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El descubrimiento de que la máscara parecía haberse convertido en una parte de él lo atemorizó durante unos instantes, y mucho, pero antes de que el miedo pudiera degenerar en pánico, Norman vio algo a poca distancia que lo distrajo por completo del asunto de la máscara. Descendió por la colina y en un momento dado se arrodilló. Recogió el jersey, se lo quedó mirando y lo arrojó a un lado. Luego cogió la chaqueta. El tipo tenía una moto, y Rosie había montado con él, seguramente con la entrepierna bien pegada al culo de su noviete. La cazadora le va grande, pensó. Se la ha prestado él. Aquella idea lo enfureció, de modo que escupió sobre la cazadora antes de tirarla, incorporarse y pasear la mirada en derredor.

—Zorra —murmuró—. Puta mentirosa.

—¡Norman! —le llegó flotando desde la oscuridad, y el sonido lo dejó sin aliento durante unos segundos.

Cerca, pensó. Joder, está muy cerca. Creo que está en ese edificio.

Permaneció inmóvil un momento, esperando otro grito.

—¡Norman, estoy aquí abajo! —oyó por fin.

De nuevo se llevó las manos a la máscara, pero esta vez no tiró de ella, sino que la acarició.

—Vva 'l doro —murmuró al tiempo que echaba a andar en dirección a las ruinas del edificio.

Creyó ver huellas que se encaminaban hacia allí, briznas rotas de hierba, tal vez lugares por los que había pasado alguien, pero la luz de la luna no bastaba para asegurarlo.

Y entonces, como para confirmar que avanzaba en la dirección correcta, volvió a oír su grito burlón y enloquecedor.

—¡Aquiiiiiiií abaaajo, Norman!

Como si no le tuviera ningún miedo. Como si esperara impaciente a que se reuniera con ella. ¡Zorra!

—Quédate donde estás, Rose —musitó—. No te muevas, eso es lo que importa.

Todavía llevaba el revólver guardado en la cinturilla del pantalón, pero no planeaba usarlo. No sabía si podría o no disparar en una alucinación, pero no tenía ningún deseo de averiguarlo. Quería hablar con su pequeña Rose errante de un modo mucho más personal de lo que permitía una pistola.

—Norman, tienes un aspecto ridículo con esa máscara… ¡Ya no me das miedo, Norman…!

Te vas a enterar de lo que vale un peine, zorra, pensó.

—¡Norman, imbécil!

Vale, a lo mejor no estaba en el edificio; tal vez ya lo había atravesado y estaba al otro lado. No importaba. Si creía que podía escapar de él en el campo, se iba a llevar la sorpresa de su vida. La última sorpresa de su vida.

—Eres tan idiota… ¿Realmente creías que me cogerías? ¡Toro estúpido!

Se desvió un poco hacia la izquierda, intentando caminar con sigilo, recordándose que de nada le serviría comportarse como (ja, ja) un toro en una tienda de porcelana. Se detuvo cerca de la escalinata agrietada de piedra que conducía al templo (eso era, ahora lo veía, un templo como los que salían en esos cuentos griegos que los tíos se inventaban cuando no estaban demasiado ocupados haciéndose papilla unos a otros) y lo recorrió con la mirada. A todas luces, el edificio estaba abandonado y se estaba cayendo a pedazos, pero no le parecía espeluznante, sino que, por extraño que le resultara, le daba la impresión de estar en casa.

—¡Norrrrmannnnn!… ¿No quieres hablaaaar conmiiiigo?

—Oh, sí que quiero hablar contigo —dijo—. Quiero hablar contigo de cerca, puta de mierda.

Algo le llamó la atención en la hierba alta y enredada que crecía a la derecha de la escalinata; era una cara de piedra que miraba al cielo desde la tierra. En cinco pasos se plantó junto a ella y se la quedó mirando durante diez segundos o más, deseoso de asegurarse de que veía lo que veía. Pues sí. La enorme cabeza caída tenía el rostro de su padre, y en sus ojos vacíos se reflejaba la luz de la luna.

—Buh, hijo de puta —murmuró—. ¿Qué haces tú aquí?

El padre de piedra no respondió, pero su mujer sí.

—¡Norrrrmannn! ¡Qué lento eres, joder, Norrrrmannn!

Bonito lenguaje le han enseñado, comentó el toro, aunque ahora hacía sus comentarios desde el interior de la cabeza de Norman. Se ha juntado con gente estupenda, desde luego; le han cambiado la vida.

—Zorra —musitó con voz espesa y temblorosa—. Zorra de mierda.

Se apartó del rostro de piedra, resistiendo la tentación de retroceder y escupir sobre él al igual que había hecho con la cazadora… o de bajarse la bragueta y mearse encima. Pero no había tiempo para Jueguecitos. Subió a toda prisa la escalinata en dirección a la entrada negra del templo. Cada vez que pisaba el suelo, un dolor agónico le ascendía por la pierna hasta alcanzarle la mandíbula destrozada. Tenía la sensación de que sólo la máscara mantenía la mandíbula en su lugar, y le dolía horrores. Ojalá llevara encima las aspirinas de los policías Charlie-David.

¿Cómo ha podido hacerlo, Normie?, susurró la vocecilla desde lo más profundo de su ser. Aún sonaba como la voz de su padre, pero Norman no recordaba haber oído hablar jamás a su padre en aquel tono tan inseguro, tan preocupado. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Qué le ha pasado?

Se detuvo con un pie en el último peldaño; tenía la mandíbula más suelta que una rueda con las tuercas arrancadas. No lo sé ni me importa, replicó a la voz fantasmal. Pero te digo una cosa, papá, si es que eres papá… Cuando la encuentre haré que olvide todo lo que le ha pasado en un santiamén. Eso te lo aseguro.

¿Estás seguro de que quieres intentarlo?, preguntó la voz, y Norman, que había echado a andar de nuevo, volvió a detenerse para escuchar con la cabeza ladeada.

¿Sabes qué te conviene más?, preguntó la voz. Creo que te conviene más batirte en retirada. Ya sé cómo suena eso, pero de todas formas, eso es lo que pienso, Normie. Si yo llevara las riendas, daría media vuelta y volvería por donde he venido. Porque todo va mal aquí. Todo esto es pero que muy raro, de hecho. No sé lo que es, pero sí la sensación que produce… Parece una trampa. Y si caes en ella tendrás muchas más cosas de qué preocuparte que una simple mandíbula suelta o una máscara que no te puedes quitar. ¿Por qué no das media vuelta y te largas? ¿Por qué no intentas encontrar su habitación y esperarla allí?

Porque vendrán, papá, repuso Norman. Le asombraba aquella insistencia y aquella certeza fantasmales, pero no quería reconocerlo. La policía vendrá y me matará. Me matarán antes de que pueda siquiera oler su perfume. Y porque me ha mandado a tomar por el culo. Porque se ha convertido en una puta. Lo sé por su forma de hablar.

¡Da igual cómo hable, idiota! ¡Si se ha podrido, deja que se descomponga con sus amigos! A lo mejor no es demasiado tarde para dejar esto antes de que te estalle en la cara.

Norman consideró la propuesta unos instantes…, pero luego alzó los ojos hacia el templo y leyó las palabras esculpidas sobre la puerta: AQUELLA QUE ROBA LA TARJETA DEL CAJERO DE SU MARIDO NO MERECE VIVIR, proclamaba el edificio.

Todas sus dudas se disiparon. No escucharía más a su padre cobarde y sobón. Cruzó la enorme entrada y se adentró en las tinieblas húmedas del templo. Tinieblas…, pero no lo bastante oscuras para no dejarle ver. Varios rayos polvorientos de luna se filtraban por las ventanas estrechas, iluminando una ruina que se parecía espantosamente a la iglesia a la que Rose y su familia habían ido en Aubreyville. Pisó montones de hojas muertas, y cuando una bandada de murciélagos revoltosos levantó el vuelo chillando para abalanzarse sobre su rostro, Norman se limitó a agitar los brazos para ahuyentarlos.

—Fuera, hijos de puta —masculló.

Cuando salió a una pequeña escalinata de piedra tras la puerta situada a la derecha del altar, Norman vio un jirón colgando de un arbusto. Se agachó, lo cogió y lo sostuvo en alto para examinarlo. Costaba distinguirlo a aquella luz, pero creía que era rojo o rosa. ¿Llevaba Rose ropa de aquel color? Creía que la había visto en vaqueros, pero todo era muy confuso. Aun cuando hubiera llevado vaqueros, se había quitado la cazadora que el soplapollas le había dejado, y tal vez debajo…

Tras él oyó un sonido leve, como una banderola ondeando en la brisa. Norman se volvió, y un murciélago marrón se estrelló contra su rostro, abriendo la boca bigotuda mientras le golpeaba las mejillas con las alas.

Norman se había llevado la mano al arma. En aquel momento la apartó y cogió al murciélago, aplastándole las alas contra el cuerpo como si tocara el acordeón. Lo retorció y lo partió en dos con tal fuerza que sus rudimentarias entrañas le salpicaron los zapatos.

—No deberías haberme atacado, cabronazo —espetó Norman mientras arrojaba los restos a la oscuridad del templo.

—Se te da muy bien eso de matar murciélagos, Norman.

Dios mío, muy cerca… ¡justo detrás de él! Giró sobre sus talones con tal rapidez que estuvo apunto de perder el equilibrio y caer escalinata abajo.

El terreno que se extendía tras el templo descendía hacia un río, y a medio camino, en lo que parecía el jardín más muerto del mundo, se hallaba su pequeña y dulce Rose errante…, ahí de pie a la luz de la luna, con la mirada alzada hacia él. Tres pensamientos le cruzaron por la mente en rápida sucesión. Lo primero que vio fue que Rosie ya no llevaba vaqueros, si es que antes los había llevado; llevaba un vestido corto que parecía sacado de una fiesta romana de la universidad. Lo segundo que vio fue que se había cambiado de peinado; llevaba el pelo teñido de rubio y apartado de la cara.

Lo tercero que vio fue que estaba hermosa.

—Murciélagos y mujeres —comentó Rosie con frialdad—. Eso es todo, ¿verdad, Norman? Casi me das pena. Eres un mequetrefe de mierda. No eres un hombre. Y esa estúpida máscara que llevas nunca te convertirá en un hombre.

—¡TE MATARÉ, ZORRA!

Norman se apartó de la escalinata y corrió pendiente abajo en pos de Rosie; la sombra cornuda corría junto a él sobre la hierba muerta a la luz plateada de la luna.