CAPÍTULO 24

Tardaron menos de diez minutos en metro en llegar a la calle Huating. El inspector jefe Chen quedó sorprendido por la multitud que abarrotaba el mercado callejero. También se veían numerosos extranjeros, con pequeñas calculadoras, regateando o gesticulando con los dedos. Probablemente habían leído la misma guía turística que Catherine Rohn.

—¿Lo ve? Su chino es más que suficiente —dijo él.

—Tenía miedo de ser el único demonio extranjero —dijo ella.

En ambos lados de la estrecha calle había cabinas, quioscos, puestos, carretas y tiendas. Algunos estaban especializados en una línea de producto concretos, como billeteros y bolsos, camisetas o vaqueros; otras exhibían una mezcla ecléctica. En los últimos años, ejércitos de pequeños vendedores habían creado un mercado en una antigua zona residencial. Había sucedido en toda la ciudad. Muchas tiendas eran extensiones improvisadas, o reconversiones, de las residencias originales. Algunos vendedores ambulantes hacían negocio sobre mesas colocadas bajo toldos y sombrillas con logotipos de marcas, o simplemente en el suelo, lo que daba un aspecto de feria a la calle.

Preguntaron por Bai, el vendedor ambulante, pero nadie quiso dar información. No era de sorprender. Podía haber más de un mercado de imitaciones. Ella no pareció demasiado decepcionada. Tampoco encontraron ningún pijama de Valentino. La información del Viejo Cazador era digna de confianza.

Ella se paró ante una cabina para examinar un bolso de piel. Se lo colgó al hombro y pareció satisfecha, pero en lugar de regatear lo dejó diciendo:

—Antes quiero comparar con otras tiendas.

Entró en una pequeña tienda y vio varios productos de aspecto conocido y de poco precio en los estantes próximos a la entrada, la mayoría con etiquetas de «made in China». Los artículos eran los mismos que los que se vendían en aquellas tiendas estatales. Sin embargo, más adentro había toda clase de copias de productos de gran estilo. La propietaria, una mujer de anchos hombros de casi cincuenta años, les saludó con una sonrisa.

Catherine se cogió del brazo de Chen, susurrando:

—Por el bien de la propietaria, para que no me tome por una boba norteamericana.

Aunque el gesto era sensato, le satisfizo de un modo extraño. Ella se puso a curiosear igual que los otros clientes con una intensidad que él no había esperado.

Otra tienda mostraba los trajes chinos tradicionales. La calle, frecuentada por turistas extranjeros a los que les interesaban también los productos orientales exóticos, era la sede de un par de tiendas especializadas. A la inspectora Rohn se le iluminó la cara al ver una túnica de seda roja con un dragón dorado bordado en ella. Cuando acarició el suave tejido, la propietaria de la tienda, una mujer de pelo cano con gafas de montura gris, dijo amablemente:

—Puede probárselo, dama norteamericana.

—¿Cómo? —Catherine miró alrededor. No había probador.

—Es fácil —dijo la propietaria, señalando un trozo de tela recogido y colgado en la pared—. Tire de eso, cuélguelo en la otra pared y es la cortina de un probador. Puede ponerse la túnica detrás.

—Es ingenioso —observó Chen. Sin embargo, lo que se extendía en el rincón de la estancia no era exactamente una cortina. La tela era demasiado delgada y demasiado corta. Parecía más un elegante delantal.

Por debajo de la cortina vio el vestido de Catherine que caía a sus pies hecho un ovillo. Al levantar la vista vislumbró sus blancos hombros antes de que se envolviera en la túnica roja.

—No tenga prisa, Catherine. Me fumaré un cigarrillo fuera.

Mientras encendía el cigarrillo fuera de la tienda vio a un joven frente a otra tienda al otro lado de la calle marcando en un teléfono móvil y lanzando una larga mirada en su dirección. A un transeúnte chino le intrigaría ver a una mujer norteamericana cambiándose de ropa detrás de la improvisada cortina. Chen no se sentía cómodo en su papel temporal, allí de pie como un guardaespaldas, un «protector de la flor» en la literatura china clásica.

También le preocupaba otra cosa. No estaba seguro de qué. Arrojó el cigarrillo antes de terminarlo, lo apagó pisándolo con el tacón del zapato y volvió a entrar en la tienda. Ella apartó la cortina y salió con la túnica en una bolsa de plástico.

—La he comprado.

—La dama norteamericana habla muy bien chino —dijo la propietaria con una cortés sonrisa—. Se lo doy al precio de un cliente chino corriente.

Reanudaron sus compras, regatearon, comparando, comprando pequeños artículos aquí y allá. Mientras se abrían paso por el mercado se puso a llover. Se apresuraron a entrar en una tienda que parecía un garaje, donde había una joven vendedora sentada en una silla alta detrás del mostrador. Probablemente tenía veintipocos años, era de buen parecer y vestía una camiseta DKNY negra que dejaba el ombligo al aire y unos pantalones cortos con el logotipo de Tommy Hilfiger en la cintura. Hacía oscilar sus chanclas Prada y fumaba un cigarrillo More de color marrón. Se levantó para acercarse a ellos, una imagen colectiva de la moda contemporánea.

—Bienvenido a nuestra tienda, Gran Hermano.

Era un extraño saludo, pensó él. La joven vendedora parecía centrar su atención en él.

—Está lloviendo —dijo—. Así que vamos a echar un vistazo.

—No tenga prisa, Gran Hermano. Su novia se merece lo mejor.

—Sí, así es —dijo él.

—Gracias —dijo Catherine en chino.

La vendedora se presentó.

—Me llamo Huang Ying. Significa Oropéndola en chino.

—¡Qué nombre tan bonito!

—Nuestros productos no son imitaciones de poca calidad. Las propias empresas nos los venden a través de un canal no oficial.

—¿Cómo? —preguntó Catherine, cogiendo un bolso negro que llevaba la etiqueta de un diseñador italiano exclusivo.

—Bueno, la mayoría tienen empresas conjuntas en Hong Kong o Taiwan. Este bolso, por ejemplo. Encargaron dos mil. La fábrica de Taiwan produjo tres mil. La misma calidad, huelga decirlo. Y recibimos mil directamente de la fábrica. Por menos de veinte dólares.

—Es auténtico —dijo Catherine tras examinarlo con más atención.

Chen no veía nada especial en él, salvo la etiqueta del precio. Le parecía enormemente caro. Al pasarle el bolso a ella reparó en una hilera de vistosa ropa de moda colgada de una barra de acero inoxidable en un rincón. Las etiquetas del precio parecían oscilar.

También había un trozo de terciopelo rojo, una cortina de probador que escondía parcialmente un taburete acolchado junto a la puerta trasera. Esta tienda era de mejor calidad, al menos en este aspecto. Cuando la gente se cambiaba, se sentiría más segura.

—Eche un vistazo a este reloj —Oropéndola sacó un estuche—. La empresa no es muy famosa por su línea de relojes. O sea que ¿para qué preocuparse? Es porque se fabrican en Taiwan y se venden aquí.

—¿El gobierno no ha intentado cerrar este mercado? —le preguntó Catherine.

—Las patrullas del mercado vienen por aquí de vez en cuando, pero las cosas se pueden solucionar —dijo Oropéndola con una facilidad sospechosa—. Digamos que se llevan diez camisetas y dicen: «He confiscado cinco camisetas, ¿de acuerdo? Y tú dices: «Cinco, de acuerdo». De modo que en lugar de detenerte, denuncia cinco, se queda otras cinco y te deja en paz.

—¿No han hecho nada más aquí? —El inspector jefe Chen se sentía avergonzado.

—De vez en cuando viene la policía. El mes pasado hicieron una redada en la tienda del Calvo Zhang, al final de la calle, y le condenaron a dos años. Puede ser peligroso.

—Si es tan peligroso, ¿por qué lo sigues haciendo?

—¿Qué alternativa tengo? —dijo Oropéndola con amargura—. Mis padres trabajaron toda su vida en el Molino Textil Número 6 de Shanghai. Les despidieron el año pasado. Cuencos de arroz de hierro rotos. Ya no obtienen ningún beneficio del sistema socialista. Yo tengo que mantener a la familia.

—Tu tienda debe de dar muchos beneficios —observó Chen.

—No es mi tienda, pero no me puedo quejar del dinero que gano.

—Aun así, no es un empleo… —no terminó la frase. No estaba en situación de ser condescendiente o compasivo. Oropéndola tal vez ganaba más que un inspector jefe. A principios de los noventa, no había nada como la oportunidad de ganar dinero. Con todo, no era un trabajo decente para una jovencita…

Catherine estaba ocupada comparando relojes, uno tras otro, probando el efecto que producían en su muñeca. Podría tardar bastante en decidirse; cuánto, se preguntó Chen. La lluvia golpeaba en la puerta de aluminio parcialmente bajada.

Mientras miraba fuera, la vista le pasó por un hombre que estaba al otro lado de la calle marcando su teléfono móvil, mirando en su dirección.

El mismo móvil de color verde claro.

Era el hombre que antes les había sacado fotografías delante del Suburbio de Moscú, y también era el hombre que había mirado hacia la tienda de ropa oriental quince minutos antes.

Se volvió y preguntó a Oropéndola.

—¿Puedes correr la cortina del probador. Me gusta esta combinación, la Christian Dior. —La cogió del perchero y la puso en las manos de Catherine—. ¿Quieres probártela?

—¿Cómo? —Se quedó mirando fijamente a Chen, consciente de que le estaba apretando la mano.

—Déjame pagarte el precio de la etiqueta, Oropéndola —dijo él, entregando varios billetes a la vendedora—. Me gustaría ver cómo le queda. Puede que tardemos un poco.

—Claro, pueden estar tanto tiempo como quieran —Oropéndola cogió el dinero, sonrió con elocuencia y corrió la cortina—. Cuando hayan terminado me avisan.

Entró otro cliente en la tienda. Oropéndola se acercó a él, repitiendo por encima del hombre:

—No tenga prisa, Gran Hermano.

Apenas había espacio para dos detrás de la cortina. Catherine miró a Chen a los ojos con la combinación en las manos y un interrogante en los ojos.

—Salgamos por detrás —susurró en inglés, y abrió la puerta, que daba a un callejón. Aún llovía; a lo lejos retumbaban los truenos y el distante horizonte se iluminaba con los rayos.

Chen cerró la puerta tras ellos y condujo a Catherine al final del callejón, que desembocaba en la calle Huating. Se volvió y vio el letrero luminoso del Huating Café en la segunda planta de un edificio rosado en la esquina de las calles Huating y Huaihai. En la primera planta había otra tienda de ropa. Una escalinata de hierro forjado en la parte de atrás del edificio conducía al café.

—Vamos a tomar un café ahí —dijo él.

Subieron la resbaladiza escalera, entraron en un salón rectangular amueblado al estilo europeo y se sentaron a una mesa junto a la ventana.

—¿Qué pasa, inspector jefe Chen?

—Esperemos aquí, inspectora Rohn. Puede que me equivoque —se calló cuando se acercó una camarera para ofrecerles toallas calientes—. Yo necesito un café caliente.

—A mí también me iría bien.

Cuando la camarera les hubo servido el café, Catherine dijo:

—Permítame que le haga una pregunta primero. Esta calle debe de ser un secreto público. ¿Por qué el gobierno de la ciudad permite su existencia?

—Donde hay demanda, hay suministro… incluso en el caso de las falsificaciones. Por muchas medidas que el gobierno de la ciudad tomara, la gente seguiría con su negocio. Según Karl Marx, hay mucha gente dispuesta a vender su alma para obtener un beneficio del trescientos por ciento.

—Hoy no tengo derecho a ser crítica, después de haber hecho tantas compras —removió el café con una cuchara de plata formando pequeñas ondas en el líquido—. Aun así, hay que hacer algo.

—Sí, no sólo con el mercado, sino también con las ideas que hay detrás, la excesiva exaltación de lo material. Al decir Deng Xiaoping que «hacerse rico es glorioso», el consumismo capitalista se ha descontrolado.

—¿Cree que lo que la gente practica aquí en realidad es capitalismo y no comunismo?

—Tiene que encontrar la respuesta a esta pregunta usted misma —respondió él, evasivo—. La apertura de Deng a la innovación capitalista es famosa. Hay un dicho: «No importa si es un gato blanco o negro, con tal de que cace ratas».

—Gato y rata, tiene sentido.

—Pocos chinos tienen gatos como animales domésticos. Para nosotros, los gatos existen con el único fin de cazar ratas.

La lluvia había cesado. Desde la ventana Chen veía la tienda de Oropéndola. La cortina de terciopelo seguía corrida. No estaba seguro de si Oropéndola sabía que se habían marchado. Pagarle de antemano el precio señalado debía de haber sido suficientemente sospechoso. Reparó en que Catherine miraba en la misma dirección.

—Hace quince años, esas marcas no se conocían aquí. Los chinos se contentaban con vestir un estilo de ropa: las chaquetas Mao, azules o negras. Ahora las cosas son muy diferentes. Quieren ponerse al día con las modas más nuevas del mundo. Desde una perspectiva histórica, hay que decir que esto es progreso.

—Es usted capaz de dar una charla sobre muchos temas, camarada inspector jefe Chen.

—Para muchas cosas en este período de transición no tengo respuesta, y mucho menos puedo dar una charla. Sólo trato de asimilarlas —Sin pensarlo de forma consciente, había construido un pequeño edificio con terrones de azúcar, que ahora se desmoronó junto a su taza de café. ¿Por qué había estado tan dispuesto… incluso ansioso, por hablar de todas estas cosas con ella?

Entonces oyó un alboroto en la calle, como un trueno que se acercara retumbando desde lejos, y la gente gritaba al unísono:

—¡Que vienen!

Vio que los vendedores callejeros recogían sus mercancías con frenesí, los propietarios de las tiendas cerraban sus puertas atropelladamente, varias personas corrían con grandes bolsas de plástico a la espalda. En la tienda de Oropéndola, la muchacha salió de un salto de detrás del mostrador, sumió la tienda en la semioscuridad dándole a un interruptor y trató de bajar la puerta de aluminio. Pero era demasiado tarde. La policía de paisano ya irrumpía en la tienda.

Se confirmó lo que había sospechado.

Les habían estado siguiendo. Alguien que tenía contactos dentro. De lo contrario, la policía no habría llegado tan deprisa, ni se habría precipitado directamente a aquella tienda. Les habían dado un soplo, quizá a través de aquel móvil de color verde claro. El informador debió de suponer que Chen y su compañera norteamericana estaban dentro. Gracias a su cautela no les habían pillado junto con Oropéndola. La posición de Catherine como agente de la justicia de EE.UU. habría causado graves complicaciones. En cuanto a Chen, había cometido una grave violación de las normas de las relaciones con el extranjero. La existencia de aquellos mercados callejeros era una desgracia política. No debería haber llevado allí a una norteamericana, y mucho menos a una agente norteamericana que se hallaba en plena investigación, y una investigación importante. Como mínimo le habrían suspendido.

¿Habían orquestado todo aquello los Hachas Voladoras… además de los otros «accidentes»? Se preguntó cómo una banda de Fujian, que nunca había hecho sentir su impacto fuera de su provincia, podía tener tantos recursos en Shanghai.

Se le ocurrió otra posibilidad. Algunas personas dentro del sistema habían planeado hacía tiempo deshacerse de él. El informe de Seguridad Interna sobre el hecho de que había abrochado el collar a la inspectora Rohn, por ejemplo, debía de haber encontrado la forma de llegar a su expediente debido a esto. Aquella misma misión podía ser una trampa, puesta para que metiera la pata en compañía de una atractiva agente norteamericana. Sin embargo, podía salirles el tiro por la culata si se descubría que el intento de atraparle se estaba haciendo a expensas de un caso de importancia internacional. No se encontraba sin su aliado al más alto nivel…

Catherine le tocó levemente la mano.

—Mire.

Hacían salir a Oropéndola de la tienda. La chica había cambiado, con las manos esposadas a la espalda, despeinada y la cara llena de arañazos; ya no era joven y vivaz. Tenía la camiseta arrugada, un tirante le colgaba del hombro y debía de haber perdido sus sandalias en la pelea, por lo que salió descalza a la calle.

—¿Sabía usted que vendría la policía? —preguntó Catherine.

—No, pero mientras usted estaba examinando los relojes he visto a un hombre de paisano fuera.

—¿Venían a por nosotros?

—Es posible. Si pillaban aquí a una norteamericana con un montón de compras, podría utilizarse como carta política.

No estaba en situación de contarle qué más presentía, aunque vio aparecer en sus ojos las nubes de la sospecha.

—Pero podíamos haber salido de la tienda de un modo normal —dijo ella con escepticismo—. ¿Por qué tanta historia… pasar detrás de la cortina, salir por la puerta trasera y correr por el callejón bajo la lluvia?

—Quería hacerles creer que aún estábamos detrás de la cortina.

—¿Tanto rato? —dijo ella, ruborizándose a su pesar.

De pronto le pareció ver una figura conocida en la multitud, un policía bajito con un walkie-talkie en la mano. Luego se dio cuenta de que no era Qian. Sin embargo, el hombre del móvil verde claro había aparecido ante el Suburbio de Moscú después de la llamada de Qian.

Un cliente de edad madura que estaba sentado a la mesa de al lado señaló con el dedo a la vendedora y exclamó:

—¡Qué zapato gastado!

Oropéndola debía de haber pisado un charco y dejaba un rastro de huellas mojadas tras de sí.

—¿Qué quiere decir este hombre? —Catherine parecía desconcertada—. Va descalza.

—Es argot. Significa «zorra», «prostituta». Un zapato gastado en el sentido de que lo ha calzado mucha gente y muchas veces.

—¿Está metida en la prostitución?

—No lo sé. El negocio de esta calle no es legítimo. O sea que la gente imagina cosas.

—¿Tendrá problemas graves esa chica?

—Unos meses o unos años. Depende del clima político. Si nuestro gobierno encuentra políticamente necesario resaltar la acción tomada contra esos vendedores de imitaciones, la chica sufrirá. Tal vez pasa lo mismo con el énfasis que pone su gobierno en el caso de Feng.

—¿No puede usted hacer nada? —preguntó ella.

—Nada —respondió él, aunque lo lamentaba por Oropéndola. La intención de la redada era pillarles a ellos, estaba seguro. Deberían castigarla por sus prácticas comerciales, pero no así.

Se había declarado una guerra, y ya había víctimas. Primero Qiao, ahora Oropéndola. El inspector jefe, sin embargo, aún estaba en la oscuridad, sin saber con certeza con quién estaba luchando.

Oropéndola ya había llegado casi al final de la calle.

Detrás de ella, la hilera de huellas mojadas ya estaba desapareciendo.

En el siglo diecisiete, Su Dongpo había creado la famosa imagen: «La vida es como la huella dejada por una solitaria grulla en la nieve, visible un instante y luego desaparece».

A veces acudían versos a Chen en las situaciones más difíciles. No sabía cómo era capaz de sentirse poético cuando los gánsteres le estaban acorralando. En aquel instante se le ocurrió de pronto otra cosa.

—Vámonos, Catherine —se levantó, le cogió la mano y la arrastró escaleras abajo.

—¿Adonde?

—Tengo que darme prisa en regresar al departamento. Algo urgente. He tenido una idea. Lo siento, la llamaré más tarde.