contigo en privado, excelencia.
Marciano volvió a mirarlo y luego se dirigió al administrador.
—Señor —dijo cortés—, por favor déjanos solos un momento, y dile a Paulo que no deseo ser interrumpido.
El administrador se levantó sobre sus piernas doloridas, hizo una inclinación algo tambaleante y, no sin antes dirigirle a Simeón una mirada de desaprobación, salió de la habitación.
Marciano se levantó, cogió el cinto con la espada de la mesa y la desenvainó. Simeón dio un paso atrás, pero Marciano simplemente volvió a poner la espada en la mesa, aunque no apartó los ojos de la empuñadura.
—Ahora —dijo con suavidad—, estamos solos. Aunque es justo que te advierta que soy leal sirviente de su sagrada majestad, el emperador Teodosio, y no quiero oír nada sobre conspiraciones.
Simeón contuvo el aliento.
—Quiero evitar una traición contra el emperador —dijo bruscamente—. Es una de las razones por las que he venido.
Marciano entrecerró ligeramente los ojos y se sentó. Mantuvo una expresión serena, pero sentía el frío cosquilleo de la emoción. «¡Traición al emperador, por un enemigo de Aspar! Puede no ser cierto —se dijo—. Pero tengo la sensación…»
—Habla, entonces —le dijo a Simeón sereno—. ¿Cuál es tu nombre?
Simeón volvió a dudar. Aunque tenía miedo de las posibles consecuencias de la traición de Nomos, su primera preocupación seguía siendo la seguridad de su familia. Estaba decidido a no revelar nada, ni siquiera su nombre, sin una garantía de que Demetria no sería perjudicada; quería una promesa en tales términos, si era posible por escrito, para que él pudiera interponer algún recurso si su aliado lo traicionaba.
—Antes de hablar, señor, necesito que me des garantías —dijo sin parpadear.
—¿Protección o dinero? —preguntó Marciano. Mientras formulaba la pregunta, él mismo la respondió para sus adentros: «Protección. Este hombre tiene miedo, no parece un hombre a punto de pedir dinero».
—Protección —respondió Simeón—, pero no para mí, es decir, no sólo para mí. Hay otra persona involucrada, señor, involucrada en contra de su voluntad en esa conspiración. Debo tener tu promesa de protegerla.
—Dime cuál es el asunto y veré si es posible.
Simeón negó con la cabeza.
—No puedo arriesgarme a traicionar a esa persona poniéndola en peligro con lo que voy a decir. Por encima de todas las cosas debo proteger… protegerlos. Primero júrame que no sufriremos ningún daño.
Marciano se reclinó en el asiento.
—Yo no hago promesas en vano —dijo cortante—. ¿Cómo puedo prometerte nada si no sé quién es ese amigo tuyo ni lo que ha hecho?
«No hace promesas en vano —pensó Simeón observando el rostro fuerte y desconfiado del otro—. Bien.»
—La persona involucrada no ha hecho nada más que obedecer a aquéllos… que tienen la autoridad. Y esa obediencia fue obtenida bajo amenazas de castigo. Eso puedo jurarlo ante el Espíritu Santo.
—¿Y puedes jurar que estará dentro de mis posibilidades protegeros?
—Tienes tropas —dijo Simeón—. Podrías.
Marciano suspiró estudiando a Simeón. «Tengo tropas, pero utilizarlas contra personas "que tienen autoridad" sería muy complicado. Sin embargo, si este hombre es honesto y si en realidad hay una conspiración contra el emperador, valdría la pena. Parece honrado; me gusta cómo plantea directamente sus condiciones, y sin embargo es una exigencia difícil: que me comprometa a comprar sin saber el precio.»
—Si tu jefe supiera lo que tengo que contarte —dijo Simeón despacio tras un silencio—, podría impedir la traición. Señor, no quiero que esta conspiración triunfe. Quiero evitarla. Pero no puedo hablar a menos que sepa que no estoy traicionando a quien estoy obligado a proteger.
Marciano miró a Simeón un instante más antes de asentir. «Bastante razonable.»
—Juro por el Espíritu Santo —dijo lenta y solemnemente—, y por la cabeza del emperador Teodosio Augusto que, si lo que dices es verdad, en la medida de mis posibilidades o influencias os protegeré a ti y a tu amigo. ¿Te satisface o quieres que lo ponga por escrito?
Simeón suspiró audiblemente: recibía más de lo que había esperado. Los términos del juramento habían sido los más vinculantes posibles. Quebrar un juramento por el Espíritu Santo y la cabeza del emperador era al mismo tiempo blasfemia y traición. Pero se limitó a decir:
—Lo preferiría por escrito, señor.
Marciano asintió, se levantó, miró a su alrededor y buscó entre el montón de documentos que el administrador había dejado junto al diván hasta encontrar pergaminos y plumas. Escribió unas líneas y se lo tendió a Simeón con mirada curiosa.
Simeón lo cogió y lo leyó trabajosamente:
—«Yo, Flavio Marciano de Tracia, he hecho los más vinculantes juramentos de proteger»… espacio en blanco… «y a»… otro espacio en blanco… «contra la venganza o la maldad de sus enemigos hasta los límites de mis posibilidades».
—Llenaremos los espacios en blanco cuando te parezca —dijo Marciano secamente—. Y, obviamente, si lo que me dices es falso, mi juramento queda anulado. Si es verdad, puedes preguntar a mis hombres, ellos te dirán que soy un hombre de palabra. ¿Estás satisfecho?
—Lo estoy, señor —respondió Simeón. No podía pedir más.
—Entonces te escucho.
Simeón vacilaba todavía; miraba la alfombra raída y trataba de organizar sus pensamientos.
—Señor —dijo por fin—, mi esposa es tejedora en el taller imperial de seda. Es muy habilidosa y a menudo le dan encargos importantes. —Marciano volvió a mirar el manto de Simeón y sonrió, revisando sus cálculos de la riqueza de éste—. En agosto el procurador, Marco Acilio Heraclas, la llamó para ordenarle tejer un manto, un manto púrpura que según le dijo era para el emperador. Mi esposa se dio cuenta de inmediato, por su experiencia, de que aquello no era posible. —Simeón vaciló y se pasó la lengua por los labios preguntándose si aquel funcionario culparía a Demetria por ceder ante la traición.
—Pero el procurador Heraclas insistió en que lo tejiera de todas maneras —dijo Marciano.
—Señor, ella tuvo que obedecer la orden. Es una esclava del Estado y es una mujer, y el prefecto es amigo del procurador; no había nadie a quien recurrir. ¿Qué podía hacer? Dejó muy claro que la haría azotar por insolencia si lo desobedecía.
Marciano asintió casi imperceptiblemente.
—Me doy cuenta de que no tenía otra opción que obedecer, no temas. ¿Por qué supo que no era para el emperador?
—Dice que el tamaño no es el adecuado —respondió Simeón de inmediato—, y el dibujo tampoco. El procurador insistió en que lo tejiera en el mayor de los secretos, y se negó incluso a firmar la autorización para la seda; ella se dio cuenta entonces de que le estaba pidiendo algo ilegal. Pero cuando lo cuestionó, él la amenazó.
—¿Para quién supone que es el manto?
Simeón resopló.
—No sólo «supone»; sabe para quién es. Cuando ya había comenzado el trabajo presionó al procurador, éste admitió que era para Nomos. —Aspiró hondo y trató de pensar cómo continuar, pero no pudo. Lo que había dicho, ahora que al fin lo había dicho, no parecía nada. Se sintió desconcertado y ridículo y se quedó mirando la alfombra con rabia.
—Y tú quieres protección para tu esposa —dijo Marciano tras un momento.
Simeón levantó la mirada y vio que, aunque el rostro del funcionario estaba paralizado en una expresión severa, ardía con una intensidad tal, que se notaba en cada palmo de piel. Se sintió débil y aliviado: lo que le había contado, por poco que pareciera, era a todas luces suficiente.
—Sí, señor —susurró—. Si la atrapan con esa inmundicia la torturarán hasta matarla.
—Posiblemente —dijo Marciano—. Sí. —Guardó silencio, mirando a Simeón sin verlo, con expresión dura e inteligente. Había oído decir que Nomos y Zenón se habían peleado con su antiguo superior, pero la noticia no les había parecido de ninguna utilidad ni a Aspar ni a él. Ahora los amigos de Crisafio eran sus enemigos, pero el gran chambelán permanecía en su lugar, con poder sobre el emperador, y quienesquiera que fuesen nombrados maestros de armas y de oficios no debían constituir necesariamente ningún peligro para él. Aspar y el ejército seguirían sin poder y ociosos, y el oro del imperio seguiría comprándoles a los hunos una paz que tendría que haber sido ganada con la espada. Pero tal vez aquí hubiera una esperanza, después de todo—. Heraclas es de Bitinia, ¿no? —preguntó Marciano tanteando la trama de la conspiración—. Una rama de los Acilios posee tierras allí. Creo haber oído decir que uno de ellos era seguidor de Nomos, y que le habían dado no sé qué puesto en Oriente por su intercesión. Y Filipo, el prefecto, es de Constantinopla y también amigo de Nomos, pariente de su esposa. Sí. Bien, hombre, creo que tendré que mantener mi juramento. Dame el papel y pondré el nombre de tu esposa.
Simeón le entregó el pergamino; Marciano cogió la pluma y la mojó en la tinta.
—¿El nombre de tu esposa? —preguntó.
—Demetria, señor.
—Demetria. ¿Y el tuyo?
—Simeón, señor. Pescador de púrpura. Tenemos un hijo también.
—Consideraré a tu hijo incluido en el juramento. —Marciano le devolvió el pergamino a Simeón. Se sentó con calma, aunque ardía de excitación y le costó un gran esfuerzo estarse quieto. «¡Nomos tramando una traición!— pensó lleno de gozo. —Y apuesto mi espada a que Zenón también está involucrado… Si podemos apresarlo, tendremos otra vez el poder, otra vez el mando, y estaremos otra vez en Tracia peleando contra esos malditos hunos que mataron a los míos. ¡Dios santo, permítenos cogerlos!» Sonrió a Simeón con una sonrisa de lobo.
«Siéntate, hombre —le ordenó—. Bebe un poco de vino y hablemos de lo que se puede hacer.
Simeón se sentó en el diván que había dejado libre el administrador. Marciano le dirigió otra feroz sonrisa y le tendió la copa del administrador, que estaba llena de vino hasta la mitad.
—Hiciste muy bien en venir a verme —le dijo—. ¿Eres esclavo del Estado? El emperador es afortunado de contar con tu lealtad.
La sonrisa con que Simeón respondió al comentario fue de cansancio. Bebió un sorbo de vino y observó a su nuevo aliado. «Creo que puedo confiar en él —decidió—. Es un hombre directo; no jura en vano, y si lo hace mantiene su juramento.» Sintió una oleada de alivio, tembloroso aún, después de la larga tensión. El peligro había pasado; después de todo, se podía evitar el desastre.
—¿Qué harás? —preguntó.
—Esta noche le escribiré a su distinción el general Aspar y enviaré la carta por el correo más rápido. Creo que no podemos hacer nada más… por ahora. —Marciano volvió a sonreír—. Un manto en un telar de Tiro, con la palabra de la tejedora de que el procurador admitió que era para Nomos, es una cosa. El manto entregado a Nomos por el procurador de Tiro, con cartas suyas y del prefecto, es otra cosa completamente diferente. Sería suficiente para arrestar a Nomos y probablemente a sus amigos con él. Tu esposa debe terminarlo.
Simeón se levantó de un salto; la débil confianza y el incierto alivio se habían convertido en ira.
—¡Está arriesgándolo todo cada momento que trabaja en esa inmundicia! —exclamó—. ¡Necesitamos salir de este asunto ahora mismo!
Marciano levantó la mano conteniéndole.
—Encontraré alguna excusa para quedarme en la región con mis hombres hasta que esté terminado. Si tu esposa se ve amenazada intervendré de inmediato. Trataré de asegurarme de que no esté en peligro. ¿No te das cuenta de que si actuamos mientras el manto sigue en sus manos será difícil mantenerla al margen?
Simeón vaciló y luego, con desgana, asintió. Volvió a sentarse pesadamente. Después de todo, nada había terminado.
—Bien —dijo Marciano con una risa corta y dura—. ¿Cuándo estará terminado?
—Cerca de Navidad, señor. Posiblemente antes. Ha estado trabajando mucho.
—Navidad…, me quedaré aquí hasta entonces. —Volvió a sonreír—. Me inventaré unos problemas con el prefecto y después entraré en negociaciones para comprar o vender casas o tierras en la provincia… sí, no será difícil demorarme aquí durante dos meses. ¿Sabe tu esposa que has venido?
—No, señor —replicó Simeón—. No he querido asustarla. Le tiene mucho miedo al procurador, y lo único que quiere es terminar el manto y escapar de sus garras.
—Bien, entonces deja las cosas como están, no le digas nada a nadie. Tienes mi promesa de protección; guarda el pergamino en un lugar seguro y no vuelvas a menos que te sientas amenazado. Si el prefecto es un hombre cuidadoso hará vigilar esta casa. Mi superior no es hombre de confianza de los que ostentan el poder en estos momentos.
Simeón asintió, se levantó y terminó el vino. Después dejó la copa.
—Puedes llevártela, si lo deseas —dijo Marciano señalándola—. Como muestra de mi buena voluntad.
Simeón lo miró y negó con la cabeza.
—No quiero tener que explicar cómo la conseguí, señor. Espero que…
—Puedes confiar en mí —respondió Marciano sonriendo cuando Simeón se interrumpió—. Buena suerte y recuerda, no le digas nada a nadie.
Cuando Simeón se hubo ido, Marciano se quedó un largo rato pensando en él, sentado en la habitación vacía. «Honesto y franco —decidió—, leal al emperador y a su familia, con el buen sentido de ver cómo puede servir a ambos de la mejor manera y con iniciativa para actuar en consecuencia. Ha de haberlo pensado mucho antes de venir a verme. Estaba impaciente por ver un poco de acción, pero se obligó a sí mismo a esperar algunos meses hasta que llegara un aliado apropiado. Y no está interesado en el dinero, o se habría llevado la copa. Bien, no será rico, pero los pescadores de púrpura no son pobres tampoco, según tengo entendido: es improbable que acepte un soborno y me traicione. Y no es muy susceptible a las amenazas, de lo contrario, no habría venido. Sí, un buen hombre, un hombre en el que puedo confiar sin riesgos. Aunque dejó bien claro que su primera lealtad está dirigida a los suyos, a su esposa y a su familia. ¿Puedo culparlo?»
Marciano suspiró y movió la copa de plata entre las manos: sus ojos, fijos en el metal resplandeciente, no lo veían. En un tiempo él también había tenido esposa e hijo. Recordó cuando tenía la edad de Simeón, recién casado y con un hijo varón, era un joven oficial que se acababa de incorporar al personal del padre de Aspar, Ardaburio; en aquellos tiempos habría preferido a su esposa y su hijo a cualquier emperador, y probablemente seguiría prefiriéndolos si estuvieran vivos. Pero se habían ido, y aquel joven oficial arrogante y feliz se había marchado con ellos: la hija que le quedaba nunca podría tener el mismo peso. Ahora el representante de Aspar, este hombre canoso y tranquilo, tenía que conformarse con otras lealtades. Tenía juramentos de fidelidad que cumplir con su general y con la casa imperial, y mantenía su lealtad con su tierra natal, Tracia, una provincia azotada por las invasiones desde los tiempos en que él era pequeño, pero que había continuado siendo fuerte y romana. Ahora los hunos ocupaban la mitad de la provincia, y la otra mitad estaba abandonada y en ruinas. Sólo los embajadores la cruzaban para llevarle oro al rey de los hunos, Atila, que la había destruido. ¿Qué importaba la familia de Marciano —el hijo muerto peleando contra los hunos y la esposa muerta de dolor por él y por su familia masacrada—, qué importaba cualquier lealtad particular ante aquella gran desolación?
«Dios santo, Creador del Universo —rezó en silencio, cerrando los ojos y dejando la copa—, concede que este asunto se resuelva con suerte; que los conspiradores sean vencidos, el emperador salvado y que mi general sea puesto otra vez al mando de los ejércitos. Llévanos a Tracia y, esta vez, Señor, danos la victoria; ya hemos sufrido demasiado tiempo por una derrota amarga y una paz aún peor.»
Volvió a suspirar; luego se levantó y fue a arreglar con su secretario la prolongación de su estancia en Tiro.
En la tercera semana de noviembre, el procurador Heraclas recibió una carta de Constantinopla. En cuanto vio el sello mandó a buscar al prefecto quien, a su vez, se excusó de la sesión del consejo de la ciudad que había estado presidiendo para acudir de inmediato.
Cuando Filipo entró en el despacho, Heraclas estaba sentado al escritorio leyendo la carta, con el rostro ceñudo por la preocupación. Levantó rápidamente la cabeza.
—¡Ah, aquí estás! —exclamó dejándola. Luego, dirigiéndose a su secretario, añadió—: Ve y asegúrate de que nadie nos moleste.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Filipo rodeó el escritorio y miró la misiva por encima del hombro de Heraclas.
—¿Es suya? —preguntó con urgencia.
—Por supuesto —dijo Heraclas irritado—. ¿Te habría llamado si fuera un estúpido pedido de púrpura? Tiene el sello particular, pero no son buenas noticias. Adelante.
Filipo cogió la carta y la leyó. Estaba dirigida a él, además de a Heraclas. Nomos nunca enviaba ninguna correspondencia comprometedora directamente a Filipo, pues sabía lo chismoso que era su secretario. También estaba escrita en términos indirectos, sin firmar, sin mencionar ningún nombre y sellada con un sello especial que podía, de ser necesario, ser destruido. Nomos sabía a la perfección cómo llevar a cabo una conspiración.
A mis estimados amigos de Tiro, salud. El asunto del que hemos hablado últimamente se encuentra en una situación delicada. Nuestro extravagante amigo, tras concluir la primera parte de unas inversiones en el norte, comenzó a buscar en casa nuevos medios para financiarse y, por una u otra razón, ha investigado algunos de mis asuntos. Puedo aseguraros, amigos míos, que tanto yo como los míos sabemos cómo llevar nuestras cosas, pero aquél ha involucrado a una serie de personas, y temo que no todos sean tan discretos como yo desearía. Me preocupa mucho el hecho de que nuestro extravagante amigo pueda estar pronto en situación de intervenir. He estado investigando la posibilidad de distraer su atención causando problemas para sus intereses en el norte, pero no puedo depositar mi confianza en los contactos que tengo allí, que gastan todo el dinero pero no hacen nada a cambio. Es una situación muy precaria para nosotros, y es de desear que nuestro trato se concluya con la máxima brevedad posible. Lo que es más, he oído decir que una persona relacionada con un viejo conocido godo, ha decidido inesperadamente permanecer un tiempo en Tiro. Tal vez su residencia allí no tenga relación alguna con nuestro asunto, pero es un hombre reconocido por su astucia y desconfío de él. Si no queremos perder todas nuestras ganancias, debemos actuar pronto. Por lo tanto, enviadme el encargo que os hice lo antes posible.
Filipo también tenía el entrecejo fruncido. «El asunto» era la traición; «nuestro extravagante amigo», el gran chambelán Crisafio, y «sus inversiones en el norte», se refería a sus tratados con los hunos. «El envío» era el manto púrpura, con el cual Nomos esperaba presentarse ante el ejército y el Senado cuando el emperador fuera depuesto.
—¿A quién se refiere con eso de «una persona relacionada con un viejo conocido godo»? —preguntó Heraclas ceñudo.
—A Flavio Marciano —respondió Filipo—. El domesticus de Aspar. Tendrías que haberlo entendido; desde hace un mes no hago otra cosa que quejarme de ese hombre. Pero creo que su excelencia sigue una pista falsa. Marciano ha intentado comprar algunas tierras de la corona en nombre de su superior, la situación legal es endemoniadamente complicada, y el hombre está decidido a hacer un buen negocio. Es astuto, eso lo reconozco, pero no creo que sepa nada de nuestro asunto. De todos modos, no me gusta nada cómo están las cosas.
—A mí tampoco —dijo Heraclas con vehemencia—. ¿Por qué Crisafio se ha puesto a investigar a su eminencia? ¿Alguien le ha informado de algo? —Trató de no recordar los ojos desdeñosos y superiores del gran chambelán, trató de no imaginárselos revisando los informes sobre Nomos y su «pedido» a Tiro.
—La carta no da a entender eso —respondió Filipo—. Parece más bien que busca propiedades que confiscar para pagar un nuevo tratado con los hunos. Se ha enemistado con su excelencia y, como es rico, puede permitirse robarle. Ha sucedido con muchos otros. —Dobló la carta y la dejó sobre el escritorio—. ¿Para cuándo podremos enviarle el manto?
Heraclas levantó las manos en gesto de impotencia.
—La tejedora me dijo que lo tendría para la semana antes de Navidad. Podríamos tratar de apremiarla, pero la última vez que fui a verlo me pareció que faltaba mucho por hacer.
—¡Bien, haz venir a tu tejedora y dile que se dé prisa! —dijo Filipo—. Esta gente siempre puede hacer las cosas más rápido si quieren.
Heraclas parecía dubitativo.
—Es muy obstinada. Y no te olvides de que sabe para quién es. Tengo miedo de que hable si la amenazo.
—¡Entonces no la amenaces! ¡Sobórnala!. Intenta que el manto llegue a Constantinopla a finales de diciembre. Si lo termina en dos semanas, podemos mandarlo con un correo y lo tendrá para principios de enero.
—La mandaré a buscar —dijo Heraclas—. Pero… dos semanas… no creo que sea posible.
Filipo lo miró con un desprecio mal disimulado. «Aficionado —pensó otra vez—. Si nos descubren, en lo primero en que pensará será en salvar su pellejo: nos delatará a todos. No tiene la menor discreción; hasta una tonta tejedora del taller se las ingenió para sonsacarle la verdad. Y apuesto mi fortuna a que es joven y bonita, y que le contó todos nuestros secretos tratando de llevársela a la cama.»
—Sería deseable que pudieras manejar mejor a una esclava —dijo hiriente.
Los ojos oscuros de Heraclas resplandecieron, pero él no dijo más que:
—Si eres tan bueno para tratar con los esclavos, habla tú con ella.
«¿Piensa que me asusta con eso? —pensó Filipo—. ¿Piensa que tengo miedo de aparecer como soy ante una esclava que puede delatar a mi superior?»
—Me encantará hablar con ella —le dijo a Heraclas—. Dile a tu secretario que la traiga inmediatamente.
Entre que el secretario llamó a un mensajero para enviarlo al taller, que éste encontró a Filotimos, que Filotimos se lo dijo a Demetria y que Demetria llegó a la prefectura, pasó un buen rato. Después de algunos vanos intentos por conversar, Heraclas se puso a trabajar aparatosamente sentado ante su escritorio. Filipo miraba por la ventana, con expresión malhumorada, preocupado por su superior. «El mejor hombre de nuestra época —pensó—. Nacido noble, educado en la virtud y la prudencia, valiente, diez mil veces más apto para el imperio que ese pelele inútil que ahora lleva la púrpura. Necesitará el manto. Tendrá que aparecer ante el Senado y el pueblo en cuanto se enteren de la muerte de Teodosio.»
Filipo conocía todo el plan de Nomos. Recordaba vividamente cuando su superior se lo explicó, después de haberlo llevado a una habitación oculta en su mansión de Constantinopla, donde le enseñó las cartas y los planes secretos. «No se lo he contado a nadie —había dicho sonriendo con esa calidez especial y encantadora que Filipo siempre había admirado en él—, sólo a ti, mi querido Marcelo, en ti puedo confiar. Y quiero que tengas la certeza de que este asunto está bien planeado y que triunfará.» Y se lo había contado con detalle. Dos jóvenes, a quienes el gran chambelán había despedido injustamente de la guardia imperial y a los que había arruinado, habían consentido, a cambio de una suma de dinero y de la promesa de que se les permitiría escapar, en matar al emperador cuando éste saliera a cabalgar por el parque de palacio. Zenón, el amigo de Nomos, era jefe de la guardia imperial. Como parte del plan debía, lenta y cautelosamente, ir eligiendo hombres en quienes se pudiera confiar, y luego hacer que todos estuvieran de guardia el mismo día. Se les permitiría a los asesinos huir en la confusión posterior al crimen, y nadie los atraparía ni los relacionaría con Nomos.
Sin duda, cuando la ciudad se enterara de la muerte del emperador, cundiría el pánico, y en medio del caos aparecería Nomos, con el manto púrpura y aduciendo que el moribundo Teodosio había ordenado que se lo enviaran a él. Los hombres de Zenón lo confirmarían y Nomos sería aclamado augusto. Su primer acto sería condenar a muerte al gran chambelán Crisafio. «¡Ah, si pudiera estar allí! —pensó Filipo entusiasmado—. Me lo imagino: la gente llenando el hipódromo y el mercado de Augusto; los senadores apiñados en el Senado; la asamblea aterrada en palacio; la guardia imperial llena de ira, amotinada; y él apareciendo vestido con la púrpura. Todos los ojos se clavarán en él cuando entre en el Senado; murmurarán entre ellos, al ver, sin haberlo esperado, a un emperador, un emperador digno del Estado romano. Él ocupará su lugar en la tribuna… y hablará. Todos lo escucharán en silencio. Luego… "¡Larga vida a Nomos Augusto! ¡Que reine para siempre!" Lo aclamarán, tendrán que aclamarlo si aparece ante ellos vestido como un emperador.»
«Pero si apareciera vestido como cualquier caballero o con un manto robado del cuerpo de Teodosio, los idiotas podrían darle la corona a cualquiera. Debe tener ese manto. Y el imbécil de Heraclas ha estropeado hasta eso.»
El secretario hizo entrar a Demetria y, con una reverencia, volvió a irse.
Demetria permaneció inmóvil, de espaldas a la puerta cerrada, envuelta en su manto. Ahora se envolvía bien en el manto de lana rosa no tanto para protegerse de las miradas, sino del frío. Estaba helada y exhausta. El edificio de las tintorerías no tenía calefacción y los días de noviembre eran fríos; a pesar de que se ponía tres túnicas, el frío húmedo la calaba hasta los huesos. Le había pedido al capataz de las tintorerías que le prestara un brasero, pero el capataz se había negado, alegando que el humo podría decolorar los tintes nuevos de la seda. Había estado trabajando muchas horas desde que había recibido el encargo; dormía mal, acosada por pesadillas en las que era descubierta. La urgencia y la necesidad de terminar el manto y de deshacerse de él parecían crecer cada día; era reacia a tomarse un tiempo para comer, para ir a los baños públicos, para descansar. Los paneles del manto ya estaban terminados y la reluciente superficie de púrpura y oro se elevaba rápidamente en el telar, pero por la misma razón, el entusiasmo de la creación había terminado. El frío, la tensión y el cansancio la hacían cometer errores a menudo, de manera que continuamente deshacía una sección ya terminada para hacerla de nuevo. Estaba pálida, sucia y ojerosa.
«Joven —pensó Filipo con una amarga sensación de triunfo—, y bonita, aunque un poco desmejorada.» Miró a Heraclas. El procurador asintió con la cabeza e hizo un ademán con el brazo, como diciendo: «Adelante».
—Mujer —dijo Filipo ásperamente—, ¿sabes quién soy?
Ella parpadeó.
—No, señor —respondió en voz baja y humilde—. Disculpa mi ignorancia.
—Soy Marcelo Filipo, prefecto de Siria–Fenicia. Tengo entendido que Heraclas te ha encargado un trabajo especial. Me preocupa que éste no esté aún terminado.
Demetria miró el suelo. «Dios los maldiga —pensó agotada—. Que se pudran, ellos y ese manto desdichado. ¿Qué debo responder? Estos locos no tienen ni idea de cuánto tiempo se tarda en hacer un tapiz con un buen tejido de seda?»
—Señoría —dijo con tranquilidad—, desde que me fue encomendado el trabajo, he estado trabajando en él de sol a sol. Me he tomado el mínimo tiempo posible para comer y descansar. Si trabajo más horas, te aseguro que sólo cometeré más errores y el resultado será que tardaré aún más tiempo en terminar el manto.
Filipo la miró sin poder dar crédito a sus oídos.
—¿Cuándo se te encomendó el trabajo?
—El diez de agosto, excelencia.
—Has estado trabajando tres meses y medio. Me parece mucho tiempo para que una tejedora hábil, trabajando de sol a sol, no termine un manto.
Ella suspiró.
—Excelencia, cuando su eminencia el procurador me dio este encargo, le dije que tardaría seis meses. Modificando el corte pude reducir el tiempo a cuatro meses y medio o cinco. Ahora digo que podría terminarlo en cuatro semanas más, lo que está por debajo del tiempo mínimo que me di a mí misma. Excelencia, el tapiz es un trabajo lento; ni siquiera Dios puede acelerarlo.
—¿Tapiz? —preguntó Filipo dirigiendo a Heraclas una mirada de sorpresa.
Demetria miró al suelo y repitió las especificaciones que le habían dado.
—Dos imágenes sobre tapiz representando a la Victoria coronando a Alejandro y la elección de Hércules; una franja de oro con un dibujo en espiral en los bordes, y en los hombros un dibujo circular en oro, y todo el manto de dos brazos menos un palmo y cuarto de largo.
—Bien, ¿cómo iba a saber yo que de pronto iba a ser tan urgente? —dijo Heraclas a la defensiva—. Queríamos que fuera espléndido y lo será.
—¡Tendrías que haber pensado! —exclamó Filipo—. ¡Tendrías que haberte dado cuenta de que tenemos que quitarnos esto de encima lo antes posible, y cualquier necio sabe que un tapiz supone meses de trabajo, podrías haber ordenado un tejido con un dibujo sencillo y el manto habría estado terminado en unas semanas! —Se volvió hacia Demetria—. Elimina el tapiz.
Ella levantó la cabeza y se puso colorada. «Que se pudra», había pensado hacía apenas un momento, pero pensar en el hermoso tapiz destruido era ahora insoportable. Su Victoria estaba viva, con alas de gaviota, volando en el aire brillante; la montaña ante Hércules resplandecía con la lluvia que caía. ¿Eliminar el tapiz? Se moriría.
—Pero ya he terminado el tapiz, señor —exclamó tartamudeando de emoción—. ¡No puedes eliminarlo! Señor, sólo queda el tejido sencillo. ¡Será mucho más rápido terminar lo que ya he comenzado que volver al principio y empezar de la nada!
Él la miró sorprendido.
—¿Terminado? ¿Cuánto te queda por hacer?
—Más o menos la mitad del cuerpo del manto, señor. Si tu excelencia tiene mucha prisa, puedo dejar el dibujo de los hombros. Siempre se puede bordar después. Ahora tengo que tejer el dibujo en espiral de la franja de la parte delantera; ya lo he colocado junto al tapiz, pero eso no presenta demasiados problemas. Lo tengo en algunas mallas a ambos extremos, y es rápido de tejer. Si suprimimos el dibujo de los hombros, se reducirá diez días el tiempo para terminar el manto.
«Dios mío, esta mujer es una auténtica profesional —pensó Filipo enfadado—. No se puede pedir más eficiencia ni más habilidad. ¡Y el imbécil de Heraclas que no ha sabido ni siquiera encargar un manto! Nunca tendría que haber sido incluido en este plan; tendríamos que haber comprado púrpura ilegal y encargar el manto en privado.»
—Entonces, ¿podrías terminarlo en… digamos… dos semanas y media si suprimes el dibujo de los hombros? —le preguntó tajante a la tejedora.
—Sí, eminencia. A menos que… Estoy muy cansada, señor; he estado trabajando con todas mis fuerzas y ahora sufro las consecuencias. Estoy cometiendo más errores que de costumbre. Pero incluso así, no más de tres semanas.
—Si lo terminas en dos semanas y media —dijo Filipo—, tendrás una pieza de oro por cada día de trabajo. Si tardas más tiempo, quitaré una pieza de oro por cada día de más, pero si mejoras tu propuesta, duplicaré la suma. Ve y trata de terminarlo pronto, y dile a tu capataz que te envíe vino caliente, estás enferma por el cansancio.
Demetria hizo una reverencia y salió. Filipo dirigió otra mirada desdeñosa a Heraclas.
—¡Tapiz! —exclamó—. ¡Por la Virgen!
—Quería que fuera espléndido —repitió Heraclas lleno de culpa.
Filipo bufó.
—Querías asegurarte de que su excelencia te recordara… ¡la elección de Hércules! Eso es lo que querías, eso, y una buena oportunidad de llevarte a la pequeña tejedora a la cama.
—No me la he llevado a la cama —respondió Heraclas ofendido—. Simplemente la he hecho trabajar en el manto.
—Bien, ha trabajado mejor de lo que te mereces; tres meses y medio para terminar dos paneles de tapiz y medio manto es más de lo que cualquiera puede pretender. ¡Tapiz! ¡Dios mío!
• • •
Demetria salió de la prefectura más feliz de lo que se sentía desde hacía tiempo. Por un momento había creído que el enfado del prefecto iba dirigido a ella, pero pronto comprendió que el verdadero objeto de éste era Heraclas. Y había quedado claro por el comportamiento de los dos hombres que Heraclas era en realidad un elemento sin demasiado peso en la conspiración. «No obtendrá la recompensa que esperaba —pensó ella aferrada al brillante calor de la venganza—. No ha cumplido como debía con su parte del plan; ha demostrado que es tonto y no sacará ventaja de lo que me ha obligado a hacer, aunque su plan tenga éxito.» Volvió a evocar el enfado del prefecto, reflejo sin duda de otro que estaba lejos, en Constantinopla; volvió a ver la respuesta torpe y culpable del procurador, y sonrió.
Pero la alegría se desvaneció. No tenía por qué sonreír. Era urgente terminar el manto. Le ofrecían una gran suma de dinero por acelerar el trabajo: los artífices de la conspiración debían considerar que la larga espera la ponía en peligro. Y si los conspiradores, hombres poderosos, legalmente inmunes a la violencia de la ley, estaban preocupados, ¿cómo no iba a tener ella razones para sentir miedo? «Oh, Señor —rezó en silencio, sin esperar respuesta del Cielo—, estoy muy cansada. ¿Cómo puedo terminar a tiempo?»
Comenzó a llover cuando estaba a medio camino entre la prefectura y el taller, una lluvia suave y fría que el viento traía de mar adentro. Se colocó el manto sobre la cara y siguió andando. Primero debía presentarse a Filotimos; cuando ella había salido de las tintorerías él estaba en el despacho que tenía allí, pidiendo sedas. No tendría necesidad de ir al taller a buscarlo y podría volver al trabajo casi de inmediato.
En la esquina de las tintorerías se detuvo mirando al mar que estaba gris, picado y oscurecido por la lluvia. La barca de Simeón estaba sobre la playa, cubierta con una lona; el mar había estado demasiado revuelto todo el día para salir. Probablemente estuviera en la atarazana con Melecio, trabajando con los otros pescadores en la reparación de las barcas o de las redes, charlando y contando historias en torno a un ardiente brasero. Demetria se quedó allí de pie un momento, mirando la playa, y luego miró el edificio cuadrado, similar a un granero que, en la esquina del puerto, albergaba el taller de seda. En el edificio se estaría caliente, lo sabía, pues Filotimos siempre hacía poner braseros cuando hacía frío para que las manos de las tejedoras no se entumecieran. El humo del carbón podía subir hasta el alto techo sin temor de que se mancharan las sedas. Las tejedoras también estarían calientes, charlando y contando historias, o cantando juntas mientras trabajaban. María la Roja habría terminado el tapiz de Cristo devolviéndole la vista al ciego, seguramente ya habrían enviado las cortinas. Demetria sintió que le ardían los ojos, calientes a pesar de la lluvia helada que le caía sobre el rostro. «Soy como Eva, expulsada de mi pequeño paraíso y sola. Pero juro por Dios que no fue por ningún pecado mío. No seas tan idiota —se dijo a sí misma con severidad—. Serán sólo dos o tres semanas más, eso es todo. Sí, ahora odio el barracón, y el frío, y el silencio, y estar sola, pero dentro de dos o tres semanas todo habrá terminado y las cosas volverán a ser como antes.»
Se volvió y, penosamente, entró en las tintorerías.
Filotimos seguía en el despacho, discutiendo azorado con el capataz de las tintorerías, Eugenio, sobre un lote de seda roja.
—¡El color está mal! —se quejaba cuando entró Demetria—. ¡Parecen manchas de sangre! ¡Lo has dejado secar demasiado! ¡Ah, querida! ¿Qué ha pasado?
—Quiere que me dé prisa —dijo Demetria—. Debo eliminar el dibujo de los hombros y tratar de terminarlo en dos semanas y media.
—¿Dos semanas y media? ¿Podrás?
—Creo que sí. —Había dicho todo lo que precisaba decir, pero se quedó mirando a su capataz con aire desolado. Desesperada como estaba por terminar el manto, su carne se negaba a volver al barracón frío, a estar sola con su silencio, al hedor de la púrpura y los riesgos de la traición.
—No tienes buen aspecto —dijo Filotimos mirándola con el entrecejo fruncido.
—Tengo frío —respondió ella—. Estaba el prefecto. Dice que me des vino caliente.
—¿El prefecto? —preguntó Filotimos frunciendo el ceño—. ¿Qué estaba haciendo allí?
—No lo sé —respondió ella con cansancio—, pero me vendrá bien el vino.
—Por supuesto… —Filotimos se levantó y le tocó la mano.
—¡Pero, criatura…! ¡Estás helada! Has de tener los dedos entumecidos, ¡no puedes tejer así! Eugenio —le dijo al capataz de las tintorerías—, ¿podemos poner un brasero en ese barracón?
Eugenio titubeó.
—¿En un lugar tan pequeño? —preguntó—. La púrpura es todavía nueva y no está seca… el humo puede oscurecerla.
—Mi querido amigo, ¡no en apenas dos semanas y media! Simplemente ayudará a curarla. Y Demetria tiene que mantener los dedos ágiles para tejer como corresponde. El taller de seda se hará cargo del coste del carbón.
—Está bien, está bien —dijo Eugenio con el aire de quien hace una gran concesión, aunque en realidad su primordial objeción había sido el pago del combustible.
—Y tú les das a tus hombres vino caliente dos o tres veces al día, ¿no es así? —continuó Filotimos—. ¿Puedes darle un poco a Demetria cuando les toque su ración?
—No tenía más que pedirlo —repuso Eugenio irritado, como si le hubieran reprochado que no se le hubiera ocurrido.
—¡He aquí a una buena persona! —exclamó Filotimos con jovialidad forzada—. Ven, Demetria, vamos a ver dónde podemos poner el brasero. —Volvió con Demetria al barracón mascullando—: Necio avaro, escatima una copa de vino y un poco de carbón, ¡como si no le sobraran las dos cosas! ¡Y como si no adulterara los tintes! ¡Que Dios me dé paciencia con este hombre!
Demetria no hizo comentarios sobre el monólogo. Filotimos y Eugenio hacía veinte años que se peleaban. Cuando entraron en el barracón el telar resplandecía en un extremo. Filotimos, con su entusiasmo acostumbrado ante un buen trabajo, fue primero a examinarlo. Demetria se sentó en su banco y se puso las manos heladas bajo las axilas, demasiado cansada para notar nada. Tras un momento, miró a Filotimos y lo vio observando todavía el manto a medio terminar, con el entrecejo fruncido. Éste se arrodilló y, usando las manos, comenzó a medir el manto. Demetria lo observaba, demasiado cansada para hablar o alarmarse. Había mantenido siempre cerrada la puerta del barracón mientras estaba trabajando y la afianzaba con cuidado cuando se iba: hasta el momento nadie, excepto Heraclas y ella, había visto el manto; nadie había tenido posibilidades de sospechar. «Pero ¿importa que Filotimos lo sepa? Lo habría visto en cualquier momento. Y él no me traicionará.»
Filotimos terminó de medir la longitud del manto y se quedó mirando las piezas de tapiz. Se volvió a Demetria. Su voz era irreconocible por la impresión y la pena.
—Criatura —dijo en voz baja—, tendrías que habérmelo dicho.
—No quería que lo supiera nadie —respondió ella con calma—. Cuantos menos lo sepan, mejor. Sólo quiero terminarlo y entregarlo.
Filotimos negó con la cabeza.
—Pero no entiendes. Vino… vino un hombre la semana pasada haciendo preguntas. Al principio pensé que era alguien de paso que había venido a conocer el taller, y se lo enseñé todo. Me preguntó si estaban todos los tejedores o si había otros en otros lugares. Le contesté que no era común pero que en esos momentos tenía a una mujer trabajando en las tintorerías, haciendo un encargo especial para el procurador que sería una sorpresa para el emperador. Se interesó tanto que terminé deseando no haberle dicho nada. Después de que me hizo tantas preguntas vine a aquí y me enteré de que estuvo preguntando por ti a los trabajadores, que quería saber tu nombre y cuál era el encargo. Querida mía, alguien más ha adivinado qué es esto; alguien más actuará en consecuencia.
Demetria no se movió ni abrió la boca; permaneció sentada, envuelta en su manto, abrazándose para darse calor, y mirando a Filotimos con los ojos muy grandes en su rostro blanco y helado. «Con razón tenían prisa —pensó—. Ya sabían que alguien sospecha de nosotros.»
—¿Estuvo el prefecto esta mañana? —preguntó Filotimos después de un largo silencio—. ¿Forma él parte de esto?
Ella asintió inmóvil. El miedo, que había vivido agazapado a su lado durante todos y cada uno de los momentos que había estado trabajando en el manto, se había ido de golpe, pero ella no sentía nada más que el frío.
—No tenemos a nadie a quien recurrir.
—No.
—Entonces tenemos que terminarlo en seguida. —Filotimos miró el telar y repitió con vehemencia—. En seguida. En una semana, si podemos. —Demetria negó con la cabeza, trató de hablar y se dio cuenta de que no podía. Se cubrió la cara con el manto y comenzó a agitarse por el llanto contenido—. No puedes, ya lo sé —le dijo Filotimos dulcemente—. Mi querida niña, tienes que haberte matado para hacer tanto en tan poco tiempo. Pero déjame ayudarte. Vuelve a tu casa cuando se vayan los demás y descansa. Yo traeré algunas lámparas y trabajaré hasta medianoche; lo que queda es sencillo, y lo puedo hacer tan bien como cualquiera. Luego haremos que otra persona trabaje desde medianoche hasta el alba, y por la mañana vienes tú y trabajas una jornada normal. Le dije a aquel hombre que tardarías por lo menos seis semanas. Aún no ha entrado en acción. Tal vez necesite informar a alguien, o pedir autorización para hacer algo. O quizá quiera esperar a que esté terminado. Sea como sea, si lo acabas cuatro semanas antes de lo que él espera, estarás salvada. Diremos que no era púrpura, que era rojo, un manto para el procurador o para un amigo suyo. No hubo ningún registro en los libros de la prefectura, cambiaré mi contabilidad y nadie podrá probar nada y tú estarás a salvo, completamente a salvo.
Demetria negó con la cabeza.
—¿Y si te torturan?
—¿Por qué iban a torturarme? Tú has tejido un manto rojo para el procurador… un pequeño desvío de los fondos estatales, pero nada demasiado serio. Las cuentas estarán en orden. Soy un esclavo de gran experiencia y probada lealtad. Nadie me ha oído decir una palabra contra mis amos. Y, querida niña —dijo Filotimos apoyando una mano en el hombro de Demetria y arrodillándose ante el banco para mirarla a los ojos—, los dos vamos a decir lo mismo si nos ponen en el potro de tormento. Si no pueden probar nada nos soltarán en seguida.
Demetria se llevó de pronto las manos a la cara. El frío ya se le había pasado y sentía la cara caliente e hinchada, como si tuviera fiebre.
—No quisiera que te involucraras —susurró—. No incluyas a nadie más. Sería exponerla a que también la atraparan. No quiero que nadie más sufra.
Filotimos vaciló, desgarrado entre su miedo por Demetria y su miedo a complicar a otra de sus tejedoras, y luego asintió.
—Muy bien. Pero como yo ya lo sé, haré mi parte hasta medianoche. Estaré descansado y podré trabajar rápido, tú estarás mejor si descansas bien toda una noche. Podemos terminarlo en diez días.
Demetria lanzó una carcajada; el sonido amenazó con escaparse de su control y se tapó la boca con una mano para dominarse.
—El prefecto me prometió una pieza de oro por cada día de trabajo, hasta dos semanas y media, y doble si lo terminaba antes —le dijo a Filotimos—. ¿Quieres el dinero?
—Aceptaré algunas monedas —respondió el otro sonriendo—. Tú te quedarás con el resto. Les voy a decir que traigan el brasero en seguida. Bien, ponte a trabajar.
• • •
Filotimos volvió a última hora de la tarde, con un pie de lámpara, una cesta con su comida, vino y tres lámparas. Puso el pie junto al telar y encendió las lámparas con el brasero que habían llevado después de su partida. El calor y la luz transformaron el barracón. El brasero había secado las paredes húmedas, dejando salir el olor a cedro por encima del viejo hedor de la púrpura. La luz de las lámparas relucía cálida y reconfortante sobre los ricos colores del telar. Filotimos se sentó en el banco y Demetria le enseñó la disposición de la urdimbre para el borde en espiral. Los tejedores masculinos eran comunes en algunas partes del imperio; en los talleres de lino y en Egipto eran lo habitual. En Tiro no existían para la lana y eran escasos para la seda, pero los capataces eran casi todos hombres y tenían que saber cómo usar un telar. Filotimos lo había aprendido de su padre, que lo había precedido como capataz, y de su madre, que había trabajado en el taller, y por lo general ayudaba a terminar encargos urgentes. Sin embargo, casi todas las mujeres seguían jurando que los hombres no servían para tejer nada que no fueran dibujos sencillos.
—Me las arreglaré —le dijo Filotimos a Demetria con una sonrisa—. Ve a tu casa y descansa.
A Demetria le resultaba extraño volver a su casa cuando todavía era de día. Cuando llegó, el piso estaba vacío: Simeón y Melecio estaban aún en la atarazana. Demetria se sentó en el diván. No había nada que comer en el baúl de las provisiones, hacía semanas que no se limpiaba y el fuego estaba apagado. Laodiki había estado haciendo la comida y las compras para la familia desde finales de agosto. Demetria sabía que tenía que encender el fuego, pero no podía moverse del diván. Volvió a imaginarse a Simeón y Melecio en la caseta de las barcas, y esta vez sintió una punzada de nostalgia, no del calor y la comodidad, sino nostalgia de ellos. En los pocos momentos que tenía, por la noche y por la mañana, antes de ir a trabajar, apenas le quedaba tiempo para decirles dos palabras. Melecio se mostraba agresivo y malhumorado, pues echaba de menos la atención que ella no podía darle. A su vez, ella también se había puesto de malhumor y ahora, al recordarlo, le parecía que había estado continuamente enfadada con él durante semanas. Simeón se había ido volviendo más y más hosco, manteniéndose a distancia. Ahora quería mecer a su niño, quería, incluso, abrazar a su esposo.
Se recostó en el diván y cerró los ojos. Detrás de los párpados veía el telar y el manto a medio terminar, como si estuviera viendo una ola en un mar agitado. No abrió los ojos; se estaba acostumbrando a esas pesadillas. A veces un león se agazapaba detrás del telar; otras, trabajaba manteniendo el equilibrio en un muro alto, tratando de no resbalar; una vez había tejido una prenda con serpientes vivas que le mordían las manos hasta dejárselas ensangrentadas. Ahora, ya medio dormida, pensó en Filotimos trabajando a la luz de la lámpara. «Qué bueno es —pensó admirada—; qué buena ha sido mi madre haciendo mi trabajo además del suyo. Qué bueno…»
Cuando, un buen rato más tarde, volvieron Simeón y Melecio, ella estaba profundamente dormida, envuelta en el manto en la habitación fría, oscura y sucia. Simeón la miró un instante y luego fue a apilar unos leños en el hogar. Melecio se sentó en el diván junto a su madre. No trató de despertarla. Cada vez que se había quejado a su padre de que «mamá está enfadada conmigo y yo no he hecho nada», le había dicho que su madre estaba cansada de trabajar tanto en ese manto. Si su madre descansaba eso significaba que estaría menos enfadada al despertar.
Simeón encendió el fuego y luego, con el atizador, prendió las lámparas. La luz dorada inundó la habitación. La cara de Demetria estaba más pálida que nunca, enmarcada por el cabello oscurecido por el polvo y por la suavidad de la luz. Tenía la piel oscura, con arrugas alrededor de los ojos, y dormía con una respiración superficial y casi inaudible de profundo agotamiento. Melecio estuvo mirándola con esa expresión de angustiada preocupación que se ve en los niños que no saben por qué sus padres están enfadados. Simeón le revolvió el cabello y el muchacho levantó rápidamente la cabeza.
—Está bien —susurró Simeón vagamente. Sacudió suavemente a Demetria por el hombro; ella se movió y abrió los ojos. Vio a Melecio y sonrió, luego se incorporó y lo abrazó. Sin perder un instante, el niño acomodó su torpe cuerpecito de cinco años, que parecía tener más codos de los que le correspondían, en el regazo de su madre, le echó los brazos al cuello y le dio un beso húmedo con olor a pintura y brea. Ella volvió a sonreír y miró a Simeón; la sonrisa se suavizó y la mirada de ternura lo envolvió también a él. Alargó el otro brazo. Simeón se sentó a su lado asombrado, por un momento estuvieron abrazados los tres, sentados en el diván.
—Has vuelto temprano —dijo Simeón al cabo de un rato.
Ella asintió.
—Filotimos va a ayudarme a terminarlo. Me han llamado a la prefectura y me han dicho que tenía que terminarlo en dos semanas y media, por lo que acordamos simplificar el dibujo. Entonces, cuando volví a las tintorerías, Filotimos se ofreció a ayudarme: va a trabajar todos los días hasta medianoche, hasta que esté acabado. —Se interrumpió, saboreando el momento: el calor, el brazo de Simeón en su espalda, el peso de Melecio en su regazo, y todo esto mientras alguien tejía el manto en su lugar—. En diez días lo tendremos terminado —les dijo—. ¡Sólo diez días! —Bruscamente apartó de la cabeza el recuerdo del «caballero» que había preguntado por el trabajo, que conocía su nombre y que esperaba algo, una oportunidad desconocida e imprevisible, antes de actuar.
Simeón la miró y esbozó una gran sonrisa.
—¿Tan pronto? —La abrazó—. ¡Gracias a Dios!
—¿Eso es antes de Navidad? —preguntó Melecio esperanzado.
—Mucho antes de Navidad —respondió Demetria—. Podremos pasar las fiestas como queramos. Además, tendremos dinero. El prefecto me prometió treinta y seis sólidos si lo hago en menos de dos semanas y media. Al menos espero que estuviera hablando de sólidos. Me dijo «piezas de oro». De todos modos, voy a darle algo a Filotimos por ayudarme, pero el resto podemos gastarlo todo.
—Probablemente hablaría de tremises —dijo Simeón. Un tremís era un tercio de un sólido.
—La gente por lo general quiere decir sólidos cuando dice «monedas de oro» —objetó Demetria—. Pero sea lo que sea es una buena cantidad de oro.
Melecio se incorporó y se puso a saltar de alegría.
—¿Me vas a comprar el trirreme?
Su madre rió.
—Si sigues queriéndolo, sí. ¡Pareces contento de que haya tenido que trabajar tanto en ese manto!
Él movió violentamente la cabeza.
—¡Odio ese manto! —exclamó—. ¡No quiero que nunca más trabajes en otro manto!
—Yo tampoco —le dijo ella con algo de pena.
—Tendrás que pedir un día libre cuando lo termines —dijo Simeón—. Filotimos te lo dará sin duda. Si el tiempo es bueno, podemos salir en la Procne y navegar por la costa, tal vez hasta Ptolemaida…
—¿Y para qué queremos ir a Ptolemaida? —preguntó Demetria sonriendo. Era propensa a marearse en el mar y su renuencia a salir en las expediciones marítimas de Simeón era ya una broma entre ellos.
—Es una bonita ciudad —dijo Simeón—. Sería como un día de vacaciones.
Ella rió.
—Yo ya sé lo que quiero hacer cuando lo termine —le dijo—. Iré a los baños de Eudoxia y me daré el baño de vapor, el de inmersión, tres baños calientes y uno frío, y después un masaje con aceite de mirra, y me lavaré el pelo con hisopo. Después, si quieres, podemos ir a Ptolemaida… pero sólo si el mar está tranquilo.
Él se la imaginó desnuda y resplandeciente después de los baños, con olor a mirra e hisopo, y sintió un calor urgente en el vientre.
—Incluso con el mar tranquilo, cuando lleguemos el único perfume que te quedará será el del agua salada —le dijo.
—Mucho mejor. Entonces podré darme otro baño.
—Podemos ir ahora a los baños —dijo Melecio volviendo a saltar—. Papá dijo que tenemos que lavarnos; hemos estado todo el día pintando la barca de Barak en la caseta. Yo también he ayudado.
—Tengo que preparar la comida —dijo Demetria—. A menos que mi madre ya lo haya hecho.
—Podemos comer en el Isis —respondió Simeón animado—. Y tu madre puede venir con nosotros. Vamos, invitémosla y vámonos.
«¡Diez días! —pensó contento mientras salía con su esposa y su hijo—. Diez días y habremos llegado a la costa sanos y salvos. Después de eso, que el temporal sople todo lo que quiera.»
El secretario de Marciano le entregó una carta cuando se sentaba a desayunar a la mañana siguiente. En una escritura torpe, decía:
A Flabio Marciano, de Simeón, pescador de púrpura, salud. Onorable señor, el manto del que ablamos estará terminado en 10 días, si todo ba bien. Mi esposa dice que el prefecto la izo llamar ayer y le dijo que se diera prisa. Quiso que sinplificaran el dibujo y le ofreció dinero para que lo terminara rápido. Agradezco tu proteción, Señoría, y espero que la información te sea útil. Señoría, te informaré a lo que suceda cuando esté echo.
Marciano dirigió a su secretario una mirada interrogativa.
—Esto ha llegado… ¿cuándo? —preguntó.
—Esta mañana, antes de amanecer —respondió Paulo, el secretario. Lo habían hecho partícipe de todos los detalles del plan, aunque al resto del grupo se le había dicho sencillamente que a Marciano se le había presentado la oportunidad de comprar unas tierras.
—¿Quién lo ha traído?
—El pescador en persona, señor. Pedro y Punta estaban de guardia y envié a algunos de los hombres a recorrer las calles: no había nadie vigilando cuando vino. Le advertí al hombre que tuviera cuidado si vuelve a venir, le dije que el prefecto está vigilando la casa.
—¿Por qué no hiciste que me despertaran?
El secretario esbozó una sonrisa humilde.
—Era muy temprano, excelencia. No quise molestarte. El hombre no tuvo inconveniente en escribir el mensaje, aunque dudo que esté acostumbrado a hacerlo. Rompió dos plumas.
—Me sorprende que escriba tan bien —respondió Marciano cortante. Le gustaba Simeón, y el velado desdén de su secretario lo irritó—. Si vuelve me despiertas, sin importar lo temprano que sea —ordenó—. Está corriendo riesgos y hasta el momento no hemos hecho nada por él; por lo menos que sepa que puede hacer que me levante de la cama.
El secretario agachó la cabeza.
—Lo recordaré, señor. —Y lo haría (nunca tenían que decirle las cosas dos veces), aunque su opinión sobre pescadores delatores, según notó Marciano, no había cambiado. Paulo era de familia noble, buena educación y nada de dinero; era de esperar cierto grado de desdén por esclavos del Estado sin cultura pero acomodados. No tenía importancia. Paulo era tracio, como su jefe, y como él, tenía esperanzas de que este plan abriría el camino para la reconquista de su hogar. Si Simeón podía facilitarles eso, Paulo estaba más que dispuesto a ser amable con él—. ¿Enviarás una respuesta? —preguntó.
—Creo que no. Podría llamar la atención sobre él y ponerlo en peligro. Ese secuaz de Crisafio que se fue la semana pasada, el espía, no ha vuelto, ¿verdad?
—Tengo informes de que cogió un caballo de posta en Berito y tomó rumbo norte, señor.
—Perfecto. Otra vez en Constantinopla, como pensábamos. Bien, con esta nueva fecha para la finalización del manto, nuestro pescador y su familia estarán fuera del asunto antes de que el espía de Crisafio vuelva y comience la batalla. —Marciano golpeó con la carta la mesa del desayuno; con el entrecejo fruncido añadió—: Paulo, consígueme una audiencia con el prefecto para dentro de once días por la mañana. Y duplica la vigilancia de la prefectura, si puedes hacerlo discretamente.
—Como digas, señor —respondió Paulo y, con una inclinación, se fue a dedicarse a sus tareas.
—¡Vale su peso en oro! —exclamó Marciano sin dirigirse a nadie, y comenzó a comerse las gachas y a releer la carta de Simeón mientras lo hacía.
La última puntada en el manto la dio el primero de diciembre, a media tarde. Demetria pasó la lanzadera por el último orificio, bajó la trama con el peine y la maza, ató con cuidado el hilo de seda y se reclinó en el asiento a contemplar su obra —de dos brazos y un palmo de largo, con dos paneles de tapiz y trabajado en oro—. Pasó la mano delicadamente por la seda, sintiendo su suavidad; sus ojos buscaban defectos en la trama. No había ninguno. Las dos franjas verticales se iban afinando y ya les había hecho el acabado; sólo le restaba la tarea de sacar la pieza del telar, atarla y hacer los remates de los extremos superior e inferior. Exhaló un profundo suspiro; estiró los músculos entumecidos por estar tantas horas sentada, luego aflojó la tensión de la urdimbre y se arrodilló para comenzar el acabado.
«Terminado —pensó, atando los primeros hilos—. Terminado. Heraclas se irá en primavera y Filipo también, y lo que sea de ellos ya no tendrá nada que ver conmigo. Terminado. Mañana, si hace buen tiempo, iré a Ptolemaida con Simeón y Melecio. Terminado, ¡gracias a Dios y a todos los santos! ¿Qué voy a hacer con tanto tiempo libre?»
Sonrió mientras sus dedos ataban las hebras rápidamente. Dos horas más tarde llegó Filotimos y se encontró con que casi todo el borde inferior estaba listo.
Demetria se incorporó con una radiante sonrisa en el rostro. Filotimos la miró, miró el manto, dio un paso adelante y le estampó un sonoro beso en la mejilla.
—¡Así se hace, muchacha! —exclamó, aunque en seguida, algo avergonzado de su vehemencia, añadió—: Puedes entregarlo mañana por la mañana.
Demetria asintió sin dejar de sonreír, con una sonrisa beatífica, casi de sonámbula.
—Si no te importa, terminaré el borde inferior —le dijo.
—¡Por supuesto! Yo empezaré por el superior.
Demetria terminó la parte inferior a media tarde y se fue a su casa; Filotimos estuvo hasta la hora de cenar con el borde superior. Cortó los hilos sueltos con unas tijeras y sacudió el manto: la púrpura se hinchó como una vela y brilló a la luz de la lámpara, rica como el mar. Lo dobló con cuidado y miró el telar vacío con los hilos de púrpura fláccidos que caían en hilachas de los palos y de los rodillos tensores, abiertos ahora. Al principio despacio y luego más deprisa, agarrándolas por manojos, arrancó cada hebra del telar y las tiró al brasero. La seda se retorció ennegrecida, exhalando un olor acre hasta desaparecer hecha un montoncito de cenizas grises sobre el carbón. Filotimos removió el brasero y luego le echó arena para apagarlo. Puso el manto doblado en su cesta, sobre la comida que no había probado, y se fue a su casa, no sin antes cerrar el barracón. Al día siguiente el manto estaría en manos del prefecto y no habría nada en su taller que pudiera demostrar que había existido alguna vez.