CAPÍTULO 3

El avión llevaba retraso.

Las cosas empezaban a ir mal desde el principio, pensó Chen. Mientras esperaba en el aeropuerto internacional Hongqiao de Shanghai, miraba fijamente la información que aparecía en el monitor de salidas y llegadas, que a su vez parecía mirarle fijamente a él, reflejando su frustración.

En el exterior la tarde era despejada y fresca, pero la visibilidad local en el aeropuerto Narita de Tokio, según el mostrador de información, era extremadamente mala. De modo que los pasajeros que tenían que hacer trasbordo allí, entre los que se encontraba Catherine Rohn, que volaba con United Airlines, tenían que esperar hasta que mejorara el tiempo.

La puerta cerrada parecía inexplicablemente intimidante.

No le gustaba la misión, aunque el resto del departamento habría estado de acuerdo, por una vez, en que él era el candidato ideal para ella. Vestido con un traje nuevo, incómodo con una corbata de nudo apretado, una cartera de piel en la mano y haciendo esfuerzos por ensayar lo que le diría a la inspectora Rohn cuando llegara, esperó.

Sin embargo, la mayoría de la gente que estaba sentada en el aeropuerto parecía estar de buen humor. Un hombre joven estaba tan nervioso que no paraba de dar vueltas a su móvil, pasándoselo de una mano a la otra. Un grupo de cinco o seis personas, aparentemente una familia, iban por turnos a ver el monitor de salidas y llegadas. Un hombre de edad madura intentaba enseñar a una mujer también de edad madura unas cuantas palabras sencillas en inglés, pero al fin lo dejó, meneando la cabeza con una sonrisa afable.

Sentado en un asiento de un rincón, reflexionando sobre el posible paradero de Wen, el inspector jefe Chen se inclinaba por la idea de que la desaparición de Wen se debía a un secuestro por parte de la tríada local. Por supuesto, Wen podía haber sufrido un accidente. En cualquiera de los dos casos las pistas estarían en Fujian. Pero su tarea consistía en mantener a la inspectora Rohn a salvo y satisfecha en Shanghai. Segura lo estaría, pero ¿satisfecha? Si la policía de Fujian no lograba encontrar a Wen, ¿cómo podría él convencerla de que la policía china había hecho todo lo que había podido?

En cuanto a la posibilidad de que Wen se hubiera ocultado, parecía improbable. Según la información inicial, hacía meses que había solicitado un pasaporte y realizado un par de viajes a Fuzhou con ese fin. ¿Por qué iba a desaparecer voluntariamente en aquellos momentos? De haber tenido un accidente, ya se habría descubierto.

Desde luego, cabía otra posibilidad: las autoridades de Beijing querían echarse atrás. Cuando se trataba de intereses nacionales todo era posible. En este caso, su trabajo sería como mucho patético, como una ficha del juego de go colocada en el tablero para distraer la atención del contrincante.

Decidió no seguir especulando. No servía de nada. En un discurso sobre la reforma económica de China, el camarada Deng Xiaoping había utilizado la metáfora de cruzar el río pisando una piedra tras otra. Cuando no se pueden prever los problemas, ningún plan puede evitarlos. Ese era el único rumbo que ahora Chen podía tomar.

Abrió su maletín y buscó la fotografía de la inspectora Rohn para echarle otro vistazo, pero la fotografía que sacó fue la de una mujer china: Wen Liping.

Rostro enjuto y demacrado, cetrino, el pelo alborotado, con profundas líneas alrededor de unos ojos apagados, cuyas comisuras parecían cargadas de pesos invisibles. Esta era la mujer que aparecía en la fotografía reciente utilizada en su solicitud de pasaporte. Qué diferente de las que aparecían en su expediente del instituto, en las que Wen, mirando hacia el futuro, aparecía joven, bonita, llena de vida, su brazal rojo reluciente al levantar el brazo al cielo durante la Revolución Cultural. En el instituto, Wen había sido «reina», aunque en aquella época este término no se utilizaba.

Le impresionó en particular una fotografía suya tomada en la estación de ferrocarril de Shanghai. Wen bailaba con un corazón de papel rojo que mostraba un carácter chino —leal— en la mano. Cuello largo, elegante, piernas estupendas, mechones de pelo negro rizado sobre la mejilla y un brazal rojo en la manga verde. Se hallaba en el centro de un grupo de jóvenes educados, sus ojos almendrados entrecerrados a la luz del sol, con gente que hacía sonar tambores y gongs en un mar de banderas rojas al fondo. Bajo la fotografía había una leyenda: Joven educada Wen Liping, graduada de la clase del '70, Instituto del Gran Salto Adelante. La fotografía había aparecido en Wenhui Daily a principios de los setenta, cuando los graduados de instituto de las ciudades, los jóvenes educados, eran enviados al campo como respuesta a la declaración del presidente Mao: «Es necesario que los jóvenes educados reciban re-educación de los campesinos pobres y de clase media-baja».

Wen fue a la aldea de Changle, en la provincia de Fujian, como joven educada «relativamente ambiciosa». Poco después —en menos de un año— se casó con Feng Dexiang, un hombre quince años mayor que ella, jefe del Comité Revolucionario de la Comuna del Pueblo de Changle. Se daban diferentes explicaciones de ese matrimonio. Algunos la describían a ella como una seguidora de Mao demasiado ardiente, pero otros afirmaban que la causa era el embarazo. Al año siguiente tuvo un hijo. Con su vástago recién nacido atado a la espalda, con ropa negra hecha en casa empapada en sudor, trabajando desnuda en los campos de arroz, pocos la habrían reconocido como una joven educada de Shanghai. En los años siguientes volvió a Shanghai una sola vez, para asistir al funeral de su padre. Después de la Revolución Cultural, a Feng le cambiaron de puesto. Además de su trabajo en el arrozal y los campos de verduras, Wen empezó a trabajar en una fábrica comunal para mantener a la familia. Después su único hijo murió en un trágico accidente. Varios meses antes, Feng se había marchado a bordo de La esperanza dorada.

No era de extrañar, pues, observó Chen, que la fotografía de su pasaporte fuera tan diferente de las de su expediente del instituto.

«La flor cae, el agua fluye y la primavera desaparece. / El mundo ha cambiado».

Transcurridos veinte años en un abrir y cerrar de ojos, Wen se había graduado en el instituto unos dos o tres años antes que él. El inspector jefe Chen pensó entonces que, en comparación, él tenía muy poco de lo que quejarse de su vida, a pesar de aquella absurda misión.

Consultó su reloj. Aún faltaba un poco para que llegara el avión. Fue a una cabina telefónica y llamó a Qian Jun al departamento.

—¿Ha llegado el inspector Yu?

—Todavía no.

—El vuelo lleva retraso. Tengo que esperar a la norteamericana y luego acompañarla al hotel. No creo que vuelva al despacho esta tarde. Si llama Yu, dígale que me llame a casa. Y a ver si puede acelerar el informe sobre la autopsia del cadáver hallado en el parque.

—Haré todo lo que pueda, inspector jefe Chen —dijo Qian—. Así que ahora lleva usted esa investigación.

—Sí, una víctima de asesinato hallada en el parque del Bund es otra prioridad política para nosotros.

—Por supuesto, inspector jefe Chen.

Luego telefoneó a Peiqin, la esposa del inspector Yu.

—Peiqin, soy Chen Cao. Estoy en el aeropuerto. Lamento haber tenido que hacer salir a Yu con tanta prisa.

—No tiene que disculparse, inspector jefe Chen.

—¿Ha llamado a casa?

—No, todavía no. Supongo que le llamará a usted primero.

—Debe de haber llegado sano y salvo. No se preocupe. Probablemente tendré noticias de él esta noche.

—Gracias.

—Cuídese, Peiqin. Recuerdos a Qinqin y al Viejo Cazador.

—Lo haré. Cuídese.

Deseaba poder estar con Yu, discutiendo hipótesis con su compañero habitual, aunque a Yu no le entusiasmaba hacerse cargo del caso de Wen, menos aún que encargarse del caso del parque del Bund. Aunque los dos hombres eran diferentes en casi todo, eran amigos. Él había visitado varias veces la casa de Yu y se lo había pasado bien, a pesar de que todo el apartamento consistía en una habitación de no más de diez o doce metros cuadrados, donde Yu, su esposa e hijo dormían, comían y vivían, junto a la habitación que era el hogar del padre de Yu. Yu era un cordial anfitrión que sabía jugar muy bien al go, y Peiqin era una magnífica anfitriona, que servía comida excelente y también hablaba de literatura china clásica.

Chen recuperó su asiento del rincón y decidió leer un poco sobre el tráfico de personas en Fujian. El material estaba en inglés, ya que este tema estaba prohibido en las publicaciones chinas. No había leído más de dos o tres líneas cuando una joven madre que empujaba un cochecito de bebé fue a sentarse a su lado. Era una mujer atractiva de unos veinticinco años, con facciones delgadas y finas y una leve sombra bajo sus grandes ojos.

—¿Inglés? —dijo ella, mirando el material que él tenía en la mano.

—Sí —se preguntó si se había sentado a su lado porque había visto lo que estaba leyendo.

La joven llevaba un vestido blanco de un tejido ligero, caftán, que parecía flotar en torno a sus largas piernas mientras con un pie calzado con sandalias mecía el cochecito. En él dormía un bebé rubio.

—Todavía no ha visto a su papá norteamericano —dijo ella en chino—. Mire su pelo: del mismo color que el oro.

—Es una monada.

—Rubio —dijo en inglés.

En aquella época circulaban muchas historias sobre matrimonios mixtos. El bebé que dormía era adorable, pero el énfasis que ella daba al color de su pelo molestó al inspector jefe. Daba la impresión de que creía que cualquier cosa asociada con los occidentales era algo de lo que estar orgulloso.

Se levantó para llamar otra vez por teléfono. Por fortuna, descubrió una cabina que aceptaba monedas para una conferencia. «El tiempo es dinero» era un eslogan políticamente correcto, popular desde hacía poco tiempo, en los años noventa. Sin duda allí era correcto. Llamó al camarada Hong Liangxing, superintendente del departamento de policía de Fujian.

—Superintendente Hong, soy Chen Cao. El Secretario del Partido Li acaba de asignarme el caso Wen, y no sé nada de la investigación. Usted domina la situación.

—Vamos, inspector jefe Chen. Sabemos que la decisión la tomó el ministerio. Haremos todo lo posible por ayudar.

—Puede empezar informándome de los datos generales, superintendente Hong.

—La emigración ilegal es un problema desde hace años en el distrito. Después de mediados de los ochenta, las cosas empeoraron. Con la política de la Puerta Abierta, la gente tuvo acceso a la propaganda de Occidente y empezó a soñar con excavar en las Montañas de Oro allende el mar. Se establecieron las redes de contrabando de Taiwan. Con sus grandes y modernos barcos se podía cruzar el océano, y también era algo sumamente provechoso.

—Sí, personas como Jia Xinzhi se convirtieron en cabezas de serpiente.

—Y las bandas locales como los Hachas Voladoras ayudaron. Sobre todo asegurándose de que la gente pagara a su debido tiempo a las redes de contrabando.

—¿Cuánto?

—Treinta mil dólares norteamericanos por persona.

—Vaya, cuánto. Se podría vivir con comodidad con los intereses de semejante suma. ¿Por qué se arriesgan de ese modo?

—Creen que pueden ganar esa suma pasando uno o dos años allí. Y el riesgo no es tan grande debido a los cambios producidos en nuestro sistema legal en los últimos años. Si les cogen, ya no les meten en la cárcel ni en campos de trabajo. Sólo les devuelven a casa. Tampoco después se ejercen presiones políticas sobre ellos. Así que no les preocupan las consecuencias.

—En los años setenta se les habría castigado con una larga condena en la cárcel —dijo Chen. Uno de sus profesores había sido encarcelado simplemente por el llamado delito de escuchar la Voz de América.

—Y uno de los factores, no lo creerá, es la política de EE.UU. Cuando allí cogen a la gente, deberían devolverla a China de inmediato, ¿verdad? No, les permiten quedarse largos períodos y se les anima a pedir asilo político. Con ello nos han perjudicado. Si esta vez los norteamericanos pueden atrapar a Jia, será un duro golpe para las redes de tráfico de personas.

—Está usted muy familiarizado con todos los aspectos del asunto, superintendente Hong. El inspector Yu y yo realmente contamos con su ayuda. No sé si Yu habrá llegado ya a Fujian.

—Creo que sí, pero no he tenido noticias suyas directamente.

—Estoy esperando a la norteamericana en el aeropuerto. Me estoy quedando sin monedas. Tengo que colgar. Volveré a llamarle esta noche, superintendente Hong.

—Llámeme en cualquier momento, inspector jefe Chen.

La conversación parecía haber ido mejor de lo que esperaba. En general, la policía local no se mostraba tan colaboradora con los forasteros.

Colgó el teléfono y se volvió de nuevo hacia el monitor de llegabas y salidas. La hora prevista había cambiado. El avión llegaría en veinte minutos.