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Corrió como había corrido cuando era pequeña, antes de que su madre práctica y sensata iniciara la importante tarea de enseñar a Rose Diana McClendon lo que era propio de una dama y lo que no lo era (correr, sobre todo cuando llegabas a la edad en que tenías pechos que se agitaban cuando lo hacías, no era propio de una dama, sin lugar a dudas). Corrió como alma que lleva el diablo, en otras palabras, con la cabeza gacha y los puños golpeándole los costados. A1 principio era consciente de que Norman le pisaba los talones, pero apenas si se dio cuenta de que empezaba a quedar rezagado, primero unos centímetros, luego metros y más metros. Lo oía gruñir y resoplar incluso a cierta distancia, y emitía exactamente los mismos sonidos que Erinyes en el laberinto. Advirtió que ella misma empezaba a respirar con más facilidad, que la trenza le rebotaba en la espalda. Pero sobre todo era consciente de una euforia demencial, la sangre le fue llenando la cabeza hasta que la acometió la sensación de que estallaría, aunque sabía que el estallido sería el éxtasis definitivo. En una ocasión alzó la mirada y vio la luna corriendo con ella, surcando el firmamento estrellado tras las ramas de los árboles muertos que se erigían a su alrededor como manos de gigantes enterrados en vida y muertos al intentar escapar de allí. Norman le ordenó que dejara de correr y de ser tan puta, y Rosie se echó a reír. Cree que me estoy haciendo la estrecha, pensó.

Llegó a un recodo del camino y vio el árbol fulminado que lo bloqueaba. No había tiempo para desviarse, y si intentaba frenar, lo único que conseguiría sería empalarse en una de las ramas muertas y sobresalientes del árbol. Aun cuando lograra evitarlo, Norman la seguía de cerca. Le llevaba cierta ventaja, pero si se detenía, aunque sólo fuera por un instante, se abalanzaría sobre ella como un perro sobre un conejo.

Todos aquellos pensamientos le cruzaron la mente a la velocidad del rayo. Acto seguido, con un grito quizás aterrado, quizá desafiante o quizás ambas cosas, saltó hacia delante con los brazos extendidos como Superwoman, salvando el árbol y cayendo al otro lado sobre el hombro izquierdo. Hizo una voltereta y se incorporó dando tumbos. Norman la observaba desde el otro lado, aferrado con ambas manos a los muñones ennegrecidos por el fuego de dos ramas, jadeando con fuerza. La brisa transportó hasta Rosie un olor distinto al del sudor y el Cuero Inglés.

—Vuelves a fumar, ¿verdad, Norman? —preguntó.

Los ojos bajo los cuernos adornados de flores la contemplaron con expresión totalmente demencial. La mitad inferior de la máscara se agitaba espasmódicamente, como si el hombre sepultado bajo ella intentara sonreír.

—Rose —dijo el toro—. Basta ya.

—No soy Rose —replicó ella con una risita exasperada, como si Norman fuera la criatura más estúpida del universo, el toro tonto—. Soy Rosie. Rosie Real. Pero tú ya no eres real, Norman…, ¿verdad? Ni siquiera para ti mismo. Pero ya no importa, a mí ya no me importa, porque me he divorciado de ti.

A continuación dio media vuelta y huyó.