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¿Quieres hacer el perro conmigo? —inquirió el muchacho de piedra con voz ronca y carente de inflexiones.

Las manos que le asían la muñeca eran angulosas, fuertes y pesadas. Rosie miró por encima del hombro y vio que Norman saltaba a la orilla mientras los cuernos que sobresalían de su cabeza oscilaban en la brisa nocturna. Dio un traspié en la hierba mojada, pero no se cayó. Por primera vez desde que se había dado cuenta de que era Norman quien estaba sentado en el coche patrulla, Rosie sintió que empezaba a dominarla el pánico. Norman la cogería, ¿y entonces qué? La mordería hasta hacerla pedazos, y ella moriría gritando, con el olor a Cuero Inglés inundándole las fosas nasales. Norman le…

—¿Quieres hacer el perro? —insistió el muchacho de piedra—. Nos ponemos a cuatro patas echamos un polvo follamos follamos follamos fo…

—¡No! —chilló Rosie, y la furia volvió a brotar de ella como un torrente, extendiéndose a su alrededor como una cortina roja—. ¡No, déjame en paz, déjate de paridas de instituto y déjame en paz!

Tomó impulso con la mano izquierda sin pensar en lo mucho que le dolería asestar un puñetazo a aquel rostro de mármol…, pero lo cierto era que no le dolió en absoluto. Fue como golpear algo esponjoso y podrido con una barra de hierro. Vislumbró una expresión nueva en la cara del muchacho, el asombro que había sustituido a la lujuria, y entonces el mármol se hizo añicos. La presión pesada y dolorosa de sus manos desapareció, pero Norman le pisaba los talones, Norman casi la había alcanzado, la perseguía con la cabeza baja, jadeando a través de la máscara, con las manos extendidas hacia ella.

Rosie se volvió en el momento en que uno de los dedos extendidos de Norman le rozaba el tirante del zat y echó a correr.

Aquello se había convertido en una auténtica carrera.