Simeón durmió mal aquella noche. Durante largas horas su cabeza buscó incansablemente pretendientes al trono y posibles protectores entre los fragmentos de chismes políticos oídos a medias y sin interés. El sueño le llegó imperceptiblemente, sumiéndole en un duermevela inquieto. Yació despierto, dolorosamente consciente de que Demetria le daba la espalda, mirando el dibujo que hacía la luz de la luna a través de la ventana y oyendo el susurro de las olas en la playa. Durmió y soñó que estaba en su barca pesquera, la Procne, navegando en la noche. El remo se sacudía inestable en su mano, como presa de corrientes en un mar tumultuoso; estaba tan oscuro que no veía los lados de la barca, pero las velas se agitaban bajo los golpes de un fuerte viento y a su alrededor se oía el ruido de las olas rompiendo. Se dio cuenta de que pilotaba la barca por un estrecho canal bordeado de rocas. El terror le paralizó y se quedó mirando fijamente en la oscuridad; la espuma salada se le congelaba en las mejillas. De pronto el ruido de las olas se acalló y en el silencio oyó a Demetria que gritaba de dolor. Al levantarse de un salto dando un alarido, se le rompió el remo; la barca escoró, él cayó al mar amargo y entonces despertó.
Se incorporó temblando apoyándose en los codos. Ahora la luna estaba baja y la habitación a oscuras. Tanteó el otro lado del diván y no encontró a nadie: Demetria se había ido. Se echó hacia atrás, como si de verdad hubiera caído al mar, y se obligó a permanecer tumbado un rato más. De la calle le llegaron los primeros ruidos del día: el canto de un gallo; unos niños que iban a la fuente a buscar agua y que pasaron bajo la ventana; el ladrido de un perro; y un vendedor que en algún lugar, con la voz ronca por el sueño, comenzaba a vocear: ¡pan tierno! Simeón exhaló un largo y tembloroso suspiro: ya era casi de día, Demetria se habría levantado para encender el fuego o para recoger la ración diaria de pan.
—¿Demetria? —llamó suavemente en la oscuridad.
Pero fue Melecio quien le respondió medio dormido.
—Creo que ha salido hace muy poco. Yo me he despertado cuando se cerraba la puerta.
Simeón apoyó la cara en el brazo. El desastre, si iba a alcanzarlos, todavía estaba lejos. «Conseguiré protección —se dijo a sí mismo con determinación—; no voy a permitir que suceda nada.»
La puerta se abrió y entró el aroma del pan tierno y con él Demetria llevando una lámpara. La luz suave le daba a su piel clara un matiz dorado y le prestaba calidez al manto rosa, y las hogazas de pan que traía debajo del brazo olían a paraíso. Simeón sintió que el corazón se le paraba en el pecho por un momento: después de su sueño y de la oscuridad, ella aparecía tan necesaria como el día, como el pan que traía. Pero el rostro de Demetria estaba serio; su esposa se movía con rapidez, y bruscamente dejó el pan, encendió la lámpara de la casa y apagó la que traía, armándose contra él con viva eficiencia. Simeón suspiró, se desperezó y se levantó.
Después de desayunar, Simeón le dio a Melecio unas monedas de bronce.
—Toma esto y ve a comprar un poco de aceite para la lámpara e incienso del diácono Juan —le ordenó—. Anoche tuve una pesadilla, soñé con un naufragio. Te esperaré en el altar de San Pedro después de revisar la Procne.
Con los ojos muy abiertos, Melecio cogió el dinero. Si bien, como todo el mundo sabía, había sueños verdaderos y sueños falsos, cualquier persona sensata se los tomaba todos en serio, y nada podía ser peor augurio para un pescador que soñar con un naufragio. Era obviamente necesario rezar y asegurarse la protección de los santos antes de sacar la barca. San Pedro tenía un altar en los muelles del puerto para que los pescadores de Tiro pudieran orar. Melecio asintió con la cabeza y, obediente, salió corriendo a comprar el incienso.
Simeón lo observó irse. Aunque sus intenciones de invocar la ayuda divina eran serias, estaba seguro de que su sueño no había sido el augurio de un naufragio real; san Pedro no sería el mejor santo a quien recurrir. Pero quería que Melecio no se enterase de su problema. Miró a Demetria, que ya estaba poniéndose el manto sobre los hombros, preparándose para ir a trabajar.
—¿Vienes conmigo hasta la barca? —le preguntó él en voz baja.
Ella vaciló con un mohín amargo. «¿De qué sirve volver a lo mismo? —se preguntó cansada—. Ojalá no le hubiera dicho nada anoche.»
Pero desafiarlo tampoco serviría de nada y la obediencia era el primer deber de una esposa. Asintió, recogió una cesta con la comida de Simeón y Melecio y otra con la suya, apagó la lámpara de un soplido y salió con su esposo.
En el horizonte, hacia el oriente y por encima de las montañas, empezaba a aparecer un resplandor entre rosa y salmón, aunque las estrellas todavía brillaban por encima de la ciudadela, hacia poniente. El puerto estaba otra vez lleno de gente y los dos atravesaron el bullicio en silencio. Frente a la barca, Simeón saltó del muro a la playa haciendo crujir los guijarros y Demetria lo siguió con desgana. Una vez lejos de la multitud reinaba el silencio; el mar estaba casi en calma, y rompía en diminutos remolinos traslúcidos que susurraban contra las piedras. La Procne estaba mitad dentro del agua y mitad fuera, elevando el palo de popa tallado con forma de mujer con una mano levantada llevando una golondrina. Como muchas de las barcas de pescadores de púrpura, el nombre estaba relacionado con el comercio de telas: Procne, quien según la leyenda había sido transformada en golondrina, había sido una famosa tejedora. A la luz del día la figura de la popa era rígida y de colores chillones, pero a la luz pálida del amanecer parecía viva. Simeón le palmeó el hombro de madera con cariño cuando se agachó para guardar la cesta con la comida bajo el banco de popa; luego saltó a la playa junto a su esposa.
—El manto… —dijo en voz baja, en un tono casi indiferente, aunque ella sabía que el paseo hasta allí había sido para evitar el peligro de que alguien alcanzara a oír aunque fuera un susurro—. ¿Para quién es?
Ella se apartó y se agarró a la barca.
—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó con amargura—. Te dije que me contó que era para el emperador. Como te puedes imaginar, no me va a confesar sus secretos.
—Pero tú has de tener alguna sospecha.
Demetria lo miró enfadada. Simeón permaneció quieto junto a la barca y el sol naciente, a la espalda de ella, iluminaba con claridad el rostro de su esposo. Tenía la misma mirada mansa y seria de la noche anterior. Ella se mordió el labio. «¿Por qué tiene que saberlo? —se preguntó—. ¿De qué serviría? ¿Y por qué se lo he contado? ¿Porque obedecer es mi deber de esposa y odio estar en falta? Pero ¡es peligroso hablar de esto, peligroso incluso pensar en ello! Habría sido mucho mejor simular que creía lo que me dijeron y decir que era para el emperador.»
—Tengo una idea —dijo serena—, pero no puedo estar segura. ¿Qué esperas ganar sabiéndolo?
—Tenemos que tomar medidas para protegernos —respondió él muy serio—. Hemos que tener a alguien a quien recurrir por si algo sale mal. Si sabemos para quién es, sabremos a quién apelar.
Ella lo miró por un momento, incrédula, y luego apartó la mano de la barca.
—¡No podemos recurrir a nadie! —exclamó con violencia—. ¡Cualquiera que sepa algo representa un peligro para nosotros, cualquiera! ¡No debe saberlo nadie!
—Pero ¿y si llega a saberse? —insistió él impaciente—. Estos traidores siempre tienen enemigos; siempre hay espías y falsos amigos. ¿Crees probable que al gran chambelán Crisafio se le escape una conspiración contra su señor?
Demetria se encogió y apartó la mirada. Si Nomos había tenido un poder importante en el Estado, el gran chambelán Crisafio tenía el mayor de todos. Se susurraba que controlaba completamente al emperador; que había orquestado la caída en desgracia de la esposa de éste y el retiro de su hermana; que había destruido a varios cientos más, obispos y nobles, por codicia o por temor a un rival, mediante multitud de engaños y corrupciones; y que gobernaba solo por medio de un ejército de espías. Como todos los chambelanes imperiales era un eunuco, originariamente un esclavo importado de Persia; y era profundamente odiado. Pero también era muy temido, y ninguno de los que susurraban estas cosas osaba jamás levantar la voz.
—Necesitamos protección —dijo Simeón cortante—. No podemos sentarnos a esperar y orar para que nadie se entere; tenemos que librarnos de todo este asunto, ¡lo antes posible!
—¡Nuestro Señor de los Cielos! —Ella lo miró con ira apretando los dientes—. ¿Tú crees que yo no quiero verme libre de esto? ¡No puedo! Si vas corriendo a ver a algún poderoso en busca de protección, nos traicionará a ambos en cuanto le convenga. No significaríamos nada para él; ¿por qué iba a mantener la palabra que nos diera? Pero aunque lo hiciera, aunque intentara protegernos, el hecho mismo de que alguien más lo supiera triplicaría el peligro de que me descubran. Por favor, quítate esa idea de la cabeza.
—¡No quiero que te maten! ¿Pretendes que me quede de brazos cruzados observando cómo te destruyen? Tenemos que protegernos. Y no somos tan insignificantes como tú dices; no somos impotentes. Mi capataz estuvo en el consejo de la ciudad…
—Y lo echaron el año pasado argumentando que era un esclavo.
—¡Todavía es respetado en la ciudad! El consejo podría darnos protección, y nos la daría si él la solicita. Y podríamos pedir asilo al obispo…
—El nuevo obispo ni siquiera sabe quiénes somos, no sabe ni quiere saber nada que pueda ofender a sus amigos de la corte. El consejo no puede protegernos del prefecto. Y el procurador puede ordenar que azoten a cualquiera, incluso a tu capataz, por desobediencia. ¡Por favor, por favor, créeme! ¡No tenemos opción!
La miró con las mandíbulas apretadas y los ojos resplandecientes por la ira.
—Te han obligado a exponerte al peligro, actuemos o no —dijo mordiendo cada palabra—. Podemos escoger: aceptar como esclavos o luchar.
Ella bajó la mirada. «No podemos luchar —pensó sofocada por la antigua mezcla de vergüenza y rabia—. Tenemos que aceptar la situación como lo que somos: esclavos. Las fuerzas que ordenaron esto, al igual que las otras fuerzas, las que pueden detenerlo, dominan el mundo, y cualquiera de las dos nos aplastaría sin darse cuenta siquiera. Y es una idiotez negarlo, Simeón, una idiotez inmensa, perversa, necia y ciega.»
Pero no le dijo nada de aquello.
—Es Nomos quien quiere el manto —respondió, en cambio, deliberadamente, volviendo a levantar la mirada—. Creo que el peligro no será tan grande si se guarda el secreto. Él fue el maestro de oficios hasta el año pasado. Era jefe de los espías del gran chambelán, lo sabe todo: los hombres y los métodos.
Hubo un silencio. Las olas susurraban contra los guijarros, y la primera brisa de la mañana le revolvió el cabello a Demetria. Detrás de ella el alba avanzaba.
—Así que crees que es Nomos —dijo Simeón al fin.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo. Oí que se había peleado con el gran chambelán. Se comenta que le gustan las escenas mitológicas, aunque la elección del tema pudo haber sido de Heraclas. Pero dicen que él fue el responsable de los nombramientos del procurador y del prefecto. Y hay una nueva estatua suya en la prefectura que lo llama «nobilísimo». Si es él, no creo que lo descubran hasta mucho más tarde, si es que lo descubren. Pero no lo sé a ciencia cierta, por supuesto. No puedo saberlo. De lo único de lo que estoy convencida —le clavó los ojos con una mirada amarga e intensa—, es de que mi seguridad radica en hacer mi tarea en secreto y rápidamente.
Simeón bajó la cabeza y se mordió la lengua para no hablar. ¿La mayor esperanza de seguridad radicaba en una obediencia servil al procurador? La perspectiva le ponía enfermo. ¿Era aquello esperanza de algo? Aunque fuera Nomos quien había pedido el manto, ¿podían confiar en que no sería descubierto? Había sido maestro de oficios, pero una persona que simplemente «había sido» poderosa y ya no lo era, bien podía estar muerta. Las emperatrices también habían sido poderosas y, ¿dónde estaban ahora? No, él seguía tan convencido como siempre de que lo único que podían hacer era buscar la protección de algún poderoso enemigo de Nomos, revelar la conspiración y asegurarse de quedar bien lejos del desastre.
Pero no la había convencido y, al ver su expresión triste y decidida, supo que no podría persuadirla. Más palabras llevarían sólo a más ira, un lento veneno entre los dos. Después de un largo silencio, se encogió de hombros y dijo despacio:
—Está bien.
Ella bajó los ojos y permaneció quieta, con las mejillas coloradas. Por un momento él creyó que iba a añadir algo, una disculpa o un agradecimiento, pero al final sólo murmuró a la defensiva:
—Es mejor así.
Se echó el manto por encima del hombro y comenzó a andar hacia el muro del puerto. Simeón se sentó en la borda de la barca mirándola con desolación. Si lo hacía, si buscaba a alguien para que fuera su aliado, debería ser sin contarle nada a su esposa.
Cuando Demetria subió por el muro hacia la calle del Puerto, oyó gritar su nombre, se detuvo y miró hacia la casa de vecinos. La figura breve y redonda de su madre avanzaba hacia ella sonriendo entre la multitud. Demetria se obligó a sonreírle y esperó a que Laodiki llegara a ella.
—Salud y alegría, querida —dijo Laodiki acercándose a su hija—. Hace una mañana preciosa. Pero criatura, estás de malhumor. ¿Qué te pasa?
Demetria se mordió el labio, molesta de que se le notara el enfado. Se colocó el manto y comenzó a andar hacia el taller, lentamente, porque Laodiki siempre caminaba despacio y no había manera de hacerla ir deprisa.
—Simeón está enfadado porque el procurador me ha dado ese encargo particular —dijo con amargura—, y quiere ir a ver personalmente a su eminencia Acilio Heraclas para quejarse.
Laodiki rió.
—¡Virgen Santísima! Está convencido de que no es menos que nadie en el imperio, ¿no? ¿No le has dicho que no tiene por qué preocuparse, que puedes evitar acostarte con ese hombre sin necesidad de que él haga nada?
Demetria asintió.
—Lo ha aceptado.
—Entonces, no entiendo por qué estás tan enfadada —dijo Laodiki satisfecha.
—¡Porque es tonto por haberlo pensado! ¿Qué esperaba conseguir? ¿Qué le hace creer que el procurador iba a prestar la menor atención a uno de sus trabajadores, a un esclavo?
—Bien… pero no somos verdaderos esclavos, ¿no?
—Eso no es lo que decía la abuela.
La abuela de Demetria, muerta hacía nueve años, había sido una goda nacida libre, capturada en las guerras del emperador Teodosio el Grande y comprada por un procurador ya olvidado, aparentemente para que tejiera para el taller pero, en realidad, por lujuria. Hermosa, salvaje y dominadora, había tratado a su hija y a su nieta con desdén. «Esclavas hasta la muerte», les decía, y había insistido en que la atendieran como si aún fuera la noble bárbara que había sido en su pueblo. Demetria se había alegrado de su muerte, aunque se avergonzaba profundamente de su alegría.
Laodiki se persignó, como siempre hacía cuando se nombraba a un muerto.
—Ah, bueno, pero ya sabes cómo era tu abuela… nunca se adaptó a Tiro y nunca terminó de entender cómo eran las cosas en realidad entre los romanos. Hay un mundo entre nosotros y los esclavos comunes, y tú lo sabes tan bien como yo, pero ella, pobrecita, nunca pudo creerlo. La impresión de ser comprada y vendida, yo lo he dicho siempre, tuvo que haber sido espantosa para ella, nunca se recuperó. Pero, en realidad, nosotros somos esclavos sólo de nombre. No hay mucha diferencia entre nosotros y los militares, por ejemplo: los soldados reciben raciones, igual que nosotros, y no mucho mejores, y no pueden ganar nada extra, pobres. Mira, quizá Simeón no fue tan tonto al pensar en quejarse al procurador. Su padre estaba en el consejo de la ciudad el año en que murió, y su capataz…
—Lo echaron el año pasado. Me lo recordó. Barak fue expulsado por esclavo, pero aunque estuviera en el consejo, ¿cuál sería la diferencia? Una persona como Acilio Heraclas no le prestaría más atención a él que a Simeón.
—Otro procurador más cauteloso tendría cuidado de no insultar a un pescador de púrpura importante, consejero de la ciudad o no. Pero éste… estoy de acuerdo, no serviría de nada que Simeón fuera a hablar con él, sólo le ofendería. Pero eso no es porque seamos esclavos; en las mismas circunstancias, se ofendería igual si el que se dirigiera a él fuera un pequeño mercader o un banquero. ¡No sirve de nada pedirles respeto a los poderosos!
Demetria caminó unos pasos en silencio.
—Un mercader o un banquero estarían casados legalmente —dijo por fin—. Las circunstancias no serían en absoluto las mismas. Podrían demandarlo por adulterio.
—Tú y Simeón estáis casados. Todo el mundo lo sabe, el obispo os bendijo.
—Eso no cuenta para la ley. Los esclavos no pueden casarse, así que no pueden cometer adulterio. No es lo mismo. Nosotros somos… menos… que los nacidos libres.
Laodiki negó con la cabeza.
—Querida, no deberías prestarle atención a lo que decía tu abuela; te lo he dicho siempre.
—Somos menos capaces de defendernos —le dijo Demetria sin perder la calma—. Tú lo sabes. No tenemos derechos, ni nadie a quién recurrir si somos perjudicados. Y en nuestros corazones no lo olvidamos. La abuela se acostó con el procurador y con otros dos o tres después de éste; yo me prometí a mí misma que no me acostaría con Pánfilo, y cuando llegó el momento me entregué sin luchar.
Laodiki le tocó el brazo; Demetria levantó la mirada y se encontró con un miedo profundo en los ojos de su madre.
—Me dijiste que esta vez podrías evitarlo —susurró Laodiki.
Demetria suspiró.
—Sí. Puedo escurrirme y evitar acostarme con Heraclas. Pero… —de pronto toda la ira afloró en su garganta—, pero me gustaría poder decirle personalmente que se vaya al infierno.
—¡Niña! —exclamó Laodiki aliviada y divertida otra vez—. ¡Eres tan tonta como Simeón!
—¡Pero tengo la prudencia de no hacerlo! —respondió Demetria—. Él no.
Habían llegado a las puertas de las tintorerías y Demetria se detuvo. Logró sonreír a su madre, aunque con un deje de amargura.
—No me esperes esta noche —le dijo—. Voy a montar el telar y tendré que trabajar hasta tarde. Vete a casa cuando cierre el taller.
Laodiki asintió.
—¿Quieres que te haga las compras camino de casa?
—Sí, por favor. No tuvimos verdura anoche y Simeón se disgustó. Te pagaré cuando vuelva. —Le dio un beso en la mejilla y entró en las tintorerías, armándose de valor para montar en el telar la urdimbre de la traición y de la muerte.
• • •
Tardó todo aquel día y parte del siguiente en suspender la urdimbre del telar. Cuando terminó de hacerlo, Demetria volvió a la prefectura y solicitó ver al procurador.
Fue recibida de inmediato. Esta vez Heraclas estaba escribiendo una carta. Levantó la mirada cuando entró Demetria con su secretario, asintió levemente y siguió escribiendo. El secretario salió del recinto y Demetria permaneció cerca de la puerta, sosteniendo con ambas manos el rollo con los dibujos para el tapiz.
A Heraclas la carta le estaba resultando difícil. Su superior le había encargado públicamente una alfombra de lana de sus talleres y, en privado, le había dado instrucciones a su procurador de que hablara de ésta cuando le informara sobre el encargo secreto. Heraclas entendía la necesidad de esta precaución, pero le resultaba difícil evitar que el sentido de la importancia de lo que estaba haciendo se transmitiera a su pluma. El breve informe necesario —«He transmitido tu encargo, eminencia, a una hábil tejedora y el trabajo está en marcha»— le parecía demasiado desnudo, demasiado trivial para el plan temerario y peligroso en el que había comprometido su ilustre nombre. Había ensayado varias misivas graciosas y ambiguas, llenas de intencionadas alusiones literarias, pero al leerlas había sentido un escalofrío de temor y se había apresurado a destruirlas. «Espías», recordó, y evocó con la claridad de una pesadilla el laberinto de pasillos del Gran Palacio de Constantinopla y las sedas susurrantes de los funcionarios que lo poblaban, todos ansiosos por complacer al gran chambelán Crisafio, el enemigo de su superior. Mordió el extremo de la pluma y miró el nuevo borrador de la carta. Saludos formales, deseos de buena salud para su superior, bien: «Por lo que respecta a la alfombra que tuviste la gentileza de solicitar, eminencia, tengo el sumo agrado de informarte que el trabajo ha sido confiado a una hábil trabajadora y que ya está en marcha. Espero enviároslo antes de Navidad».
Una evaluación muy somera. Y no decía nada de sus dudas sobre la tejedora. Volvió a levantar la cabeza para mirarla, envuelta en su manto, informe y humilde. ¿Era necesario decir algo? Después de todo, la mujer había aceptado obedecer, no le dejaría en buen lugar confesar que no podía controlar a los esclavos de su taller. Muy bien, omitiría ese punto. ¿Qué podía añadir sin peligro?
Nada. Con desgana, todavía descontento con el tono sobrio y sencillo de la comunicación, escribió otra línea de saludos formales. Luego se reclinó en la silla y secó la pluma. Le hizo una seña a la tejedora indicándole que podía acercarse.
—¿Y? —preguntó—. ¿Ya has empezado?
Ella volvió a inclinarse.
—Estoy lista para comenzar, eminencia. Quería estar segura de que tu discernimiento aprobaba los dibujos.
—¡Muy bien! —Dejó la pluma y sonrió inclinándose sobre el escritorio—. ¿Son ésos? Déjame verlos.
Ella aflojó el lazo de seda que ataba el rollo y se lo acercó alargando el brazo. Él lo cogió y lo desenrolló.
Demetria permaneció apartada y con las manos cruzadas. A pesar de todo, había disfrutado preparando el manto. Normalmente era una tarea reservada a Filotimos o a otro de los capataces, a ella le correspondía simplemente tejer según sus dibujos, a lo sumo elegir los colores. Esta vez los motivos eran suyos, los había basado en otros de Filotimos, cierto, pero los había dibujado principalmente para sentir placer cuando los tejiera. Alejandro aparecía con su armadura, con la espada en la mano, encima de la figura postrada del rey vencido. La Victoria, vestida y alada, se inclinaba para ponerle la corona de laurel en la cabeza. El héroe Hércules, con la clava al hombro y la piel de león cubriéndole la portentosa cabeza, haciendo caso omiso de las sonrientes lisonjas y del fácil camino del Vicio, estaba a punto de coger la mano de la Virtud y de seguir el estrecho camino de montaña que ésta le indicaba.
Heraclas sonrió y alisó el papiro.
—Sí… ¿y estas figuras quedarán enfrentadas? ¿Una en cada punta de la parte delantera del manto?
—No exactamente en la esquina, señor. He pensado que te gustaría una franja con abejas en el borde inferior, en oro, y un dibujo de volutas, también en oro muy fino, en el borde vertical. Te he hecho una muestra debajo de las imágenes.
—Ajá, ya veo. ¿Y el oro de los hombros?
—He pensado en ello, señor. Un sencillo dibujo circular quedaría bien, con un motivo de volutas repetido. Lo he dibujado en la parte trasera de la imagen de Hércules.
—Sí… sí, quedará muy bien. —Lo miró rápidamente y lo volvió para observar los dibujos de tapiz—. ¿Y éste es el tamaño real de las figuras? —Cada imagen era de, aproximadamente, un palmo y medio de altura.
—Sí, señor. Si las apruebas, son las imágenes que usaré como base para el tapiz. En cuanto a los colores, aquí tengo las sedas… —Demetria avanzó el último paso hacia el escritorio y le tendió la madeja de hebras—. El oro lo conoces, por supuesto; ése es el púrpura para el manto… —Puso sobre el dibujo una hebra de seda que resaltaba sobre el amarillo del papiro: la púrpura tiria teñida dos veces, peso por peso más cara que el oro—. La armadura de Alejandro también estará tejida en oro, a excepción de su manto, que será escarlata, y azafrán para el cabello. —Dejaba caer hebra sobre hebra, que resplandecían sobre el papiro: negro de bellota de roble, rojo de quermes y el rosa de raíz de rubia; azafrán brillante y oscuro; retama de tintorero e índigo; los verdes teñidos dos veces y los castaños de nogal. Las imágenes ya estaban tejidas en su mente, sonrió viendo las laderas de las montañas salpicadas de verde y de castaños ante Hércules, el blanco del vestido de la Victoria con reflejos azules, resaltado por el contraste de las puntas negras de las alas.
Heraclas miró la seda y los dibujos y volvió a sonreír, esta vez con complacencia. «Será un manto magnífico —pensó contento—; quedará satisfecho. Y ese Alejandro, triunfando sobre un rey con manto púrpura, ¡qué apropiado!»
Pero fue sobre Hércules que hizo un comentario.
—Me pareció una figura apropiada siendo un regalo mío —dijo señalándolo—. ¡Un Hércules de parte de Heraclas! —Lanzó una risa divertida.
—Sin duda le evocará al dador de tan principesco obsequio —dijo Demetria en voz baja. «Está muy satisfecho», pensó orgullosa de su trabajo.
Heraclas asintió con gracia.
—Un obsequio principesco —repitió. «A un precio principesco— pensó para sí mismo con menos placer. Filotimos le había enviado la factura. —Pero vale la pena. Me recordará cuando esté en el poder. Me equivoqué al preocuparme por la tejedora, no dará problemas. Y es guapa, además. ¿De dónde habrá sacado ese color? No es común aquí en Tiro. Probablemente sea en parte goda.»
Le dirigió una sonrisa condescendiente.
—¿Tienes un lugar discreto para trabajar?
—Sí, excelencia. —Ella comenzó a recoger la seda. La luz de la ventana jugueteó con su cabello, y sus ojos, fijos en las hebras, quedaban ocultos por sus largas pestañas. Su expresión era benévola, satisfecha: tenía trabajo esperándola—. Un cobertizo de las tintorerías. La puerta puede cerrarse por dentro con pestillo, señor; no hay peligro de que entren personas ajenas y vean el trabajo antes de que esté terminado. Filotimos ha hecho colocar el telar allí y ya lo he montado. Sólo esperaba tu aprobación para comenzar a tejer, eminencia.
—¡Excelente! —La cogió por la muñeca y le apoyó la mano en el escritorio. Ella lo miró rápidamente, sin moverla, pero sus ojos se volvieron brillantes y duros. Él volvió a sonreír perezosamente. La perspectiva del manto terminado y entregado a su superior lo llenaba de una excitación fascinante, pero la necesidad de esperar cinco meses para aquello le resultaba tediosa. «Pero creo, querida mía, que tú podrías divertirme un rato»—. Entonces puedes comenzar de inmediato —le dijo—. Espero que no le hayas dicho a nadie lo que vas a hacer.
—A nadie, señor —dijo ella inmediatamente. «Ojalá fuera así— pensó, —ojalá no le hubiera dicho nada a Simeón. Aunque ahora parece resignado. ¿Por qué no me suelta este hombre? ¿Quiere asustarme para que no hable o…?»
—Te has portado bien —dijo Heraclas, y le acarició el brazo poniéndole la carne de gallina. Se echó hacia atrás, tirando de la mano todo lo que se atrevió. Él se lo permitió pero no la soltó, divertido.
—Mi esposo, señor, sospecha —le dijo esperando que eso fuera suficiente—. Es un hombre bastante celoso; no le gusta que me hayas elegido a mí.
Él levantó las cejas y exhaló el aire por la nariz, despacio, soltando en parte un bufido y en parte un suspiro.
—¿Tu esposo? —dijo—. Vamos mujer, las esclavas no tienen esposos.
—Tal vez no de acuerdo con la ley, señor, pero la costumbre tiene su peso, y mi esposo es tan capaz de ser celoso como cualquier hombre libre.
Él rió y le soltó el brazo.
—Si tu celoso esposo te pega, ven a verme. Yo lo arreglaré ¿eh? Toma, llévate tus sedas.
Ella vaciló; luego cogió rápidamente las hebras y las enrolló formando una madeja. Heraclas la observaba sentado en su silla, sonriendo. Ella volvió a detenerse; cuando comenzó a recoger los dibujos y él volvió a cogerla de la muñeca, pero esta vez la atrajo hacia sí, la besó y la acarició. Por un instante ella no se movió, paralizada por la antigua vergüenza. Pero en seguida forcejeó. «No —pensó—; voy a tejer el manto, pero no tengo por qué aguantar esto.»
—¡Por Apolo! Mujer, no te asustes. No te haré daño. —Heraclas volvió a reír y le cogió la otra muñeca acercándola, de manera que ella tuvo que sentarse en el escritorio frente a él, le soltó una de las manos para cogerla de la barbilla—. Eres guapa, ¿lo sabías? No te preocupes por los celos de tu esposo. Sé como controlar a los esclavos. ¿De dónde te vienen esos ojos tan verdes?
Por un momento no dijo nada, ahogada por la ira y la humillación. «No —se repitió a sí misma—, puedo salir de esto.»
—Excelencia —susurró—, por favor, déjame ir.
Le dio una palmada en la mejilla.
—Vamos, querida, te dije que no te haría daño. No tengas miedo. Así que estás trabajando en las tintorerías, no es un lugar muy agradable para alguien tan dulce. Haremos que lleven el telar a algún lugar que te sea más cómodo… Puedo conseguirte una habitación en la ciudad, donde…
—Te dije, excelencia, que aquí la costumbre tiene su peso —dijo ella en voz baja pero firme— y se debe respetar, ¿no? ¿Crees que a Nomos le gustará el manto?
La soltó como si se hubiera quemado. Ella se apartó del escritorio, cogió los dibujos a toda prisa y se retiró a una distancia segura.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Heraclas levantándose—. ¿Con quién has estado hablando? —Se sentía enfermo de pánico. Si lo sabía una esclava del taller, lo sabría todo el mundo; entonces lo atraparían y moriría. Nunca se le había ocurrido que su historia y sus alianzas políticas fueran la comidilla del taller, ni que los esclavos pudieran razonar.
Demetria bajó la cabeza humildemente, aunque el corazón le latía con fuerza, al mismo tiempo que le daban ganas de reírse.
—Puesto que, evidentemente, el manto no iba destinado a su sagrada majestad, señor, supuse que debía de ser para tu superior —dijo en voz baja—. En el taller sabemos a quién debemos tu presencia aquí. Lamento si he dicho algo inapropiado.
—¡Te dije que el manto era para el emperador! —susurró Heraclas—. Nomos… pidió una alfombra. No un manto, sino una alfombra.
Ella levantó los ojos y se encontró con los de él; la expresión complaciente y aburrida de Heraclas había desaparecido por completo, ahora tenía el aspecto de un hombre joven y aterrorizado. Ella sintió como se ruborizaba por el calor del triunfo. «Bien —pensó—. Se da cuenta de que no puede involucrarme en un acto de alta traición y después meterme en su cama para divertirse un rato. Puedo ser un instrumento, pero las herramientas utilizadas para tareas peligrosas han de tratarse con respeto; si se dan la vuelta, pueden cortar la mano que las usa.»
—Si tú lo dices, señor… —respondió con serenidad—. Como te dije la última vez, no sería apropiado que una esclava te acusara de nada. Comprendo mi posición, como espero que tú comprendas la mía.
Él tragó saliva y volvió a sentarse al escritorio mirándola indeciso.
—De modo que no has dicho…
—Nada a nadie de este asunto, señor.
Él se pasó nervioso las manos húmedas por los muslos.
—El manto es para el emperador. Ya te lo dije.
Ella sonrió.
—Qué tonta; lo había olvidado. Comenzaré inmediatamente el manto para el emperador.
Hizo una pronunciada inclinación y salió de la habitación.
Heraclas permaneció inmóvil, sentado al escritorio durante un buen rato, helado a pesar del calor de la mañana. Por la ventana abierta entraba el triste pregón de un vendedor ambulante; la brisa del mar agitaba los papeles que había sobre la mesa. Incluso a tanta distancia del puerto se percibía un leve olor a púrpura. «Odio esta ciudad apestosa —pensó con vehemencia—. Me alegraré mucho cuando llegue el momento de irme. Pero ¿habrá algo para mí después?»
Se estremeció, recordando su única reunión con el gran chambelán Crisafio. Había sido justo antes de su audiencia con el emperador y su nombramiento oficial como procurador. El eunuco lo había recibido en un lujoso despacho en el corazón mismo del palacio imperial y le había dado instrucciones sobre el protocolo adecuado. Crisafio había resultado ser inesperadamente joven y bien parecido, de modales suaves y ligeramente afeminado como todos los eunucos, pero incuestionablemente elegante. De las puntas doradas de las sandalias a sus cabellos rubio oscuro, cuidadosamente peinados, era la imagen de la gracia, el donaire y el buen gusto. Estaba sentado ante su escritorio, sonriendo desdeñosamente, cuando hicieron entrar a Heraclas, que se inclinó casi hasta el suelo ante él. Después hizo algún comentario sobre cómo deseaba vivir de una manera que hiciera honor a sus ilustres antepasados, ante lo cual Crisafio disimuló una sonrisa detrás de una mano larga y bien cuidada. Después de la audiencia, y de pedirle una gratificación por haberla concertado —«¡una libra de oro!», recordó indignado—, había hecho referencia, de pasada, a las numerosas indiscreciones del padre de Heraclas y le había dado a entender, de una manera delicadísima, que podía encontrar fácilmente a varios jóvenes que compartían los mismos «ilustres antepasados».
«¡Esclavo miserable!», pensó Heraclas. Sus antepasados limpiaban letrinas para los persas, y él mismo había sido vendido al mejor postor en el mercado de Constantinopla, pero allí estaba, controlando el Estado, y haciendo que un Acilio descendiente de cien cónsules inclinara la cabeza. No le gustaba admitir, ni siquiera ante sí mismo, que temía al eunuco, que el alcance de la información que tenía el gran chambelán sobre él lo había asombrado, y que la sola idea de que aquellos ojos arrogantes y desdeñosos revisaran los informes de los talleres de Tiro lo aterraba. En especial cuando una tejedora, una mera esclava, podía adivinar con tanta facilidad no sólo el hecho de que se estuviera planeando una traición, sino el nombre del responsable.
Dio una palmada para llamar a su secretario.
—Envía un corredor con un mensaje al despacho del prefecto —le ordenó—. Dile que ha surgido algo, y pregúntale si puedo verlo esta mañana.
Media hora más tarde el prefecto Marcelo Filipo, gobernador de Siria-Fenicia, aparecía en persona en el despacho del procurador.
No tenía por qué ir. Era superior a Heraclas y podría haber sido él quien llamara al procurador, pero eso le habría hecho perder más tiempo que esta visita informal, y el tiempo era precioso. Filipo era mayor que Heraclas: un hombre robusto de poco más de treinta años, con la sombra de la barba permanentemente en la barbilla y gruesos cabellos negros. Su familia, aunque menos antigua que los Acilios, era incluso más poderosa, y nunca habían demostrado mucha consideración por las ceremonias.
—¿Qué pasa? —preguntó bruscamente en cuanto se cerró la puerta a sus espaldas.
Heraclas, que se había levantado para estrecharle la mano, volvió a sentarse y a mirar el papel que había sobre la mesa.
—Es… es… este asunto —dijo vacilante—. Está en marcha, pero…
—¿Pero? — preguntó Filipo impaciente. No le gustaba Heraclas. «Un hombre débil, indigno de confianza —pensó duramente, evaluando el aire nervioso del otro con ojo cínico—. Ahora está arrepentido de su compromiso. Se unió a nosotros únicamente porque sabe que jamás llegará a ninguna parte en el gobierno sin el apoyo de su excelencia, y porque el gran chambelán ofende su vanidad. Jamás será más que un aficionado en los asuntos de Estado. La vanidad no es suficiente para una carrera política: se necesita estómago y trabajar mucho. Aunque fuera un creyente ortodoxo de la verdadera fe y no un seguidor de ese paganismo ridículo, tampoco gobernaría en ningún lugar de importancia. Pero tendré que soportarlo en aras de la causa: le diré lo que haga falta para tranquilizarlo.»
—Creo que la tejedora ha adivinado algo —admitió Heraclas con aire desdichado y en voz baja—. ¿Crees que será seguro continuar?
Filipo lo miró sin poder creer lo que oía.
—¿Que la tejedora ha adivinado algo? ¿Qué ha adivinado? ¿Cómo? — «Apuesto diez a uno a que es joven y hermosa —pensó asqueado—, y éste se lo ha contado todo para demostrarle lo importante que es. ¡Idiota!»
Heraclas hizo un movimiento de impotencia con las manos.
—Conocía las medidas del manto que usa el emperador y sabía quién es mi superior, me preguntó si creía que le gustaría el manto. Yo no supe qué contestarle.
—¿Le dijiste que guardara el secreto?
—¡Por supuesto! La amenacé y me aseguré de que entendiera que no serviría de nada que se quejara a ti. Claro que no admití nada. Le dije que era para el emperador. Pero jamás se me había ocurrido que pudiera adivinarlo.
Filipo se encogió de hombros. Se había asustado por un momento, pero al parecer la alarma era innecesaria.
—Bien, siempre que ella entienda la situación, qué importa que lo sepa o no. Si la descubren será castigada por nosotros y torturada por las autoridades; si es lo suficientemente inteligente para darse cuenta de nuestro asunto por el tamaño de un manto y unos chismes que oyó en el taller, entonces también lo será para saber esto. Si ella no hubiera adivinado para quién es el manto, lo habría deducido cualquiera que la hubiera interrogado; no corremos más peligro que antes por esa mujer.
—Pero… ¿pero cómo se dio cuenta de que se trataba de su excelencia?
—No creo que te sorprenda saber que los trabajadores de tu taller saben quién te nombró, ¿verdad? Mi querido amigo, si supones que los esclavos domésticos lo saben todo de los asuntos de tu casa, entonces debes esperar que los esclavos estatales lo sepan todo del taller. Hablan entre ellos, averiguan cualquier cosa y descubren todo secreto que no esté codificado y encerrado en una caja. Por eso debes seguir las precauciones que recomendó su excelencia. Las has seguido, ¿no?
Heraclas volvió a mirar la inocua carta que había sobre el escritorio.
—Ah, sí, pero… es peligroso, ¿no? Yo creía…
«Creías que podías no ensuciarte las manos y que nadie podría acusarte de nada, aunque nos atraparan a todos los demás —pensó Filipo despectivamente—. Y ahora resulta que, al parecer, hasta una esclava se da cuenta cuando un Acilio es culpable.»
—Hay cierto peligro —dijo con voz serena—. Pero si somos cuidadosos y, especialmente, si actuamos con rapidez, el riesgo es mínimo. Lo importante es mantener la calma y recordar por lo que estamos trabajando. —Heraclas seguía dubitativo y el prefecto continuó en un susurro urgente—. Tú sabes tan bien como yo que ninguno de los dos puede esperar nada sin su excelencia. Esa serpiente dorada de Crisafio tiene el dominio absoluto de palacio, y ese pelele inútil que viste la púrpura jamás se deshará de su chambelán; nadie puede acercarse al emperador ni siquiera para una queja. Crisafio se ha enemistado con su excelencia, ¿sabes lo que eso significa, para él y para todos los que ascendimos por su influencia? Que donde antes tuvimos ayuda y privilegios tendremos ahora que enfrentarnos a la maldad y el olvido: impuestos de los que nunca habíamos oído hablar, exigencias de un soborno tras otro, problemas en los tribunales, requisitorias injustas… Todo lo que el gran chambelán guarda para sus enemigos.
Filipo se ponía más y más vehemente, aunque no elevaba la voz por encima de un susurro.
—¡Piensa en lo que ha hecho ese esclavo persa con nuestro noble y antiguo imperio! No puede confiar en los generales y no se atreve a darles ni hombres ni poder; así que tenemos que quedarnos aquí sentados, imponiéndoles impuesto tras impuesto a nuestras pobres provincias para pagar otra vergonzosa paz con los hunos. ¡Les hemos dado toda la diócesis de Tracia en bandeja! Y esos piratas vándalos suben a millares de África hasta Grecia y, ¡nosotros no hacemos nada para detenerlos! ¡No, el gran chambelán no puede confiar en un militar de calidad, y se ha vuelto contra el mejor hombre de su gobierno, el único que podría haber detenido esa marea! ¿Por qué, entonces, nuestro superior, un hombre que tendría que haber nacido en la edad de oro, cuando Roma era grande, un hombre de auténtica cultura y nobleza, no va a quitarles al pelele y a su esclavo el poder del que han abusado? ¿Y por qué no va a triunfar en esta empresa? Sabe mejor que Crisafio cómo se dirigen las sagradas oficinas, cómo se lleva con seguridad un asunto como éste. Una vez que use la púrpura, ¿qué podemos esperar nosotros, sus amigos y seguidores? Es un gran hombre, y leal con los que le son leales.
El mismo Heraclas había expresado idénticos sentimientos en ocasiones anteriores; sus dudas se desvanecieron al oírlos y asintió vigorosamente.
—¡Tienes razón! —exclamó—. Tenemos mucho que ganar y razones para confiar en la victoria.
Demetria volvió de las tintorerías después de oscurecer, agotada, con la espalda y los brazos doloridos por los cientos de pequeños ajustes que les había hecho a las mallas, las correas y los palos de tensión del telar, pero sonreía satisfecha. Al llegar a su casa se encontró con que su madre había preparado una sopa de pescado para la familia y sólo tuvo que sentarse con los otros a compartir la cena.
—Pareces contenta —dijo Laodiki, levantándose de su lugar en el diván y alcanzándole a su hija un cuenco con sopa.
Demetria asintió.
—He tenido otra reunión con el procurador para que juzgue mis dibujos. Me ofreció buscarme una habitación privada en la ciudad para trabajar.
Laodiki se alarmó, pero evaluando rápidamente la sonrisa de Demetria, dijo expectante:
—Pero te las arreglaste para rechazar el ofrecimiento.
Demetria volvió a sonreír.
—Lo convencí de que no podría trabajar en otro lugar que no fueran las tintorerías. Pareció muy contrariado.
Laodiki rió encantada.
—Ésta es mi niña. —Le dirigió una espléndida sonrisa a Simeón que se limitó a fruncir el entrecejo y a tomar su sopa en silencio.
—¿Qué quería en realidad? —preguntó Simeón cuando él y Demetria estuvieron juntos en la cama. Melecio dormía y Laodiki hacía rato que se había ido a su habitación de arriba.
Demetria se incorporó, apoyándose en los codos, y lo miró. No era más que una sombra y un resplandor de ojos en la penumbra. «Esto lo tranquilizará —pensó contenta—. No sólo le he dejado bien claro a Heraclas que no puede acostarse conmigo, sino que además ahora sé que todo el plan es sumamente seguro.»
—Me ofreció exactamente lo que le dije a mi madre —respondió, en un susurro—. Una habitación privada en la ciudad, por razones obvias. Cuando vi que no aceptaba ser rechazado le pregunté si pensaba que a Nomos le gustaría el manto. Casi se muere de miedo. Es Nomos. Fue casi como si lo hubiera admitido. —Sonrió otra vez para sí misma recordando el pánico del procurador. Parecía que, de alguna manera, eliminaba su humillación. El trabajo seguía siendo peligroso y exigiría un gran esfuerzo terminarlo a tiempo, pero con ese tipo de problemas ella podía entenderse. En especial porque el resultado final sería hermoso. «Y lo será— pensó, volviendo a imaginárselo. —Será lo mejor que haya hecho nunca.»
—¿Lo admitió? —repitió Simeón vacilante.
—Quiso saber quién me lo había dicho. Así que ya ves, el plan involucra al hombre con más posibilidades de éxito. El riesgo no será demasiado, ¡si puedo terminar el manto deprisa!
Simeón gruñó, apoyó el mentón en las manos y se puso a pensar.
—¿Qué van a hacer? —preguntó tras un momento—. ¿Van a… matar al emperador? —La pregunta lo asustó incluso mientras la formulaba. Hacía realidad una posibilidad que antes había sido sólo una pesadilla vaga y remota, como un terremoto en otra ciudad.
Demetria se puso de lado y lo miró, desaparecido ya su momento de felicidad.
—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó en un susurro lleno de ira—. Si él fuera lo bastante idiota para decirme algo a mí, entonces sí que tendría razones para preocuparme.
—Pero… —comenzó a decir Simeón, pero se interrumpió, aún asustado y confundido por su pregunta. Ellos (Nomos, Heraclas, el prefecto y sus amigos), ¿matarían al emperador? La persona que había usado la púrpura desde el día de su nacimiento, que había sido aclamada augusto en el bautismo, en cuyo nombre se había gobernado el mundo desde que Simeón tenía memoria; el hijo de Arcadio, el nieto de Teodosio el Grande, el heredero de Constantino y, por encima de todo, ¡el vicerregente elegido de Cristo en la tierra! Ningún emperador en la historia del mundo había muerto de muerte violenta. Simeón no sentía nada especial por Teodosio II, que para él era sólo una estatua en la prefectura y el nombre que prologaba las comunicaciones oficiales; tenía la vaga conciencia de que Teodosio no gobernaba bien, pero le parecía una violación casi de la naturaleza misma que matasen al sagrado augusto por culpa de unos ambiciosos. Y la mujer que estaba a su lado, cuyo calor él sentía en la oscuridad, a quien amaba, había sido atrapada por aquella conspiración contra todo el orden establecido y obligada a servir a sus propósitos. Por un momento tuvo miedo de tocarla.
Demetria apoyó la cabeza en el diván. Durante el día había conseguido olvidar la inmensidad del asunto en el que estaba involucrada, pero ahora Simeón se lo había recordado.
—No creo que lo maten —susurró vacilante, más para sí misma que para su esposo—. Creo que sólo lo obligarán a deshacerse de su gran chambelán y a adoptar a Nomos como su colegario. Matarlo… es demasiado. ¿Quien querría hacerlo? Nadie seguiría a un usurpador que hubiera destruido la casa de Teodosio.
«Pero nadie confiaría en una casa de Teodosio libre de cautiverio y de oposición —pensó Simeón—. Sería un enemigo demasiado poderoso y peligroso. Además, ni siquiera un emperador tan apacible como Teodosio perdonaría a Nomos por arrebatarle la púrpura: Nomos tendría que matarlo por su seguridad. Pero entonces, su asesino sólo encontraría oposición cuando intentara aspirar al trono. Probablemente habría otros pretendientes y se desencadenaría una guerra civil.» Se obligó a quedarse quieto, pero el miedo crecía dentro de él; en su mente apareció una imagen atormentada de la estatua del pórtico de la prefectura, destrozada y manando sangre, y de la prefectura misma en ruinas. Algo que comenzara de manera tan terrible no podía terminar en paz: un homicidio llevaría a la guerra civil, a la invasión de los bárbaros, a las epidemias, al hambre y a la muerte.
—¡Dios Nuestro Señor! —murmuró—. No podemos… —se interrumpió.
—¿No podemos qué? —preguntó Demetria.
—No podemos quedarnos aquí sentados observando como todos… se matan… ¡Debemos impedirlo!
—No podemos hacer nada —susurró ella—. Los poderosos siempre arreglan las cosas entre ellos y la gente común como nosotros siempre acepta los resultados; la única diferencia es que esta vez nosotros sabemos algo de antemano, un fragmento de su secreto. Lo que en realidad van a hacer… no puedo creer que vayan a matar a… excepto, tal vez, al gran chambelán. Todo el mundo lo odia. Pero, de todas maneras, nosotros no tenemos elección.
Demetria apretó la cabeza contra el diván, cerró los ojos y trató de respirar tranquila. En la oscuridad, detrás de sus párpados veía el telar que había montado aquel mismo día y detrás, macizo e imponente, un muro de agua a punto de caer sobre ella. Apartó la imagen. No podía permitirse el lujo de pensar en los riesgos. Debía descansar; tenía mucho trabajo para el día siguiente. «Y será hermoso», pensó consolándose.
Simeón también estaba inmóvil, mordiéndose los nudillos y tratando de no pensar en el desastre. «Lo impediré de alguna manera —se prometió a sí mismo—. Averiguaré a quién puedo recurrir con seguridad, conseguiré una promesa de protección de quien sea y después descubriré todo el asunto. De lo contrario seguro que sufriremos, triunfe o no la conspiración.»
Pocas semanas más tarde, Simeón hablaba de política en una taberna del puerto que se llamaba Isis. Era un edificio sencillo de dos pisos —en el de arriba se servía comida y en el de abajo bebida—, situado cerca de la punta oriental del puerto egipcio. Tenía el suelo de tierra batida y las paredes de yeso pintadas con cocodrilos e ibis de colores chillones, pero estaba limpia, servían buen vino y era muy concurrida por los trabajadores del taller más acomodados, en especial por los capataces, que solían pasar por allí a tomar algo antes de volver a su casa por la tarde. Era el atardecer y la taberna estaba llena de gente.
—¿Entonces? —preguntó Simeón, muy jovial, a Filotimos—. ¿Crees que Nomos está el primero en la lista para el manto púrpura corto?
Filotimos frunció el entrecejo sin apartar la mirada de su copa de vino blanco egipcio, muy aguado. Últimamente Simeón iba mucho por la taberna y se interesaba, inusitadamente, por la política. «Claro —admitió Filotimos—, su esposa ha estado trabajando hasta tarde; el hombre tiene motivos para pasar un rato bebiendo.» Pero, por alguna razón, se sintió vagamente incómodo.
—¿Qué has hecho con tu hijo? —le preguntó sin hacer caso de la pregunta de Simeón.
—Está en casa con la abuela —respondió Simeón sin perder la jovialidad—. Pero ¿quién crees que será nuestro próximo prefecto pretorio? ¿Nomos?
Filotimos pensó cuidadosamente y comenzó a hablar, pero en seguida se arrepintió.
—¡Sólo Dios lo sabe! —dijo, y alzó los ojos al cielo con aire piadoso.
—Seguro que Crisafio también lo sabe —intercedió Daniel, capataz del taller de lana, que había conseguido oír la conversación y venía entusiasmado a unirse a ella. Era más joven que Filotimos y carecía de la excesiva cautela del capataz. Nada le gustaba más que los chismes políticos; era famoso no sólo por haberlo oído todo sino también por contarlo. Filotimos frunció el entrecejo al verlo aparecer, pero Simeón lo recibió con una amplia sonrisa y le hizo un sitio en el banco—. Nomos está fuera de la carrera —anunció Daniel al tiempo que se sentaba a horcajadas en el banco—. Tuvo una pelea con el ilustrísimo gran chambelán del emperador, Crisafio, y ya sabéis lo que eso significa. Yo apuesto por Anatolio.
—Todo el mundo dice que Nomos se peleó con Crisafio —dijo Simeón irritado—, pero nadie parece saber nada al respecto. No creo que en realidad haya pasado nada.
—¡Ah, sí que ha pasado! Me enteré anteayer, me lo contó mi amigo Agatón; trabaja en la prefectura como amanuense del despacho del asesor, y lo oyó de labios del secretario del prefecto, que lo leyó en una carta que el mismo Nomos le envió a su superior. El nuevo prefecto Filipo fue nombrado por Nomos, como sabéis. Por eso han puesto esa estatua de Nomos en la prefectura, ¿la habéis visto? Está pegada a la de Pulqueria y tiene una inscripción que lo llama «nobilísimo». No, aquella carta decía que Nomos se enemistó con Crisafio después de que éste se pelease con Zenón, el amigo de Nomos.
—¿Y por qué Zenón se peleó con Crisafio? —preguntó Simeón ceñudo—. Le debe a él toda su carrera. ¡De no haber sido por Crisafio, seguiría siendo un ladrón en las montañas Isaurias!
—¡Calla! —exclamó Filotimos horrorizado—. No es manera de hablar del jefe de la guardia de palacio.
Simeón se encogió de hombros. Daniel sonrió y comenzó a contar su chisme. Era de primera y estaba orgulloso de él.
—Zenón tiene un amigo llamado Rufo que estaba comprometido con una noble, una heredera con todas las de la ley. Pero entonces el rey de los hunos le envió un mensaje al emperador; al parecer su secretario latino quería casarse con una mujer adinerada, y el emperador debía conseguirle una. Bien, un deseo de Atila es una orden para Crisafio.
—¡Silencio! —volvió a reclamar Filotimos.
—Crisafio miró a su alrededor y encontró a la misma heredera con la que estaba comprometido el amigo de Zenón, y le prometió a Atila enviársela en cuanto pudiera. A la mujer no le gustó la idea de ser la esposa del secretario de un huno, así que se fugó a sus tierras en Frigia, a su castillo más inaccesible, y se encerró en él. «Bien, Zenón, amigo mío, ve a buscarla y tráela», fueron las órdenes de Crisafio. Zenón fue a las tierras de la mujer con un grupo de guardias reales, la sacó de allí y la obligó a casarse con su amigo Rufo. Crisafio se puso furioso. No podía deshacer la boda, pero confiscó todas las propiedades de la mujer para la corona, y Rufo se encontró con que, en lugar de una esposa rica, tenía una esposa pobre. Zenón, enfadado, fue a quejarse a Crisafio; éste lo echó de su casa y le ordenó respetar a su amo en el futuro. Zenón juró que jamás tendría nada que ver con «eunucos que no hacen más que lamerles las botas a bárbaros vestidos con pieles malolientes». Nomos trató de tranquilizarlo, le hizo ver que él había desbaratado uno de los planes de Crisafio y consiguió convencerlo de que le pidiera perdón si éste lo mandaba a buscar de una manera educada. Entonces, muy satisfecho de su intervención, Nomos fue a ver a Crisafio y le contó cómo estaban las cosas con Zenón. En lugar de darle las gracias, Crisafio se enfadó con Nomos, lo llamó «perro sin dueño» y le advirtió que no apoyara «a ese sinvergüenza isauriano» si quería volver a tener algún cargo de Estado. Nomos se sintió muy ofendido y se fue resoplando y diciendo que apoyaría a quien le diera la gana.
—¡Cállate! —volvió a decir Filotimos asustado por la repetición de semejantes palabras—. Estoy seguro, Daniel, de que una historia tan… impropia… no es cierta.
Daniel sonrió, bebió un sorbo de vino y le hizo un guiño a Simeón.
—Eso decía la carta que vio el secretario del prefecto.
—¿Nomos y Zenón son buenos amigos? —preguntó Simeón con interés—. Yo creía que entre los dos reunían tanto poder que ni siquiera Crisafio se atrevería a ofenderlos. Después de todo, Zenón controla el ejército y Nomos puede apoyarse en las oficinas sagradas.
—Pero Crisafio controla al emperador —dijo Daniel—, y eso quiere decir que puede nombrar nuevos maestros de oficios y de armas cuando lo desee. Aunque los buenos generales escasean estos días, por eso Crisafio ha dejado a Zenón en su lugar, al menos por el momento.
«De manera que la solución obvia para Nomos —pensó Simeón satisfecho— es deshacerse del emperador.»
Suspiró. Era más difícil de lo que pensaba encontrar a un enemigo de Nomos con quien aliarse. En Tiro no había nadie en quien se pudiera confiar para obtener protección, y ¿cómo podría él solicitar algo tan peligroso en una carta dirigida a un hombre que se encontraba a mil millas de distancia, en Constantinopla? Y con Demetria, que hacía las cosas más difíciles. Ahora estaba trabajando mucho en el manto y no parecía sólo resignada, sino contenta. «El trabajo la seduce —pensó—. Dios sabe que lo ama mucho más de lo que nunca me amó a mí.»
—¿Qué otros generales tenemos? —le preguntó Simeón a Daniel—. ¿Qué hay de Aspar, por ejemplo? ¿Tú crees que un hombre como Aspar estaría dispuesto a recibir órdenes de Crisafio? Aún es leal a la augusta Pulqueria y ha estado despotricando desde que la apartaron del poder hace ocho años.
Filotimos asintió olvidando toda cautela.
—Si tuviéramos a Aspar como jefe del ejército —dijo con nostalgia—, no tendríamos que asolar el país para recaudar sobornos para los hunos. Guiaría a nuestros ejércitos y vencería a esos salvajes. Y si Quiro de Panópolis fuera otra vez prefecto pretorio, ¡ah! —Bebió el vino guardándolo en la boca un momento y saboreándolo junto con el recuerdo de Quiro de Panópolis—. Una vez pidió una alfombra, seis brazos por cuatro y medio de pura seda, representando los amores de Zeus; él mismo había escogido los dibujos, era exquisita; sencillamente no puedo describir lo magnífica que quedó terminada. Se la regaló a la emperatriz Eudoxia. ¡Esa mujer sí sabía ser una augusta! Estoy seguro de que nunca hizo nada impropio de su posición, que las sospechas contra su virtud fueron… —Se interrumpió antes de decir «un invento» y miró su vino con pena. Había sido Crisafio quien había hecho caer en desgracia a Eudoxia bajo sospecha de adulterio, y sería imprudente acusar a Crisafio de mentiroso.
A Simeón no le interesaban el ex prefecto pretorio y actual obispo, Quiro de Panópolis, ni la ex emperatriz Eudoxia; ambos estaban ahora demasiado alejados del poder para ofrecer ninguna esperanza contra Nomos y Zenón. Pero el general Aspar era harina de otro costal. Era cierto que no había dirigido ningún ejército desde que su protectora, Pulqueria, había sido obligada a retirarse hacía ocho años, aunque aún tenía una influencia considerable. Aunque estaba emparentado con los clanes reales de los godos y los alanos, había nacido en Constantinopla. Poseía grandes propiedades en Asia y otras en Oriente, algunas en las cercanías de Tiro. Había sido jefe supremo en Italia, África, Tracia y en Oriente y, si bien no había salido siempre victorioso, al menos se había ganado el respeto de los enemigos de los romanos. Además de la lealtad de muchas de sus tropas regulares, poseía un pequeño ejército privado de guardias que todavía mantenía de su bolsillo. Y tenía muchas razones para querer destruir a su sucesor, Zenón, aunque no fuera más que para recuperar su antiguo puesto.
—Si Crisafio se ha enemistado con Zenón —sugirió Simeón tentativamente—, tal vez pueda volver a nombrar a Aspar, después de todo. ¡Podría negociar con él!
Daniel pareció dudarlo.
—Aunque Crisafio estuviera dispuesto a negociar, no creo que Aspar accediera. Dicen que es un hombre orgulloso.
—Pero leal a la casa de Teodosio —dijo Simeón—. Estaría dispuesto a servir al emperador, aunque tenga problemas con Crisafio.
—Eso es cierto —dijo Daniel—. No lo sé, tal vez tengas razón. —Hizo una pausa, bebió un sorbo de vino y añadió—: Su representante visitará Tiro dentro de un par de meses; tal vez entonces nos enteremos de algo.
Simeón contuvo el aliento.
—¿El representante de Aspar? ¿Dónde te has enterado de eso?
—Agatón otra vez. Hay un problema con los impuestos sobre las propiedades del general en las montañas, su representante y el administrador estatal han estado escribiendo al jefe de Agatón. El representante dijo que estará aquí a finales de octubre y que entonces arreglará las cosas con el prefecto. ¿Por qué te entusiasma tanto la idea?
—Me gustaría que Aspar fuera reincorporado. —Simeón terminó su vino de un trago—. ¡Salud! Creo que mi esposa está a punto de llegar a casa. Me voy a por mi cena.
—¿Tu esposa se ha podido deshacer del procurador? —preguntó Daniel antes de que Simeón se levantara.
Simeón se encogió de hombros.
—Creo que sí.
Filotimos lanzó una carcajada.
—Me contó que él le sugirió trasladar el telar a una habitación en la ciudad, pero que ella se las arregló para convencerlo de que hacerlo ahora estropearía la urdimbre. Fue a visitarla la semana pasada, para ver cómo iba el tejido, dijo. Yo les pedí a los chicos de las tintorerías que limpiaran uno de los depósitos de tinte durante la visita; el procurador Heraclas salió un momento después con un frasco de perfume pegado a la nariz y verde por la descomposición. —Filotimos sonrió con picardía.
Simeón le devolvió la sonrisa y dijo:
—Gracias.
Filotimos extendió las manos.
—Tu esposa es una buena mujer —dijo Daniel con un deje de envidia en la voz. Tiempo atrás él había querido casarse con ella—. Hay muchas mujeres que harían un arreglo con el procurador y no dirían nada. Demetria es hermosa y casta, eres un hombre afortunado.
—Sí —admitió Simeón después de un silencio—. Bien, ¡salud!
«Un hombre afortunado —pensó Simeón mientras recorría el breve trayecto hasta su casa—. Sí, he de serlo. ¡Ay, Demetria!»
Recordó, con la antigua punzada de dolor, la mañana en que se había enamorado de ella. Ocurrió pocas semanas después de aquel día en que su padre y su hermano menor habían llevado la barca bordeando la costa con rumbo al sur, los había sorprendido un viento muy fuerte y no habían conseguido encontrarlos; él había ido a dar una larga caminata tierra adentro, pues quería estar solo y lejos del mar. Tenía diecisiete años. Le había costado más tiempo del previsto pasar los suburbios de Tiro y, cuando llegó a los campos deshabitados, ya estaba cansado y decidió volverse, enfadado y desalentado, dando patadas a las piedras sueltas del camino. Volvía por el camino alto que llevaba de la Ciudad Vieja de Tiro, en tierra firme, a la ciudadela y a los puertos, cuando vio a una muchacha sentada en la muralla frente al mar, mirando el agua bajo ella. La reconoció; era una de las tejedoras del taller, la hija de Demetrio el tintorero: su primer instinto fue evitarla, como habría hecho con cualquiera a quien conociera. Pero la manera en la que ella estaba sentada, mirando el mar tan intensamente, le llamó la atención. En lugar de cruzar la calle y pasar de largo se detuvo a su lado y, curioso, siguió su mirada hacia el mar. Las olas estaban mansas aquel día. Lamían suavemente las piedras que formaban su camino, claras y de un color azul verdoso. Algunos peces despedían destellos plateados a través del agua y un pulpo moteado, de color castaño rojizo, se agarraba a una roca que parecía verde por las algas.
—¿Qué miras? —le preguntó, y la muchacha, sonriendo levemente, le señaló el pulpo. Él volvió a mirarlo; no le parecía nada extraño.
—¿De qué color es? —preguntó. Él dejó de observar el pulpo y la miró a ella. Sus ojos permanecían clavados en el molusco; tenía el cabello color miel sujeto en una espesa trenza que le caía por la espalda y creaba en el agua un reflejo vacilante sobre su rostro quieto. Tenía quince años; de pronto él se dio cuenta de que era hermosa.
—No lo sé. Rojo —dijo él torpemente sintiendo una súbita punzada de soledad. Un mes antes habría hablado con su hermano sobre una muchacha tan bonita.
Ella asintió impaciente.
—Pero ¿de qué color? ¿Quermes? ¿Buccino? ¿Raíz de rubia? ¿Alumbre? ¿Henna? Tengo que hacer un dibujo de pulpos en una alfombra y no sé qué tinte usar. —Cogió una piedra del muro y se la tiró al pulpo; la piedra se hundió en las aguas profundas.
—Ah —dijo Simeón mirando otra vez el molusco—. Qué dilema.
—Ninguno de los tintes es exacto. —Ella dejó de contemplar el pulpo, se levantó, sacudió su manto y volvió a mirar el agua—. Ninguno es nunca del mismo color que el mundo. No hay ningún tinte del color del mar.
Él miró el mar, viendo que la luz entraba en las claras olas convirtiéndose en azul, luego en verde, y volviéndose luego más oscura antes de perderse en la masa ilimitada de agua.
—No tiene fin —dijo apenado. Nunca encontraron el cuerpo de su padre: desapareció en aquella vastedad sin dejar rastro.
Ella no hizo ningún comentario sobre aquello; ni condolencias, ni dolorosos recuerdos. Como si se hubiera olvidado de quién era hijo o, tal vez, sencillamente estaba absorta en el problema de la tintura. Pero su silencio era reconfortante.
—No —dijo ella en voz baja—, como el cielo. Y las alfombras son planas. Bien, entonces trataré de ver el efecto del contraste. —Y permaneció un rato mirando el mar, absorbiendo la imagen del pulpo castaño rojizo sobre la piedra verde. La silueta de la muchacha que se recortaba contra el agua le pareció, de pronto, perfecta, tan precisa en su concentrada quietud como un pájaro balanceado por el viento. Estaba allí, humana y graciosa.
—¿Cómo te llamas? —farfulló él.
Demetria, le había dicho ella abstraída. Volvieron caminando juntos al puerto egipcio, él contándole cosas de su barca y de los colores de los peces que pescaba. Ella parecía escucharlo con atención, aunque mucho más tarde él pensó que probablemente estuviera pensando en tintes. Aquel atardecer se dio cuenta de que podía recordar exactamente su postura, lo que había dicho y en que tono lo había hecho y, por encima de todo, la serenidad de su rostro. Se había enamorado antes de muchachas bonitas, y se enamoró de una o dos después, pero el recuerdo de aquella serenidad persistía y lo perseguía. Había pensado, después de ese primer encuentro y en muchas, muchas ocasiones posteriores, que el hombre que poseyera aquella serenidad para sí tendría todo lo que el amor de una mujer podía ofrecer.
Ahora pensaba en ella como la había visto últimamente: caminando soñadora por la casa, con los ojos suavizados por la felicidad, absorta en el manto que la esperaba en las tintorerías. Cuando la desposó y descubrió que su pasión era recibida sólo con obediente aceptación, pensó que tal vez la serenidad había acabado a manos de Pánfilo, o que nunca había existido. Pero había vuelto a verla, la había visto ya varias veces, pero siempre como consecuencia de alguno de sus proyectos de trabajo. Nunca por él.
Ella le había dicho en cierta ocasión, poco después del nacimiento de Melecio, que se había casado con él porque estaba cansada de las atenciones de procuradores y capataces. «Y tú eras el hombre que menos me desagradaba», le había dicho. Lo había hecho en tono de broma, creyendo estar haciéndole un cumplido. «Tal vez fuera así —pensó—. Podría haberse casado con Daniel o con cualquier otro entre la media docena de pretendientes que tenía. Pero me eligió a mí, me hizo saber que si yo le hablaba ella me escucharía. Por eso no perdí el tiempo y ahora soy un "hombre afortunado". Y no me arrepiento; Dios no permita que nunca tenga otra esposa que ella. Pero ser simplemente el que menos le desagradaba, cuando yo…
»No tengo por qué quejarme. Ah, quiero otro hijo y ella todavía no; usa esponjas y medicinas y qué sé yo para impedirlo, pero me dice lo que está haciendo. Si quisiera obligarla podría prohibírselo. No tengo razones para quejarme. Las Escrituras me ordenan amarla, pero a ella sólo le dicen que me obedezca. Y me obedece. Nadie puede decir que no es obediente, que falla en alguna de sus obligaciones. Y no tiene ninguna obligación de amarme, simplemente porque yo lo haga.»
Movió la cabeza y entró en el edificio. A través de la puerta cerrada de su casa oyó la voz de su esposa preguntándole a Melecio por su encuentro diario con el delfín, sintió el olor del carbón en el fuego y el del guiso de pulpo que se estaba cocinando.
«Pero ¿no es feliz conmigo? —se preguntó con una mano en la puerta—. ¿Es tan feliz como podría haberlo sido con cualquier otro hombre? No le desagrado y quiere al niño. Tal vez, con el tiempo… si tenemos tiempo, si no la atrapan en este asunto, la torturan y la destruyen. Ay, Dios mío, qué haría yo si…
»El representante de Aspar estará aquí en octubre. Es mucho esperar, pero vale la pena: para ella el período más peligroso serán los dos últimos meses, cuando el manto y la conspiración estén casi concluidos, cuando sea obvio que no es para el emperador. Octubre. Iré a ver a ese hombre en cuanto llegue y Acilio Heraclas aprenderá que, esclavo o no, no permitiré que utilice a mi esposa como instrumento de nada.»