Cuando llegó el capataz a buscarla, estaba tejiendo una imagen en la que aparecía Cristo devolviéndole la vista a un ciego.
Era una de las seis imágenes encargadas al taller imperial de seda de Tiro, destinadas a adornar las cortinas de las habitaciones privadas del emperador. En el encargo se habían especificado los dibujos: seis escenas del Evangelio, tejidas en seda por las mejores trabajadoras del taller, que irían en las cortinas de seda púrpura estampadas en oro. Filotimos, capataz del taller de seda de su sagrada majestad, se había detenido a examinar el trabajo de la tejedora Demetria, a la que había ido a buscar para llevarla ante su superior. El tapiz era un círculo de tela de unos dos palmos de diámetro, suspendido en la urdimbre de seda púrpura que cubría el alto telar vertical, y tejido sin costuras sobre la misma tela de la cortina. Cubría unas tres cuartas partes del dibujo hecho por el mismo Filotimos. Hacía casi dos meses que Demetria trabajaba en esta imagen y ya estaba en los ojos de las figuras. La mano de Cristo aparecía en el cielo azul, por encima de la cara del mendigo; los ojos recién nacidos a la luz la mirarían con asombro.
Demetria ató la seda azafrán claro de la carne y, con cuidado, buscó un hilo de oro en la mesa baja que tenía a su lado. Sonriendo, enhebró la aguja de tapiz y con esmero pinchó con un hilo de oro puro el centro del ojo del mendigo, cruzando sólo tres de los miles de hilos de la urdimbre antes de atarlo. En seguida buscó la aguja ya enhebrada con hilo negro. Cuando el cuadro estuviera terminado el oro sería casi invisible, pero los ojos brillarían como si estuvieran vivos. El capataz dejó escapar el aire en un suspiro silencioso. Había envejecido en el taller y no había nada en la tierra que le causara tanto placer como un buen tapiz. «Otra tejedora habría hecho todo el ojo con hilo de oro —pensó—, y le habría añadido perlas. Pero Demetria consigue más con menos derroche. Sólo Dios sabe quién terminará la imagen si el procurador le encarga el otro "servicio urgente". Tal vez pueda dejarlo hasta que termine el otro trabajo.»
Demetria volvió a coger la aguja con el hilo color azafrán. Si había percibido la presencia del capataz a sus espaldas no lo demostró. Él permaneció en pie, reacio a perturbar un trabajo tan excelente. En el telar contiguo, Laodiki, la madre de Demetria, cantaba mientras terminaba la parte más sencilla del segmento anterior de la cortina, y bajaba el mazo del peine del telar con un sonido musical, al unísono con las otras dos mujeres de la habitación. Demetria no cantaba: tejer un tapiz requería demasiada concentración. Era una mujer pequeña y pulcra que empezaba a redondearse, llevaba la túnica celeste anudada en el pecho y trabajaba inclinada hacia delante con el entrecejo fruncido; la aguja brillaba en su mano hábil y rápida. Hacía calor y la túnica tenía manchas de sudor; la escasa luz del sol que se filtraba por las altas ventanas del taller hacía resaltar el dorado de sus espesos cabellos castaños, recogidos en la nuca, y de sus vividos ojos verdes que contrastaban con la palidez de su rostro. «Una mujer muy hermosa —pensó el capataz apenado—. Espero que no sea ése el motivo por el cual el procurador quiere verla; todo el mundo sabe que es una mujer casada, tan casada como puede estarlo una esclava del Estado. Bueno, a mí me han ordenado que la lleve y eso debo hacer.»
—Demetria —dijo en voz alta. La mujer vaciló, pero en seguida clavó la aguja con cuidado en la tela antes de volverse, intrigada, para mirarlo con las manos cruzadas sobre el regazo. Filotimos aprobó la respetuosa atención y le hizo sentir más pena—. Su eminencia el procurador desea verte de inmediato —dijo deprisa para terminar pronto.
Ella abrió los ojos y de pronto sus manos cruzadas se apretaron. En el telar de al lado, Laodiki dejó de cantar y de tejer y los miró alarmada. Cuando ella se detuvo las otras la imitaron, el sonido del mazo sobre el peine cesó y todas las mujeres y chicas del lugar se volvieron para mirar. Filotimos se encogió. Casi todas las tejedoras habían crecido en el taller, al igual que él. No les resultaba difícil recordar cuando Demetria, a los dieciséis años, había recibido una llamada similar de otro procurador. Entonces no había habido simulación alguna de que tuviera que ver con su oficio, pero en aquel entonces no estaba casada. Las mujeres casadas, pensaron las tejedoras con tanta claridad como si estuvieran gritando, deberían estar a salvo, incluso de los procuradores. Llamar a una mujer casada era una inmensa crueldad. No haría más que acarrearle problemas.
—Dice que ha recibido un encargo urgente —dijo Filotimos tratando de tranquilizarlas, a ellas y a sí mismo. Era desacostumbrado, todos lo sabían, que un procurador llamara a una tejedora en especial, ni siquiera por un encargo urgente, pero tampoco era impensable. Después de todo, los clientes a menudo pedían un dibujo específico para un tapiz y, si el cliente era lo suficientemente importante, el mismo procurador podía explicar a una de sus trabajadoras más cualificadas qué era exactamente lo que querían.
Demetria aflojó algo la tensión de las manos. Miró las tres cuartas partes ya terminadas del dibujo, lo tocó con delicadeza, suspiró y se levantó.
—¿Dijo «de inmediato»? — le preguntó con esa voz baja y sin altibajos que a él siempre le había parecido tan atractiva y que le daba una impresión más real de ella que la belleza suave y delicada de su rostro. Era la voz de quien cuida las palabras: reservada, eligiendo cuándo hablar y cuándo no, y diciendo sólo lo necesario. Realmente era una mujer que siempre pensaba antes de actuar. «Gran virtud para una tejedora —pensó Filotimos aún con la calidez de su afecto por ella—, pues un momento de descuido puede suponer la pérdida del trabajo de un mes y tener que empezar de nuevo.»
El capataz asintió. Demetria dirigió de nuevo la vista a su trabajo y se quedó mirándolo un momento antes de coger el manto de lana de color rosa que había dejado a un lado cuando se había sentado a trabajar. Faltaba una hora para el mediodía y el sol caía sobre las calles de piedra que devolvían el calor como si se tratara de un horno, pero Demetria se envolvió en el manto con esmero, cubriéndose bien la cabeza con él y echándose un extremo por encima de un hombro de manera que quedaba tapada del mentón a los pies. Filotimos ocultó una sonrisa: Demetria se guardaría de darle ideas al procurador, si es que éste no las tenía ya. Hizo una inclinación de cabeza a las otras trabajadoras, saludó a su madre y salió rápidamente del recinto seguida de Filotimos. Al cerrarse tras ellos la puerta del final del salón, el tintineo de los mazos se reinició, pero no la canción.
La calle apestaba a marisco podrido, madera quemada, azufre y orina: el hedor de las tintorerías que fabricaban el famoso tinte púrpura de Tiro. Ni Demetria ni Filotimos fruncieron la nariz. Los nativos de Tiro aceptaban el olor sin cuestionárselo; para ellos la púrpura era aquel olor, más que el color, y la púrpura era fuente de riquezas y de fama, el tinte de los emperadores, el color del poder. Era sagrada, única; estaba por encima del nivel de la gente común: un hombre normal y corriente que se atreviera a usarla sería condenado a muerte. A los senadores se les permitía una estrecha franja vertical para adornar las togas, y los más encumbrados ministros podían usar una ancha franja horizontal. Sólo la Iglesia y el emperador podían usarla libremente. Hasta las imitaciones de la púrpura verdadera, tintes vegetales que se desleían rápidamente, inmensamente populares y muy conocidos, eran consideradas sospechosas por la ley. Trabajar con la púrpura real, a pesar del hedor, no podía ser causa más que de orgullo.
Demetria se detuvo en la esquina del taller, entre aquel espantoso olor, y miró hacia el puerto egipcio, adonde la flota pesquera de la fábrica llevaba los moluscos con los cuales se hacía el tinte. El agua era de un azul brillante y resplandecía bajo el caluroso sol de agosto. Había un buque mercante anclado en el muelle, inmóvil, y algunas barcas en la playa de guijarros. Demetria los miró con detenimiento y luego deslizó la mirada por el agua resplandeciente antes de continuar andando. Filotimos, aliviado como ella, también siguió: el esposo de Demetria era pescador de púrpura, su barca azul y blanca no estaba entre las que se encontraban en la playa. «Mejor para él, si lo que el procurador tiene en mente es algo impropio —pensó Filotimos—. Puede que los pescadores de púrpura vivan mejor que los demás esclavos del Estado, incluso que la mayoría de los hombres libres, pero un esclavo del Estado no puede hacer frente a un procurador imperial; en estos casos, a lo más que puede aspirar un esposo es a no enterarse de nada.»
Los nativos de Tiro y los trabajadores de la púrpura tal vez no se quejaran del olor de ésta, pero los procuradores designados por el emperador para fiscalizar los talleres, la flota y las tintorerías, solían ser extranjeros. El despacho del procurador quedaba lejos del puerto y en sentido contrario a la dirección del viento. Filotimos y Demetria fueron hacia la izquierda de la ciudad por la gran calle Euricoro, que llevaba a la prefectura pretorial, en el extremo sudoccidental del promontorio rocoso. La calle estaba casi vacía y los tenderos comenzaban a retirar sus mercancías del sol, apilando las cestas de melocotones y de higos, los blancos quesos redondos o los toneles de pescado, para llevarlos hacia las oscuras cavernas de sus tiendas. Junto a las fuentes públicas había camellos rumiando arrodillados en el polvo, y algunos asnos y mendigos descansaban inmóviles a la sombra.
Demetria y Filotimos caminaban rápido a pesar del calor del sol; en seguida, la imponente fachada de la prefectura que se alzaba en medio de una plazoleta al final de la calle, apareció ante ellos. Demetria se paró en seco y permaneció un momento tocándose el manto. El borde de lana estaba decorado con un dibujo bordado en relieve con seda: flores enlazadas de matices rojizos, azul oscuro y verde, con un delicado toque dorado en el centro de cada capullo. Era obra suya, y sus dedos, calientes y tensos, sentían el relieve de la seda fresco y familiar. Tras un momento se encogió de hombros, sonrió a su capataz como disculpándose, y permitió que la precediera hacia las sombras, detrás de las columnas de mármol de El Cairo que adornaban el pórtico.
Filotimos se detuvo ante la puerta principal a mirar una estatua nueva que habían colocado a la izquierda de la entrada.
Desde que tenía memoria, las estatuas del emperador Teodosio II y de su hermana, la augusta Pulqueria, habían permanecido a derecha e izquierda de la entrada de la prefectura, ambas de mármol pintado y elevadas sobre columnas de pórfido. Hasta hacía seis años, la estatua de la esposa de Teodosio, Eudoxia, había estado junto a la de su esposo, pero había caído en desgracia, había sido despojada de sus honores y exiliada a Jerusalén; la gente comentaba abiertamente que era sólo cuestión de tiempo el que la estatua de Pulqueria también desapareciera. La nueva estatua estaba tan cerca de la de Pulqueria que parecía que en cualquier momento la tiraría de un empujón: era la figura de un hombre esculpida en mármol, con el manto de piedra pintado con la ancha franja púrpura del orden patricio, con botas y yelmo, como un general, y que sostenía la maqueta de un castillo en la mano. Filotimos dudó, pero se acercó a leer la inscripción del pedestal: «El Consejo y el Pueblo de la muy ilustre ciudad de los tirios honran al nobilísimo Nomos, dos veces cónsul, maestro de oficios de su sagrada majestad». Frunció el entrecejo. Se decía que Nomos también había caído en desgracia.
Demetria hizo lo mismo que su capataz (a diferencia de muchas de las tejedoras sabía leer, aunque despacio), frunció el entrecejo como Filotimos y levantó la cabeza para mirar el rostro esculpido. No era un buen retrato: los ojos, infantilmente pintados, miraban sin expresión hacia la nada; no había el menor rastro de la personalidad del hombre en la piedra.
—¿Por qué Nomos? —preguntó.
—Sí, ¿por qué? —respondió Filotimos, y suspiró. «Ah, si el emperador ordenara su imperio», pensó, aunque no se animó a decirlo. Tiro estaba muy lejos de la corte imperial de Constantinopla, pero los talleres y su personal eran propiedad del Estado y estaban controlados a través de sus oficinas. Los trabajadores se regodeaban ávidamente con los chismes sobre los acontecimientos de la capital, pero opinar al respecto podía ser peligroso. Hasta Filotimos era un esclavo propiedad del Estado, y éste podía castigar la deslealtad. Sin embargo, todo el mundo sabía que el emperador no pondría orden en el gobierno; en realidad, el emperador era incapaz de poner orden en nada. Era un hombre dulce y benévolo, tan bondadoso que jamás en su vida había hecho uso de la pena de muerte; un devoto cristiano generoso con los pobres, que odiaba la guerra y la violencia y amaba la paz; un hombre reflexivo, con temperamento artístico, fundador de una universidad y protector magnífico; un hombre admirado por la castidad y la virtud de su vida privada. Tenía todo lo que debía tener un emperador, excepto el menor rastro de habilidad para gobernar. Era incapaz de seguir los asuntos de Estado y de comprender los problemas de gobierno, firmaba a ciegas cualquier documento que sus consejeros le pusieran delante: desde su proclamación, el imperio había estado gobernado por quien le controlaba. Durante un tiempo, «el nobilísimo Nomos» había sido particularmente prominente, pero ahora Nomos era un ciudadano común, aunque había rumores de que no estaba del todo apartado, sino negociando con el gran chambelán del emperador un cargo más alto. «¿Será por eso que tiene una nueva estatua?— se preguntó Filotimos. —¿Una promoción inminente? Pero ¿por qué "nobilísimo"? Por lo general los únicos con derecho a ese título son los parientes del emperador.»
Filotimos movió la cabeza, miró a Demetria y se encogió de hombros.
Demetria sonrió y asintió señalando la estatua de Nomos.
—Quizá debamos tejerle el manto púrpura corto —sugirió. Era una prenda otorgada tradicionalmente al primer ministro imperial, el prefecto pretorio.
—Tal vez —dijo Filotimos despacio, pensándoselo.
Tenía sentido. El procurador estaría impaciente por tener una túnica para Nomos; si los rumores eran ciertos, era a él a quien debía su nombramiento. El procurador era un pagano declarado, circunstancia que le hacía acreedor de un considerable respeto entre los jóvenes de clase alta, que aún admiraban la religión tradicional en la que casi nadie creía seriamente. Pero, por otro lado, el paganismo era un gran obstáculo para promocionarse; en realidad, un obstáculo insalvable a menos que fuera acompañado del apoyo de alguien poderoso, preferentemente cristiano, como Nomos.
—Lo averiguaremos —dijo Filotimos, y añadió mientras entraban en la prefectura—: Dicen que Nomos es tradicionalista, se supone que prefiere las escenas mitológicas a las bíblicas.
—Sería un cambio —observó Demetria siguiéndole. La sensación de pánico, esa tensión seca y turbulenta que se había apoderado de ella con el anuncio de la llamada, comenzó a disminuir. El procurador también podía tener una razón coherente y decente para haberla mandado a llamar—. Hace seis años que no tejo una escena mitológica.
—Su sagrada majestad es muy piadoso —asintió Filotimos suspirando. Él también estaba cansándose un poco de la piedad. «Bajo Eudoxia— recordó con nostalgia, —hacíamos un poco de todo.»
El despacho del procurador estaba en el ala sur de la prefectura, en el segundo piso. El secretario los hizo entrar en seguida. El procurador, Marco Acilio Heraclas, estaba indolentemente sentado ante su escritorio, leyendo un libro en voz baja. La ventana que estaba a sus espaldas permanecía abierta para que entrara la brisa del mar y, como estaba orientada hacia el este, ofrecía una buena vista del puerto egipcio. Las paredes estaban decoradas con frescos de barcas y animales marinos, entre los que predominaba el múrice del que se obtenía la púrpura. Heraclas era un joven de poco más de veinte años, de cabellos castaños, ojos oscuros y sin barba; vestía una espléndida túnica y un manto de seda cuyos bordes y medallones decorativos estaban trabajados en oro. Era, como le gustaba alardear, uno de los Glabrones Acilios, una de las familias senatoriales más distinguida de todo el imperio. Hacía exactamente diez meses que estaba en la ciudad y se esperaba que permaneciera como máximo ocho más. El puesto de procurador de los talleres imperiales de Tiro era un paso útil para una carrera en el senado, ya que suponía experiencia administrativa, buen salario, buenos contactos y buenas gratificaciones; como todos los nombramientos imperiales era estrictamente temporal. El control real de los talleres quedaba en manos de los esclavos estatales.
Filotimos esperaba junto a Demetria a que el procurador levantara la vista del libro. Por lo general, las relaciones entre el procurador y el capataz de un taller eran formales: amable condescendencia de una parte, y obediencia y deferencia, sin servilismo, por la otra. Pero Heraclas era indiferente y arrogante. Había estado tan sólo un par de veces en los talleres y había dejado todo el papeleo a los capataces y a su secretario, «como si yo fuera esclavo suyo y no del emperador», había pensado Filotimos irritado. Cuando al fin el rostro joven del procurador se apartó del libro, hizo una profunda reverencia.
—La tejedora Demetria, como solicitaste, eminencia.
Demetria se levantó el manto para cubrirse el rostro y se inclinó.
—Ah —dijo Heraclas dejando el libro. Se enderezó y se apoyó sobre el escritorio—. Muy bien Filotimos, puedes irte.
Filotimos sintió una punzada de alarma; había esperado poder quedarse en el despacho para acompañar a Demetria al taller.
—¿Irme, eminencia? —preguntó vacilante.
Heraclas le despidió con un ademán.
—Vuelve a tu trabajo. ¡Que esas mujeres cumplan con sus tareas, vamos! Estoy seguro de que… Demetria… sabrá encontrar el camino de vuelta.
Filotimos dudó, consciente de que Demetria estaba preocupada. «Desgraciado», pensó sorprendiéndose ante su vehemencia.
—Esperaba, señor —dijo con cautela—, que pudieras antes darme la autorización para las provisiones que la tejedora necesitará para el encargo.
—Ella puede pedirte lo que necesite, ¿no? Yo no sé cómo funcionan los telares ni qué precisáis para ellos. Vete. El encargo es secreto, además de urgente, y estás molestando.
Filotimos, tenso, siguió inmóvil un momento. Demetria ni decía nada ni lo miraba. Lenta y rígidamente, el capataz se inclinó y salió de la habitación.
«Dios Nuestro Señor, espero que no la moleste —pensó mientras caminaba lentamente por la prefectura—. Es mi mejor tejedora: rápida, inteligente, sutil, con un impecable sentido del color, cuidadosa, jamás comete un error en el tejido, jamás un borde mal rematado o un hilo mal pasado, nunca está de malhumor y, además de todo eso, no hay chica más hermosa en toda la ciudad. Y tener que dejarla con ese mocoso idiota, con ese procurador que ni siquiera se ha tomado la molestia de aprender lo suficiente sobre tejidos para hacer bien su trabajo. ¡Dios Nuestro Señor!»
Trató de no acordarse de cuando Demetria tenía dieciséis años, cuando la habían llamado, y agarrada a su madre lloraba desesperada.
«Pero el procurador representa al Estado —se dijo a sí mismo sintiéndose desdichado—, y nosotros somos esclavos del Estado, tanto ella como yo. No hay salida: sencillamente debemos aceptarlo y conformarnos en la medida de lo posible. Por otra parte, tal vez sólo quiera encargarle una túnica púrpura corta y no otra cosa. Bien podría ser eso. Ojalá sea así, por ella.»
A solas con el procurador, Demetria permaneció con la cabeza gacha, aún agarrada al manto rosa para taparse la cara; le recordaba al otro procurador, Flavio Pánfilo era su nombre. Sentía la mejilla caliente en los dedos y un nudo en la garganta. Por debajo del manto, la túnica estaba húmeda por el sudor y se le pegaba a la espalda; le dolían las rodillas del esfuerzo que hacía para que no le temblaran. Pánfilo era mayor que este hombre, aunque no mucho. Más blanco y blando, con aquellas manos húmedas que la tocaban; la boca caliente y unos ojos que, aunque la habían seguido, observado y saboreado, en realidad no la habían visto jamás. «Hace ocho años que se fue de Tiro —se dijo Demetria enfadada—, hace ocho años; estás casada, tienes un hijo: olvídalo. Ay, querido Señor Jesucristo, san Tiranio de Tiro, María Santísima, que éste no me desee.»
—Sí… —dijo el procurador paseando los ojos por la figura pequeña y amorfa envuelta en un manto rosa que tenía enfrente—. Demetria, ¿no?
La figura asintió levemente y él la miró irritado, tratando de encontrarle la mirada.
—Eres la mejor tejedora, ¿no es así? —preguntó.
—Eso dicen algunos, reverencia —replicó ella con cautela. «No le daré ninguna excusa para que me considere especial»—. Otros prefieren a María la Roja, a Teoktiste o a Porfiria. Todas somos trabajadoras capacitadas, señor, pero con estilos diferentes. Es cuestión de gustos, beneficencia. —Mantenía los ojos clavados en el suelo.
Él resopló más irritado.
—Pero tú tejiste el manto que su sagrada majestad envió de regalo al rey de los hunos el año pasado, ¿no? Y el mantel del altar para la iglesia de la Santa Virgen en Éfeso.
—Parte del mantel del altar, excelencia —le corrigió ella con humildad—. Fuimos seis las que trabajamos en él.
—Bien, pero tú eres una de las mejores tejedoras de la ciudad. — A la irritación se sumaba la impaciencia. «Estas trabajadoras parecen medio tontas cuando las sacas de sus telares —pensó—. ¿Por qué no me mira?»
—Eso dicen, reverencia —admitió Demetria a pesar suyo—. En seda, al menos. No puedo hablar de las tejedoras de lana.
—Lo que quiero debe ser tejido en seda —afirmó Heraclas—. Y debe hacerlo la mejor de la ciudad. Bien, una de las mejores tejedoras. Pero me gustó el estilo del manto que le mandaron al rey de los hunos. Por eso pregunté por quien lo había hecho.
Demetria se atrevió a levantar la vista. Al parecer no había ningún doble significado en la afirmación.
—¿Deseas un encargo especial, nobleza? —preguntó conteniendo un suspiro de alivio.
—¿Para qué te habría mandado a buscar, si no? —exclamó Heraclas—. Quiero que hagas un manto, un manto púrpura, un paludamentum, para enviar a Constantinopla. De dos brazos y un palmo de largo, con una cenefa en el borde inferior de algo menos de un palmo, decorado con escenas de la elección de Hércules y de la Victoria coronando a Alejandro, y los hombros trabajados en oro.
—¡Ah! —suspiró agachando la cabeza. «¿Para qué otra cosa iba a llamarme?— se preguntó mientras el intenso alivio le provocaba ganas de reír. —¿Para qué, por todos los cielos, me iba a querer? Si quiere una mujer, puede elegir entre maravillosas cortesanas; no necesita llamar a jóvenes madres cansadas que trabajan en su taller. Santa María, bendito san Tiranio, gracias. Un paludamentum, un manto de emperador; con una cenefa de algo menos de un palmo en el borde inferior, así costará tiempo. La elección de Hércules.»
Fue al imaginarse el manto cuando, sorprendida, se dio cuenta. El piadoso emperador Teodosio encargaba sólo escenas bíblicas, y sus mantos eran medio palmo más cortos. No era para él, entonces.
Que cualquiera que no fuera un augusto poseyera semejante manto suponía traición. Hacer un paludamentum usando la púrpura sagrada para un usurpador, incluso hacerlo inocentemente por orden del procurador, era sacrilegio y traición.
—Y debes mantenerlo en secreto —continuaba Heraclas—. Es… una sorpresa. No quiero que todo el que venga a Tiro de visita desee verlo, y no quiero que lo comentes con tus amigos ni que divulgues su descripción por todo el mercado. Puedes tejerlo en una habitación del taller que pueda cerrarse con llave. Si se filtran noticias del manto serás castigada, pero si no le dices nada a nadie te recompensaré.
Demetria tragó saliva y el miedo volvió, ahora duplicado.
—Eminencia, excúsame, pero el taller no tiene habitaciones de ese tipo —dijo deprisa, tratando desesperadamente de pensar en alguna buena razón para que no le dieran el encargo.
—Entonces que alguien lleve un telar a tu casa. Supongo que vives cerca del taller.
—Sí, eminencia, pero…
—¿Pero?
—Pero un telar tan grande… en un lugar tan pequeño… Es una sola habitación, eminencia, y tengo un hijo, podría ensuciarse o romperse. No podría hacerlo en mi casa.
—¡Entonces dile a Filotimos que se ocupe de conseguirte un lugar en cualquier otro sitio! ¡Eso seguramente puede hacerse! ¿Cuánto tiempo tardarás?
Demetria se pasó la lengua por los labios. «Tal vez Nomos, o quien sea el destinatario, va a recibir el título de augusto públicamente —pensó—. Su sagrada majestad no tiene herederos; deberá elegir a alguien que comparta la púrpura con él y herede la autoridad a su muerte. Nomos sería la persona ideal: es noble de nacimiento y tiene rango senatorial y experiencia tanto en el ejército como en las oficinas sagradas. Nadie objetaría la elección. Y puede que quieran mantener todo en secreto hasta que estén listos para anunciarlo al imperio.
»Tal vez Nomos piense que legítimamente puede usar la púrpura y quiere tenerla lista para cuando se consumen sus pretensiones.
»¿Y si no es legítimo? ¿Y si Nomos, o quienquiera que sea, tiene la intención de usurpar el trono? ¿Y si alguien sospecha, investiga y me descubren tejiendo el manto en secreto?»
Cerró los ojos tratando de apartar la imagen de la tortura y de la muerte.
«Si es legítimo e insisto, me lo dirá. Si debo tejer en secreto, bien puede decirme la razón.»
—Eminencia —susurró, temerosa de preguntar pero más aún de lo que podía suceder si no lo hacía—, ¿para quién es el manto?
Él miró el bulto rosa con asombro y, por un momento, con miedo. Luego exclamó:
—¡Para el emperador, claro! ¿Crees que puedo ser culpable de traición? ¡Trata a tus superiores con más respeto, mujer!
Respeta o serás castigada por ello. El procurador tenía autoridad para ordenar que un esclavo público fuera azotado por insolencia o marcado por desobediencia. Muerta de miedo, tocó el borde de su manto y sintió las flores lisas y frescas bajo los dedos; lo apretó, tratando de quedarse con algo de aquella frescura. El peso caliente de la tela le resbaló por el pelo y la brisa de la ventana le secó el sudor del cuello.
—Por favor, honorable, no es mi intención faltarte al respeto —dijo, logrando de alguna manera mantener la voz serena—. Pero no tiene la medida que corresponde a su sagrada majestad, ni tampoco la forma indicada. Yo… —Vio que el miedo ensombrecía el rostro al procurador durante unos instantes; antes de que su expresión fuera de ira se detuvo, parpadeando con tristeza.
La miró con rabia. Ahora la mujer le sostenía la mirada y era evidente que no era tonta, a pesar de su actitud anterior. «Muy aguda —admitió—, es más joven de lo que parecía y espera sin duda que tenga piedad de sus hermosos ojos verdes.» Él había esperado que la tejedora no hiciera ninguna pregunta; no se le había ocurrido que pudiera conocer las medidas del manto del emperador. Pero claro, los mantos siempre habían sido confeccionados en Tiro. Probablemente lo supieran todos en el taller. «Y sin embargo —pensó—, esto es una insolencia descarada; me cuestiona cuando su obligación es hacer lo que el Estado, al que yo represento, le ordena. Si fuera mía la haría azotar. Tal vez lo haga, después de todo. No, eso llamaría demasiado la atención sobre el asunto, y seguimos necesitando la mayor de las reservas.»
—Te digo que es para el emperador —afirmó viendo una salida—. ¿Quieres acusarme de embustero?
Demetria bajó la mirada. Tenía la boca seca y las piernas flojas. «Es una traición —pensó aturdida—. Si no se hubiera asustado, si hubiera admitido para quién era, podría haber sido legal. Pero negarlo categóricamente… ha de ser una traición. Ay, Señor, si me atrapan haciéndolo me matarán.»
—¿Bien? —preguntó Heraclas—. ¡Habla! Te permito hablar. Te permito, incluso, que repitas tu acusación al prefecto, que es más de lo que debo hacer. Pero yo en tu lugar me lo pensaría dos veces antes de acusarme ante mis superiores, mujer. Tengo derecho a tu obediencia y a tu respeto, y si me desafías y ofendes desvergonzadamente con tus afirmaciones triviales y frívolas, también tengo derecho a obligarte a obedecer haciéndote azotar hasta que estés más muerta que viva.
Ella volvió a levantar los ojos y se encontró con los del procurador, que se clavaron en los suyos con furia; se apresuró a bajarlos, temerosa de ofenderlo con la insolencia de una mirada directa. Los sellos oficiales relucían en su mano, la seda de su túnica susurraba y el pesado brocado del borde brillaba. En la parte interior de éste estaba la estrecha franja púrpura, la divisa de su riqueza y de su nobleza. La mirada de Demetria se detuvo un momento en ella y luego se posó mansamente en la tapa del escritorio. «No puedo acusarlo —reflexionó desolada—. El prefecto ha de ser parte de esto, de lo contrario no me habría ofrecido que hablara con él. No tengo a nadie a quien recurrir; sencillamente me castigarían y terminaría tejiendo el manto de todas maneras. Y si digo algo, nadie me creerá. Una esclava no puede acusar a su amo. Debo obedecerle, a pesar del riesgo, o sufrir el castigo que se le ocurra.»
Hizo una lenta reverencia.
—No sería apropiado que tu esclava te acusase de nada —susurró—. Te obedeceré.
Los párpados de Heraclas se entornaron sobre los ojos oscuros.
—Bien —dijo, y volvió a recostarse en el asiento. «Después de todo, esta mujer sabe cuál es su lugar— pensó, —aunque no me gusta nada que haya comprendido tan rápidamente lo que estamos tramando. Se lo mencionaré a él en la carta»—. Habla con Filotimos en seguida para que te proporcione un lugar privado donde trabajar y los materiales que necesites, y empieza lo antes posible.
Ella permaneció quieta un momento, con la cabeza baja y los dedos inmóviles sobre las curvas de las flores de seda. Había aceptado el riesgo, y el miedo, ahora menor, estaba tapado por otro sentimiento, un sentimiento duro, grande y amargo, que ella conocía pero se negaba a reconocer o nombrar.
—¿Te hago una lista de lo que necesitaré? —preguntó con calma—. Para que me autorices…
—Pídeselo a Filotimos —respondió él con ligereza—, y que él hable conmigo si tiene alguna consulta que hacerme. ¿Cuánto tiempo tardarás?
«No habrá nada por escrito —pensó ella sin sorprenderse—. Si llega a saberse, él negará todo conocimiento del asunto. Pero yo no podré ocultarlo. Ay, Señor. El adulterio habría sido preferible.»
«Casi. El adulterio habría sido una auténtica humillación, aquí y ahora. Pero si hago lo que me pide y lo termino rápida y discretamente, estaré fuera de peligro. O la traición triunfará, y entonces no tendré por qué preocuparme, o fracasará, en cuyo caso no se ocuparán de la esclava que tejió el manto porque tendrán al traidor en persona. Quieren mantenerlo en secreto; si los atrapan, será cuando los planes estén más avanzados.»
—De cinco a seis meses, señor —le dijo.
—¿Tanto? ¿No se puede hacer más rápido?
—Tejer un tapiz es un trabajo lento, y la seda es muy fina. Podríamos hacerlo en un telar de arrastre, con un dibujo repetido, en lugar de bordar un tapiz. De esa forma podríamos terminarlo en tres meses.
El procurador reflexionó.
—El telar de arrastre lo manejan dos personas, ¿no? Además está ocupado con algo en lo que están trabajando. Y necesitarían mi autorización para desmontarlo. No, entonces no. Pero… seis meses.
—Puede agilizarse un poco, señor. Si en lugar de confeccionarse de una pieza se hace con dos tapices, se tardaría entre cuatro meses y medio y cinco.
—¿Dos piezas? Muy bien, pero que no sean pequeñas. El manto debe ser tan bueno como los del emperador, quiero decir, como los que ya tiene el emperador. Cinco meses, entonces, como máximo. Ve y empieza ahora mismo.
—Sí, eminencia. —Con impotencia, le hizo una inclinación y salió de la habitación.
Se detuvo en el pórtico de la prefectura y volvió a mirar la estatua de Nomos. Ésta seguía sonriendo blandamente hacia la nada, con sus brillantes ojos azules. «¿Será para él o para otra persona? —se preguntó ella—. No importa. Si fracasa nunca pensará en una esclava a la que mataron por tejer un manto, de manera que ¿por qué voy yo a preocuparme por saber más de él que él de mí? Ay, Señor.»
La otra emoción le subió a la garganta y se tuvo que morder la lengua para contenerse. Una mezcla de humillación, vergüenza y rabia, que hacía ya ocho años que la acompañaba, y que era totalmente inútil para otra cosa que no fuera provocarle más pena. No había posibilidad de escapar de aquella orden; no había seguridad en nada que no fuera la veloz obediencia y el silencio. Desafiarla no tenía sentido y sería peligroso. Y sin embargo, se descubrió temblando de ira; quería gritar, quería romper en llanto. Se sentía sofocada por un odio violento hacia Nomos, hacia Heraclas y, sobre todo, hacia ella misma, por consentir que la utilizaran.
«Debo hacerlo rápido —se dijo—, lo más rápido posible para ser libre otra vez.» Una vez más se echó el manto sobre la cabeza y respiró hondo, temblando, y entonces emprendió el regreso al taller, con paso vivo y llena de ira.
Filotimos estaba sentado ante su escritorio, situado en la parte trasera del taller, cuando ella volvió. Demetria le dijo que el procurador quería que tejiera un manto como regalo sorpresa para el emperador, y que nadie debía verlo hasta que estuviera terminado.
—Quiere que trabaje en un lugar privado —dijo.
Él la miró perplejo. Su voz era, como siempre, tranquila y serena, pero mirándola a la cara se veía algo más: estaba tensa, rígida y muy pálida. Frunció el entrecejo furioso. «Desgraciado —volvió a pensar—, hijo del demonio.»
—Si es un regalo personal lo pagará, ¿no? —dijo—. No saldrá de los fondos del Estado.
—No me dijo nada. No quiso firmar ninguna autorización.
—No puede hacerle un regalo al emperador y hacer que el mismo emperador lo pague. Te daré la seda y el oro, y mañana le entregaré la factura.
Filotimos cogió su libro de cuentas y apuntó los débitos por seda y oro, aproximadamente una vez y media más de lo que necesitaría; le provocó un considerable placer comprobar a cuánto ascendía la factura. Todo lo que sobraba cuando se terminaba un encargo pertenecía, por tradición, a la tejedora, aunque por lo general se daba algo al capataz por el favor. Todas las mujeres del taller ganaban algo de dinero con estos restos; tejían ropas u otros artículos para su uso o para venderlos. Incluso la púrpura, que no podían venderla en el mercado, podía cambiarse por lana al capataz del taller, que la revendía a las sederías obteniendo un beneficio. Con esta cantidad de seda Demetria ganaría mucho. «Que Heraclas pague por su capricho —pensó Filotimos—, y que quien salga ganando sea Demetria. Aunque dudo que ella considere que valga la pena, aunque ganara diez veces más. ¿Qué habrá sucedido después de que me fuera? No creo que se le haya abalanzado en el despacho… y tal vez ella pudiera quitárselo de encima, incluso en ese "lugar privado", donde sin duda él piensa visitarla. Pero se lo pondré difícil.»
—En cuanto al lugar privado, hay un cobertizo detrás de las tintorerías —sugirió sonriendo maliciosamente—. Apesta, por supuesto, pero tiene buena sombra y es amplio. ¿Hago que te lo limpien?
Demetria lo miró sorprendida y sólo entonces se dio cuenta de lo que él estaba pensando. «¿Por qué no? —reflexionó—. Si me obligan a involucrarme en el secreto, al menos debo tratar de preservarlo. Que piensen que Heraclas me persigue y, cuando no venga, que crean que es el hedor de las tintorerías lo que se lo impide.»
—Sí —dijo devolviendo la sonrisa—. Gracias.
Filotimos escribió una nota para los capataces de la tintorería, indicándoles que pusieran en condiciones el cobertizo donde se limpiaban los moluscos para colocar en él un telar extra durante un tiempo. Demetria llevó la nota y luego fue a ver el cobertizo. Era una construcción pequeña, de troncos de cedro sin desbastar y con techo de paja. Tenía dos ventanas con los postigos cerrados y una puerta con un gran cerrojo; el lugar estaba lleno de barriles de conchas de buccino. El calor era intenso por haber estado mucho tiempo cerrado, el hedor de la púrpura era tan denso que parecía verse, y el aire se notaba pegajoso en el paladar. Demetria intentó imaginarse a Heraclas visitándola, se imaginó al procurador desvistiéndose entre los barriles y buscando, molesto y sin respirar por la nariz, un lugar donde colgar su ropa; ante la imagen sonrió. Ya un poco más animada, comenzó a planear cómo instalar el telar, marcando las medidas en la pared de madera con un pedazo de tiza. Llegaron dos tintoreros a limpiar el cobertizo y bromearon sobre el olor. Demetria rió y les devolvió las bromas. Eran hombres rudos, pero de confianza. Sabían quién era: su padre, muerto hacía ya mucho, había sido uno de ellos, y su esposo era conocido y respetado. Podía confiar en ellos si necesitaba ayuda y en que no interferirían ni meterían la nariz donde no les importaba. Cuando terminó de calcular la forma de la urdimbre, el cobertizo estaba barrido y fregado con agua marina y los tintoreros iban en busca del telar.
Era el final de la tarde y las tintorerías estaban cerrando cuando su madre vino a buscarla. Demetria estaba en el despacho del taller, haciendo los dibujos para las piezas del tapiz: la elección de Hércules y la Victoria coronando a Alejandro. Ocultó rápidamente los bocetos cuando Laodiki entró en la habitación.
—¡Estás aquí! —dijo sonriendo junto a la puerta. Laodiki era una mujer regordeta, compuesta y tan jovial que ni su hija recordaba haberla visto enfadada—. Querida, tienes que irte a casa. ¡Simeón y el niño deben de haber vuelto hace horas!
Demetria asintió, enrolló los bosquejos cuidadosamente, los ató con las hebras de seda con las que había estado eligiendo colores, y se enganchó el rollo en el cinturón. Si iba a confiar en alguien, no sería en su madre. Laodiki era la última persona a quien podría contarle un secreto. No sabía mentir ni mantener la boca cerrada. Demetria le dirigió una sonrisa llena de afecto y las dos mujeres emprendieron el camino hacia sus casas.
Como muchas de las trabajadoras del taller, Demetria y Laodiki vivían en una gran casa de vecinos situada al final del puerto egipcio, y se fueron caminando despacio por la orilla del mar. La ciudad estaba otra vez viva, ahora que el sol se había ido, y el puerto estaba lleno de gente. Las pescaderas voceaban ofreciendo marisco o mújol junto a las barcas; había pulpos y calamares asándose, colgados sobre hogueras de carbón, y los vendedores de agua y de vino deambulaban entre la multitud haciendo tintinear las copas. Hacia poniente, el cielo aún estaba rojo, pintando de negro la piedra de la ciudadela, pero las suaves estrellas del verano ya habían aparecido por el este y la media luna estaba en lo alto y comenzaba a dar luz.
—Querida —comenzó a decir Laodiki con vacilación cuando estuvieron cerca de la casa—, ¿el procurador… no quiere…?
—Quiere que teja un manto —dijo Demetria—. Si quiere algo más que eso, no es asunto mío darme por aludida.
—Así se habla —dijo Laodiki, pero no pareció muy tranquilizada—. ¿Te parece… es decir… crees que podrás…?
Demetria no dijo nada por un momento.
—No tendré que acostarme con él —respondió por fin.
Laodiki suspiró aliviada.
—¡Gracias a Dios! Bien, trabaja en ese manto entonces, y confía en que las tintorerías lo mantengan alejado de ti. ¿Qué vas a decirle a Simeón?
Demetria apartó la mirada hacia la playa de guijarros y las barcas varadas en ella. Ahora estaba allí: una barca de casi cinco brazos con aparejo latino, con el casco de cedro pintado de azul y blanco, y el palo de popa tallado con forma de mujer sosteniendo un pájaro que volaba en el crepúsculo granate. La barca de Simeón estaba en la playa; él estaría en casa, esperando.
—No lo sé —dijo—. Tal vez espere a que me pregunte.
Lentamente entraron en la casa.
Era un gran edificio de tres pisos de altura, bastante cómodo. Una fuente pública en la parte que daba a tierra proporcionaba agua limpia, y las cloacas corrían hacia el puerto y desembocaban en el mar. La habitación de Demetria estaba en la planta baja, una situación privilegiada; la de Laodiki estaba dos pisos más arriba. Se detuvieron al pie de la escalera y se miraron.
—Bien —dijo Laodiki—, es un buen esposo; no te pegará por algo que no es culpa tuya. Buenas noches, querida.
Demetria le dio un beso y esperó un momento mientras su madre subía resoplando la empinada escalera, luego se volvió y entró en su casa.
Como le había dicho al procurador, era sólo una habitación lo suficientemente grande para poder dividirla con mamparas; ya había un telar allí, que Demetria usaba para tejer ropa para la familia. La ventana era de cristal (cristal de mala calidad, tal vez, pero mejor que el asta) y la superficie bajo ésta estaba embaldosada, y había un hogar de ladrillo en un extremo de la vivienda para que no hiciera demasiado calor. Simeón ya había encendido un fuego de carbón y estaba sentado en el diván que también hacía las veces de cama, remendando una trampa para múrices a la luz de una lámpara de aceite de doble mecha. El hijo de ambos, Melecio (a quien sus padres llamaban Meli, «miel»), estaba sentado en el suelo, tratando de tallar un pedazo de madera de arrastre con el cuchillo de mango de asta que le había regalado su padre hacía un mes, y que él valoraba más que cualquier otra posesión terrenal. Melecio salía en la barca con Simeón desde los cuatro años. Ahora, a los cinco, sabía nadar, poner una trampa para múrices, arrojar un sedal, cargar y recoger las velas, y podía pilotar la barca en mar abierto si el viento no era muy fuerte y si no era demasiado importante mantener el rumbo recto. Estaba muy unido a su padre, hasta el punto de que su madre a menudo parecía poco importante.
—Llegas tarde —dijo Simeón levantando la mirada de su trabajo cuando se abrió la puerta. Era un hombre delgado y musculoso, muy bronceado. Tenía el cabello negro, incluso a pleno sol, con pequeños rizos; hasta su barba corta era rizada. Los ojos castaños parecían extrañamente claros en su rostro moreno.
—El procurador me hizo un encargo urgente —respondió Demetria—. Probablemente llegue tarde todos los días hasta que lo termine.
—¡Hijo de puta! —Simeón tiró la trampa de múrices en un rincón y se levantó—. Si administrara bien el taller, el encargo no sería tan urgente. —Se aproximó a su esposa, la abrazó y la besó con fuerza—. Bien, supongo que no hay nada que hacer. He pescado un mújol esta tarde, si quieres cocinarlo. —Hacerse la comida, por hambriento que estuviera, no era digno de él.
—¡Vimos al delfín otra vez! —anunció Melecio, que fue a abrazar a su madre por las caderas, que era la parte más alta a la que llegaba. Frunció la nariz—. Hueles a púrpura —dijo acusador.
Demetria se inclinó para darle un beso en la cabeza. Melecio era casi tan moreno como su padre, pero tenía el cabello más claro, del color del bronce cuando le daba el sol, aunque parecía más oscuro a la luz de la lámpara, e igualmente rizado.
—¡Habéis visto al delfín! —exclamó ella sin responder a la acusación. Dejó el manto en el diván y se acercó al fuego seguida del muchacho. Simeón había limpiado el pescado, que estaba ya preparado en la sartén. Junto al fuego había un cubo con agua que Melecio había traído de la fuente pública—. ¿Has nadado con él? Sabes a sal.
—Lo intenté por encima —dijo Melecio—, pero no me dejaba acercarme mucho. Quiero domesticarlo y poder subirme a su lomo, como Arión en el cuento.
—Entonces tienes que darle de comer. —Demetria puso aceite en la sartén de bronce y la colocó en la parrilla—. ¿Por qué no le pides a tu padre un poco de carnada para darle?
Simeón rió.
—Hoy se ha comido la mitad. No entusiasmes a la criatura porque no nos quedará carnada para pescar y no habrá nada para comer, ni para nosotros ni para el delfín.
Demetria sonrió mientras le daba la vuelta al mújol, que chisporroteaba en la sartén. Lo sazonó con pimienta y orégano. Buscó en la cesta de mimbre y encontró dátiles, avellanas y menta un poco marchita; lo puso todo en un mortero y comenzó a machacarlo.
—Pero ¿pescasteis algo más que el mújol con lo que dejó el delfín?
No le hacía falta mirar a Simeón para verlo desperezarse y mover los músculos, cómodamente tendido en el diván.
—Pesqué cinco mújoles y algunas sepias. Se lo di todo a Daniel para que lo vendiera en el puerto. Dios es bondadoso.
Así como una tejedora podía ganar dinero vendiendo los restos de un encargo, de la misma manera a un pescador de múrice se le permitía vender lo que pescara, una vez que hubiera entregado al Estado los moluscos que producían la púrpura. La fábrica daba una generosa ración de alimento a todos sus esclavos y les permitía vivir sin pagar alquiler en las casas de su propiedad. Comparado con un pescador libre, un pescador de púrpura era rico; no tenía necesidad de preocuparse por el presente ni temer al futuro. Si la pesca era buena tenía dinero para gastar en lo que quisiera; si era mala, no pasaba hambre. Dios era bondadoso.
«Pero una tejedora libre —pensó Demetria aplastando con violencia los dátiles y las avellanas contra el mortero—, una tejedora libre no tendría que tejer mantos ilegales en contra de sus deseos. Si hubiera sido libre tal vez no habría tenido que dormir con Flavio Pánfilo.»
Añadió un poco de miel y vinagre al mortero, con una pizca de díctamo y volcó la mezcla espesa sobre el pescado. Tal vez. Pero ella siempre había sospechado que esas cosas les pasaban tanto a las libres como a las esclavas; que de las tejedoras libres nacidas pobres abusaban a veces asquerosamente los patronos ricos, y que también soportaban la humillación con silenciosa impotencia. Cogió la sartén chisporroteante y la dejó en la mesa junto al diván, luego llevó el vino, una jarra de agua del cubo y las tazas. La hogaza de pan de la noche ya estaba en la mesa a medio comer: a los otros dos la espera se les había hecho difícil. De lo que quedaba, Simeón partió el pedazo más grande y se lo dio a Demetria, que estaba sentada junto a él en el diván. Sonreía y sus dientes blancos brillaban a la luz de la lámpara. Ella lo cogió y apiló un poco de pescado en el pan, ahuecándolo para que no se escapara la salsa. Melecio se subió al diván entre sus padres y se sirvió.
—No tenemos verduras —se quejó Simeón sirviendo vino para su familia y para él.
—No he tenido tiempo de comprar —respondió Demetria con la boca llena—. He venido directamente a casa, ni siquiera he podido comer.
Melecio le olfateó la túnica a su madre y volvió a fruncir la nariz.
—Hueles a púrpura.
Ella sonrió y le revolvió el cabello.
—He estado trabajando en las tintorerías. Sois tú y tu padre los que pescáis esos bichos. No tendrías que quejarte del olor.
—Pero no tienen ese olor tan malo cuando los pescamos —rezongó Meli.
—¿En las tintorerías? —La mano de Simeón se quedó quieta sobre la jarra—. ¿Por qué?
—Porque allí voy a tejer ese nuevo encargo. El procurador no quiere que lo vea nadie hasta que esté terminado, ya sabes cómo es la gente dentro y fuera del taller. —Demetria no miró a su esposo.
Simeón gruñó y le añadió agua al vino.
—¿Cuál es ese encargo nuevo?
Demetria cogió su taza e inclinó la cabeza dando las gracias sin apartar la mirada de la comida.
—Un manto. El procurador lo quiere como regalo sorpresa para alguien y quiere mantenerlo en secreto.
Simeón volvió a gruñir.
—¿Durante cuánto tiempo tendrás que trabajar hasta tarde?
—Hasta que lo termine. Trataré de terminarlo para Navidad.
—¡Puf! ¿Filotimos no podía haberle asignado el trabajo a otra? ¿A alguien que no tenga familia?
Demetria guardó silencio un momento. Había esperado que su esposo no le hiciera preguntas incómodas, al menos por ahora, no aquella noche en que ella estaba cansada y enfadada por el mismo motivo. De todos modos, se enteraría de que no había sido Filotimos quien le había asignado el trabajo, y de que la habían llevado a la prefectura y la habían dejado a solas con el procurador. Las trabajadoras no hablarían de otra cosa por la mañana; si Demetria intentaba ocultárselo a su esposo, sospecharía de ella. De pronto sintió que se le cerraba la garganta de rabia hasta el punto de casi no poder tragar y se quedó mirando el borde desportillado de su taza de vino. «Soy dos veces esclava —pensó—, al ser esclava y esposa. Nací esclava, pero ¿por qué Simeón tiene que tener derechos sobre mí? Si cree que el procurador quiere dormir conmigo, lo tomará más como un insulto hacia él que como una injuria hacia mí.»
—El procurador pidió específicamente que lo hiciera yo —dijo ella con aire sombrío—. Quería que lo hiciera la tejedora que tejió aquel manto que le regalaron al rey de los hunos el año pasado. Me mandó llamar y me lo dijo él mismo.
Simeón la miró un momento y luego frunció el entrecejo. No dijo nada más; siguió comiendo su pescado en silencio. Melecio miró a sus padres, intrigado, sin saber qué sucedía pero percibiendo la ira de ambos.
—Vete a la cama, Meli —dijo Demetria cuando terminaron de comer—. Mañana podrás buscar a tu delfín.
Melecio no hizo las objeciones de costumbre sino que se fue de inmediato al rincón donde estaba la tarima con ruedas que le hacía las veces de cama; se desvistió y se tendió en el colchón de paja. Pero justo antes de apoyar la cabeza se acordó de su cuchillo, se levantó de un salto, lo encontró, lo envainó y lo puso debajo de la almohada antes de volver a acostarse.
Demetria sonrió y se arrodilló junto a la cama.
—Ten cuidado y no te cortes —le advirtió, y cubrió al niño con su manto de lino ligero.
El niño asintió y la miró sin sonreír.
—¿El procurador es malo? —preguntó.
—¿Por qué dices eso? —respondió ella tras un incómodo silencio.
—Papá está enfadado porque habló contigo.
—Sí, así es. Papá no quiere que yo trabaje hasta tarde. Pero no te preocupes, criatura no será por mucho tiempo.
—¿Tendrás tiempo de hacerme un manto con delfines?
—No lo sé. Si no puedo, te compraré una barca pequeña, ¿qué te parece?
—¡Un trirreme! —dijo el muchacho; era mucho mejor que un manto—. Como el que vimos en el mercado el día de San Tiranio.
—Ya veremos —le dijo ella—. Ahora duérmete, mi amor. —Le dio un beso al niño, se incorporó y fue a lavar los platos.
Simeón la observaba, aún ceñudo. Ella sabía que hablaría cuando estuvieran en la cama y Meli se hubiera dormido. Querría hablarle del procurador y después hacer el amor. Demetria tensó los hombros intentando protegerse de la mirada de su esposo. Súbita y violentamente, sintió la solidez de su cuerpo, la intensa privacidad que Simeón invadiría. Pánfilo le había hecho sentir asco de los hombres y de sus manos pesadas; durante los seis años de matrimonio esa sensación había ido desapareciendo, pero ahora había vuelto. Alargó el lavado todo lo que pudo. Cuando al fin terminó, vio que Simeón seguía mirándola con curiosidad y preocupación, pero al menos había dejado de fruncir el entrecejo. Ella apartó la mirada rápidamente y levantó el cubo de agua sucia.
—Voy a traer agua para mañana —dijo, y salió.
Fuera hacía más fresco y la gente había desaparecido. Las estrellas doradas brillaban en el agua negra del puerto, la luna se reflejaba en las olas y las ventanas de Tiro resplandecían llenas de luces. Las olas bisbiseaban contra los guijarros de la playa, un golpe de viento agitó las palmeras datileras junto a la fuente. Del edificio llegaba el sonido apagado de voces y risas; calle abajo alguien tocaba un laúd y cantaba plañideramente.
Demetria tiró el agua sucia en la vid que había junto a la puerta y caminó hacia la fuente. El agua borboteó mansamente dentro del cubo; ella puso las muñecas calientes debajo del agua fría, sintiendo que el dolor se le extendía a los músculos tensos. Contempló el agua, clara y resplandeciente bajo la luz de la luna, en el cuenco formado por sus palmas, hasta que se escurrió entre sus dedos.
«Son mis manos —pensó mirándoselas—. Sin embargo, el Estado y el mismo Heraclas pueden dirigirlas como quieran.» Flexionó los dedos mientras observaba el agua que se escurría entre ellos. La seda también podía fluir, cambiar con el movimiento de un dedo, terminar convirtiéndose en cualquier dibujo que ella quisiera. Había nacido a la sombra de un telar y sus primeros juguetes habían sido husos; no recordaba haber aprendido a tejer. A los once años ya le permitían ayudar con el telar de arrastre del taller; a hacer tejido plano a los doce; dibujos a los dieciséis, y tapices, lo más sutil y delicado del arte de las tejedoras, a los diecisiete. Las telas tejidas de Tiro eran la envidia del mundo y ella era una de las mejores tejedoras de la ciudad: nunca había sentido otra cosa que orgullo por su trabajo. A menudo se había lamentado de la belleza de su rostro, que atraía tanta atención no deseada, pero nunca se había lamentado de sus hábiles manos. Y no podía lamentarse ahora, aunque estaban poniendo su vida en peligro.
«Y sin embargo —pensó—, ¿cómo puede nadie más que yo ser dueño de mis manos?» Por un momento, toda la estructura del mundo (el taller, las leyes, las jerarquías de la administración imperial) le pareció falsa e irreal. Las manos eran suyas; sólo ella podía sentir el frío del agua o el dolor en las muñecas, ¿cómo podía otra persona reclamarlas? Entonces, de la misma manera, el dibujo volvió a encajar, la estructura era real, y fueron su asombro y sus reflexiones los que parecieron irreales. Claro que el Estado podía ser su dueño; todo el mundo estaba controlado de una manera u otra, formando parte del tejido del mundo, una hebra tejida entre multitud de otras. El Estado la había educado y capacitado y ella de todas maneras, no tenía otra opción que obedecer.
El cubo rebosaba; lo apartó y llevó el agua a su casa. En la puerta del edificio se detuvo. Se quedó un momento quieta, mirando el puerto, hasta que dejó el cubo en el suelo y apoyó la cabeza en la piedra fría del umbral. Sentía calor debajo de la túnica; se sentía pringosa, con el sudor seco y el hedor de la púrpura. Recordó a Flavio Pánfilo con la antigua mezcla de vergüenza y asco; recordó los ojos oscuros y satisfechos de Heraclas apartándose de ella.
Oyó abrirse una puerta dentro del edificio. Simeón apareció en silencio detrás de ella y le apoyó una mano, suave y ligera, en el hombro. Ella no se volvió.
—No es culpa tuya que quiera acostarse contigo —dijo Simeón en voz baja—. Ya lo sé. No es contigo con quien me enfado. —Ella movió la cabeza aún apoyada en la pared.
—Por favor —dijo él—. Cuéntame lo que ha pasado.
—No quiere acostarse conmigo —dijo ella cansada—. Puedes quedarte tranquilo.
Él le apartó el cabello de la nuca. Bajo las manos de su esposo, los músculos de Demetria estaban tensos («duros como las drizas de un barco con todas las velas desplegadas», pensó él). La mezcla de ternura y pena que lo ahogó era ya algo conocido, se sentía invadido por la resignación. Sabía que ella no volvería la cabeza para responder a su caricia, y sabía que su mirada no encontraría la suya y se suavizaría. Era una esposa buena y obediente, a veces incluso afectuosa; no tenía derecho a exigir que lo amara.
—Sé que no es culpa tuya —repitió—. Virgen Santísima, me costó mucho tiempo convencerte de que no era vergonzoso que yo te tocara; sé que jamás desearías a ese hombre, por mucho que te ofrezca. Si quieres iré a verle.
Ella volvió la cabeza, pero su mirada era despectiva.
—¿Qué harías? —preguntó cortante—. ¿Pegarle? ¿Al procurador, a su eminencia Marco Acilio Heraclas? ¿Piensas que te permitirían acercarte a él? Incluso aunque te lo permitieran, ¿qué crees que te ocurriría después? No quiero un esposo azotado casi hasta la muerte.
—No se atrevería —dijo Simeón igual de cortante—. No soy su esclavo y mi capataz todavía tiene algo de influencia en la ciudad, gracias a Dios. Pero no, no le pegaría. Sencillamente hablaría con él, encontraría alguna excusa para conseguir que me recibiera. Le demostraría que tienes un esposo que cree que vale la pena defenderte. Eso lo ahuyentaría.
Ella movió la cabeza violentamente y se volvió otra vez.
—¿Por qué un procurador iba a preocuparse por una esclava del taller? Además, te he dicho que no quiere acostarse conmigo. Eso es lo que pensarán todos, por supuesto, y eso es lo que yo temía cuando me mandó llamar. Admito que me perturbó, me ha recordado a… a Pánfilo. Pero no era eso lo que quería.
Él permaneció detrás de ella, con la mano aún en su hombro.
—¿Qué quería, entonces? —preguntó inseguro.
—Te lo he dicho. Quería que tejiera un manto.
Él se adelantó y se puso junto a ella, le pasó un dedo por la mejilla y la cogió del mentón, obligándola a mirarlo.
—Hay algo raro —dijo sin expresión, tratando de leer algo en su cara—. Dime qué es.
Ella se soltó.
—Te lo he dicho. Me ha recordado a Pánfilo, y me ha hecho pensar… —Se detuvo. Simeón la había cogido por los hombros. No la movió ni hizo ademán de besarla, simplemente la miraba a los ojos. La media luna le iluminaba la cara, le realzaba las líneas de la boca de manera clara y precisas, en negro y blanco, y le relucía en los ojos bajo los rizados cabellos negros—. Está bien —dijo con amargura tras un momento de silencio—. El manto es un paludamentum, un manto de emperador. Púrpura imperial con dos tapices mostrando la elección de Hércules y la Victoria coronando a Alejandro. Y su sagrada majestad jamás, hasta donde puede recordar cualquiera en el taller, ha pedido escenas que no fueran bíblicas. Más aún, este manto es medio palmo más largo. Pero el procurador insiste en que es para el emperador. Cuando me atreví a cuestionarlo se enfadó y se asustó, y me hizo callar de inmediato. ¿Te das cuenta?
Los dedos se apretaron en sus hombros.
—Tenemos que denunciarlo —dijo él tras un largo silencio.
—¡No seas absurdo! ¿Denunciarlo a quién?
—Al prefecto. Acusarlo de traición.
—El prefecto está involucrado. Me ofreció hablar con él. Se dice que son amigos y que los dos deben sus puestos al mismo superior. Pero aunque no fuera así, si lo denuncio y me creen, probablemente me torturen para asegurarse de que les digo todo lo que sé; y si no me creen, el procurador me hará azotar por traicionarlo y de todas maneras tendré que tejer el manto porque él no se arriesgará a que otra le acuse de lo mismo. No, no tengo más opción que hacer lo que se me ha ordenado.
Él negó con la cabeza.
—No puedes… Si llega a saberse…
—Si llega a saberse, si me descubren tejiendo ese manto, me pondrán en el potro de tormento hasta haberme arrancado todos los huesos de las articulaciones y me azotarán hasta que no me quede un palmo de piel y luego, si son misericordiosos y están seguros de que no sé más de lo que ya les haya dicho, me matarán. ¡No debe saberlo nadie! Tiene que ser un absoluto secreto. Y tengo que empezarlo rápido y terminarlo lo antes posible.
Se apartó con impaciencia de la puerta y cogió el cubo de agua.
—¡No puedes hacerlo! El riesgo es demasiado grande, él no tiene derecho a hacerte eso por un plan miserable. ¡Tienes que negarte!
—¡No tenemos opción! —dijo ella mirándolo con vehemencia—. ¡Él es más fuerte que nosotros! ¡Es el amo, con todo el derecho del mundo, según la ley, a ordenar a los esclavos lo que le plazca! —Se volvió y caminó rápidamente hacia la casa.
Simeón se quedó un rato observándola; luego se volvió y miró el puerto. Alcanzaba a ver la silueta de su barca, una sombra en los guijarros oscuros al borde del mar reluciente y borracho de luz de luna. Tuvo un repentino impulso de ir hacia ella, de sacarla hacia aquel campo de luz, lejos de la tierra pesada y traicionera. Pero toda barca que salía debía volver, a menos que se hundiera, y el impulso murió apenas nacido. Se sentó en el umbral, apoyó la cara caliente en las manos manchadas de púrpura y trató de pensar. Era difícil porque estaba confundido y furioso.
«Esos procuradores creen que son dueños del mundo —se dijo a sí mismo acaloradamente—. Piensan que pueden hacer lo que quieran y ordenarnos lo que se les ocurra. El otro, Pánfilo, le arrebató la virginidad como si estuviera en su derecho, como si cualquier trabajadora joven y hermosa del taller fuera para su uso personal. Y yo me quedé con una esposa hermosa que odia que la toque cualquier hombre, incluido yo. Y ahora Heraclas quiere que arriesgue la vida por la traición que planea. No voy a permitirlo; de alguna manera se lo impediré, aunque tenga que arriesgar mi vida para hacerlo.»
«Él es el amo», había dicho Demetria. «Pero no mi amo —pensó Simeón furioso—, ni tampoco el de mi esposa. Nuestro dueño es el emperador, que es dueño del mundo entero; y si ese procurador, ese Heraclas, se rebela contra su amo, a partir de ese momento queda más abajo que nosotros. Señor de los Cielos, no tiene ningún derecho, ¡ninguno! ¡Lo haré arrepentirse de lo que ha hecho!»
«¿Por qué un procurador iba a preocuparse por una esclava del taller? —había preguntado Demetria—. Ella es mujer y cede. Así como cedió con el otro. No queriéndolo, odiándolo, pero aceptando el servilismo como su destino. Que Dios me destruya si hago lo mismo, si inclino la cabeza y digo: "Señor, soy tu esclavo". Si su plan es darle a su superior un manto púrpura, ha de haber otros hombres, también con planes, y alguno de ellos puede hacer gustoso un trato conmigo. Lo único que necesito saber es para quién es el manto, y si lo averiguo sabré con quién combatirlo. Ella ha de tener alguna idea de quién lo quiere. Una vez que lo sepa, puedo ir a ver a alguno de sus enemigos, puedo obtener una promesa de protección para ella, para nosotros, entonces Heraclas…»
Sonrió imaginándose a Heraclas atado y exhibido por las calles como traidor. Se levantó, movió la cabeza y volvió a la casa.
La luz de la luna traspasaba la ventana y arrojaba una suave luz en la habitación, la suficiente para que pudiera ver a Demetria acostada de espaldas a él en el diván. Se acercó unos pasos y la miró: ella tenía los ojos cerrados y no se movió, aunque él estaba seguro de que no dormía. Su cabello parecía oscuro en la semipenumbra, cayéndole abundante sobre el cuello y los hombros desnudos; una mano se agarraba a la almohada, junto a la cara, como tratando de alejar el peso de la noche. Su ira se disipó de pronto y permaneció inmóvil, mirándola con un nudo en la garganta. «Son tan poderosos —pensó—. Cómo no va a tener miedo Demetria. Yo también lo tengo.»
Se sentó en el diván: ella seguía sin moverse. No la molestaría; no quería la resignación forzada de su aceptación. «Si confiaras en mí —pensó apenado—. Si pudiéramos pelear juntos contra ellos ganaríamos. Lo sé. Si pudieras…»
Suspiró, se quitó las sandalias y se tendió junto a ella en silencio.