CAPÍTULO 26

El tren llegó puntual. A las nueve y media paró en Suzhou.

En una calle secundaria, a pocas manzanas de la estación de tren, la inspectora Rohn se encaprichó de un hotelito. Con sus ventanas de celosía, su porche pintado de bermellón y un par de leones de piedra protegiendo la puerta, tenía aspecto de antigüedad.

—Aquí no quiero alojarme en un Hilton —dijo.

Chen estuvo de acuerdo. No quería notificar su llegada al departamento de Policía de Suzhou. Por una estancia de un par de días, cualquier lugar era bueno. Y un hotel situado en la parte vieja de la ciudad sería un destino menos probable para ellos, en caso de que alguien intentara seguirles. Había cambiado los billetes para Hangzhou que el Secretario del Partido Li le había entregado en la estación, sin decir a nadie que se dirigían hacia Suzhou.

En un principio el hotel era una gran casa de estilo Shiku, cuya fachada estaba cubierta de anticuados dibujos. En el minúsculo jardín delantero había una corta hilera de piedras planas de colores a modo de pasarela. El director puso reparos, demostrando no tener ningún interés por su compañía; finalmente reconoció, avergonzado, que en el hotel no admitían a extranjeros.

—¿Por qué? —preguntó Catherine.

—De acuerdo con las normas de turismo de la ciudad, sólo los hoteles de tres estrellas pueden alojar a extranjeros.

—No se preocupe —Chen sacó su identificación—. Es una situación especial.

Aun así, sólo quedaba disponible una «habitación de clase alta», que le fue asignada a Catherine. Chen tuvo que alojarse en una habitación corriente.

El director no paró de disculparse mientras les acompañaba al piso de arriba, primero a la habitación de Chen. En ella sólo había espacio para una cama individual de dura tabla de madera. No había nada más. Fuera, en el corredor, el director les enseñó un par de cuartos de baño para compartir: uno para los hombres y el otro para las mujeres. Chen tendría que hacer sus llamadas telefónicas abajo, desde el mostrador del vestíbulo. La habitación de Catherine estaba provista de aire acondicionado, teléfono y cuarto de baño anexo. También había un escritorio y una silla, tan pequeños que parecían provenir de una escuela elemental. Pero la habitación estaba alfombrada.

Cuando el director se hubo excusado con gran cantidad de disculpas, se sentaron. Chen en la única silla y Catherine en la cama.

—Lamento haber elegido esto, inspector jefe Chen —dijo ella—, pero puede utilizar este teléfono.

Chen llamó a Liu a su casa.

Respondió al teléfono una mujer, que hablaba con claro acento de Shanghai.

—Liu aún está en Beijing. Regresa mañana. El avión llega a las ocho y media de la mañana. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

—Volveré a llamar mañana.

Catherine había deshecho el equipaje.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer?

—Como dice el proverbio chino, disfrutaremos en este paraíso terrenal. Aquí hay muchos jardines. Suzhou es famosa por su arquitectura paisajística: pabellones, lagos, grutas, puentes, todo pensado para crear un ambiente ocioso y confortable, que reflejara el gusto de la clase erudita y de los oficiales durante las dinastías Qing y Ming —Chen sacó un mapa de Suzhou—. Los jardines son muy poéticos, con puentes serpenteantes, senderos cubiertos de musgo, gorgoteantes arroyos, rocas con formas fantásticas, antiguos mensajes colgados de los aleros de los pabellones rojos, todo ello contribuye a formar un todo orgánico.

—No puedo esperar más, inspector jefe Chen. Decida por mí un destino. Usted es el guía.

—Visitaremos los jardines, pero ¿puede prestarme antes a su humilde guía durante medio día?

—Claro. ¿Por qué?

—La tumba de mi padre está en el condado de Gaofeng. No queda muy lejos de aquí, cerca de una hora en autobús. Hace años que no la he visitado. Me gustaría ir allí esta mañana. Precisamente acaban de celebrar el festival Qingming.

—¿El festival Qingming?

—El festival Qingming es el cinco de abril, un día que tradicionalmente se reserva para rendir culto a las tumbas ancestrales —explicó él—. Hay un par de jardines en esta zona. El famoso jardín Yi está cerca, se puede ir a pie. Podría visitarlo esta mañana. Estaré de vuelta antes de mediodía. Después podemos tomar un almuerzo al estilo de Suzhou en el Bazar del Templo Xuanmiao. Estaré a su servicio toda la tarde.

—Debe ir. No se preocupe por mí —entonces preguntó—. ¿Por qué la tumba de su padre está en Suzhou? Es simple curiosidad.

—Shanghai está superpoblado. Así que se crearon cementerios en Suzhou. Algunas personas creen en el feng shui y quieren una tumba con vistas de montañas y ríos. Mi padre eligió él mismo el lugar. Trasladamos aquí su ataúd. Lo he visitado sólo dos o tres veces.

—Iremos al templo por la tarde, pero no quiero pasear sola por la mañana. Esta hermosa ciudad… —dijo con un impúdico destello en sus ojos azules—.

«¿Con quién hablaré

de su paisaje siempre encantador?».

—¡Ah, recuerda los versos de Liu Yong! —Chen se reprimió y no le explicó que el poeta de la dinastía Song había compuesto aquellos versos para su amante.

—Entonces, ¿puedo ir con usted?

—¿Quiere decir al cementerio?

—Sí.

—No, no puedo pedirle eso. Es un favor demasiado grande.

—¿Va contra las costumbres chinas el que yo vaya?

—No, no necesariamente —dijo Chen, decidiendo no decirle que sólo se llevaba a la esposa o a la prometida a la tumba del padre o la madre.

—Vamos, pues. Estaré enseguida —fue a lavarse y a cambiarse.

Mientras esperaba, Chen marcó el número de Yu, pero le salió el contestador con la voz de Yu, Dejó un mensaje y su número de móvil.

Ella salió vestida con una blusa blanca, chaqueta gris claro y falda delgada a juego. Llevaba el pelo recogido atrás.

Él sugirió que tomaran un taxi para ir al cementerio. Ella quería ir en autobús.

—Me gustaría pasar un día como una persona china corriente.

A él no le parecía que pudiera hacerlo. Tampoco le gustaba la idea de llevarla en un abarrotado autobús recibiendo golpes. Por suerte, a unas manzanas del hotel vieron un autobús con un letrero que decía CEMENTERIO EXPRESS. El billete valía el doble, pero subieron sin problema alguno. El autobús no iba tan lleno de pasajeros como de bártulos: cestas de mimbre con platos preparados, bolsas de plástico de comida instantánea, carteras de bambú probablemente llenas de dinero «fantasma» de papel, y cajas de cartón medio rotas atadas con cordeles y cuerdas para impedir que se derramara su contenido. Se apretujaron en el asiento que quedaba detrás del conductor, que les permitía disponer del pequeño espacio que quedaba debajo del asiento del conductor para estirar las piernas. Ella regaló un paquete de cigarrillos al conductor; un regalo de su condición de «huésped distinguida» del Peace Hotel. El conductor les sonrió.

A pesar de las ventanas abiertas, el aire en el autobús era sofocante, y la imitación de cuero de los asientos daba mucho calor. Se percibía una mezcla de olores de sudor de cuerpos humanos, pescado salado, carne macerada en vino y cualquier otra ofrenda imaginable. No obstante, Catherine parecía animada y se puso a charlar con una mujer de edad madura que estaba al otro lado del pasillo y a examinar las ofrendas de los demás pasajeros con gran interés. Por encima de la cacofonía de voz se oía una canción emitida por unos altavoces invisibles. El cantante, popular en Hong Kong, gorjeaba con voz estridente. Chen reconoció la letra: un poema ci escrito por Su Dongpo. Era una elegía a la esposa de Su, pero se podía interpretar de un modo más general. ¿Por qué el conductor del autobús que iba al cementerio había elegido aquel ci concreto para el viaje? La economía de mercado funcionaba en todas partes. También la poesía se había convertido en un producto.

El inspector jefe Chen no creía que hubiera vida después de la vida, pero, bajo la influencia de la música, deseó que la hubiera. ¿Le reconocería su padre?, se preguntó. Después de tantos años…

Pronto vieron el cementerio. Varias ancianas se dirigían hacia allí desde el pie de la colina. Llevaban capuchas de toalla de color blanco e iban vestidas con ropa oscura hecha en casa, más oscura aún que los cuervos que se veían a lo lejos. Era una escena que había presenciado en su última visita.

Le cogió la mano a la inspectora Rohn.

—Vamos deprisa.

Pero a ella le costaba hacerlo. La tumba del padre de Chen se encontraba aproximadamente a media colina. El camino estaba lleno de alta maleza. La pintura de los letreros que indicaban la dirección había desaparecido. Había varios escalones en mal estado. Tuvo que reducir la marcha, abriéndose paso a través de las ramas bajas de los pinos y las zarzas. Ella estuvo a punto de tropezar.

—¿Por qué algunos caracteres que hay en las lápidas son rojos y otros son negros? —preguntó, pisando con mucho cuidado entre las piedras.

—Los nombres que están en negro corresponden a los que ya han muerto, y los nombres que están en rojo a los que aún viven.

—¿Eso no trae mala suerte a los vivos?

—En China se supone que marido y mujer serán enterrados juntos bajo la misma lápida. Por esto después de morir uno el otro hará erigir la lápida con el nombre de los dos grabado en ella: uno en negro y el otro en rojo. Cuando los dos hayan muerto, sus hijos pondrán juntos sus féretros o urnas cinerarias y repintarán todos los caracteres en negro.

—Debe de ser una costumbre muy antigua.

—Sí, y está desapareciendo. La estructura familiar ya no es tan estable. La gente se divorcia o se vuelve a casar. Sólo algunos ancianos aún siguen esta tradición.

Su conversación se vio interrumpida cuando las ancianas vestidas de negro les alcanzaron. Debían de tener más de setenta años, aunque arrastraban sus pies vendados con firmeza. Chen quedó atónito: aquellas ancianas, caminando con tanta dificultad por un camino de montaña tan peligroso. Las mujeres llevaban velas, incienso, dinero de papel «fantasma», flores y artículos de limpieza.

Una de ellas se tambaleó sobre sus pies vendados y le tendió un modelo de papel de una casa «fantasma».

—¡Que tus antepasados te protejan!

—¡Oh, qué guapa esposa norteamericana! —exclamó otra—. Tus antepasados, bajo tierra, sonríen de oreja a oreja.

—¡Que tus antepasados te bendigan! —rogó la tercera.

—¡Tenéis un maravilloso futuro juntos! —predijo la cuarta.

—No —él negaba con la cabeza al coro que hablaba en dialecto de Suzhou, que Catherine, por fortuna, no entendía.

—¿Qué dicen?

—Bueno, palabras para dar suerte para complacernos, para que les compremos sus ofrendas o les demos dinero —compró un ramo de flores a una anciana. Las flores no tenían un aspecto muy lozano. Posiblemente las había cogido de la tumba de alguien. No dijo nada. Catherine compró un poco de incienso.

Cuando por fin localizó la tumba de su padre, las ancianas que llevaban escobas y estropajos se precipitaron a limpiar la tumba. Una de ellas sacó un pincel y dos latitas de pintura y se puso a repasar los caracteres con pintura roja y negra. Esto era un servicio que se prestaba, por el que tuvo que pagar. En parte era por Catherine, pensó. Aquellas ancianas debían de haber supuesto que él era inmensamente rico, con una esposa norteamericana.

Limpió el polvo que quedaba en la tumba. Ella tomó varias fotografías. Fue un detalle por su parte. Él le enseñaría aquellas fotos a su madre. Después de clavar el incienso en el suelo y encenderlo, se colocó al lado de él, imitando su gesto, con las manos apretadas frente a su corazón.

¿Cuál sería la reacción del difunto profesor neoconfuciano al ver aquello: su hijo, un policía chino, con una mujer policía norteamericana?

Él cerró los ojos e intentó tener un momento de callada comunión con el muerto. Había defraudado terriblemente al anciano, al menos en un aspecto. La continuación del árbol genealógico había sido una de las mayores preocupaciones de su padre. De pie junto a la tumba, aún soltero, la única defensa que el inspector jefe Chen pudo encontrar para sí mismo fue que en el confucianismo la responsabilidad de uno con el país se consideraba lo más importante.

Sin embargo, este no era el interludio meditativo que él esperaba. Las ancianas volvieron a iniciar su coro. Para empeorar las cosas, a su alrededor zumbaba un enjambre de mosquitos, enormes, negros, monstruosos mosquitos que intensificaban el sediento asalto del coro de bendiciones de los de pelo blanco.

En poco rato sufrió un par de picaduras y observó que Catherine se rascaba el cuello.

Ella sacó una botella del bolso y le roció los brazos y las manos, y luego le frotó un poco en el cuello. El aerosol contra los mosquitos, un producto norteamericano, no desanimó a los mosquitos de Suzhou. Se quedaron y siguieron zumbando.

Otras varias ancianas aparecieron en otra dirección.

Tenían que marcharse, decidió Chen.

—Vámonos.

—¿A qué viene tanta prisa?

—El ambiente está enrarecido. No creo que aquí disfrute de un instante de paz.

Cuando llegaron al pie de la colina se tropezaron con otro problema. Según el horario de autobuses del cementerio, tendrían que esperar una hora.

—Hay varias paradas de autobús en la calle Mudu, pero tardaríamos al menos veinte minutos en llegar a la más cercana.

Un camión se paró a su lado. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Necesitan transporte?

—Sí. ¿Va hacia Mudu?

—Suban. Veinte yuanes por los dos —dijo el conductor, pero conmigo sólo se puede sentar uno.

—Vaya usted, Catherine —dijo él—. Yo me sentaré en la caja.

—No. Los dos nos sentaremos en la caja.

Chen se subió al neumático y se dio impulso para saltar a la parte trasera del camión; luego la ayudó a subir a ella. En la plataforma había varias cajas de cartón usadas. Él puso una boca abajo y le ofreció un asiento.

—Es la primera vez que lo hago —dijo ella, alegre, estirando las piernas—. Cuando era niña, quería sentarme así en la caja de un camión. Mis padres jamás me lo permitieron.

Se quitó los zapatos y se frotó los tobillos.

—¿Aún le duele? Lo lamento, inspectora Rohn.

—¿Otra vez? ¿Qué es lo que lamenta?

—Los mosquitos, esas ancianas, el camino, y ahora el viaje en camión.

—No, esta es la China real. ¿Qué ocurre?

—Esas ancianas deben de haberle costado una pequeña fortuna.

—No sea demasiado duro con ellas. En todas partes hay gente pobre. Los sin techo de Nueva York, por ejemplo. Hay muchísimos. No soy rica, pero darles mis monedas no me va a arruinar.

Tenía la ropa arrugada, empapada en sudor, e iba descalza.

Mirándola, sentada en una caja de cartón, se dio cuenta de que era mucho más que meramente vivaz y atractiva. Era radiante.

—Es muy amable —dijo. Aun así, no era apropiado para él, como miembro del Partido, mostrar a una norteamericana la pobreza de las zonas rurales de China, aunque ella le hubiera hablado de los sin techo de Nueva York. Estaba impaciente por reanudar su papel de guía—. ¡Mire, la pagoda de Liuhe!

El camión se paró unas manzanas más adelante de la calle Guanqian, donde estaba situado el Templo de Xuanmiao. Asomando la cabeza por la ventanilla el camionero dijo:

—No puedo ir más lejos. Ahora estamos en el centro de la ciudad. La policía me parará por llevar gente detrás. No hace falta que cojan un autobús. Pueden ir andando hasta la calle Guanqian.

Chen bajó del camión de un salto. Las bicicletas pasaban a toda velocidad junto a él. Al ver que ella vacilaba, le tendió los brazos. Ella dejó que la bajara.

El magnífico templo taoísta de la calle Guanqian pronto apareció a la vista. Ante él vieron un bazar que consistía en vendedores de comida así como diversas cabinas que vendían productos locales, chucherías, cuadros, recortes de papel y pequeños objetos que eran difíciles de encontrar en las tiendas generales.

—Está más comercializado de lo que esperaba —ella aceptó de buen grado una botella de Sprite que él le compró—. Supongo que es inevitable.

—Está demasiado cerca de Shanghai para ser tan diferente. Los turistas no ayudan —dijo él.

Tuvieron que comprar entradas para acceder al templo. A través de la verja roja bordeada de latón vieron un rincón del patio con pavimento de losas, abarrotado de peregrinos y envuelto en humo de incienso.

A ella le sorprendió la concurrencia.

—¿Es tan popular el taoísmo en China?

—Si se refiere al número de templos taoístas en China, no lo es. Tiene más influencia como filosofía de vida. Por ejemplo, los que practican tai chi en el parque del Bund son seguidores taoístas en sentido seglar, que siguen los principios de que lo blando conquista lo fuerte y lo lento vence a lo rápido.

—Sí, el yin que se convierte en yang, el yang en yin, todo sigue el proceso de convertirse en otra cosa. Un inspector jefe que se convierte en guía turístico, así como en poeta postmoderno.

—Y una agente de la justicia de EE.UU. en sinóloga —dijo él—. En términos de la práctica de sus seguidores religiosos, el taoísmo puede que no sea tan diferente del budismo. En ambos se queman velas e incienso.

—Si se construye un templo, acudirán fieles.

—Se podría expresar así. En una sociedad cada vez más materialista, algunos chinos se están pasando al budismo, al taoísmo o al cristianismo para obtener respuestas espirituales.

—¿Y el comunismo?

—Los miembros del Partido creen en él, pero en este período de transición las cosas pueden ser difíciles. La gente no sabe qué les ocurrirá al día siguiente. Así que puede que no sea tan malo tener algo en lo que creer.

—¿Y usted?

—Yo creo que China está avanzando en la dirección correcta…

La llegada de un sacerdote taoísta con túnica de satén amarillo interrumpió a Chen.

—Bienvenidos, reverendos benefactores. ¿Quieren sacar una varita? —El taoísta les ofrecía un envase de bambú en el que había diversas varitas de bambú, cada una de ellas con un número.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

—Una forma de adivinar el futuro —dijo Chen—. Elija una varita. Le dirá lo que quiere saber.

—¿De veras? —sacó una. La varita de bambú llevaba un número: 157.

El taoísta les condujo hasta un gran libro que había en un atril de madera y pasó a la página 157. En la página había un poema de cuatro líneas.

Colina tras colina, parece no haber salida;

Los sauces frondosos y las flores brillantes, aparece otra aldea.

Bajo el puente desgarrador, verde es el agua del manantial,

Que en otro tiempo reflejó la belleza del rubor de una oca salvaje.

—¿Qué significa el poema? —preguntó ella.

—Es interesante, pero su significado se me escapa —dijo Chen—. El taoísta lo interpretará pagando.

—¿Cuánto?

—Diez yuanes —dijo el taoísta—. Será importante para usted.

—De acuerdo.

—¿Sobre qué período quiere preguntar, el presente o el futuro?

—El presente.

—¿Qué quiere saber?

—Sobre una persona.

—En ese caso, la respuesta es evidente —el taoísta esbozó una atenta sonrisa—. Lo que está buscando está ahí mismo por usted. Los dos primeros versos sugieren un cambio brusco en un momento en que las cosas parece que no tienen solución.

—¿Qué más dice el poema?

—Puede tener algo que ver con una relación romántica. Los dos segundos versos lo dejan claro.

—Estoy confundida —dijo ella, volviéndose a Chen—. Usted es el único que está aquí por mí.

—Es ambiguo adrede —a Chen le divertía—. Estoy aquí, o sea que ¿a quién ha de buscar? O podría referirse a Wen, que sepamos. —Echaron a andar por el templo, examinando los ídolos de barro colocados sobre piedras en forma de cojín: las deidades de la religión taoísta. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de los taoístas, ella reanudó su interrogatorio—. Usted es poeta, Chen. Por favor, explíqueme esos versos.

—El significado de un poema y el significado de una predicción del futuro pueden ser totalmente diferentes. Usted ha pagado para que le predijeran el futuro, así que tiene que contentarse con su interpretación.

—¿Qué es la belleza del rubor de una oca salvaje?

—En la antigua China había cuatro bellezas legendarias, tan bellas que todo lo demás reaccionaba con vergüenza: las aves se ruborizaban, los peces se zambullían, la luna se escondía y la flor se cerraba. Posteriormente, la gente empleaba esta metáfora para describir una belleza.

Luego salieron al patio del templo. Ella se puso a tomar fotografías, como una turista norteamericana, pensó él. Parecía estar disfrutando cada instante, disparando la cámara desde muchos ángulos diferentes.

Paró a una mujer de edad madura.

—¿Podría sacarnos una foto? —preguntó. Se acercó a él. El pelo le relucía sobre el hombro de Chen; dirigió la mirada hacia la cámara con el antiguo templo al fondo.

El bazar de delante del templo era un hervidero de gente. Pasó varios minutos buscando recuerdos exóticos pero baratos. Además de varias cestas de hierbas, que llenaban el aire de un agradable aroma, regateó con una vieja campesina que exhibía pequeñísimos huevos de ave, bolsas de plástico de hojas de té de Suzhou y paquetes de setas secas. En una cabina de juguetes populares, agitó una serpiente de papel que resbalaba en un palo de bambú, un recuerdo de su infancia.

Eligieron una mesa bajo la sombra de un gran parasol. Él pidió rollitos al estilo de Suzhou, camarones pelados con hojas de té tiernas y sopa de pollo y sangre de pato. Entre bocado y bocado ella siguió preguntando por el poema que predecía el futuro.

—Los dos primeros versos son de Lu You, un poeta de la dinastía Song, pero de dos poemas diferentes —explicó él—. El primero se cita a menudo para describir un cambio repentino. En cuanto a los dos segundos, tienen una trágica historia detrás. A sus setenta años, cuando Lu revisitó el lugar donde había visto por primera vez a Shen, una mujer a la que amó toda su vida, escribió esos versos, contemplando las verdes aguas que pasaban por debajo del puente.

—Una historia romántica —dijo ella, tragando una cucharada de la sopa de pollo y sangre de pato.