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Rosie entró en el claro circular y se vio a sí misma arrodillada junto al árbol vivo, de espaldas, con la cabeza baja como si rezara o meditara profundamente.

No soy yo, pensó Rosie con nerviosismo. No soy yo en realidad. Pero podría haberlo sido. De espaldas, la mujer arrodillada al pie del «granado» podría ser su gemela. Era de la misma estatura, la misma constitución, con las mismas piernas largas y caderas anchas. Llevaba la misma túnica de color rojo violáceo, lo que la mujer negra había llamado zat, y el cabello le pendía hasta la cintura en una trenza idéntica a la de Rosie. La única diferencia residía en que los dos brazos de la mujer aparecían desnudos, porque era Rosie quien llevaba el brazalete. Sin embargo, lo más probable era que Norman no advirtiera la diferencia. Jamás la había visto llevar semejante joya, y no creía que se diera cuenta en aquel momento, al menos en el estado en que se hallaba. Pero entonces vio algo que tal vez Norman sí advertiría…, las manchas oscuras que marcaban la nuca y los brazos de Rose Madder, aquellas manchas que bullían como sombras hambrientas.

Rosie se detuvo y contempló a la mujer arrodillada de cara al árbol a la luz de la luna.

—He venido —dijo con voz insegura.

—Sí, Rosie —repuso la otra en tono dulce y codicioso—. Has venido, pero todavía no has llegado. Quiero que vayas allí —ordenó señalando la escalera ancha y blanca que se abría bajo la palabra LABERINTO—. No mucho, tal vez una docena de escalones bastarán si te tumbas. Lo suficiente para no ver… No creo que te apetezca ver, aunque puedes mirar si así lo deseas.

Se echó a reír con auténtico deleite, y aquello convertía su carcajada en un sonido verdaderamente terrible, creía Rosie.

—En cualquier caso —prosiguió la otra—, te conviene escuchar lo que suceda entre nosotros. Sí, creo que te conviene mucho.

—A lo mejor no se cree que tú seas yo, ni siquiera a la luz de la luna.

Rose Madder volvió a reír, y a Rosie se le erizaron los pelillos de la nuca.

—¿Por qué no, pequeña Rosie?

—Bueno…, es que tienes… manchas. Las distingo incluso con esta luz.

—Sí, tú sí —replicó Rose Madder sin dejar de reír—. Pero él no. ¿Has olvidado que Erinyes es ciego?

Rosie estuvo a punto de decir: Se equivoca, señora, estamos hablando de mi marido, no del toro del laberinto, pero entonces recordó la máscara que llevaba Norman y guardó silencio.

—Deprisa —urgió Rose Madder—. Ya viene. Baja la escalera, pequeña Rosie… y no te acerques demasiado a mí. —Hizo una pausa antes de agregar con aquella voz pensativa y terrible—: No es seguro.