Nunca llueve, sino que diluvia.
El teléfono del inspector jefe Chen sonó. Era el señor Ma.
—¿Dónde está, inspector jefe Chen?
—En la carretera de vuelta de Qingpu.
—¿Está solo?
—No, con Catherine Rohn.
—¿Cómo está ella?
—Mucho mejor. Su pasta es milagrosa. Gracias.
—Le llamo por la información que ayer quería usted.
—Adelante, señor Ma.
—Tengo un hombre para usted. Puede que sepa algo de la mujer que está buscando.
—¿Quién es?
—Tengo que pedirle una cosa, inspector jefe Chen.
—¿Cuál?
—Si consigue lo que necesita, ¿le dejará en paz?
—Le doy mi palabra. Y jamás mencionaré el nombre de usted.
—No quiero ser un soplón. Va contra mis principios proporcionar información al gobierno —dijo el señor Ma con seriedad—. Se llama Gu Haiguang, un señor Billetes Grandes, propietario del Dynasty Karaoke Club de la calle Shanxi. Tiene conexiones en el mundo de la tríada, pero no creo que sea miembro. Dado el negocio que tiene, ha de estar en buenas relaciones con ellos.
—Se ha tomado muchas molestias por mí. Se lo agradezco, señor Ma.
Apagó el teléfono. Chen no quería comentar la información de Ma con Catherine inmediatamente, aunque sabía que ella debía de haber oído algo de la conversación. Respiró hondo.
—Paremos aquí, inspectora Rohn. Tengo sed. ¿Y usted?
—Me apetecería un zumo de fruta.
Chen paró ante un local de comidas preparadas, donde compró unas bebidas, junto con una bolsa de mini bollos fritos. Cuando entró, otro coche pasó por su lado despacio, luego dio media vuelta y entró en el solar.
—Sírvase, por favor —dijo él cuando regresó, ofreciéndole los bollos cubiertos de cebolla verde triturada, vistosa pero grasienta.
Ella cogió sólo la bebida.
—La llamada era del señor Ma —abrió su lata de cola produciendo un chasquido—. Ha preguntado por usted.
—Es muy amable por su parte. Le he oído darle las gracias un par de veces.
—Hay más. Ha encontrado a alguien relacionado con la banda que hablará con nosotros.
—¿Un miembro de los Hachas Voladoras?
—No, probablemente no, pero deberíamos entrevistarle, si ya no está enfadada.
—Claro que le entrevistaremos. Es nuestro trabajo.
—Ese es el espíritu, inspectora Rohn. Por favor, coma un bollo. No sé cuánto tardaremos. Después la invitaré a una comida mejor, una comida adecuada para una distinguida invitada norteamericana.
—Ya está otra vez —cogió un bollo con una servilleta de papel.
—Diga lo que diga durante la entrevista, inspectora Rohn, le ruego que no se apresure a sacar conclusiones.
—¿Qué quiere decir?
—Para empezar, el soplo ha venido del señor Ma. No quiero causarle ningún problema.
—Entiendo. Debe proteger a su fuente —se metió un bollito en la boca—. No tengo nada que objetar a eso. Le debo un favor. ¿Quién es este hombre misterioso al que vamos a ver? ¿Y cuál será mi papel?
—Es el propietario del Dynasty Karaoke Club. Es un lugar de diversión para gente joven. Cantan, bailan. Usted no tendrá que hacer nada. Sólo relajarse y disfrutar del lugar como invitada norteamericana nuestra.
Salieron a la carretera. Chen miraba por el retrovisor de vez en cuando. Media hora más tarde llegaron al cruce de las calles Shanxi y Julu. Allí, giró a la derecha y se paró ante la verja entreabierta de una mansión rodeada de un muro. Un letrero vertical blanco decía: asociación de escritores de Shanghai. El portero reconoció a Chen y acabó de abrir la verja.
—¿Hoy nos trae una invitada norteamericana?
—Sí, de visita.
Ella le miró con asombro mientras el coche seguía el sendero hasta que se detuvo al lado de un coche aparcado.
—¿Quiere enseñarme primero la Asociación de Escritores?
—Cerca del Dynasty no hay sitio para aparcar. Dejaremos el coche aquí y tomaremos un atajo por la parte trasera. Está a dos o tres minutos.
Este era sólo uno de los motivos para dejar el coche en la Asociación. Chen no quería aparcar un coche con placa del departamento delante del club. Podrían reconocerlo. Y no podía quitarse de encima la sensación de que le habían estado siguiendo, aunque se preguntaba cómo una banda de Fujian podía tener tantos recursos tan lejos de su territorio. Mientras conducía había ido mirando por el retrovisor, pero con el tráfico tan denso le resultaba difícil estar seguro.
La condujo por un pasillo y luego salieron por una puerta trasera. Apareció a la vista el edificio de cinco pisos del Dynasty Karaoke Club. Al entrar se encontraron en un espacioso vestíbulo cuyo suelo de mármol brillaba como un espejo. En un extremo del salón principal había un estrado con una banda sentada bajo una enorme pantalla de televisión, en la que aparecían cantantes actuando junto con los subtítulos. Frente al estrado había unas treinta mesas. Algunas personas estaban sentadas, bebiendo, mientras otros bailaban en el espacio que quedaba entre el estrado y las mesas. En el otro extremo una escalinata de mármol conducía al segundo piso. Era una distribución diferente de los otros clubes que Chen había visitado.
Un hombre joven con una camiseta blanca y vaqueros negros apareció en el escenario e hizo un gesto hacia la banda. Esta se puso a tocar una pieza de jazz que era una adaptación de la moderna Beijing Opera Toma de la montaña del tigre por sorpresa. Había sido extremadamente popular a principios de los setenta, y contaba la historia de un pequeño destacamento del Ejército de Liberación del Pueblo que luchaba contra las tropas nacionalistas. Jamás había imaginado Chen que una melodía sobre soldados del Ejército de Liberación del Pueblo persiguiendo tigres y bandidos en tormentas de nieve pudiera adaptarse con tanto éxito y convertirse en una pieza para bailar.
«Las palabras del presidente Mao encienden mi corazón,
y traen la primavera que funde la nieve…».
¿Cuántas veces había oído este estribillo, sentado con sus amigos del instituto en el cine? Por un segundo, el pasado y el presente se fundieron en una escena como un remolino. Los que bailaban, vestidos con elegancia pero también los soldados de uniforme, brincaban frenéticos ante sus ojos; jóvenes modernos haciendo pasos disparatados, exóticos.
Luego un hombre fornido, sin afeitar, se acercó despacio al centro de la pista, haciendo chasquear los dedos, arrancando un gran clamor a los espectadores. Los rasgos del bailarín se parecían extrañamente a los del camarada Yang Zirong, el héroe de la Beijing Opera original.
Chen hizo una seña a una joven azafata con un vestido de terciopelo púrpura, que se acercó y haciendo una inclinación preguntó:
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Necesitamos una habitación privada. La mejor.
—La mejor, claro. Sólo queda una.
Les condujeron al piso de arriba y les hicieron pasar por un corredor curvo con salas privadas a ambos lados hasta llegar a una habitación suntuosamente decorada, con una pantalla plana de televisión Panasonic en la pared. A su lado había un equipo estereofónico Kenwood de gran capacidad con varios altavoces. Sobre una mesilla auxiliar de mármol había un mando a distancia y dos micrófonos, frente a un sofá desmontable de piel negra.
La azafata desplegó un menú para ellos.
—Tráiganos una fuente de fruta. Un café para mí y un té verde para ella —se volvió a Catherine—. La comida aquí es buena, pero comeremos más tarde en el Jing River Hotel, un hotel de cinco estrellas.
—Lo que usted diga —dijo ella, intrigada por esta exhibición de derroche. ¿Y cómo sabía si la comida era buena o no?
La habitación estaba decorada como para una cita de amantes. En la mesa esquinera había un jarrón de cristal con un ramo de claveles. El suelo estaba cubierto con mullidas alfombras. También había un mueble bar en la pared, cuyos estantes de cristal mostraban botellas de brandy Napoleón y Mao Tai. La luz era suave, adaptable a varias intensidades. Las paredes con papel pintado de estampado floral estaban insonorizadas. Con la puerta cerrada, no oían ningún ruido de fuera, aunque todas las otras habitaciones seguramente estaban ocupadas por cantantes de karaoke.
No era de extrañar que el negocio prosperara, incluso a un precio de doscientos yuanes la hora, pensó Chen. Y este no era el precio de las horas punta. De las siete de la tarde a las dos de la madrugada podía ascender hasta quinientos yuanes la hora, según el Viejo Cazador.
La azafata les trajo otra clase de menú: una lista de títulos de canciones en inglés y en chino. Debajo de cada título había un número.
—Puede elegir la canción que le guste, Catherine —dijo él—. Lo único que tiene que hacer es pulsar el número en el mando a distancia y cantar leyendo los subtítulos que aparecen en la pantalla.
—No sabía que el karaoke era tan popular aquí.
El karaoke había sido importado de Japón a mediados de los ochenta. En un principio se había limitado a unos cuantos grandes restaurantes. Después los empresarios vieron una oportunidad. Convirtieron los restaurantes en salones de karaoke, abiertos las veinticuatro horas del día. A continuación se pusieron de moda las habitaciones privadas, todas amuebladas con gusto para dar una sensación de intimidad. Algunos empresarios llegaron al extremo de hacer renovar un edificio entero para este fin. Pronto la gente acudió no sólo para el karaoke, sino para otra cosa disfrazada de karaoke.
Como los hoteles aún pedían la tarjeta de identidad y certificados de matrimonio para poder registrarse, estas habitaciones privadas de los karaokes, con sus puertas cerradas con llave, satisfacían una necesidad que se comprendía aunque no se expresaba en una ciudad que sufría una gran escasez de vivienda. La gente allí no sentía vergüenza. Aparentemente sólo asistían a una fiesta en el karaoke.
También aparecieron las chicas de karaoke, a menudo llamadas chicas K. Teóricamente, tenían que cantar con un cliente que no tuviera compañera femenina. Sin embargo, cuando la puerta estaba cerrada era fácil imaginar los otros servicios que proporcionaban las chicas K.
Aquella tarde Chen no vio a una sola chica K. Quizá era debido a la hora del día. O quizá porque él ya iba con alguien.
No le explicó nada de esto a la inspectora Rohn.
Cuando la azafata regresó con lo que habían pedido, Chen dijo:
—¿Quién es tu jefe?
—El director general Gu.
—Dile que venga.
La azafata preguntó con asombro.
—¿Qué le digo?
Chen miró a Catherine.
—Tengo que hablar con él de unas oportunidades de negocios internacionales.
Casi de inmediato apareció un hombre de edad madura, con gafas de montura negra, luciendo una buena barriga cervecera así como un anillo con un diamante en el dedo. Le tendió su tarjeta de visita a Chen. Decía: Gu Haiguang.
Chen le entregó a su vez una tarjeta suya. Gu pareció sorprenderse, pero se controló y enseguida hizo señas a la azafata de que saliera de la habitación.
—He venido para presentarme, director general Gu. Esta es mi amiga Catherine. Quería mostrarle el mejor club de karaoke de Shanghai —Chen prosiguió—. Podemos hacer muchas cosas el uno por el otro. Dice el viejo proverbio: «La montaña es elevada y el río es largo».
—En verdad, hay muchas posibilidades en el futuro. Me siento muy honrado de conocerle, y a su bella amiga norteamericana. He oído hablar de usted, inspector jefe Chen. Su nombre ha salido en los titulares de los periódicos. Su honorable presencia ilumina nuestro humilde lugar. Hoy invita la casa.
No sería una suma pequeña. Eso creía Chen. Dos horas en una habitación privada, más la comida, la factura podía ascender a su sueldo de un mes. La mayoría de clientes debían de ser nuevos ricos u oficiales que gastaban dinero del gobierno.
—Es usted muy amable, pero no es por eso por lo que quería verle, director general Gu.
—El sargento Cai también es un cliente regular. Patrulla la zona.
Chen había oído hablar de policías que aceptaban sobornos de los clubes de karaoke en forma de entretenimiento gratis. Al fin y al cabo, un policía también se merecía cantar algunas canciones. Sin embargo, un problema con el soborno era que se formaba una bola de nieve.
—Como inspector jefe quiero hacer un buen trabajo —Chen tomó un sorbo de café con aire ocioso—, pero sería difícil sin ayuda de la gente.
—En nuestro negocio ocurre lo mismo. Como dice uno de nuestros antiguos proverbios: «En casa dependes de tus padres, y fuera en el mundo cuentas con tus amigos». Estoy tan satisfecho de que nos hayamos conocido. Su ayuda nos será muy valiosa.
—Ahora que somos amigos, director general Gu, me gustaría hacerle un par de preguntas.
—Con mucho gusto le diré lo que sepa —Gu era todo sonrisas.
—¿Se ha puesto en contacto con usted una banda llamada los Hachas Voladoras?
—¿Hachas Voladoras? No, inspector jefe Chen —dijo Gu, cuyos ojos de pronto se mostraron alerta—. Soy un hombre de negocios decente. Pero un club de karaoke recibe visitas de todas clases. De vez en cuando vienen también esas sociedades secretas. Vienen como otros clientes. A cantar, a bailar, a divertirse.
—Oh, sí, aquí hay muchas habitaciones privadas —Chen removió lentamente su café con la cucharilla—. Usted es un hombre listo, director general Gu. Podemos hablar francamente. Lo que me diga como amigo será confidencial.
—Me siento muy honrado de que me considere un amigo —Gu daba la impresión de estar dando largas—. De veras. Estoy abrumado.
—Déjeme decirle algo, director general Gu. Lu Tonghao, el propietario del Suburbio de Moscú, es un buen amigo mío. Cuando montó su negocio le conseguí un préstamo.
—¡El Suburbio de Moscú! Sí, he estado allí. En la sociedad de hoy en día, para prosperar hay que contar con los amigos. En especial con amigos como usted. No me extraña que ese restaurante goce de tanto éxito.
El inspector jefe Chen era consciente de la gran atención que la inspectora Rohn prestaba a la conversación; aun así, prosiguió.
—Lu tiene un grupo de chicas rusas rondando por ahí en mini combinación. Nadie le causa problemas. Es muy fácil que la gente tenga problemas con un restaurante o un negocio de karaoke.
—Es cierto. Por fortuna, nosotros no tenemos problemas con el nuestro —dijo Gu más despacio—. Bueno, salvo por el aparcamiento de detrás de nuestro edificio.
—¿Aparcamiento?
—Hay un solar detrás de nuestro edificio. Para nosotros es una auténtica bendición. Resulta muy práctico para que los clientes aparquen. Los de Control de Tráfico Metropolitano de Shanghai han venido a vernos varias veces, para decirnos que ese solar no ha sido calificado como aparcamiento para el club.
—Si se trata de un problema de calificación, puedo hacerles una llamada. Tal vez no sepa usted que el año pasado fui director suplente de Control de Tráfico.
—¿De veras, director Chen?
—Ahora, hablemos de la banda… de Fujian —Chen dejó la taza y miró a Gu a los ojos—. ¿Le suena de algo?
—Una tríada de Fujian. No sé… ah, ahora recuerdo algo. Ayer vino alguien a verme. No era de Fujian, sino de Hong Kong, un tal señor Diao, y me preguntó si había contratado a alguien de Fujian. Una mujer de unos treinta y cinco años, embarazada de tres o cuatro meses. Es muy improbable. La mayoría de chicas que trabajan aquí tienen menos de veinticinco, y piden trabajo más mujeres jóvenes guapas de las que podemos contratar; menos probabilidades aún tiene una embarazada.
—¿El señor Diao le dio alguna descripción de la mujer a la que estaba buscando?
—Déjeme pensar —dijo Gu—. No particularmente bonita. Cetrina, arrugada, mucha tristeza en sus ojos. Una mujer con aspecto de granjera de Fujian.
—¿Está seguro de que el señor Diao no es un gánster?
—No lo creo. Habría indicado su organización y rango cuando se presentó —Gu añadió, como si lo hubiera pensado mejor—. Y no habría acudido a mí si fuera un gánster.
—No es probable encontrar a una mujer así en un lugar como su club. El señor Diao debería haberlo sabido —dijo Chen—. ¿Por qué vino?
—No lo sé. Tal vez estaría desesperado, yendo de un lado para otro chocando como una mosca sin cabeza.
—¿Sabe dónde se aloja?
—No me dejó su dirección ni su número de teléfono. Dijo que tal vez volvería.
—Si lo hace, averigüe dónde se le puede encontrar y llámeme —Chen había escrito su número del móvil en el reverso de su tarjeta—. Sea la hora que sea.
—Lo haré, inspector jefe Chen. ¿Alguna otra cosa?
—Bueno, sí —dijo Chen. Gu parecía estar dispuesto a colaborar ahora que había jugado la baza del aparcamiento. El inspector jefe decidió probar su suerte un poco más—. Hace unos días se halló un cadáver en el parque del Bund. Posiblemente fue un crimen de una tríada. El cuerpo tenía muchas heridas de hacha. ¿Ha oído algo de ello?
—Creo que leí algo en el Xinming Evening Newspaper.
—La víctima pudo haber sido asesinada en una habitación de hotel, o en un lugar como el suyo.
—No hablará en serio, inspector jefe Chen.
—No estoy diciendo que ocurrió aquí, director general Gu. No hago ninguna acusación. Pero usted está bien informado y se mueve en los círculos adecuados. El Dynasty es el club de karaoke número uno de Shanghai —dijo Chen, dado unas palmadas en el hombre a Gu—. Algunos clubes u otros lugares están abiertos toda la noche, y no hacen tan buen negocio como usted. La víctima iba en pijama y acababa de tener relaciones sexuales. Le estoy dando todos los detalles en confianza.
—Le agradezco que confíe en mí, inspector jefe Chen. Haré todo lo posible por averiguar algo.
—Gracias, director general Gu. Como dicen: algunas personas nunca pueden entenderse en toda su vida, ni siquiera cuando tienen el pelo blanco, pero otras lo hacen en el instante en que se quitan el sombrero. Ahora tengo que marcharme. Por favor, deme la factura.
—Si me considera un amigo, no hable de pagar. No puedo perder prestigio.
—Oh, no, no puede permitir que pierda prestigio, inspector jefe Chen —intervino Catherine.
—Aquí tienen dos tarjetas VIP —dijo Gu—. Una para usted y la otra para su guapa amiguita norteamericana. Pueden volver de nuevo.
—Claro que lo haremos. Catherine sonrió y se cogió del brazo de Chen cuando salían.
Este era un mensaje calculado con precisión para Gu: el inspector jefe Chen tenía sus debilidades. Ella no le soltó el brazo hasta que se perdieron entre la multitud. No dijeron nada hasta que estuvieron de nuevo en el coche.
Los Hachas Voladoras estaban buscando a Wen, no sólo en la zona de Fujian, sino en todas partes, desesperados.
«Yendo de un lado a otro chocando como una mosca sin cabeza…» igual que ellos. Sin embargo, si el veinticuatro de abril los gánsteres no habían encontrado a Wen se apuntarían un éxito