Está sentada en el rincón, intentando tomar aliento en una habitación que hace unos instantes parecía contener suficiente aire, pero que ahora se le antoja desprovista por completo de él. A lo que toma por una distancia enorme, oye un leve susurro y comprende que se trata del aire al pasar por su garganta y volver a surgir en una serie de jadeos febriles, pero ello no cambia el hecho de que está ahogándose en el rincón del salón mientras contempla los vestigios desgarrados de la novela de bolsillo que estaba leyendo cuando su marido ha llegado a casa.
No es que le importe. El dolor que la atenaza es demasiado intenso como para que le queden fuerzas para preocuparse por cuestiones tan insignificantes como la respiración o la falta de aire en la atmósfera que respira. El dolor se la ha tragado al igual que la ballena se tragó, según cuentan, a Jonás, ese prófugo beatificado. El dolor palpita como un sol venenoso que arde en lo más profundo de su vientre, en un lugar donde hasta hace un rato tan sólo percibía la queda sensación de algo nuevo creciendo en su interior.
Jamás ha sentido un dolor como el que ahora la azota, al menos que ella recuerde…, ni siquiera cuando tenía trece años, en que desvió la bicicleta para evitar un charco, se estrelló de cabeza contra el asfalto y se hizo un corte que resultó tener exactamente once puntos de longitud. Lo que recordaba de aquella ocasión era un rayo plateado de dolor seguido de una sorpresa negra y estrellada que, en realidad, había sido una breve pérdida de conocimiento…, pero aquel dolor no había sido lo mismo que esta agonía. Esta terrible agonía. La mano posada sobre el vientre percibe carne que ha dejado de parecer carne; es como si le hubieran abierto la cremallera y sustituido el bebé por una piedra caliente.
Oh, Dios mío, por favor, piensa. Que no le haya pasado nada al bebé, por favor.
Pero ahora, cuando su respiración empieza a normalizarse un poco, se da cuenta de que al bebé sí le ha pasado algo, que él se ha asegurado de que así sea. Cuando estás embarazada de cuatro meses, el niño todavía es más parte de ti que un ser en sí mismo, y cuando estás sentada en el rincón con el cabello pegado en mechones lacios a las mejillas sudorosas, y tienes la sensación de que te has tragado una piedra caliente…
Algo le está dando besitos siniestros y resbaladizos en la cara interior de los muslos.
—No —susurra—. No. Oh, Dios mío, no. Dios mío de mi vida, Dios mío, no.
Que sea sudor, piensa. Que sea sudor… O a lo mejor me he hecho pis encima. Sí, eso es. Me ha hecho tanto daño al pegarme por tercera vez que me he hecho pis encima y ni siquiera me he dado cuenta. Eso es.
Pero no es sudor ni orina. Es sangre. Está sentada en un rincón del salón, contemplando un libro de bolsillo desmembrado cuyos fragmentos yacen sobre el sofá y bajo la mesita de café, y su seno se está preparando para vomitar el bebé que hasta ahora ha albergado sin protesta ni dificultad alguna.
—No —gime—. No, Dios mío, por favor, no.
Ve la sombra de su marido, retorcida y alargada como la imagen de un campo de maíz y la sombra de un ahorcado, danzando y bamboleándose en la pared del arco que conduce del salón a la cocina. Ve la sombra del teléfono apretada contra la sombra de la oreja, ve la larga sombra en espiral del cable. Incluso ve las sombras de sus dedos alisando los rizos del cable, sosteniéndolos y luego soltándolos para que recobren su forma original, como si se tratara de una mala costumbre de la que uno no puede librarse.
Lo primero que piensa es que está llamando a la policía. Una tontería, por supuesto… Él es la policía.
—Sí, es una emergencia —dice—: Claro que es una puta emergencia, guapa. Está embarazada.
Escucha mientras desliza el cable del teléfono entre sus dedos, y cuando vuelve a hablar lo hace en tono crispado. La leve irritación que percibe en su voz la llena otra vez de terror y le deja en la boca un sabor acerado. ¿Quién se interpondría en su camino? ¿Quién se atrevería a contradecirle? ¿Quién sería el idiota que se atrevería a hacerlo, por el amor de Dios? Sólo alguien que no lo conociera, por supuesto, alguien que no lo conociera tan bien como ella.
—¡Claro que no la moveré! ¿Se cree que soy imbécil o qué?
Desliza los dedos vestido arriba hasta el algodón empapado y caliente de sus bragas. Por favor, piensa. ¿Cuántas veces le han cruzado estas palabras por la mente desde que él le arrebatara el libro de las manos? No lo sabe, pero aquí está de nuevo. Por favor, que el líquido de mis dedos sea transparente. Por favor, Dios mío. Que sea transparente, por favor.
Pero cuando saca la mano de debajo del vestido, las yemas de los dedos están teñidas de sangre. A1 mirárselas, un calambre monstruoso la recorre de pies a cabeza como si de la hoja de una sierra se tratara. Se ve obligada a apretar los dientes para ahogar un grito. Sabe que más le vale no gritar en está casa.
—¡A la mierda con todas esas tonterías! ¡Hagan el favor de venir ahora mismo!
Cuelga el teléfono con estruendo.
Su sombra se hincha y oscila en la pared; de repente se detiene bajo el arco de la cocina, contemplándola con su rostro enrojecido y apuesto. Los ojos de ese rostro aparecen tan carentes de expresión como fragmentos de vidrio en la cuneta de una carretera rural.
—Fíjate —dice alzando ligeramente los brazos antes de volver a dejarlos caer a los costados con un golpe suave—. Fíjate qué porquería.
Ella alarga la mano hacia él para mostrarle las yemas ensangrentadas de los dedos…, lo más parecido a una acusación que se atreve a expresar.
—Ya lo sé.
Pronuncia estas palabras como si el hecho de saberlo lo explicara todo, como si colocara todo el asunto en un contexto coherente, racional. Se vuelve y mira con fijeza la novela de bolsillo desmembrada. Coge el fragmento del sofá y se agacha para recoger el que ha caído bajo la mesita de café. Cuando se incorpora, ella ve la portada, que muestra a una mujer con una blusa blanca de campesina de pie en la proa de un barco. El viento le azota el cabello de un modo espectacular, dejando al descubierto sus hombros lechosos. El título, El viaje de Misery, aparece en brillantes letras plastificadas de color rojo.
—Esto es el problema —asegura él, y blande los restos del libro ante su rostro como si agitara un periódico enrollado ante un cachorro que acabara de hacerse pis en el suelo—. ¿Cuántas veces te he dicho lo queme parecen estas porquerías?
Lo cierto es que la respuesta es nunca. Ella sabe que podría estar sentada en el rincón, abortando, si él hubiera vuelto a casa y la hubiera encontrado mirando las noticias en la tele, cosiendo un botón de una de sus camisas o haciendo la siesta en el sofá. Está pasando una mala época, una mujer llamada Wendy Yarrow le ha estado complicando la vida, y lo que Norman hace con las complicaciones es compartirlas. ¿Cuántas veces te he dicho lo que me parecen estas porquerías?, habría gritado fueran cuales fuesen las porquerías en cuestión. Y entonces, justo antes de empezar a usar los puños: Quiero hablar contigo, cariño. De cerca.
—¿Es que no lo entiendes? —susurra ella—. ¡Estoy perdiendo el bebé!
Por increíble que parezca, Norman sonríe.
—Puedes tener otro —replica.
Habla como si consolara a una niña a la que se le ha caído el helado. A continuación lleva el libro destrozado a la cocina, donde sin duda lo tirará a la basura.
Hijo de puta, piensa sin ser consciente de ello. Los calambres vuelven a atenazarla, no sólo uno, sino muchos, revoloteando en su interior como insectos espeluznantes, y ella sepulta la cabeza en el rincón y gime. Hijo de puta, cómo te odio.
Norman traspone de nuevo el arco y se acerca a ella. Ella se da impulso con los pies para intentar apretarse contra la pared mientras lo observa con expresión frenética. Por un instante está segura de que Norman pretende matarla esta vez, no sólo hacerle daño o arrebatarle el bebé que lleva tanto tiempo anhelando, sino matarla. Hay algo inhumano en su aspecto cuando se acerca a ella con la cabeza baja, las manos caídas sobre los costados y los largos músculos de los muslos flexionándose. Antes de que los niños llamaran a las personas como su marido, polizontes, empleaban otra palabra para referirse a ellos, y de repente, mientras Norman cruza la estancia con la cabeza baja y las manos bamboleándose en los extremos de sus brazos como péndulos de carne, recuerda la palabra, porque ése es precisamente el aspecto que ofrece… Toro.
Gimiendo, meneando la cabeza y dándose impulso con los pies. Un zapato se le escapa y yace de costado en el suelo. Percibe una nueva oleada de dolor, calambres que se clavan en sus entrañas como anclas de puntas viejas y oxidadas, más sangre resbalando por sus piernas, pero no puede dejar de darse impulso con los pies. Lo que ve en él cuando se halla en este estado es nada en absoluto; una suerte de terrible ausencia.
Norman se cierne sobre ella y menea la cabeza con ademán cansino. De repente se agacha y desliza los brazos bajo su cuerpo.
—Note voy a hacer daño —le asegura al tiempo que se arrodilla para levantarla del suelo—, así que deja de hacer el idiota.
—Estoy sangrando —murmura ella, recordando que le ha prometido a la persona con la que ha hablado por teléfono que no la movería, que por supuesto que no la movería.
—Sí, ya lo sé —responde él con indiferencia.
Pasea la mirada en derredor, intentando decidir dónde ha ocurrido el accidente… Ella sabe lo que Norman está pensando con la misma certeza que si estuviera metida dentro de su cabeza.
—Tranquila, no pasa nada —prosigue él—. Ya parará. Ellos lo pararán.
¿Podrán detener el aborto?, grita ella mentalmente, sin detenerse a pensar que si ella puede hacerlo él también, sin darse cuenta de la expresión cautelosa con que la observa. Y una vez más se impide escuchar el resto de lo que está pensando. Te odio. Te odio.
Norman la lleva en volandas hasta la escalera. Vuelve a arrodillarse y la deja al pie.
—¿Estás cómoda? —pregunta solícito.
Ella cierra los ojos. No puede seguir mirándolo, ahora no. Tiene la sensación de que perderá el juicio si no deja de mirarlo.
—Bien —continúa Norman como si ella hubiera contestado.
Y cuando abre los ojos ve la expresión que a veces se dibuja en el rostro de Norman… esa ausencia. Como si su mente se hubiera ido volando y dejado el cuerpo atrás.
Si tuviera un cuchillo podría apuñalarlo, piensa…, pero es una idea que ni siquiera se permitirá escuchar de pasada, ni muchos menos considerar en serio. No es más que un eco profundo, tal vez una reverberación de la locura de su marido, tan leve como el susurro de alas de murciélago en una caverna.
De repente, el rostro de Norman se anima de nuevo, y al incorporarse le crujen las rodillas. Se mira la pechera de la camisa para asegurarse de que no está manchada de sangre. No lo está. Se vuelve hacia el rincón donde ella se desplomó. Allí sí hay sangre, unos cuantos hilillos y salpicaduras. De ella brota más sangre, ahora con más rapidez e intensidad; percibe cómo la empapa con una calidez insana y en cierto modo ávida. Se está apresurando, como si hiciera tiempo que deseara expulsar al desconocido de su minúscula vivienda. Es casi como si —¡qué idea tan espantosa!— su propia sangre hubiera tomado partido por su marido…, sea cual sea ese partido demencial.
Norman vuelve a la cocina y allí se queda durante unos cinco minutos. Ella lo oye moverse mientras tiene lugar el aborto en sí mismo y el dolor llega al punto culminante antes de remitir en un chapoteo líquido que siente tanto como oye. De repente tiene la sensación de estar sentada en una bañera llena de fluido caliente y pegajoso. Una especie de salsa sangrienta.
La sombra alargada de Norman oscila en el arco cuando la nevera se abre y se cierra, y una alacena (el levísimo chirrido le revela que se trata de la que está debajo de la pica) también se abre y se cierra. Oye el sonido del agua, y a continuación Norman empieza a tararear algo —cree que es Cuando un hombre ama a una mujer— mientras el bebé se le escapa del cuerpo.
Cuando cruza de nuevo el arco, Norman lleva un bocadillo en una mano —todavía no ha cenado, por supuesto, y debe de tener hambre— y un paño húmedo de la cesta que hay debajo de la pica en la otra. Se agacha en el rincón hasta el que ella se arrastrara después de que Norman le arrancara el libro de las manos y le asestara tres fuertes puñetazos en la barriga —bam, bam, bam, hasta luego, desconocido—, y empieza a limpiar las salpicaduras y gotas de sangre; la mayor parte de la sangre y el resto de la porquería estará aquí, al pie de la escalera, justo donde él quiere.
Mientras limpia se come el bocadillo. Lo que ha puesto entre las rebanadas de pan huele al resto de cerdo asado que tenía pensado preparar con fideos el sábado por la noche, algo fácil que pudieran comer mientras miraban las noticias en la tele.
Norman mira el paño, teñido ahora de rosa pálido, luego mira el rincón y de nuevo el paño. Asiente con la cabeza, da un gran mordisco al bocadillo y se incorpora. Cuando sale de la cocina, ella oye el aullido distante de una sirena que se aproxima. Probablemente se trata de la ambulancia que él ha llamado.
Norman cruza la estancia, se arrodilla junto a ella y le toma las manos. Frunce el ceño al comprobar lo frías que están y empieza a frotárselas mientras le habla.
—Lo siento —dice—. Es que… han pasado muchas cosas… Esa zorra del motel…
Se interrumpe, desvía la mirada por un instante y luego se vuelve de nuevo hacia ella. En su rostro se dibuja una sonrisa extraña, arrepentida. A quién se lo explico, parece decir la sonrisa. Hasta este extremo hemos llegado… Vaya.
—Bebé —susurra ella—. Bebé.
Norman le oprime las manos con la fuerza suficiente para que duela.
—El bebé no importa; escúchame bien. Llegarán en cualquier momento.
Sí, la ambulancia está muy cerca ya, aullando en la noche como un perro indescriptible.
—Bajabas la escalera y has perdido pie. Te has caído. ¿Lo has entendido?
Ella lo mira sin decir nada. El dolor de su vientre ha remitido un poco, y cuando Norman le aprieta las manos (con más fuerza que antes), ella lo siente y jadea.
—¿Lo has entendido?
Ella observa sus ojos hundidos y ausentes antes de asentir. A su alrededor se eleva un olor entre salino y cobrizo. Ya no hay salsa sangrienta… Ahora tiene la sensación de estar inmersa en una caja volcada de experimentos químicos.
—Bien —prosigue Norman—. ¿Sabes lo que pasará si dices cualquier otra cosa?
Ella asiente de nuevo.
—Dilo. Será mejor que lo digas. Es más seguro.
—Me matarás —susurra ella.
Norman asiente con expresión complacida. Como un maestro que ha obtenido de un alumno algo torpe la respuesta a una pregunta difícil.
—Exacto. Y además te mataría lentamente. Antes de que terminara, lo que ha pasado esta noche te parecería un simple corte en un dedo.
Afuera, las luces escarlata entran parpadeando en el camino de coches.
Norman se termina el bocadillo y empieza a levantarse. Se dirigirá a la puerta para abrirles, el marido preocupado cuya esposa embarazada ha sufrido un desgraciado accidente. Antes de que se aleje, ella lo ase por el puño de la camisa. Norman baja la vista hacia ella.
—¿Por qué? —susurra ella—. ¿Por qué el bebé?
Por un instante ve en su rostro una expresión a la que apenas puede dar crédito… Parece miedo. Pero ¿por qué va a tener miedo de ella? ¿O del bebé?
—Ha sido un accidente —replica él por fin—. Eso es todo, un accidente. No he tenido nada que ver con ello. Y será mejor que sea eso lo que digas cuando hables con ellos. Que Dios te ayude si no lo haces.
Que Dios me ayude, piensa ella.
Afuera se oye el sonido de puertas al cerrarse, de pies corriendo hacia la casa, el chasquido metálico de la camilla sobre la que la transportarán hacia su lugar bajo la sirena. Norman se vuelve hacia ella una vez más con la cabeza baja en esa postura de toro, los ojos opacos.
—Tendrás otro niño, y esto no volverá a ocurrir. Al siguiente no le pasará nada. Una niña. O quizás un niño bien mono. El sexo no importa, ¿verdad? Si es un niño le compraremos un uniforme de béisbol. Si es una niña… —hace un gesto vago—, un sombrerito o algo así. Ya verás. Eso es lo que pasará. —Sonríe, y a ella le entran ganas de gritar; es como ver a un cadáver sonreír en su ataúd—. Si haces lo que te digo, todo irá bien. De eso puedes estar segura, cariño.
Entonces abre la puerta para dejar entrar a los enfermeros y les dice que se den prisa, que hay sangre. Ella cierra los ojos cuando se acercan; no quiere darles la oportunidad de que miren en su interior y destierren las voces de su mente.
No te preocupes, Rose, no te inquietes. No es más que una minucia, un bebé. Ya tendrás otro.
Una jeringuilla le pincha el brazo y a continuación la levantan del suelo. Mantiene los ojos cerrados, pensando: Bueno, sí, claro, supongo que puedo tener otro niño. Puedo tenerlo y llevármelo para que esté fuera de su alcance. Fuera de su alcance asesino.
Pero el tiempo pasa y, paulatinamente, la idea de abandonarle, que en ningún momento ha llegado a articular de forma coherente, se disipa a medida que el conocimiento del mundo racional da paso al sueño; al cabo de unos instantes, no existe más mundo para ella que el mundo del sueño en el que vive, un sueño como los que tenía de niña, donde corría y corría como si se hallara en un bosque infranqueable o un laberinto tenebroso, con el golpeteo de los cascos de un animal enorme persiguiéndola, una criatura temible y malsana que se acercaba cada vez más y acabaría por alcanzarla por mucho que se esforzara en desviarse, dar la vuelta, correr y deshacer lo andado.
La mente despierta conoce el concepto del sueño, pero para la persona que sueña no existe el mundo de la vigilia, el mundo real, la cordura; la confusión demencial del sueño. Rose McClendon Daniels durmió inmersa en la locura de su marido durante otros nueve años.